miércoles, marzo 31, 2010

Liliana Heer: El sol después

El jueves 8 de abril, a las 19, en la Biblioteca Nacional --Agüero 2553, primer piso-- se presentará El sol después, nuevo libro de la escritora Liliana Heer, editado por Paradiso Ediciones.
Hablarán: Brauko Andjic, Jorge Monteleone y R. Sietecase.

A continuación reproducimos el comentario escrito por el escritor Jorge Monteleone:

Nicole y Jota viajan a Serbia, viven en una barcaza, son testigos de los efectos de la guerra en el pueblo, en la gente. Serbia se transforma en el fondo móvil donde se despliega la sucesión amorosa, o acaso desde ella los amantes ejercen el “sondeo de un abismo”: visitan la casa de la poeta Desanka Maksimović, conocen a los actores de Teatro Vuk, hacen el amor en el automóvil camino a Belgrado, ven una pieza teatral en la que se alteran los lugares comunes de la religión.
Nicole es el paradigma de la narradora de los textos de Heer: “deriva, fabrica versiones, inventa, observa, desconfía, canta, se deja desear, amar, regalar”. O bien: “algunas veces ella contaba y otro desmentía”. Ese íncipit de lo amoroso –como si fuesen las primeras palabras de un manuscrito escrito a dos manos– es también el causante de la ficción. Heer halla en la temporalidad del amor otro vehículo para realizar su poética, que una y otra vez mina la causalidad narrativa del relato clásico. Si en Ángeles de vidrio se leía “el futuro de una historia está siempre presente, de ahí la inutilidad de narrarla”, en El sol después se lee: “¿Usted propone una excursión al porvenir? / Es demasiado temprano para tomar el tren hacia otro país / ¿Qué voy a contarle hoy? / ¿Nuevamente lo mismo? / Mienta”. Como en el teatro, los cuerpos representan otra cosa y en un instante absoluto son la encarnación de su propia imagen desnuda, mitológica y carnal. “Un hombre y una mujer –se lee–. La extrañeza. Algo perdido siempre.” Para que lo perdido regrese, para que los cuerpos dejen de ser espejismos, para que la desnudez cubra lo desnudo, máscara cara real, el amor trama sus signos una y otra vez, en la ilusión o el hábito de una carne atemporal.
A veces relato que no cesa; a veces sol, sol diferido y deseado, sol: después.”

martes, marzo 30, 2010

II Congreso Feminista Internacional de la República Argentina 2010

Se realizará en Buenos Aires del 19 al 22 de Mayo de 2010.
Los actos de Apertura y Clausura, los Foros de Debate, y las Relatorías se desarrollarán en el “Salón Símón Bolívar” del Hotel Bauen, Callao 360, el que para el evento será rebautizado con el nombre de “Manuela Sáenz”, la gran luchadora por la independencia americana y su compañera de vida.
Las Mesas Temáticas y Talleres, así como algunas actividades culturales, tendrán lugar en el Colegio Bartolomé Mitre de la Universidad Argentina John F. Kennedy, institución que ha colaborado cediendo el uso de las aulas y el auditorio del edificio de la calle Bartolomé Mitre 2152 de esta Ciudad.
Otras actividades y reuniones están previstas en el Club Español, Bernardo de Irigoyen 172, y la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín, en la calle Paraná 145 de esta ciudad, instituciones que también facilitarán instalaciones para el encuentro.
Asimismo se informó que ya ha salido de imprenta la Edición Conmemorativa de las Actas del I Congreso Femenino de la República Argentina 1910, la que será presentada en la 36°Feria del Libro el día 26 de abril de 2010, a las 20,30, en la Sala Javier Villafañe de la Exposición que se realiza en La Rural- Predio Ferial de Buenos Aires entre el 22 de abril y el 10 de mayo próximos. http://www.2feminista2010.com.ar/
Prensa Comité Organizador
prensa@2feminista2010.com.ar
María Cillis Tel. 1564738340
Ana Repetto Tel. 1565635004

lunes, marzo 29, 2010

Concurso de Cuentos organizado por la Sea

Entrega de premio a la ganadora:
El 6 de abril, a las 19, en el auditorio “Francisco Madariaga” de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina, sito en Bartolomé Mitre 2815, 2° piso, oficina 227 (Casi Esquina Pueyrredón. Frente a Plaza Once) se realizará la entrega del premio de $4.000 pesos a Agustina María Bazterrica, ganadora del Concurso de Cuentos organizado por la SEA en homenaje a los 50 años de la fundación “Casa de las Américas”, de La Habana, Cuba.
El libro de cuentos ganador, que lleva por nombre "Un mundo iluminado y roto", obtuvo el voto unánime del jurado del concurso, compuesto por los escritores Tununa Mercado, Luis Gusman y Alberto Laiseca. La autora es argentina, vive en la ciudad de Buenos Aires, y ha ganado más de veinte premios en concursos de cuentos nacionales e internacionales.

sábado, marzo 27, 2010

Revista Mediaisla

Para leer revista completa, entrar aquí mediaisla
Sumario

Las flores ambulantes por Gorka Andraka

El viejo y el mal por Rodolfo Alonso

Juguemos a perdernos por René Rodríguez Soriano

Los balbuceos en el novelista detective y pigmalión por Enrique Ferrari

Departures por Manfred Rosenow

Hitler, reliquias y algunos jefes nazis por José Tobías Beato

Werner Herzog: "La posteridad no me interesa" por Vera Von Kreutzbruck

Viaje por la semiótica de algunos poemas de Espasmos en la noche de Mateo Morrison por Tomás Modesto Galán

La danza interminable de la tierra por Juan Carlos García

Dos caminos de Dinorah Coronado hoy en NY
El último capítulo
del marxismo filosófico
La contemplación de Edgar Borges Crónicas de una dama sutil Kurosawa: Vida, espadas y demonios José-Carlos Mainer: "La historia de la literatura española se ha parcelado demasiado" Micrófono Abierto: Beneficio a Libros Revolución Homenaje a Nereo López en Miami La condesa de Tende de Madame de La Fayette.

Bruno Schultz: imágenes precoces, visiones en la infancia...

"No sé cómo llegamos en la infancia a ciertas imágenes cuya significación es para nosotros decisiva. Las mismas juegan el papel de los filamentos en una solución alrededor de los cuales se cristaliza para nosotros el sentido del mundo (...) Esas imágenes constituyen un programa y establecen ese fondo intangible del espíritu que nos es otorgado muy pronto bajo la forma de presentimientos y de impresiones semiconscientes. Me parece que empleamos el resto de nuestra existencia en interpretar esas visiones, en inscribirlas en todos los contenidos que adquirimos, en conducirlas a través de todo el alcance intelectual que nos es accesible. Esas imágenes precoces le señalan a los artistas los límites de su creación, que no viene a ser más que la deducción de principios ya establecidos. No descubren nada nuevo, y a lo único que llegan es a comprender cada vez mejor el secreto que les ha sido confiado al origen. Su obra es una incesante exégesis, un comentario al único versículo que les ha sido dado aprender. Además, el arte no resuelve ese misterio hasta el final. Permanece insoluble. El nudo en el que el alma ha sido enmarañada no es un falso nudo que se desata con sólo tirar de un extremo. Más bien al contrario, cada vez se cierra más estrechamente. Nosotros lo manipulamos, seguimos el curso de los hilos, buscamos su fin y el arte nace de esas manipulaciones."
(Jerzy Ficowski: El libro idólatra, Carta de Bruno Schultz.)

viernes, marzo 26, 2010

Bruno Schulz: Alguien predestinado para la recepción del sentido más profundo...

X

Una vez vi a un prestidigitador. Aislado en el escenario, delgado, perceptible desde todos los ángulos, mostraba su sombrero de copa y su vacío blanco, al fondo. Protegiendo de esa manera su arte contra toda sospecha de engañosas manipulaciones, trazó en el aire, con su varilla mágica, su enredado signo mágico y en seguida, con exagerada precisión y evidencia, procedió a sacar del sombrero lacitos de papel, cintas de colores, centímetros, metros y, por último, kilómetros de bandas.
El cuarto se atestaba de aquellas masas de colores, se volvía claro con ese millar de multiplicaciones, con la ligera y espumosa gasa, con luminosas acumulaciones y, mientras él no dejaba de desmadejar ese hilo sin fin a pesar de las asustadas voces, llenas de maravillada protesta, hizo ostensible que no costaba ningún esfuerzo, que esa abundancia no procedía de sus propios recursos, que, simplemente, se habían abierto yacimientos enterrados, cuyos frutos nada tenían que ver con las medidas y cálculos humanos.
Entonces, alguien predestinado para la recepción del sentido más profundo de aquella demostración, se alejó pensativo, iluminado interiormente, penetrado por la verdad que le invadió: dios es infinito…

*Fragmento del cuento “La primavera”, incluido en el libro Bruno Schulz Obras completas, Ediciones Siruela/Bolsillo.

jueves, marzo 25, 2010

Verónica Viola Fisher*: Hacer sapito

Por María del Carmen Colombo

Si una hija se mira en el espejo del padre, tendrá que “hacer sapito”: elegir la piedra como se elige una palabra, y arrojarla después sobre la superficie del agua para que la piedra rebote sobre ella y horade, astille, lentamente, la imagen que el espejo le devuelve.
La imagen que a una hija mujer devuelve el espejo del padre, ese discurso esa mirada, es brutal: “Vos sola/ te mutilaste/ solita nomás/ decidiste nacer una/ semana antes con el cuerpo/formado a medias/ no quisiste/ esperar el crecimiento/ de los atributos que debe/ un primerizo a su madre no/ podías no desilusionarme/ desde el comienzo/ nada entre tus piernas/ inválida”.
Quizá se trate de asumir semejante distorsión, hacerse cargo de ese discurso imperial que vertebra la subjetividad de toda “hija de César” y de sus consecuencias en cuerpo y alma (“cuando aprendí la palabra/ papa, dije pupa”). Verónica Viola Fisher lo hace sin contemplaciones cuando elige trabajar ese discurso “desde adentro”, es decir, cuando elige no hablar sino poner en escena, mostrar: su verso dramático canaliza el habla violenta de la distorsión paterna: cortes abruptos y continuos encabalgamientos se combinan con un decir que toca las capas más bajas de la lengua: “con mierda hay que limpiarles/la boca/antes de hablar”… La música que se desprende de esta partitura es música de orquesta de cámara/ de gas, acorde con una hija disonante que ha decidido ser instrumentista de corte profundo y no instrumento de sordo director.
Al padre no sólo se le saca la lengua: “Hija sos la luz de mis ojos/ sos mi mejor pupila”. La hija-pupila lee en negativo las escenas como si agujereara con extraña luz ciertas fotografías familiares que soportan penosamente muchos cuerpos: “Cuando era pequeña mi abuela/ la negra me dijo:/ a las visitas les escondo/ tus fotos porque/ me da vergüenza/ la nieta gorda y/fea que tengo/ Yo me sentí como un elefante/ frente a una rata/ y le entregué la canastita con comida/ que hubiese envenenado/
A veces, este jugar al límite los recursos exacerba la puesta de arcaicas escenas hasta tornarlas impresentables: “Se la puse/ entre las manos/ ya agitada/ balbuceó no/ quiero tocarla/ no puedo dijo/ gritando/ se la metí/ vas a tocar// o no mierda/ que tengo ya/ dura/ tu cabecita/ enfrentñándose/ a mi ombligo/ tocala/de una vez para/ tu padre/ para Elisa no/ la oí por suerte/ queriéndose meter/ por mi ombligo/ sus deditos y/ acabé/ satisfecho con su vida”.
Otras veces el desafío deja paso al llamado amoroso, sin abandonar nunca el jadeo. Las palabras no abrevan en la queja, sino en el habla muda de una falta, de una ausencia: “Papá que tengo/frío estás/ dónde/ busco y no te/ veo duro el golpe en tu sanre/ pequeña oscura/ que tengo miedo…”. Ese decir casi mudo, esa llaga vacía, se aleja también de la gravedad de cualquier Padenuestro –de su música de marcha fúnebre, el mismo que “ desde la infancia baja… y obliga a morir con él”.
Quien nace así, muerta de padre, alumbra con los inquietantes destellos de su voz conmovedora el país de nuestra lengua.

