jueves, marzo 17, 2011

La desconocida del Plata: Paulina Movsichoff*


No puedo saber qué día es hoy, ni en qué mes estamos. Me parece que desde que llegué aquí ha pasado una eternidad. Creo que ya debe haber empezado el otoño. Otoño. Esa palabra me sabe a ambrosía debajo de esta hedionda capucha (perdón, hijita) en donde no se vislumbran más que los zapatos de ellos. Temblamos cuando escuchamos los pasos, esos pasos que ya sabemos distinguir, los del Turco, como le llaman al que nos lleva a los interrogatorios. O los del doctor Douglas, como le dicen a ese que nos viene con el cuento de que si colaboramos nos van a dar pronto la libertad. Aún no me han vencido. Yo, que siempre fui tan habladora, he mantenido un empecinado silencio. Sí, herr doktor, no sé nada, herr Doktor. Podrían pasar por aquí Dante, con su Virgilio a cuestas. ¿En qué círculo del infierno nos pondría? Pero te estaba hablando del otoño y lo que daría para ver un árbol. Recuerdo cómo te gustaba abrir el ventanal que daba a nuestro balcón y quedarte contemplando las hojas cobrizas, esos “oros” como les llamaba Juan Ramón Jiménez, eso que ahora nos suena cursi pero sí, aquello parecía puro oro. La naturaleza tiene sus alhajas. Las mías son ahora este sayal gris y unas torpes sandalias de plástico. Hasta la medallita de mamá me quitaron. La de la Virgen niña, esa que llevé toda la vida colgada de mi cuerpo. Ahora soy duquesa de nada. Reina de la desnudez. Me asalta por momentos el temor de no volver a vernos, la incógnita por tu futuro. También qué pensarás de mí, si me habrás perdonado. Por qué será que, hagamos lo que hagamos, a las mujeres se nos doblega con la culpa. Tal vez si sobrellevo obstinada esta estación de fatiga, podré unir los retazos que flotan en mi memoria igual que los témpanos en un deshielo. Quería decirte, hijita, que no me arrepiento. Hay arrepentimientos que son peores que el pecado. Siempre fui así, desde niña, cuando querían hacerme sentir mala. Sos mala, me decía a mí misma. Mala, mala, no vas a tener suerte, como me dijo una vez mamá. Fue esa vez que tu tía Agustina descubrió la foto de Evita pegada en una hoja del cuaderno de deberes. Se la mostró a mamá y ella le contó a papá. Me dejó sin comer ese día y me dijo en tono admonitorio que, en casa, de esa mujer no se hablaba. Ni menos podía guardarse su fotografía. Pero seguí amándola. Cuando murió, yo tenía dieciséis años. Recuerdo que veníamos con mamá de la modista y se cruzó en la calle con una amiga.. Pude oír clarito lo que le dijo, aunque bajara la voz: “Ha muerto la Eva”, con un tono entre cómplice y satisfecho. Como si ellas, de alguna manera, hubieran colaborado en esa muerte. Como si la hubiesen estado esperando. Yo seguía soñando con esa silueta lánguida y frágil que cargó sobre sus hombros el dolor de los pobrecitos. Yo, que no leía los diarios, comencé a seguir paso a paso su entierro por la radio. Atisbaba los noticiosos de los cines en donde se mostraba, adentro de ese féretro, el rostro marfileño asomando de esa silueta hierática. Las mujeres que sollozaban desconsoladas, los canillitas que rompían en llanto al anunciar la noticia. A San Luis todo aquello llegaba muy amortiguado. Con nadie podía hablar de ella. Sólo con Ramona, que fue quien me regaló la foto. Si no salgo de aquí me gustaría que alguna vez la vieras. Mi Ramona. Me refugiaba en su falda empolladora cuando mamá me retaba. “No llore, niña Patita, le contaré un cuento”. Y me largaba esos interminables cuentos que hablaban de niños desobedientes que se transformaban en pájaros, o aquel de la vanidosa que se transformó en iguana, pero su metamorfosis no alcanzó a las manos, que no dejaron nunca de ser finas y bellas. Tal vez por eso teníamos prohibido salir a la hora de la siesta. Para que no nos contagiara su vanidad de reina. Parece que trataba a los pretendientes con desprecio. Cómo se atrevía. Evita no pasó por esa humillación. Tenía joyas y le gustaban y las mostraba al mundo. Pero su mayor joya eran los niños. Los únicos privilegiados. Alguna vez la divisé de lejos, en el palco que se levantó en la plaza con motivo de su visita a San Luis. Me hubiera gustado poder acercarme, tocar aunque más no fuera el borde de su tapado de visón.Qué será, mi amor, de vos, cómo quisiera que estuviéramos juntas, levantarme por las noches y taparte cuando duermes, besarte y aspirar tu piel que conserva aún la frescura de un bebé. Ver a los hijos que seguramente tendrás algún día. Por ahora sólo me queda esta larga espera. Espera de que me busquen, de que me encuentren, espera de verte Marina, hijita de mi alma, de que me quieran aun cuando piensen me haya portado mal. Soy habitada por la espera.

*Fragmento de la novela de la escritora Paulina Movsichoff, recientemente editada. Véase: http://losmotivosdelaloba.blogspot.com/2010/07/la-desconocida-del-plata-fragmento.html?spref=fb

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