Febrero de 1936
Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea—los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera—, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente.
Antes de seguir con este relato, permítaseme hacer una observación general: la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo. Esta filosofía se adecuaba con los comienzos de mi edad adulta, cuando vi a lo improbable, lo no plausible, a menudo lo «imposible», hacerse realidad. La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera reunir de ambas cosas. Parecía una cuestión romántica ser un literato de éxito, uno nunca iba a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que lograra probablemente seria más duradera, uno nunca iba a tener el poder de un hombre de firmes convicciones políticas o religiosas, pero indudablemente sería más independiente. Desde luego, en la práctica de su profesión, uno estaría permanentemente insatisfecho... pero, por mi parte, yo no habría elegido ninguna otra.
Mientras transcurrían los años veinte, con mis propios veintes marchando un poco por delante de ellos, mis dos pesares juveniles —no ser lo bastante alto (o lo bastante bueno) para jugar al fútbol en la universidad, y no haber sido enviado a ultramar durante la guerra—, se resolvieron en ensueños infantiles de heroísmos imaginarios que al menos servían para hacerme dormir en las noches de inquietud. Los grandes problemas de la vida parecían solucionarse por sí mismos, y si el asunto de solucionarlos era difícil, le dejaba a uno demasiado cansado para pensar en problemas más generales.
La vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión personal. Me veía obligado a mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de «triunfar», y, más que estas cosas, la contradicción entre la opresiva influencia del pasado y las elevadas intenciones del futuro. Si lo lograba en medio de los males corrientes —domésticos, profesionales y personales—, entonces el ego continuaría como una flecha disparada desde la nada a la nada con tal fuerza que sólo la gravedad podría a la postre traer la a tierra.
Durante diecisiete años, con uno en el medio de deliberado no hacer nada y descanso, las cosas siguieron así, con la única perspectiva agradable de una nueva tarea para el día siguiente. Estaba viviendo con ahínco, también, pero:
—Hasta los cuarenta y nueve años todo irá perfectamente —decía—. Puedo contar con eso. Pues un hombre que ha vivido como yo es lo más que puede pedir....
Y entonces, diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que me había desmoronado prematuramente.
II
Ahora bien, un hombre puede derrumbarse de muchas maneras —puede derrumbarse mentalmente—, en cuyo caso los otros le despojan de la capacidad de decisión; o corporalmente, cuando uno no puede sino resignarse al blanco mundo del hospital; o a causa de los nervios. William Seabrook en un libro nada simpático cuenta, con cierto orgullo y un final de película, cómo se convirtió en una carga pública. Lo que le llevó al alcoholismo o tuvo relación con él, fue un colapso de su sistema nervioso. Aunque quien esto escribe no estaba tan atrapado —en esa época llevaba seis meses sin probar ni siquiera un vaso de cerveza—, estaba perdiendo sus reflejos nerviosos... demasiada rabia y demasiadas lágrimas.
Por otra parte, para volver a mi tesis de que la vida mantiene una ofensiva variable, la conciencia de haberse derrumbado no coincidió con un golpe sino con un período de tranquilidad.
No mucho antes había estado en la consulta de un gran médico y escuchado una grave sentencia. Con lo que, mirando hacia atrás, parece cierta ecuanimidad, yo había seguido con mis cosas en la ciudad en la que entonces vivía, sin que me importara mucho, sin pensar en lo mucho que había dejado por hacer, o en lo que pasaría con esta y aquella responsabilidad, como hace la gente en los libros; estaba bien cubierto y en cualquier caso sólo había sido un mediocre celador de la mayoría de las cosas dejadas en mis manos, incluidos mi talento.
Pero sentí un fuerte impulso súbito de que debía estar solo. No quería ver a nadie en absoluto. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida —yo era medianamente sociable—, pero tenia una tendencia más que mediana a identificarme a mí mismo, mis ideas, mi destino, con todos aquellos con quienes entraba en contacto. Siempre estaba salvando o siendo salvado, en una sola mañana podía pasar por todas las emociones atribuibles a Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de enemigos inescrutables y de inalienables amigos y partidarios.