Poemas del libro:

Vos sola

te mutilaste

solita nomás

decidiste nacer una

semana antes con el cuerpo

formado a medias

no quisiste

esperar el crecimiento

de los atributos que debe

un primerizo a su padre no

podías no desilusionarme

desde el comienzo

nada entre tus piernas

inválida



Es igual a la madre que

no es madre es llenadora

de cabezas huecas

con mierda hay que limpiarles

la boca

antes de hablar

de mí porque soy yo

el único

que supo conseguir, los laureles

y las hará jurar

con gloria

conglomerado de conchas

vos, tu madre, tu abuela

mi futura nieta seguir

calladas


Cuando era pequeña mi abuela

la Negra me dijo:

a las visitas les escondo

tus fotos porque

me da vergüenza

la nieta gorda y

fea que tengo

Yo me sentí como un elefante

frente a una rata

y le entregué la canastita con comida

que hubiese envenenado

Cuando miro fotos de mi infancia

comprendo

todas las mías tienen luz

pero Negrita

sin flash salieron

tus fotos de lobo




Papá que tengo

frío estás

dónde

busco y no te

veo duro el golpe

en tu sangre

pequeña oscura

que tengo miedo estás

callando me enfrío

y atino

a mí si puedo

podar tu jardín de

pensamientos

violetas papá

que tengo



Mi venganza es:

nunca habrá otro

que pueda

reemplazarme dentro

de ella persistiré

como único

padre sobre todos

y sobre todo

cuando se mire

en mi espejo


Mi hija se burla

de mí

miren cómo me saca

la lengua y yo

su propio y único

padre burlado?

mocosa insolente dejá

ya de escribir y qué

cosa la mocosa

con la rima me saca

la lengua y me saca

de quicio

mírenla se arrepiente

tarde yo también

le saqué la lengua y aquí

termino el poema


Hija sos la luz

de mis ojos

sos mi mejor

pupila

así que ojito

con intentar escape

y ver

porque en cualquier momento

yo puedo

cerrarte los ojos

dormirme

y pupila y oscura

en la pieza honda

hija de mi cerebro

te quedás



Bebían en el imperio

hasta reventar comían

de todo vomitaban y todos

desde el primero

hasta el último

bocado se disparaba

sobre algún dios

erguido el romano

tenía derecho sobre

su mina y podía

comerse las crías Ave

de rapiña sus narices

de perfil se parecen a mi viejo

retrato con laureles

sobre mi cabecita

pelada darme el gusto

el aroma del laurel y el cordón

umbilical como collar

de oro doradito

a fuego lento una pequeña

exquisitez romana

es la copa roja

de mi árbol genealógico

llena qué digo

llena rellena

de crías como yo

alumnas de Ave

César

se cogió a mi vieja

una vez una tarde

en el imperio



Tengo los ojos cerrados

acordes con un

director de orquesta

que ataja

los penales

sentado en una silla

de ruedas

hijita mía

cuánto sufrí

en ese penal

que te definió

campeón y diste

la vuelta

de la vida hija



director

de orquesta de cámara

de gas

fui pero tus ojos

abiertos acordes

con la muerte me regalan

más hijas más

instrumentos

de orquesta para ser

arquero cuando ya

no funcione

la cámara de gas

con menores

sin código

penal sin más

que su propio

sexo débil


cuánto sufrí tu vuelta

a la vida

tengo los ojos

cerrados



muerta de padre

mis hermanos te acarician

en un hueco tan negro como los del espacio

sideral te quiero hasta más allá de las últimas

estrellas


cómo hacer para que tu gravedad

tan grave no los trague?


Aléjense de la ventana y no

pregunten y no

a mí

por qué papá

cuando llora muerde?



es mi padre el padre nuestro

que desde la infancia baja

hasta el final de sus hijos

y toca

la marcha fúnebre y obliga a morir

con él



muerta de padre

me protegen los gusanos de la tierra

hermanitos no puedo

salvarlos y no

a mí



Pero yo los amo con toda la luz del sol

yo los amo

*Nació en Buenos Aires en 1974. Ha publicado Hacer sapito (Buenos Aires, Editorial Nusud, 1995), A boca de jarro (Buenos Aires, Edición A Secas, 2003) y Arveja negra (Vox, 2005).

miércoles, marzo 24, 2010

Bruno Schulz: Tratado de los maniquíes, Segundo Génesis

"El Demiurgo", dijo mi padre, "no tuvo el monopolio de la creación; ella es privilegio de todos los espíritus. La materia posee una fecundidad infinita, una fuerza vital inagotable que nos impulsa a modelarla. En las profundidades de la materia se insinúan sonrisas imprecisas, se anudan conflictos, se condensan formas apenas esbozadas. Toda ella hierve en posibilidades incumplidas que la atraviesan con vagos estremecimientos. A la espera de un soplo vivificador, oscila continuamente y nos tienta por medio de curvas blancas y suaves nacidas de su tenebroso delirio.
"Privada de iniciativa propia, maleable y lasciva, dócil a todos los impulsos, constituye un dominio sin ley, abierto a innumerables improvisaciones, a la charlatanería, a todos los abusos, a las más equívocas manipulaciones demiúrgicas. Es lo más pasivo y desarmado que hay en el universo. Cada cual puede amasarla y moldearla a su arbitrio. Todas las estructuras de la materia son frágiles e inestables y están sujetas a la regresión y la disolución.
"No hay ningún mal en traducir la vida a nuevas apariencias. El asesinato no es un pecado. A menudo no es más que una violencia necesaria aplicada a formas entumecidas y refractarias que han dejado de ser interesantes. Puede incluso ser meritorio en el curso de una experiencia curiosa e importante. Se podría hacer del asesinato el punto de partida de una nueva apología del sadismo."
Mi padre no se fatigaba nunca en su glorificación de este elemento extraordinario.
"No hay materia muerta", enseñaba. "La muerte no es más que una apariencia bajo la cual se ocultan formas de vida desconocidas. Su escala es infinita, sus matices inagotables. Por medio de múltiples y preciosos arcanos, el Demiurgo ha creado numerosas especies dotadas del poder de reproducirse. Se ignora si esos arcanos podrán ser descubiertos un día, pero no es necesario, porque si esos procedimientos clásicos nos fueron prohibidos de una vez para siempre, no por eso no habrían de quedar muchos otros, una infinidad de procedimientos heréticos y criminales."
A medida que de esas generalidades cosmogónicas mi padre pasaba a consideraciones que le tocaban más de cerca, su voz bajaba de tono para transformarse en un murmullo penetrante; su expresión se hacía cada vez más difícil y confusa y se perdía en regiones progresivamente riesgosas y conjeturales. Su gesticulación tomaba entonces una especie de solemnidad esotérica. Entrecerraba un ojo, se llevaba dos dedos a la frente y su mirada se volvía notablemente astuta. Subyugaba a sus interlocutores, penetraba con su mirada sin par sus reservas más íntimas, y llegaba a lo más profundo, los hacía retroceder hasta sus últimas trincheras, los entretenía con un dedo juguetón, hasta que brotaba de ellos un destello de comprensión y de vida. Esta toda resistencia manifestaba su acuerdo y su complicidad.
Las jóvenes permanecían sentadas, inmóviles; la lámpara humeaba, ya hacía rato que la tela se había deslizado de la máquina de coser, que había continuado girando un poco más dando puntadas era el tejido interestelar que se desenvolvía hasta el infinito en la noche exterior.
"Hemos vivido demasiado tiempo aterrorizados por el Demiurgo, continuaba mi padre, durante demasiado tiempo la perfección de su obra ha paralizado nuestra propia iniciativa. Pero no podemos entrar en competencia con él. No tenemos la ambición de igualarlo. Queremos ser creadores en nuestra propia esfera, más baja. Aspiramos a los goces de la creación, en una palabra, a la demiurgia."
No sé en nombre de quién o de qué proclamaba esas reivindicaciones, pero la supuesta solidaridad con una colectividad, una corporación, una secta o una orden no mencionadas hacía más patética sus palabras. Por nuestra parte estábamos muy lejos de las tentaciones demiúrgicas.
Mi padre desarrollaba el programa de una segunda Creación, de un Génesis heterodoxo que debía oponerse abiertamente al orden de las cosas vigentes.
"No aspiramos", decía, "a realizar obras de largo aliento, seres hechos para durar mucho tiempo. Nuestras criaturas no serán héroes de novelas en varios volúmenes. Tendrán papeles cortos, lapidarios, carácter sin profundidad. A menudo será sólo para que diga una palabra o hagan un único gesto que nos tomamos el trabajo de llamarlos a la vida. Lo reconocemos francamente: no pondremos el acento sobre la durabilidad o la solidez de la ejecución. Nuestras criaturas serán provisorias, hechas para servir una sola vez. Si se trata de seres humanos, les daremos, por ejemplo una mitad de rostro, una pierna, una mano, la que sea necesaria para el papel que le toque representar. Sería una pura pedantería preocuparse por elementos secundarios si no estuvieran destinados a entrar en el juego. Por detrás bastará simplemente con una costura, o una mano de pintura blanca. Condensaremos nuestra ambición en esta arrogante divisa: un actor para cada gesto. Para cada palabra, para cada actitud haremos nacer a un hombre especial. Así nos place a nosotros y será un mundo a nuestro capricho.
"El Demiurgo estaba enamorado de los materiales sólidos, complicados y refinados: nosotros daremos preferencia a la pacotilla, a todo lo vulgar y ordinario. ¿Comprenden bien, preguntaba mi padre, el sentido profundo de esta debilidad, de esta pasión por los trocitos de papeles de color, por el papel maché, el barniz, la estopa y el aserrín? Y bien, respondía él mismo, con una sonrisa dolorosa, es nuestro amor por la materia en tanto tal, por lo que ella tiene de aterciopelado y de poroso, por su consistencia mística. El Demiurgo, ese gran artista y maestro, la hace invisible, la disimula bajo el juego de la vida. Nosotros, muy por el contrario, amamos sus disonancias, sus resistencias, su grosera torpeza. Nos gusta discernir bajo cada gesto, bajo cada movimiento, sus duros esfuerzos, su pasividad, su rudeza de gran oso dócil."
Las jóvenes estaban fascinadas, con los ojos vidriosos. Al ver sus rostros tensos y estupefactos por la sostenida atención y sus mejillas afiebradas, uno podía preguntarse si pertenecían a la primera o a la segunda creación.
"En una palabra", concluyó mi padre, "queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí."
Debemos mencionar aquí, para mayor fidelidad de nuestro relato, un banal incidente que se produjo entonces y al cual no habíamos asignado ninguna importancia. Totalmente incomprensible y carente de sentido en esta serie de hechos, este incidente podría interpretarse como una suerte de automatismo fragmentario desprovisto de causas y efectos, como una especie de malicia del objeto traspuesta al dominio psíquico. Aconsejamos al lector que no le conceda más atención que la que nosotros le prestamos en su época.
En el momento en que mi padre pronunciaba la palabra maniquí, Adela miró su reloj pulsera y le guiñó un ojo a Poldina. Adelantó un poco su silla, levantó el ruedo de su pollera y extendió lentamente un pie envuelto en seda negra que apuntaba como una cabeza de serpiente.
Permaneció rígida en esta posición, mirando con sus grandes ojos de agitados párpados, agrandados más aún por la atropina. Estaba sentada entre Poldina y Paulina, que también miraban a mi padre con ojos muy abiertos. El tosió, se calló, se inclinó hacia adelante y enrojeció de golpe. En un segundo, su rostro, hasta entonces vibrante y profético, se ensombreció y tomó una expresión humilde.
El heresiarca inspirado se había replegado bruscamente sobre sí mismo, se había descompuesto y encogido; su entusiasmo lo había abandonado. Parecía haber sido reemplazado por otro, ese otro que permanecía ahora petrificado, lleno de rubor y con los ojos bajos. Poldina se acercó a él y, palmeándole el hombro, le dijo con tono de amable estímulo: "Jacob será razonable, Jacob va a escuchar, Jacob no será testarudo... ¡Vamos, Jacob, Jacob!"
Siempre apuntando a mí padre, el zapato de Adela temblaba un poco y brillaba como una lengua de serpiente. Siempre con la vista baja, mi padre se levantó lentamente de su silla con la actitud de un autómata y cayó de rodillas. En medio del silencio la lampara silbaba. El empapelado se llenó de miradas elocuente murmullos venenosos, pensamientos zigzagueantes.
FIN DEL TRATADO DE LOS MANIQUÍES

La noche siguiente mi padre volvió con renovado ardor a su tema obscuro y complejo. La red enmarañada de sus arrugas se había enriquecido y testimoniaba una refinada malicia. Cada surco de su rostro ocultaba una ironía. Pero a veces la inspiración extendía los arcos de sus arrugas que, cargadas de horror huían hacia las profundidades de la noche invernal.
"Figuras de museo de cera, mis queridas doncellas –comenzaba– maniquíes de feria, sí; pero aún bajo esta forma, guardaos de tratarlos a la ligera. La materia no bromea. Siempre está imbuida de una seriedad trágica. ¿Quién se atrevería a pensar que se puede jugar con ella, que se la puede moldear por broma, sin que esta chanza no penetre, no se incruste en ella como una fatalidad? ¿Presentís el dolor, el sufrimiento obscuro y prisionero de ese ídolo que no sabe por qué es lo que es ni por qué debe permanecer en ese molde impuesto y paródico? ¿Comprendéis la potencia de la expresión, de la forma, de la apariencia, la arbitraria tiranía con la que se arrojan sobre un tronco indefenso y lo dominan como si convirtieran a su alma, un alma autoritaria y altiva? Dais a una cabeza de tela y estopa una expresión de cólera y la dejáis con esa cólera, esa convulsión, esa tensión; la dejáis encerrada en una maldad ciega que no consigue hallar salida. El vulgo ríe de esta parodia. Pero vosotras mejor llorad, señoritas, por vuestra propia suerte, reflejada en esta materia prisionera, oprimida, que no sabe qué es ni por qué, ni adonde conduce esta actitud que se le ha impuesto para siempre...
"El vulgo ríe. ¿Comprendéis el horrible sadismo de esa risa, su crueldad embriagante, demiúrgica? Más valdría que llorarais por vosotras mismas, distinguidas señoritas, frente a la suerte de la materia violentada, víctima de ese terrible abuso de poder. De allí deriva la horrorosa tristeza de todos los golems bufones, de todos los maniquíes perdidos en una meditación trágica sobre sus risibles muecas.
"Mirad al anarquista Lucchini, el asesino de la emperatriz Isabel; mirad a la reina Draga de Serbia, diabólica e infortunada; ved a ese joven de genio, esperanza y orgullo de los suyos y a quien la funesta práctica del onanismo ha perdido... ¡Oh ironía de esos nombres, de esas apariencias! ¿Hay realmente en este fantoche de madera algo de la reina Draga, un sosias suyo, un reflejo de su persona, por más lejano que sea? Esta semejanza y ese nombre nos tranquiliza y nos impiden preguntarnos quién era para sí misma esa criatura. ¡Sin embargo, señoritas, debe de ser alguien, alguien anónimo, amenazante, desgraciado, que jamás ha oído hablar, en toda su triste vida, de la reina Draga!
"¿Habéis oído en medio de la noche los aullidos atroces de esos monigotes de cera encerrados en los parques de atracciones, el coro quejoso de esos troncos de madera y de porcelana que se golpean contra los muros de su prisión?"
En el rostro de mi padre, trastornado por el horror de las tinieblas que evocaba, apareció un torbellino de arrugas que iba ahondándose y en el fondo del cual brillaba un ojo terrible de profeta. Su barba se había erizado extrañamente, matas de pelo surgían de sus verrugas, fosas nasales y orejas. Se mantenía rígido, la mirada ardiente, temblando con la agitación interior de un autómata cuyo mecanismo se hubiera atascado.
Adela se puso de pie, rogándonos que no prestáramos demasiada importancia a lo que iba a suceder. Se acercó a mi padre y, poniendo los brazos en jarra, en una actitud de ostensible firmeza, preguntó de manera perentoria...
Las jóvenes continuaban endurecidas en sus sillas, los ojos bajos, extrañamente confundidas...
Una de las noches siguientes, mi padre retomó así su conferencia:
"No quería hablar de esos malentendidos encarnados, señoritas, de los frutos de una grosera y vulgar incontinencia, para prolongar mi discurso sobre los maniquíes. Tenía otra idea en la cabeza."
Se puso entonces a trazar frente a nosotros el cuadro de esta "generatio equivoca" que había imaginado: generación de seres a medias orgánicos, especie de seudofauna y de seudoflora, resultado de una fermentación fantástica de la materia.
En apariencia eran criaturas semejantes a criaturas vivas, a vertebrados, crustáceos o antropoides, pero tal apariencia era engañosa. En realidad se trataba de seres amorfos, desprovistos de estructura interna, frutos de tendencias imitadoras de la materia que, dotada de memoria, repite por hábito las formas adquiridas. Las posibilidades morfológicas de la materia, son en general limitadas, y ciertas formas retoman sin cesar a diversos estadios de la existencia.
Por su movilidad, esas criaturas reaccionaban ante los estímulos, aunque quedando muy alejadas de la vida verdadera; se podía obtenerlas suspendiendo coloides complejos en una solución de sal de mesa.
En los seres nacidos de esta materia se podía comprobar la existencia de procesos de respiración y metabólicos, pero el análisis químico no mostraba ningún rastro de albúmina ni de compuestos de carbono.
De cualquier manera, esas formas primitivas no eran en nada comparables, en cuanto a variedad y magnificencia, con esas seudofloras y seudofaunas que aparecían a veces en ciertos ambientes bien definidos: viejos departamentos saturados de emanaciones de existencias y hechos múltiples; atmósferas fatigadas, enriquecidas sólo por los ingredientes específicos de los sueños humanos; escombros en los que abundaban el humus del recuerdo, de la pena, del hastío estéril. En tales terrenos, esta falsa vegetación germinaba con gran rapidez y como vaporosamente. En su parasitismo abundante y efímero producía breves generaciones que, luego de una floración brillante, corrían a su extinción. En esos ámbitos, los empapelados deben hallarse ya bastante perjudicados y abrumados por la incesante alternancia de toda clase de ritmos. No es pues asombroso que se extravíen en ensoñaciones peligrosas y lejanas. La médula y la sustancia de los muebles deben de estar ya aflojadas, degeneradas y sensibles a las tentaciones anormales. Entonces, sobre ese terreno enfermo, agotado y salvaje, se ve madurar y florecer una erupción fantástica, un moho exuberante y coloreado. "¿Sabéis, decía mi padre, que en los viejos apartamentos hay estancias que han sido olvidadas? Abandonadas por sus habitantes desde hace meses, perecen entre sus propios muros y ocurre que se cierran sobre sí mismas, se cubren de ladrillos y, perdidas irremediablemente para nuestra memoria, pierden poco a poco su existencia. Las puertas que conducen a ellas, sobre el rellano de una ambigua escalera de servicio, pueden escapar durante tanto tiempo a la atención de los inquilinos, que terminan por hundirse en la pared, penetrando en ella hasta confundirse con la red de las grietas y ranuras.
"Una mañana de fines del invierno y al cabo de meses de ausencia, rehice un trayecto a medias olvidado y quedé sorprendido ante el aspecto de esas piezas.
"De todas las grietas del piso, de todos los nichos y molduras, salían finos brotes que poblaban el aire gris con un encaje centelleante de filigranado follaje, con una proliferación irregular que evocaba un invernadero llenó de murmullos, de reflejos, de oscilaciones: una especie de falsa y bienaventurada primavera. Alrededor de la cama, bajo la araña, a lo largo de los armarios, se mecían arbustos delicados surgiendo en fuentes de hojas de encaje que esparcían el aroma de la clorofila hasta el firmamento pintado del cielorraso. En un acelerado proceso de maduración, enormes flores blancas y rosadas habían crecido entre el follaje; apenas brotaban, una pulpa rosada crecía en ellas; luego comenzaban a inclinarse, a perder sus pétalos, a marchitarse.
"Me hacía feliz", agregó mi padre, "esta floración inesperada, cuyo rumor intermitente y delicado se había expandido como un puñado de papel picado entre los livianos ramajes. Podía ver cómo los estremecimientos y la fermentación de ese aire demasiado rico habían engendrado un desarrollo apresurado, una caída de hojas de rododendro que había llenado la pieza en lentos torbellinos.
"Poco antes de la caída del sol", concluyó, "ya no quedaba nada de esa brillante floración. Sólo era una mistificación, un caso extraño de simulación de la materia, que trataba de imitar a la vida."
Ese día mi padre se sentía extrañamente animado. Su mirada aguda e irónica chisporroteaba de fantasía y humor. Luego, poniéndose serio, volvió al estudio del ilimitado abanico de las formas y de los matices que podía revestir la materia polimórfica. Estaba fascinado por las formas límite, dudosas y problemáticas, tales como el ectoplasma de los médiums o la seudomateria que emana del cerebro en los casos de catalepsia y que, a veces, saliendo de la boca del sujeto adormecido, llena toda una habitación con una especie de tejido proliferante, una pasta astral intermediaria entre el espíritu y el cuerpo.
"¿Quién conoce", preguntaba, "el número de las formas de vida fragmentarias, sufrientes, mutiladas, las de las mesas y los armarios, hechas de cualquier manera, armadas a grandes golpes de martillo? Muebles de madera crucificada, tristes mártires del cruel ingenio humano, horribles injertos de diversas razas de árboles que se ignoran o se odian entre sí y que, encadenadas unas a otras, conforman una individualidad única y desgarrada...
"¡Cuánta vieja sabiduría atormentada hay en los nudos barnizados, las líneas y las vetas de nuestros armarios venerables y familiares! ¿Quién sabrá reconocer en ellos rasgos, sonrisas, miradas que han sido lijadas y pulidas hasta perder toda identidad?
Cuando terminó de hablar su rostro se cubrió de dolorosas arrugas, que evocaban los nudos y el jaspeado de una vieja plancha de madera a la que se le hubieran limado todos los recuerdos. Por un instante tuvimos la sensación de que iba a caer en ese estado de postración que a veces lo abatía; pero se reanimó y prosiguió de esta manera:
"Ciertas tribus místicas del pasado embalsamaban a sus muertos. Sus cuerpos, sus cabezas, eran a veces embutidos en las paredes de las habitaciones. En el salón, por ejemplo estaba el padre disecado; bajo la mesa, su esposa, curtida, servía de alfombra. He conocido un capitán que tenía en su camarote una lámpara confeccionada por embalsamadores malayos con el cuerpo de su amante asesinada: le habían agregado, sobre la cabeza, unos altos cuernos de ciervo. En la calma del camarote, esta cabeza, tirada por los cuernos, movía suavemente las cejas; en su boca entreabierta brillaba una delgada película de saliva quebrada a veces por un murmullo silencioso. Pulpos, tortugas y enormes cangrejos colgados de las vigas del techo como candelabros o arañas, agitaban sus patas y caminaban sin salir de su lugar..."
El rostro de mi padre tomó de pronto una expresión de tristeza y abatimiento, en el momento en que, por no se sabe qué asociación de ideas, le venían a la mente nuevos ejemplos.
"Debo confesaros", dijo bajando la voz, "que mi hermano, como consecuencia de una larga e incurable enfermedad, se había transformado progresivamente en tripas de caucho, y mi cuñada debía transportarlo noche y día sobre almohadones, cantándole las inacabables canciones de cuna de las noches invernales. ¿Puede haber algo más triste que un ser humano transformado en un tubo de caucho? ¡Qué desencanto para sus padres, qué turbación de sus sentimientos, qué desmoronamiento de todas sus esperanzas les depararía un joven que prometía tanto! Sin embargo, el devoto amor de mi cuñada lo acompañó en su metamorfosis."
"¡Ah, no puedo más, no puedo escuchar eso!", gimió Poldina, "¡Hazlo callar, Adela!"
Las jóvenes se levantaron. Adela se acercó a mi padre y lo amenazó con hacerle cosquillas. El quedó desconcertado, se calló y, poseído por el terror, retrocedió ante el dedo de Adela. Esta seguía avanzando, agitando su dedo con aire amenazador hasta que, paso a paso, lo hubo echado fuera de la habitación. Paulina estiró los brazos y bostezó. Ella y Poldina, apoyadas la una en la otra, se miraron a los ojos esbozando una sonrisa...