Pero ahora quería estar absolutamente solo, conque me las arreglé para aislarme parcialmente de las obligaciones habituales.
No fue una época desgraciada. Me marché y había menos personas. Descubrí que estaba más que cansado. Podía estar tumbado, y me alegraba hacerlo, durmiendo o dormitando en ocasiones hasta veinte horas diarias y en los intervalos trataba resueltamente de no pensar —en cambio hacía listas—, hacia listas y las rompía, cientos de listas: de jefes de caballería y de jugadores de fútbol y de ciudades, de canciones populares y pitchers de béisbol, y de épocas felices y aficiones y casas donde viví, y de cuántos trajes había tenido desde que dejé el ejército y de los pares de zapatos (no contaba el traje que compré en Sorrento y que encogió, ni los zapatos y la camisa de vestir y el cuello duro que llevé de un sitio a otro durante años y que no me puse nunca, porque los zapatos se humedecieron y cuartearon y la camisa y el cuello se pusieron amarillos y apestaban a almidón). Y listas de mujeres que me gustaron, y de las veces que había dejado que me desairaran personas que no eran mejores que yo ni en carácter ni en capacidad.
... Y entonces, de repente, por sorpresa, me encontré mejor.
... Y me rompí como un plato viejo en cuanto oí las noticias.
Ese es el auténtico final de este relato. Lo que había que hacer tendría que apoyarse en lo que se suele llamar el «abismo del tiempo». Baste decir que al cabo de una media hora de solitario abrazarme a la almohada, empecé a darme cuenta de que durante dos años mi vida había sido un despilfarro de recursos que de hecho no poseía, que había estado hipotecándome física y espiritualmente hasta el cuello. ¿Qué era el pequeño don de vida que se me devolvía en comparación con eso…?, cuando una vez había sido orgullo de orientación y confianza en una independencia permanente...
Me di cuenta de que en esos dos años, con el objeto de preservar algo —tal vez un sosiego interior, tal vez no—, me había apartado de todas las cosas que acostumbraba amar, que cada acto de la vida, desde lavarse los dientes por la mañana hasta la cena con un amigo, se había convertido en un esfuerzo. Comprendí que durante largo tiempo no me habían gustado personas ni cosas, sino que sólo seguía con la vacilante y vieja pretensión de que me agradaban. Incluso comprendí que mi amor hacia los que me eran más cercanos se había convertido sólo en un intento de amar, que mis relaciones informales —con un editor, un vendedor de tabaco, el hijo de un amigo— eran solamente lo que yo recordaba que debían ser, de otros días. En el mismo mes llegaron a molestarme cosas tales como el sonido de la radio, los anuncios de las revistas, el chirrido de las vías férreas, el muerto silencio del campo —sentia desprecio ante la blandura humana, y de inmediato (si bien secretamente) hostilidad hacia el esfuerzo—, odiando la noche en la que no podía dormir y odiando el día porque se encaminaba hacia la noche. Ahora dormía sobre el lado del corazón porque sabía que cuanto más pronto lo cansara, aunque fuera un poco, más pronto llegaría esa bendita hora de la pesadilla que, como una catarsis, me permitiría encarar mejor el nuevo día.
Había ciertos sitios, ciertas caras a las que podía mirar. Como la mayoría de los del Medio Oeste, nunca había tenido más que prejuicios raciales muy vagos, siempre había sentido una inclinación secreta hacia las encantadoras rubias escandinavas que se sentaban en los porches de Saint Paul, pero no habían ascendido económicamente lo necesario para formar parte de lo que entonces era la buena sociedad. Eran demasiado guapas para ser «pollitas» y habían dejado demasiado pronto la dehesa para ocupar un lugar bajo el sol, pero me recuerdo caminando ante manzanas de casas sólo para echar una ojeada a sus brillantes cabellos; el resplandeciente mechón de una chica a la que nunca conocería. Esto son chismorreos urbanos, desagradables.