martes, marzo 23, 2010

Gabriela De Cicco: Poema sin título pero pensando en las Madres de Plaza de Mayo

a Herminia Severini

El amor no va atrás
como lo privado
vacío de honor.
Va junto a lo diario,
a la reescritura
de nuestras voces, del querer
dar un paso hacia una realidad
calma, desafiante.
Se retuerce al ver que las Madres
siguen y ellos niegan
la herida que se conjuga
a veces en miedo, otras
en asco. Ellas siguen
y otras siguen ausentes
en el amor, en lo diario,
en lo privado pero no de honor
sino de realidad. Una escritura
única que se despliega
entre la mugre. El olvido.
O la intención de olvidar
aquello que grabado en los cuerpos
no puede dejar de verse, como
el amor privado no de honor
pero sí de libertad.

*Gabriela De Cicco nació en Santa Fe, en 1965. Es poeta, ensayista y periodista. Dirige La Red Informativa de Mujeres de Argentina (RIMA), un portal y red de información e intercambio entre mujeres feministas. Publicó los siguientes libros de poemas: Bebo de mis manos el delirio (1987), Jazz me blues (1989), La duración (1994), Diario de estos días (1998).
*El poema que se transcribe está incluido en el libro Queerland, de próxima aparición.

Jorge Monteleone*: Acerca de la poesía ricotera...

ACERCA DE LAS LETRAS REDONDAS (artículo publicado en la revista Viva de Clarín el 6/7/97):

"Los Redonditos de Ricota han previsto desde sus letras la muerte prematura del comentario, la información y el espectáculo en el saturado universo de los medios de comunicación. Rock maravilla para todo el mundo,/ que gocen los ratones/ bandas derviches, mortales escabeches/ mostrando sus trucos/ noticias de ayer, Extra, Extra, canta el Indio Solari. Ese universo, del cual la banda intenta desertar con entusiasmo, es representado con ironía como una banalizada globalidad de múltiples efectos malignos: desde la Divina TV Fuhrer hasta los satélites como máquinas vigías. En los 90, ese mundo que modela el comportamiento con sus simulaciones y mensajes hipercodificados ha sido llamado Nueva Roma en el disco "La Mosca y la Sopa": Nueva Roma, Te cura o te mata!
La poesía de Solari asegura su carácter irreductible al trabajar con neologismos, metáforas herméticas, mezclas y rupturas sintácticas que recuerden el origen del lunfardo: una jerga carcelaria. Sombríamente viene a decirnos que todo dispositivo de seguridad aumenta nuestra inseguridad. Sugiere que la Nueva Roma se transforma en un espacio vigilado: Si esta cárcel sigue así/ todo preso es político/...Obligados a escapar/ somos presos políticos./ Reos de la propiedad/ los esclavos políticos.
El argot, el lunfardo de hoy, emerge en esas letras que buscan libertad: Mi amor, la libertad es fanática,/ ha visto tanto hermano muerto,/ tanto amigo enloquecido/ que ya no puede soportar/ la pendejada de que todo es igual... Impiadosa, la poesía del Indio Solari habla de nuestra ilimitada grandeza en la decadencia. Acaso desde Roberto Arlt, no hay en la cultura argentina crápulas, fracasados, cínicos, farsantes y suicidas vocacionales como los personajes que representan las letras de Los Redonditos."

*Crítico y poeta argentino, investigador del Conicet.

Doscientos años de poesía argentina

Nueva antología, con Selección y prólogo de Jorge Monteleone, se presentará en el mes de mayo.

Desde la “Marcha Patriótica” de López y Planes –nuestro Himno Nacional– y los cielitos sobre la revolución de mayo de 1810 hasta los poemas del veloz tiempo actual que escriben nuestros poetas del presente, este libro traza el vasto itinerario de doscientos años de poesía argentina. Aunque forma parte de una tradición de antologías –como la que Juan de la C. Puig realizó en el Centenario o Raúl Gustavo Aguirre publicó en los setenta–, este volumen es único en su tipo, dado el amplio arco temporal que abarca y el exhaustivo conjunto de estéticas y de autores que ofrece.
200 años de poesía argentina es una antología en la que el lector hallará en un solo tomo a nuestros poetas: los grandes precursores del siglo XIX, como José Hernández, los maestros del siglo XX y el numeroso grupo que conforma el nuevo canon que se prolonga en el siglo XXI. Una selección abarcadora, donde no faltan los poemas clásicos y más divulgados o aquellos ocultos tesoros por descubrir, que proyecta una visión renovada y abarcadora sobre la poesía escrita en nuestro país a lo largo de toda su historia.

lunes, marzo 22, 2010

Hugo Alberto Goldsman, Marta Zelmira Mastroiácomo:

A mis queridos amigos:
Hugo Alberto Goldsman, asesinado a fines de 1976 http://www.desaparecidos.org/arg/victimas/g/goldsman/, y Marta Zelmira Mastrogiácomo, secuestrada y desaparecida el 20 de octubre de 1976 en la Ciudad de La Plata (http://blogdelamasijo.blogspot.com/2009/10/marta-mastroiacomo-no-olvidamos-no.html) :
NO OLVIDAMOS - NO PERDONAMOS - NO NOS RECONCILIAMOS

domingo, marzo 21, 2010

Susana Cerdá: Qué me queda de ti: amada metonimia del pasado

Nos informa la poeta Susana Villalba: "Sucedió hace dos semanas: falleció la poeta Susana Cerdá. Santiago Perednik, quien la publicó en la revista Xul, pensaba realizarle un homenaje pronto. Por su parte su hermana Teresa prefiere esperar un tiempo para reunir material inédito y videos, ella me pide que envíe en esta comunicación su teléfono, por si quieren aportar ideas al respecto, también por si alguna editorial de poesía quiere contribuir a la publicación de su libro inédito: Teresa Cerdá 1532055555".
Nosotros, la recordamos con este poema de su autoría:


22
a Osvaldo Lamborghini

Qué me queda de ti
qué
qué me queda
agonizante amor
nobleza pasajera
fértil amanecer en mi escritura
(diadema de dolor, brillo incrustada en tus fulgores)
qué me queda de ti sino estos pocos
locos versos de lengua y de rasguido.

Qué sino anular los orificios
la segregación del silencio
arrimada al zumbido de tus escozores
idolatrar la determinación
la sobredeterminación
el destino
embadurnar tu contingencia de interminables ceremonias
amarte, quiero decir.

Aún resuena lo tácito rugiendo entre los dos
¿amarnos dije?
El problema es la puntuación.
Entre comillas
te tengo entre comillas
o a veces entre paréntesis te tengo
fiel frenesí.

Qué me queda sino
las maquinaciones de una transpiración:
la voracidad de una cantinela pervierte presagios
desprestigia al son augustas superficies
rasga
cae el sonsonete por declinación de onomatopeya
lo obvio carcome los vericuetos de la palabra,
reza.
Los ruidos de una siesta
son como una siesta.
La palabra “indebido” era
un a través cristalizado
una canción que rumoreaba a mis espaldas
ella les ponía música a mis actos.
Nunca cantó, decías, era el tono
en que mi madre me nombraba
nunca cantó
solamente cantaba.
El padre atravesaba con su ojo anular mujeres índices
fue el modo indicativo para un pretérito imperfecto maternal.
Mientras
todo ocurre mientras/(nunca digas mientras)
tu hermano leía a Pound a gritos
en la intemperie de la noche
y vos traducías a Cervantes, por si acaso.
Su mano sobre la tuya
su libro sobre tu libro y el poema
sementándose ahí abajo.
Sostengo las arcadas
por donde hemos pasado sabiendo que no cumpliríamos
las bodas de oro
y esa arcada previa a toda devolución o vómito
y los arqueos de nuestro encuentro
los corcoveos, las contabilizaciones
los puntos de vista
los puntos de divergencia
los puntos suspensivos.

“¿Por qué no nos preocupamos por el rocío?”

No iremos a Verona ni a Isladelba
pero aún me queda,
qué me queda de ti sino estos pocos
fulgores religándose en la presunción de una escritura.

El subrayado es mío.
Qué me queda de ti: amada metonimia del pasado.
Los textos son ajenos.

Te tengo en la punta de la Lengua.

*Del libro Solía, de Susana Cerdá.

sábado, marzo 20, 2010

Homenaje virtual a Benito Quinquela Martín

En el mes del 120 aniversario de su nacimiento y 100 de su primera muestra colectiva en la Sociedad Ligure, del barrio de La Boca, un breve recorrido por 50 años de textos dedicados al maestro boquense. En el homenaje, que tendrá inicio el 21 de marzo, día de San Benito y Día Internacional de la Poesía, en la página web del Museo se podrá leer una selección de textos y poesías dedicados al maestro boquense que guardan los archivos del Museo, recientemente digitalizados.

Bruno Schulz, por Elvio Gandolfo

"ESTUDIO PRELIMINAR*

Nacido en la Galizia austríaca en 1893, dentro de una familia judía, Bruno Schulz pasaría a ser polaco cuando su ciudad natal, Drohobycz, fue anexada a Polonia, después de la Primera Guerra Mundial. Diez años mayor que Gombrowicz, diez años menor que Kafka, su obra tiene más de un punto de contacto con la de estos autores, como así también con la de otros escritores de la cultura judía centroeuropea de esa época, como Gustav Meyrinck y Leo Perutz.
Su padre era dueño de una pequeña tienda de paños en la que Schulz pasó su infancia y adolescencia hasta 1915, fecha en que muere su padre, la figura principal de su breve ciclo narrativo. Después de sus primeros estudios, el muchacho asistió a la Escuela de Arquitectura del Politécnico de Lwow, y durante un cortó período a la Academia de Bellas Artes de Viena. Aunque no terminó sus estudios de dibujo, en su madurez dictaba clases y fue elaborando una obra plástica paralela a su actividad literaria, parte de la cual fue expuesta en Varsovia en 1973.
Los cuentos de su primer libro, Las tiendas color de canela (1934) fueron rechazados por críticos y editoriales hasta que llamaron la atención de Zofia Nalkowska, en ese entonces célebre. Sin obtener un éxito de público, Bruno Schulz pasó a integrar junto con el entonces debutante Witold/ Gombrowicz la vanguardia de la literatura polaca.
En ese entonces realiza breves viajes a Varsovia y París. En 1937 da a conocer una nueva recopilación de relatos, El sanatorio del sepulturero, y un año después la novela Kometa.
Cuando la guerra se abate sobre Polonia, Schulz comienza a sufrir el destino de la comunidad judía a la que pertenece. Logra sin embargo la protección de un miembro de la S.S. gracias a su habilidad de retratista, que había comenzado a ejercer durante la previa ocupación soviética de Drohobycz. Una simple disputa de su protector con otro integrante de la S.S. hace que este último se vengue matando a Bruno Schulz con dos tiros en la nuca, en una jornada en la que murió un centenar más de judíos en Drohobycz.
En Occidente su obra comienza a conocerse a partir de la traducción al francés de una selección de relatos de sus dos libros. Impulsado por su amigo Arthur Sandauer, el volumen fue incluido en 1961 en la colección "Les lettres nouvelles", dirigida por Maurice Nadeau, y las posteriores traducciones a lenguas occidentales se basan por lo general en esa primera versión. No conocemos traducción de su novela Kometa.

* * *

Los relatos de Bruno Schulz no son piezas diversas, y su unidad no depende sólo de preocupaciones simbólicas o estilísticas semejantes. Ambientados todos en la infancia del protagonista (con la excepción -sólo aparente- de "El sanatorio del sepulturero" y "El jubilado"), el niño que cuenta en primera persona, la criada Adela, el ambiente de la pañería y, sobre todo, la figura dominante (incluso en su ausencia) del padre, van entretejiendo un mundo autónomo, que no cuesta relacionar con una novela que en vez de desplegarse en capítulos lo hiciese mediante rodajas narrativas que se bastan a sí mismas pero al mismo tiempo necesitan de las demás para estructurar un todo que es muy superior a la suma de sus partes.
Los vínculos entre los distintos cuentos son además cronológicos, y la lectura gana si es sucesiva, no salteada. No sólo los tres relatos relacionados con los maniquíes forman un solo texto: el clima demencial de la temporada principal de ventas en la pañería ("La noche de la gran temporada"), tiene su contrapartida en la atmósfera de irritante ocio de la temporada veraniega ("El otro otoño"), en cuya lectura influye el conocimiento del relato anterior. La vigorosa comparación entre el padre y un cóndor (en "Los pájaros") está anticipada por la mención pasajera que Schulz hace en el cuento "La visitación" ("Frecuentemente subía hasta la cornisa de la ventana y se asomaba por ella, en simetría perfecta con el gran buitre disecado que colgaba al otro lado de la pared".)
Pero el factor esencial, de cuya presencia depende incluso el voltaje y sobre todo la estructura narrativa de cada relato, es la presencia del padre, uno de los personajes más ricos y logrados de la literatura de este siglo. La obra de Schulz tiene más de un punto de contacto, como ya dijimos, con la de Franz Kafka (no en vano le pertenece la traducción al polaco de El proceso, realizada en 1936). Pero una de las diferencias cruciales reside en el modo en que opera la figura paterna en cada uno de los dos. El padre kafkiano es impenetrable, implacable, lejano, siempre en fuga (recuérdese la imagen de Klamm en El castillo). El padre de Schulz, sin dejar de ser misterioso, es en cambio el macho a la vez imaginativo y perpetuamente derrotado por la eficacia femenina en su versión vulgar, de espesa sensualidad. Una y otra vez el extraño pañero, murmurante, entregado a confusos experimentos, teorías y cálculos, sometido a diversas metamorfosis, se enfrenta con Adela, la criada que puede hacerlo huir aterrorizado con sólo el gesto de hacer cosquillas (los gestos tienen en Schulz tanta importancia como en Gombrowicz o Rabelais), o humillarlo con sólo mostrarle la punta de un pie adornado con seda negra "como si fuera la cabeza de una serpiente".
El padre de Kafka es una figura del Antiguo Testamento, que jamás perdonará a su hijo, sin ningún motivo. El padre de Schulz es un Demiurgo de lo bajo, de la pacotilla, que ha obtenido la adhesión incondicional de su hijo por defender, con lo que tiene a mano y sin desfallecer, los derechos de la imaginación, sin dejar de apoyar sus actos con una teoría que plantea como un Segundo Génesis ("Tratado de los maniquíes"). Es el padre-comerciante que desprecia el comercio, que mientras contempla los desfiladeros de género de su tienda en el momento previo a la gran venta de otoño siente una honda melancolía, porque "le gustaba guardar intactas el mayor tiempo posible la reserva de colores almacenados. Temía mermar ese fondo de seguridad del otoño, trocarlo por dinero. "Es un padre que cambia de tamaño como un muñeco de goma, y cuya magnitud no depende de él: puede vérsele como débil y plano cuando parece enorme, y tanto más saludable y potente cuando se ha encogido, ya que el primer caso, aunque se enfrente a gritos con Dios es un "titán con la cadera destrozada" ("Agosto").
Su hijo Bruno tiene una aguda conciencia de su papel, tanto biográfico como literario. Luego de bautizarlo "improvisador incorregible", "estratega de la imaginación", "hombre extraordinario que defendía sin ninguna esperanza la causa de la poesía" (en "Los maniquíes"), describe el libro que estamos leyendo como "historias en las que mi padre es el héroe en el margen roído del texto".
Las imágenes de la felicidad no abundan en la literatura de este siglo. Kafka la hace aflorar en el jubiloso Gran Teatro de Oklahoma con que cierra América, lugar donde se consigue todo empleo posible. Schulz la comunica en el triunfo magistral de su padre sobre Adela, cuando recubierto de una armadura de bronce, y capitaneando a bomberos que parecen surgidos de una mezcla de Hoffmann con Mack Sennett, se impone en las palabras y en los hechos, y antes de partir a través de una ventana con una pirueta acrobática y dorada, puede decir claramente a su rival femenino: "Cerrada a los nobles vuelos de tu. fantasía, ardes con un inconsciente odio contra todo lo que se eleva por encima de lo común."
La imagen paterna está inextricablemente mezclada con el sol, es una paternidad solar, pero al mismo tiempo otoñal, decaída, de fecundidad dispersa y poco precisa, que se expresa en una teoría de una Segunda Creación concentrada más en la materia que en el espíritu, en lo que la materia tiene "de velloso y poroso, por su consistencia mística". El relato que describe el verano ("Agosto") es también aquel donde surge con más vigor simbólico el papel débil del macho y fuerte de la hembra (a través de una pareja de tíos), y de una fecundidad privada de conciencia, hundida en el paganismo de la naturaleza (a través de la idiota Tuia, que frota su costado contra el tronco del saúco, para incitarlo a "una fecundidad desnaturalizada"). Y el padre y el sol se funden, la identidad humana desaparece en "El otro otoño": "... permanecía de pie un momento, inmóvil, con los ojos cerrados, soportando el poderoso ataque del fuego solar. Y suavemente, la fachada lo absorbía hasta el aniquilamiento en su banalidad nivelada y pulida. Por un momento se convertía en un padre plano, se incrustaba en la pared".
Otro rasgo diferenciador de Schulz con respecto a los autores centroeuropeos que citamos, es su estilo. En el mismo hay un peculiar simbolismo, sesgado, pero que no desdeña el arrebato lírico o cósmico. También pesa su formación de dibujante. Al parecer tuvo que dedicar sus últimos años a la confesión de retratos que se ajustaban a los cánones del realismo socialista, reproduciendo fielmente el modelo, y los escasos dibujos de su mano que hemos visto en reproducciones, son sumarias ilustraciones de algunas de sus obsesiones (la mirada de los otros hacia su cabeza desproporcionada, las relaciones masoquistas con las mujeres). En su literatura, en cambio, sus imágenes suelen ser cercanas al cubismo: "el tembloroso silencio de los haces de aire, los rectángulos de luz soñando su febril sueño sobre el encerado parquet" ("Agosto"), "El cielo mostraba su estructura interna, exponiendo como en una mesa de autopsias las espirales y las volutas de la luz, el corte de los bloques azulados, plasma de los espacios, tejido de las divagaciones nocturnas." ("Las tiendas color de canela").
Así como mira con ojos nostálgicos la infancia, y defiende la vieja "diplomacia comercial" del padre, reserva su odio para una concepción nueva, norteamericanizada (el término es suyo) de las transacciones comerciales y humanas. Todo ese odio se concentra en "La calle de los cocodrilos". A ese barrio (una especie de Once centroeuropeo) le asigna en un mapa de la ciudad una zona en blanco que reproduce su esencial falta de personalidad. Y llega a defender los aspectos más turbios de su paraíso infantil: luego de insinuar el carácter afeminado de aquellos vendedores que parecen concentrados en la inutilidad total, de extraviarse y no poder encontrar la tienda ya visitada, se descarga incluso contra las prostitutas de ese barrio en el que hasta el sexo está privado de sentido, como un envase de plástico vacío: "En cuanto a las mujeres de la calle de los cocodrilos, su depravación es de la más mediocre (...) En esta ciudad de mediocridad no hay lugar ni para los instintos exuberantes ni para las pasiones obscuras e insólitas".
Esas pasiones obscuras e insólitas han quedado en la infancia. Aunque no poseemos fecha de escritura de los distintos cuentos, "La calle de los cocodrilos" parece un tránsito desagradable a la madurez, una madurez sombría porque se despliega en la Europa hitleriana, y que se impone en "El sanatorio del sepulturero", la clínica donde su padre (el pañero, el bombero, el autor de un Compendio de una sistemática general del otoño, el creador de pájaros y nuevos Génesis) está viviendo una vida prestada, en un sitio donde el tiempo es "desgastado, estropeado por los demás, raído, transparente, agujereado como un tamiz".
La hipersensibilidad de Schulz queda aterrada ante ese mundo muerto, prestado, pero su coraje y lucidez le hacen resistir hasta el fin, y describir un grupo de insurrectos "vestidos de negro con tiras de cuero blanco cruzadas sobre el pecho" que avanzan prontos a disparar contra la multitud. Para la vejez, sin embargo, se reserva una concreción total de esa segunda infancia: el jubilado del cuento homónimo consigue regresar a su época escolar (sin dejar de ser lúcido sobre el carácter ambiguo de la niñez: cuando el niño-viejo denuncia a un compañero afirma: "Me había convertido realmente en un niño"). Y en una epifanía definitiva, logra mediante la literatura que el viento lo arrebate y lo arrastre "cada vez más alto hacia los espacios inexplorados y amarillos del otoño", esa estación del año fundamental en la cosmogonía de Bruno Schulz."