Se apartan del hecho de que en aquellos últimos días no podía soportar la visión de celtas, ingleses, políticos, extranjeros, virginianos, negros (claros ni oscuros), cazadores, empleados de comercio y clase media en general, todo tipo de escritores (evitaba con muchísimo cuidado a los escritores porque son capaces de perpetuar los problemas como nadie puede hacerlo), y de todas las clases en cuanto clases y de la mayoría de las personas en cuanto miembros de su clase...
Tratando de aferrarme a algo, me gustaban los médicos y las niñas de hasta aproximadamente los trece años y los niños bien educados de unos ocho años. Tenía paz y felicidad con estas pocas categorías de personas. Olvidaba añadir que me gustaban los viejos, hombres de más de setenta años, a veces de más de sesenta, si sus rostros parecían trabajados por el tiempo. Me gustaba la cara de Katharine Hepburn en la pantalla, sin importarme lo que se decía de su pretenciosidad, y la cara de Miriam Hopkin, y los viejos amigos si los veía sólo una vez al año y podía recordar sus fantasmas.
Todo más bien inhumano e insuficiente, ¿verdad? Bueno, hijos míos, ése es el auténtico síntoma del desmoronamiento.
No es un cuadro agradable. Fue inevitablemente llevado de acá para allá dentro de su marco y expuesto ante diversos críticos. Uno de ellos sólo puede ser descrito como una persona cuya vida hace que las vidas de los demás parezcan muertas, incluso esta vez en que interpretaba el papel usualmente poco atrayente de consoladora de Job. A pesar del hecho de que este relato haya terminado, permítaseme añadir nuestra conversación como una especie de posdata:
—En vez de compadecerte tanto, escucha —dijo. (Siempre dice «escucha» porque mientras habla piensa, piensa de verdad.) Conque dijo—: Escucha. Supongamos que no fuera una grieta que hay en ti..., supongamos que fuera una grieta del Gran Cañón.—¡La grieta está en mí! —dije yo heroicamente.
—¡Escucha! El mundo sólo existe a tus ojos... La idea que tienes de él. Puedes hacer que sea tan grande o tan pequeño como quieras. Y estás tratando de ser un individuo pequeño e insignificante, ¡por Dios, si alguna vez me derrumbara yo, trataría de conseguir que el mundo se viniera abajo conmigol ¡Escucha! El mundo sólo existe a través de tu aprehensión de él, de modo que es mucho mejor decir que no eres tú quien tiene la grieta, sino el Gran Cañón.
—¿Ya se ha tomado la niñita a todo su Spinoza?
—No sé nada de Spinoza. Lo que sé es...—Habló, entonces, de viejas heridas suyas que parecían, al contarlas, que habían sido más dolorosas que la mía, y de cómo les había hecho frente, superándolas, derrotándolas.
Reaccioné un poco ante lo que me decía, pero soy un hombre que piensa despacio, y se me ocurrió simultáneamente que de todas las fuerzas naturales, la vitalidad es la única incomunicable. En días en que la savia vital le llegaba a uno como un articulo libre de impuestos, uno trataba de distribuirlo —pero siempre sin éxito—; para seguir mezclando metáforas, la vitalidad nunca «prende». Se la tiene o no se la tiene, igual que la salud u ojos pardos u honor o voz de barítono. Podría haberle pedido un poco de la que ella tenía, pulcramente envuelta y lista para cocinar y digerir, pero no la habría obtenido jamás ni aunque me quedara allí mil horas con el cuenco de hojalata de la autocompasión. Sólo podía alejarme de su puerta, caminando con mucho cuidado como si fuera de loza cuarteada, y penetrar en el mundo de la amargura en el que me estaba construyendo una casa con los materiales que allí se encuentran, y recordarme, una vez que me he alejado de su puerta, que:«Sois la sal de la tierra. Pero si la sal ha perdido su sabor, ¿con qué se la salará?» Mateo: 5-13.
*Escritor norteamericano, autor, entre otras obras, de El gran Gatsby.
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