Elvio E. Gandolfo
*Texto extractado del libro La calle de los cocodrilos, edición de 1982 del Centro Editor de América Latina, Buenos Aires.

viernes, marzo 19, 2010

Agenda poética del mes de abril

. Lunes 5 de abril, a las 20, en Bukowski Bar, Bmé Mitre 1525.
Leerán sus poemas los integrantes de la Revista Omero: ALEJANDRA MENDÉ,
JULIO AZZIMONTI, SANTIAGO ESPEL, BUBY KOFMAN, REYNALDO SIETECASE, ESTEBAN MOORE y
JORGE RIVELLI.

. Viernes 9 de abril, a las 19, Auditorio del Centro Cultural Rojas (Corrientes 2038:
Presenta su libro El tamaño del veneno, la poeta Ana Guillot.
. Viernes 9 de abril, alas 20. Salón de ATE Capital, C. Calvo 1378, 3 Piso.
Presentación del libro del poeta Ramón Fanelli: A palo de gueso.

jueves, marzo 18, 2010

Bruno Schulz: El otro otoño

De todas las búsquedas, de todos los trabajos científicos emprendidos por mi padre en los raros momentos de paz que interrumpían la penosa serie de desgracias y catástrofes que afligieron su tormentosa vida, los preferidos por él fueron, indudablemente, sus estudios de meteorología comparada, consagrados al clima específico de nuestra provincia, rica, como se sabe, en fenómenos climáticos únicos en su género.
Fue mi padre, y sólo él, quien echó las bases de un análisis hábil y eficaz de las diversas etapas de nuestro clima. Su Sumario de una sistemática general del otoño desentrañó para siempre la naturaleza íntima de una estación que, en nuestra provincia, reviste una forma notoriamente crónica, ramificada y parasitaria, y que, bajo la denominación de verano indio, se hunde, arrastrándose, hasta el seno de nuestros inviernos multicolores.
Sí, fue mi padre, debo insistir en ello, quien por primera vez explicó el carácter, secundario por excelencia, de una formación larval, tardía, que sólo es, casi, una simple infección del clima, debida a los miasmas de ese arte barroco y degenerante que desde hace siglos se acumula en nuestros museos. Sabiamente descompuesto por el olvido y el hastío, herméticamente encerrado en las salas, ese arte de museo acaba por congelarse bajo la forma de vetustas confituras y dulcificaba exageradamente nuestro clima. Fomentaba entonces ricas malarias, espléndidas fiebres, en el justo medio de ese libertinaje, ese delirio de colores en que se consume el esplendor de nuestro otoño.
–Lo bello –decía mi padre– es enfermedad, escalofrío íntimo que anuncia la infección secreta, sombrío preaviso de podredumbre rescatado de las entrañas de la perfección y que ésta misma saluda con un suspiro de la más profunda felicidad.
Algunas observaciones preliminares sobre nuestro museo provincial ayudarán, sin duda, a captar mejor el problema. Los orígenes del museo, que se remontan al siglo XVIII, se deben a la admirable pasión de coleccionistas de los padres basilianos, que dotaron por entonces a nuestra ciudad de esta excrecencia parasitaria, que recargaba su presupuesto con gastos tan exorbitantes como poco rentables... Más tarde, el tesoro de la República adquirió por unas migajas de pan las colecciones de la empobrecida orden, se arruinó tratando sostener un mecenazgo magnánimo, digno de una residencia real. La nueva generación de ediles, más práctica y sobre todo más consciente de la realidad económica, inició una serie de tratos con el director de las colecciones del Archiduque, a la cual intentó –por otra parte sin resultado alguno– transferir su museo. Se vieron obligados a cerrar el edificio y disolver su comité, no sin haber asegurado una pensión vitalicia al último conservador. En el curso de esas tratativas, los expertos se vieron forzados a constatar, sin discusión posible, que el valor de las colecciones había sido sobreestimado exageradamente por los patriotas de pura cepa... Muy crédulos, nuestros monjes se habían dejado vender más de una falsa obra maestra. En las paredes no había un sólo cuadro dé maestro; esas series de telas eran debidas a pintores de tercera o cuarta categoría, pertenecientes a viejas escuelas de provincia, esos callejones desolados de la historia del arte sólo conocidos por los especialistas.
Los buenos monjes, cosa extraña, tenían un acentuado gusto por los temas militares: la mayoría de esos cuadros representaban escenas de batallas. Una penumbra dorada, de oro quemado, iluminaba los crepúsculos de esas telas pasadas de moda, gastadas por el tiempo y en las cuales vetustas armadas olvidadas, flotas enteras de carabelas y galeras se hallaban varadas en el fondo de radas sin mareas y hamacaban en sus velas, siempre infladas por el viento, la majestad de muertas repúblicas.
Apenas podían distinguirse en esos cuadros, bajo barnices ahumados que viraban al negro, vagas escaramuzas de caballería. En la vastedad vacía de las campiñas calcinadas, bajo un sombrío sol de tragedia, largas cabalgatas, encuadradas por los blancos ramilletes de algunas salvas de artillería, desfilaban apretadas, en medio de un silencio amenazante.
En las telas de la escuela napolitana, una tarde de vapores dorados, vista como a través de una botella de vidrio verde obscuro, envejece sin cesar en su halo de bruma. Frente a nosotros, en el fondo de esos países perdidos, un sol ofuscado por las nubes parece marchitarse sin prisa, en vísperas de un cataclismo cósmico. La declinación de todo un mundo se trasluce en las débiles sonrisas, en los gestos fútiles de esas pescaderas doradas que, no sin cierta gracia, ofrecen por docenas sus pescados a unos cómicos de la legua. Todo este universo ya ha sido juzgado y hace mucho tiempo que se ha esfumado y ha desaparecido. De allí la dulzura del gesto final, solitario para siempre, que subsiste, extraño a él mismo y ya perdido, siempre renovado y siempre inmutable.
Más lejos, aún más lejos, en el fondo de ese país habitado por un pueblo indolente de arlequines y de pajareros, en ese país sin peso ni consistencia alguna en el que unas jovencitas turcas amasan, con sus manos regordetas, tartas de miel que ordenan sobre caballetes, dos chicos con grandes sombreros napolitanos pasan llevando una jaula de palomas parlanchinas por medio de una vara que apenas se curva bajo el peso de su carga alada de arrumacos. Y más lejos, aún más al fondo, en el borde mismo del horizonte y de la tarde, en los últimos escaños de la tierra firme, allá donde, sobre los límites de un vacío color de oro turbio, una mata de acanto a punto de secarse se mece aún, allá pues, tiene lugar la última partida de cartas, la última jugada, la última apuesta humana antes de la gran Noche que avanza.
Toda esa cambalachería, ese desván de belleza arruinada que se acumula en nuestros museos, ha debido sufrir, bajo la presión de largos años de hastío, un doloroso proceso de destilación.
–¿Podéis imaginar –preguntaba mi padre– la desesperación de una belleza que se sabe condenada, su desamparo de días y noches sin cuenta? Con sempiterno ímpetu, se arriesga a falaces subastas, a simulacros de remates; multiplica las adjudicaciones, las posturas tumultuosas, se apasiona por esos juegos de azar desenfadados y sin vergüenza, juega a la bolsa y arroja todos sus fondos por la ventana; en suma: dilapida sus riquezas, para recuperar un día el sentido y darse cuenta de lo inútil y gratuito que ha sido todo eso. ¡Nada hará salir de su circuito a una perfección condenada a sí misma, nada aliviará su dolorosa plétora! ¿Cómo extrañarse de que tal esplendor, a la vez impaciente e impotente, haya terminado por encarnarse en nuestro cielo y reflejarse en él como en un espejo, abrasando los horizontes con un verdadero incendio hasta degenerar en una serie de fantasmagorías, espejismos y engaños atmosféricos, en gigantescos desfiles de carnaval, cabalgatas y marejadas de nubes enloquecidas, fenómenos todos que yo llamo nuestro segundo, nuestro seudo otoño.
Sí, ese segundo otoño de nuestra provincia nos parece el espejismo febril de un enfermo, que lanza nuestro cielo, en una inmensa irradiación, la moribunda belleza confinada en nuestros museos. El otro otoño no es más que un vasto teatro ambulante, resplandeciente, chorreado de sueños poéticos y de mentiras; una hermosa cebolla dorada que renueva el decorado exfoliándose, dejándose caer brizna tras brizna. ¡Jamás, nunca jamás llegaréis al fondo! Detrás de cada bastidor, de cada panel que acaba de envejecer, de apergaminarse, con un rumor de papel arrugado, aparece uno nuevo, fresco y radiante que, al término del breve gozo de un instante de vida verdadera, deja entrever, en el momento de extinguirse, su naturaleza de simple papel de escenografía. ¡Sí, esas perspectivas son en realidad ficticias, panoramas de utilería! Sólo el olor es real, ese relente de bastidores que envejecen, de camarines en los que flotan los efluvios del incienso y de los afeites. En seguida el crepúsculo –un desorden prodigioso– se hace de la partida: es toda una mezcla de bastidores y de trastos destrozados, de trajes que han sido quitados apresuradamente, en la que uno se hunde como en un montón de hojas secas. El desorden reina en el escenario; todos quieren correr el telón de boca y el cielo, el inmenso cielo del otoño, deja colgar los oropeles de sus perspectivas laceradas, mientras en la bóveda celeste resuena el chirrido de las poleas. Y coronando el conjunto, flota en el aire esa especie de fiebre apresurada y desordenada, ese carnaval sin aliento y como retrasado, pánico de sala de baile hasta el alba... Torre de Babel de enloquecidas máscaras que no consiguen reunirse con sus trajes correspondientes.
El otoño, claro está, el otoño, época alejandrina del año, que acumula en sus gigantescas bibliotecas, la estéril sabiduría de los 365 días del circuito solar. ¡Oh! mañanas senescentes, amarillentas, apergaminadas, con la dulzura de la miel de su sabiduría, casi veladas en retraso... Prólogo del mediodía con su sonrisa llena de astucia, formada por estratos múltiples, como esos palimpsestos cargados de sabiduría o esos viejos infolios ennegrecidos. ¡El día otoñal! ¡Ah, viejo bibliotecario sutil y astuto que va arrastrando por las escaleras una bata raída y gusta todas las confituras amontonadas por las civilizaciones y los siglos! ¡Cada pisaje es para él, el prefacio de alguna novela de caballerías! Se divierte dejando que los héroes de las antiguas gestas se paseen bajo el cielo de miel ahumada, en ese invierno apenas iluminado por una dulzura morosa, pleno de bruma y de tristeza. Inclinémonos sobre las nuevas aventuras del noble Hidalgo en alguna casa solariega de Lituania... Sigamos los trabajos y los días de Robinson Crusoe vuelto ya a su Romorantin natal...
En veladas moribundas, inmóviles y sin aliento, o en el seno de un crepúsculo dorado, mi padre nos leía páginas de su manuscrito. El vuelo triunfal de la idea le hacía olvidar por un momento la presencia de Adela, siempre amenazante. Soplaron las brisas tibias de Moldavia, levantando una monótona inmensidad de ocres insulsos, hálito estéril y dulzón que venía de los países del sur... No, el otoño no se decidía a morir. Diáfanas como pompas de jabón, las auroras nacían cada día más bellas y etéreas; todas parecían tan perfectas, tan nobles, que cada uno de sus instantes nos parecía un verdadero milagro que se prolongaba hasta los límites del dolor.
En el recogimiento de esos días magníficos y profundos, la esencia misma de las hojas cambiaba imperceptiblemente, y una buena mañana los árboles despertaban nimbados por la llamarada de un follaje inmaterial: de pie, con un esplendor arácneo e impalpable, permanecían en medio de una multicolor lluvia de confetti, enjambre espléndido de pavos reales y aves fénix al cual apenas bastaría un ligero aleteo para despojarse de su maravilloso plumaje, más leve papel de seda ya humedecido, ya perfectamente Inútil.
*Bruno Schulz (1893-1942) nació en Drohobycz, mientras esta ciudad pertenecía a la Galitzia austríaca. Se convirtió en ciudadano polaco sólo en 1918, cuando su ciudad natal pasó a formar parte de Polonia. Estudió en Viena, para luego regresar a Drohobycz, donde habría de dedicarse a la enseñanza del dibujo el resto de su vida. Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Polonia por los alemanes, Schulz, como tantos otros judíos, sufrió persecución y hambre, hasta que, finalmente, fue muerto por un miembro de las SS. Aunque sólo publicó dos libros de cuentos –Las tiendas color canela y El sanatorio del sepulturero–, esta producción de exiguo volumen fue suficiente para llamar la atención sobre su personalidad, y varios críticos vieron en él al inmediato heredero de Kafka. La densidad lírica, la apertura fantástica, el tranquilo fatalismo se ordenan en los cuentos de Bruno Schulz –de los que aquí se ofrece una amplia selección– con magistral sobriedad, en torno a ese padre mitad real y mitad mítico que preside casi todos sus relatos.
* Texto extractado del libro El otro otoño, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982

La muerte de la primogénita en el Centro Cultural R. Rojas

Todavía quedan dos jueves más de marzo, para que te acerques al Centro Cultural Ricardo Rojas - Corrientes 2038-- a fin de que, a las 21, puedas disfrutar de la obra La muerte de la primogénita (dramaturgia y dirección a cargo de la poeta Susana Villalba), incluida en el espectáculo mayor La ira de dios.
Es en la Sala Batato Barea Entrada: $ 20.

"Esta obra entreteje la plaga bíblica con el caso Romina Tejerina, como a la Pachamama se sobreimprime un dios patriarcal y apropiador, como se superpone la cultura fierita a la zafrera, la muerte a la adolescencia, la violación a la virginidad.

La joven jujeña que apuñaló a su beba sietemesina, producto de una violación que no fue considerada atenuante, cumple una condena de 14 años en una celda para madres.

Desgrana un monólogo afiebrado que mezcla su juicio con el bíblico, Santa Evita con la virgen María.

Esta obra semibreve compone un espectáculo mayor: LA IRA DE DIOS
Seis dramaturgas-directoras tomaron las plagas en clave actual. "

Programación completa aqui: LA IRA DE DIOS

Bruno Schulz: La calle de los cocodrilos*

En el cajón más bajo de su escritorio profundo mi padre escondía un viejo y bello mapa de nuestra ciudad.
Era todo un volumen in folio de hojas de pergamino que, primitivamente unidas por tiras de tela, formaban un enorme mapa mural, un panorama a vista de pájaro.
Colgado en la pared, ocupaba casi todo el espacio de la habitación y abría un paisaje lejano sobre el valle de Tysmienica que serpenteaba con su cinta de oro pálido en el país de extensos estanques y marismas hasta las onduladas colinas que conducían hacia el sur, al principio líneas de montículos escasos, después cada vez mas poblados, tabla de ajedrez de colinas más y más pequeñas y pálidas a medida que se alejaban en la niebla dorada y humeante del horizonte.
De esta lejanía marchita de la periferia surgía la ciudad; crecía, al principio en complejos no diferenciados, en bloques compactos y mesas de casas hendidas por profundos surcos de calles, para destacar más cerca en edificios separados, dibujados con el gran contraste de las vistas observadas por el telescopio. En los primeros planos el grabador había logrado expresar todo el complejo y múltiple barullo de calles y callejones, la fuerte expresividad de cornisas, arquitrabes, arquivoltas, y pilastras que brillaban en el oro tardío y oscuro de una tarde nublada, cuando todos los rincones y marcos se sumían en la profundidad sepia de la sombra. Los cubos y los prismas de esta sombra, cual panales de miel oscura, se incrustaban en los cañones callejeros, inundaban con su masa cálida y jugosa aquí la mitad de la calle, allá un espacio entre las casas, dramatizaban y orquestaban con la romántica penumbra de las sombras esa polifonía arquitectónica.
En ese plano –hecho al estilo barroco– la calle de los Cocodrilos resplandecía con un blancor vacío que en los mapas geográficos solía significar los terrenos polares, las tierras inexploradas de existencia insegura. Sólo las sencillas líneas negras estaban allí dibujadas y eran señaladas con una letra simple, sin adornos, al contrario de la gráfica noble de otros nombres. Por lo visto el cartógrafo rehusaba considerar esta parte como un elemento de la ciudad y expresaba su objeción en la realización posterior.
Para comprender esta reserva tenemos que dirigir nuestra atención hacia el carácter ambivalente y dudoso de este barrio, tan distante del tono dominante en la ciudad. Era un distrito industrial-comercial que poseía una fisonomía de sombría utilidad claramente destacada. El espíritu del tiempo, el mecanismo económico, tampoco perdonó a nuestra ciudad y arraigó sus avaras raíces en el extremo de su periferia donde dio lugar a un barrio parásito.
Mientras en la ciudad vieja reinaba aún el comercio nocturno, clandestino, saturado de ritualidad solemne, en el barrio nuevo se desarrollaron las formas modernas y austeras del comercialismo. El seudo-americanismo insertado en el viejo y pútrido suelo de la ciudad, originó la vegetación frondosa, más vacía e incolora, de la pretenciosidad de pacotilla. Allí se dejaban ver las casas baratas, mal construidas, con fachadas caricaturescas y monstruosas de yeso resquebrajado. Las casuchas viejas y chillonas recibieron rápidamente portales armados deprisa, que sólo una mirada cercana desenmascaraba como míseras imitaciones del mecanismo de la gran ciudad. Los cristales malos, opacos y sucios, que fracturaban en reflejos ondulados la calle oscura, la madera mal trabajada de los portales, la atmósfera gris de sus interiores yermos, invadidos por telarañas y guedejas de polvo en los estantes altos y a lo largo de las paredes harapientas y desconchadas, dejaban aquí, sobre las tiendas, el signo de una Klondike salvaje. Aquí seguían filas de sastrerías, almacenes de confección, porcelanas, droguerías, perfumerías. Sus grandes y grises escaparates llevaban –al bien o en semicírculo– los nombres formados por letras doradas:
CONFISERIE, MANICURE, KING OF ENGLAND
Los nativos de la ciudad se mantenían alejados de esa zona habitada por la escoria, la plebe, individuos sin carácter, sin profundidad, por el verdadero desecho moral, esa variación barata del hombre que nace en ambientes tan efeméricos. Pero, en los días de la caída, en las horas de la tentación rastrera, ocurría que ese o aquel ciudadano se perdía semicasualmente en este barrio dudoso. Ni los mejores se hallaban a veces libres de la tentación de una degradación voluntaria, la nivelación de los límites y las jerarquías, de nadar en este barro poco penetrante de la igualdad, de la intimidad fácil, de la sucia mezcolanza.
El barrio era Eldorado de tales desertores morales, esos prófugos del estandarte de su propio orgullo. Todo allí parecía sospechoso y ambiguo, todo invitaba con un guiño secreto, un gesto cínicamente articulado, un ojito persa, a las esperanzas impuras, todo nos libraba a la naturaleza obscena de sus lazos. Pocos, sin avisar, veían lo extraño y curioso del barrio: la ausencia del color, como si esta ciudad de pacotilla levantada aprisa no pudiera permitirse el lujo de los colores. Todo era gris como en las fotografías monocromáticas, como en los folletos ilustrados. Esta semejanza superaba los límites de una simple metáfora ya que, en ocasiones, vagabundeando por este lado de la ciudad, verdaderamente uno tenía la impresión de hojear un folleto entre las aburridas columnas de anuncios comerciales en cuyo seno anidaron asuntos parásitos, sospechosas notas, ilustraciones dudosas; y estas vagabunderías resultaban tan estériles como aquellas excitaciones de mi fantasía que perseguía en las columnas de páginas pornográficas.
Se entraba en alguna sastrería para encargar un traje, una prenda de elegancia despreciada tan típica de este barrio. El local era enorme y vacío, de techos altos e incoloros. Grandiosos estantes se elevaban uno sobre otro hacia la altura indefinible del almacén. Las consignaciones de estantes vacíos conducían las miradas hacia el techo a modo de un cielo tímido, descolorido, el desconchado cielo del barrio. En cambio, los almacenes siguientes, que se entreveían por las puertas abiertas, se llenaban hasta el techo de cajas y cartones amontonados en una gran cartoteca que se confundía en lo más alto, bajo el enredado cielo del tejado con el vacío cúbico, el material yermo de la nada. A través de las enormes ventanas grises, hojas de papel de chancillería, no entra la luz, porque el espacio del almacén se satura de un resplandor gris e indefinido, como el agua, que no arroja sombras y no acentúa ninguna existencia. Pronto llega un joven espigado, sorprendentemente servicial, flexible y resistente, con intención de satisfacer nuestros deseos e inundarnos con su palabrería hueca y charlatana de dependiente. Pero cuando siempre hablando extiende los enormes rollos de paños, ajusta, drapea y tablea el interminable flujo de tela que se escurre entre sus manos, formando de sus olas levitas imaginarias, pantalones, toda esa manipulación pare algo sin importancia, una ilusión, una comedia, una cortina irónica corrida sobre el verdadero sentido del asunto.
Los muchachos del almacén, delgados y morenos, cada cual con una tara en su belleza (característico de ese barrio de productos defectuosos) entran y salen, se sitúan en las puertas de los almacenes sondeando con la mirada si el asunto (confiado a las expertas manos del dependiente) madura hacia el punto adecuado. El dependiente hace carantoñas y caricias y a veces da la sensación de ser un travestido. Uno tendría ganas de cogerlo bajo la barbilla suavemente dibujada, o bien pellizcar su mejilla pálida y espolvoreada, cuando con una mirada significativa dirige discretamente la atención a la marca de la mercancía, marca de una simbólica transparencia.
Poco a poco el asunto de escoger el traje pasa a segundo plano. Este joven blando hasta la afeminación y corrompido, lleno de comprensión para las conmociones más íntimas del cliente, hace pasar ante él las curiosas marcas protectoras, toda una biblioteca de ellas, un gabinete de coleccionista más refinado. Entonces se descubría que el taller de confección era tan solo una fachada tras la cual se ocultaba un anticuario, una colección de ediciones harto ambiguas y publicaciones particulares. El servicial dependiente abre los almacenes siguientes plagados hasta el techo de libros, dibujos, fotografías. Esas carátulas, esas ilustraciones, superan cien veces nuestra imaginación. Jamás hubiéramos presentido tal culmen de degeneración, tales rebuscamientos perversos.
Las señoritas del almacén pasan con más frecuencia entre filas de libros, grises y acartonados como dibujos, más llenos de pigmentaciones sus rostros depravados, la oscura pigmentación de las morenas con esa brillante y grasosa oscuridad que, escondida en los ojos, surtía de repente en zigzag como una cucaracha reluciente. Pero también, en los rubores quemados, en los picantes estigmas de los lunares, en los vergonzosos vestigios de la pelusilla negra, les traicionaba la raza de su sangre negra y antigua. Este color demasiado intenso, esa moca espesa y aromática parecía manchar los libros que tomaban en sus manos cetrinas; sus toques semejaban teñir y dejar en el aire la lluvia oscura de las pecas, el humo del tabaco, como frutas con su olor excitante y animal. Mientras tanto, la depravación general se desvestía de los frenos de la apariencia. El dependiente, al agotar su obstinada actividad, pasaba poco a poco a una pasividad mujeril. Acostado en uno de los muchos sofás de entre los libros, lleva un pijama de seda que descubre un escote femenino. Las señoritas hacen demostración de las figuras y posiciones de ilustraciones, otras se duermen sobre lechos provisionales. Disminuyen las presiones sobre el cliente. Lo liberan de ese círculo de interés obstinado, lo abandonan a sí mismo. Las dependientas, ocupadas en una conversación, ya no le hacían caso. De perfil o de espaldas, en pose arrogante, balanceando el peso de una pierna a otra, jugando con su calzado, coqueteo, dejaban deslizar el serpenteante juego de sus miembros. Así retrocedían, reculaban calculadamente abriendo espacios a la actividad del huésped. Aprovechamos este momento de descuido para escapar a las consecuencias imprevistas de esta visita inocente, y alcanzar la calle.
Nadie nos detiene. A través de hileras de libros entre largas estanterías de revistas e impresos, salimos afuera y ya estamos en la calle de los Cocodrilos, donde, desde su punto más elevado, se divisa casi todo el camino que conduce a los lejanos edificios de la estación sin terminar. Es un día gris, como se acostumbra en esta orilla, y todo parece a ratos una vieja fotografía de un periódico ilustrado, tan grises, tan planas son las casas, las gentes y los vehículos. Esta realidad es fina como el papel y por todos los rincones desvela su imitación. A veces, un poco más adelante, uno tiene la impresión de que todo se compone en esa imagen punteada del gran bulevar, mientras a sus lados se disuelve, se segrega esa mascarada improvisada e, incapaz de permanecer en su papel, se convierte en yeso y trapo, en el trastero de un teatro enorme y vacío. La tensión de la pose, la seriedad artificial de la máscara, el pathos irónico, tiembla en esta piel. Pero nos encontramos lejos de querer desenmascarar el espectáculo. En contra de la ciencia nos sentimos atraídos por este encanto barato de barrio. Además, en la imagen de la ciudad, tampoco están ausentes ciertos rasgos de auto-ironía. Hileras de pequeñas casitas suburbanas se barajan con casas elevadas de varios pisos que, construidas acartonadamente, constituyen un conglomerado de anuncios, ciegas ventanas de oficinas grises, escaparates acristalados, rótulos y números. Bajo las casas fluyen ríos de gente. La calle es ancha como un bulevar de la gran ciudad, pero la calzada, al igual que la plaza, esta llena de cachivaches, charcos y hierba, y en su interior se cuece el barro batido. El tráfico urbano sirve aquí para hacer comparaciones y los habitantes lo comentan con orgullo y un destello de comprensión mutua en los ojos. Esa multitud gris e impersonal está apasionada con su papel y se muestra vehemente en su excitación e interés, da la impresión de seguir un vagabundeo erróneo, monótono, sin fin, de ser un cortejo lunático de marionetas. En una atmósfera de extraña futilidad cabe toda la escena. La multitud fluye aburrida y, cosa curiosa, se ve siempre en forma de figuras confusas que pasan entre el barullo suave, y enredado sin llegar a alcanzar la claridad total. Sólo a veces logramos distinguir en esta corriente de numerosos rostros una mirada viva y oscura, un bombín de copa profundamente hundido sobre la cabeza, media cara desgarrada en una sonrisa con unos labios que acaban de pronunciar algo, un pie adelantado en un paso, así, inmovilizado para siempre.
La curiosidad del barrio son los simones sin cocheros que recorren solos las calles. Los simoneros, entremezclados con la multitud, ocupados en mil asuntos, no se preocupan de sus vehículos.
En este barrio de la ilusión y del gesto vacío, no se concede demasiada importancia al fin exacto de un recorrido, y los pasajeros se confían de estos coches errantes con la misma ligereza que caracteriza todo aquí. En ocasiones se puede observar como, en las curvas peligrosas, asomados a su capot rojo, con las riendas en las manos, efectúan una difícil maniobra de adelantamiento.
También teníamos tranvías en el barrio. La ambición de los concejales municipales festeja con ellos su triunfo más elevado. Mas, es digna de compasión la imagen de estos coches confeccionados de papier-maché, con las paredes deformadas y arrugadas por el prolongado uso. A veces falta toda la parte delantera, así que al pasar dejan ver a los pasajeros sentados erguidos y muy serios. Esos tranvías son empujados por mozos de carga. Pero lo más extraño es el ferrocarril de la calle de los Cocodrilos.
A veces, en las horas más diversas del día, a finales de la semana, podemos ver una multitud de gente esperando el tren en la esquina. Jamás podremos estar seguros de si vendrá o dónde parará y a menudo sucede que la gente, sin ponerse de acuerdo sobre el lugar de la parada, se sitúa en diversos puntos. Esperan largamente formando una masa sombría, silenciosa, a lo largo de las apenas trazadas vías; caras de perfil como una fila de pálidas máscaras de papel recortadas en una fantástica línea del horizonte.
Y por fin, inesperadamente, llega; ya surge de una calle lateral donde no era esperado, sibilino como una serpiente, miniaturesco, con una pequeña y resoplante locomotora. Entró en la penumbra del pasillo y la calle se volvió oscura de hollín sembrado. Los resoplidos de la locomotora y la brisa de una extraña solemnidad colmada de tristeza, la prisa frenada y nerviosa, convierten a la calle en la estación ferroviaria de un veloz atardecer invernal.
La plaga de nuestra ciudad es el círculo vicioso de los billetes y la corrupción.
En el último momento, cuando el tren ya está en la estación, las conversaciones con los corruptos funcionarios se desarrollan con prisa nerviosa. Antes de que finalicen estas negociaciones el tren arranca acompañado por una multitud desilusionada que se mueve lentamente y se disipa a lo lejos.
La calle, estrechada por un momento hasta el tamaño de esta estación improvisada plena de ocasos y alientos de caminos lejanos, se bifurcó nuevamente y ampliándose volvió a dejar pasar a la multitud monótona y despreocupada de paseantes que avanza entre el barullo de murmullos a lo largo de los escaparates, esos sucios, grises cubos llenos de mercancía barata, de grandes maniquíes de cera y cabeza de peluquería. Las prostitutas paseaban con sus largos vestidos de encaje. Podrían ser también esposas de peluqueros o musicastros de cafetería. Avanzan con paso feroz, amplio y en sus caras estropeadas y maliciosas se deja ver un ligero defecto que las delata; bizquean, o tienen labios desgarrados, o bien les falta la punta de la nariz.
Los habitantes de la ciudad están orgullosos con ese olor que despide la calle de los Cocodrilos “No tenemos por qué negarnos algo”, piensan orgullosos, “podemos permitirnos la verdadera lujuria de la gran ciudad.” Dicen que en este barrio cada mujer es una cocotte. En realidad basta con fijarse en alguna para que nos encontremos con esa mirada obstinada, pegajosa y cosquilleante que nos hiela con la seguridad del placer. Incluso las colegialas de aquí llevan sus lazos atados de un modo especial, mueven sus piernas esbeltas de una manera muy particular y en su mirada impura radica ya la futura depravación.
Y, sin embargo, ¿acaso debemos descubrir el misterio final del barrio, el secreto cuidadosamente oculto de la calle de los Cocodrilos?
Varias veces, en el transcurso de nuestro relato, pusimos algunos signos de advertencia dando expresión de este modo tan sutil a nuestras objeciones. Un lector atento no se sorprenderá con el vuelco final del asunto. Hemos hablado del carácter imitativo e ilusorio del barrio, pero estas palabras tienen un significado demasiado definitivo como para descubrir el estilo parcial e indeciso de su realidad. Nuestro lenguaje no posee definiciones que dosifiquen el grado de realidad ni definan su densidad. Digámoslo sin rodeos: la fatalidad de este barrio consiste en que nunca nada se realiza hasta su culminación, nada llega a su definitivum, todos los movimientos iniciados se suspenden en el aire, todos los gestos se agotan tempranamente y no pueden superar su punto muerto. Hemos podido observar la gran frondosidad y el despilfarro en las intenciones, proyectos y anticipaciones que caracterizan el barrio. Todo él no es otra cosa que la fermentación de deseos crecidos muy deprisa, y por ello, sin fuerzas y huecos.
En la atmósfera de una felicidad exagerada, brota aquí la más leve apetencia y una tensión fugaz se hincha, se desarrolla una vegetación gris y ligera de hierbajos peludos, amapolas incoloras que surgen de la redecilla fina de pesadillas y hachís. Sobre todo el barrio flota el fluido perezoso y depravado del pecado, y las casas, las tiendas, las gentes, semejan ser un escalofrío sobre su piel enfebrecida, una piel de gallina sobre sus sueños febriles. Solamente aquí nos sentimos tan amenazados por la posibilidad, estremecidos por la cercanía de la realización, pálidos e impotentes en el placentero temor de la realización. Pero ahí termina.
Al cruzar el punto álgido de la oleada se detiene, retrocede, la atmósfera se apaga y marchita, las perspectivas se destruyen en la nada, las grises y enloquecidas amapolas de la excitación se convierten en ceniza.
Eternamente, nos arrepentimos de haber salido del almacén de confección de dudosa conducta. Jamás volveremos a dar con él. Erraremos de rótulos y nos equivocaremos cientos de veces. Visitaremos mil negocios, hallaremos otros muy parecidos, caminaremos entre hileras de libros, hojearemos revistas e impresos, conversaremos larga y dificultosamente con las señoritas de pigmentación exagerada y belleza defectuosa, quienes no sabrán comprender nuestros deseos.
Nos enredaremos en la maraña de malentendidos hasta que toda nuestra fiebre y excitación se evapore en un esfuerzo inútil, en una carrera perdida en vano.
Nuestras esperanzas eran fruto de un equívoco; el aspecto ambiguo del local y del servicio era una ilusión; la confección era verdadera el dependiente no tenía intenciones ocultas. El mundo femenino de la calle de los Cocodrilos destaca por una depravación muy mediocre silenciada con gruesas capas de prejuicios morales y vulgaridad banal. En esta ciudad de material humano barato está ausente también la altivez del instinto, faltan pasiones anormales y oscuras.
La calle de los Cocodrilos constituía una concesión de nuestra ciudad en pro de la modernidad y la degeneración urbana. Por lo visto no podíamos permitirnos nada más que una imitación de papel, un fotomontaje hecho de recortes de periódico del año pasado.
* Véase el libro del autor: Las tiendas de color canela (1934), incluido en Bruno Schulz obra completa, Siruela Editor/bolsillo.