lunes, febrero 28, 2011

San Agustín: ¿qué es, pues, el tiempo?


17. No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el mismo tiempo es obra tuya. Mas ningún tiempo te puede ser coeterno, porque tú eres permanente, y éste, si permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?


*De Confesiones, Libro XI, Cap. XIV.

Beatriz Ventura: Moby Dick


que ella que alta mar que muelle de relámpagos
oh qué dirán que sinrazón que prisa por pausar
que nadie conoció ni juzgará por no morder azul
de aves por demás extintas

ella cronológica de pies serviciales
como huellas que la he conocido y que la hubieran
juzgado qué diario escribiré qué lápida pondré
en su partida

multitudes que de preñada medalla trajo a beber
en esa plaga de generosidad que sustento no dan
y retiran plumaje escarbado con resaca de
continentes abierto a vivir con grietas para
nidos y bocas ajenas para el cuerpo febril
lumínico de su boca

que fui sombra de la voz la extraña aquella
de mañanas ojerosas como las mías qué sepulcro
haré vibrar con pulmones hurtados a sus raíces
que resuenan o resbalan

ella que duende de desperdicios que frágil
aleta en el vino que madonna junto a la muñeca
que en un cúmulo de mímica impacienta tanta

ruina que no respira tan pacífico naufragio


*Poeta y traductora argentina nacida en 1949, en Buenos Aires. El poema que se transcribe está incluido en su libro El ojo ajeno.

sábado, febrero 26, 2011

Edgar Lee Masters: La colina


¿Dónde están Elmer, Hermán, Bert, Tom y Charley,
el indolente, el forzudo, el chistoso, el borrachón, el pendenciero?
Todos, todos duermen en la colina.

Uno se fue en brazos de la fiebre,
uno ardió en una mina,
uno fue liquidado en una pelea,
uno murió en la cárcel,
uno se cayó de un puente, trabajando para sus hijos y su mujer;
todos, todos duermen, duermen, duermen en la colina.

¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Lizzie y Edith,
la sensible, la simple, la gritona, la orgullosa, la feliz?
Todas, todas duermen en la colina.

Una murió durante un aborto,
una de amor desdichado,
una en manos de un bruto en un prostíbulo,
una de orgullo deshecho, persiguiendo el ideal de su corazón,
y otra, que buscó un destino lejos, en Londres y París,
fue traída a su pequeño espacio junto a Ella y Kate y Mag;
todas, todas duermen, duermen, duermen en la colina.

¿Donde están el tío Isaac y la tía Emily,
y el viejo Towny Kincaid y Sevigne Houghton,
y el Mayor Walker, que había hablado
con venerables hombres de la Revolución?
Todos, todos duermen en la colina.

Les trajeron hijos muertos en guerra
e hijas destrozadas por la vida,
y sus niños huérfanos, llorando;
todos, todos duermen, duermen, duermen en la colina.

¿Dónde está el viejo violinista Jones,
que jugó con la vida durante todos sus noventa años
enfrentando la nevada con el pecho desnudo,
bebiendo, alborotando, sin pensar ni en la mujer ni en la familia,
ni en el oro, ni en el amor, ni en la salvación?
¡Aquí lo tienen! Hablando
de las frituras de pescado de tantos años atrás,
de las carreras de caballos de hace tanto tiempo
en el bosquecito de Clary,
o de lo que Abe Lincoln había dicho
una vez en Springfield.

*Traducción de Enrique Butti y Silvio Cornú.

The Hill

Where are Elmer, Herman, Bert, Tom and Charley,
The weak of will, the strong of arm, the clown, the boozer, the fighter?
All, all are sleeping on the hill.

One passed in a fever,
One was burned in a mine,
One was killed in a brawl,
One died in a jail,
One fell from a bridge toiling for children and wife-
All, all are sleeping, sleeping, sleeping on the hill.

Where are Ella, Kate, Mag, Lizzie and Edith,
The tender heart, the simple soul, the loud, the proud, the happy one?--
All, all are sleeping on the hill.

One died in shameful child-birth,
One of a thwarted love,
One at the hands of a brute in a brothel,
One of a broken pride, in the search for heart's desire;
One after life in far-away London and Paris
Was brought to her little space by Ella and Kate and Mag--
All, all are sleeping, sleeping, sleeping on the hill.

Where are Uncle Isaac and Aunt Emily,
And old Towny Kincaid and Sevigne Houghton,
And Major Walker who had talked With venerable men of the revolution?--
All, all are sleeping on the hill.

They brought them dead sons from the war,
And daughters whom life had crushed,
And their children fatherless, crying--
All, all are sleeping, sleeping, sleeping on the hill.
Where is Old Fiddler Jones
Who played with life all his ninety years,
Braving the sleet with bared breast,
Drinking, rioting, thinking neither of wife nor kin,
Nor gold, nor love, nor heaven?
Lo! he babbles of the fish-frys of long ago,
Of the horse-races of long ago at Clary's Grove,
Of what Abe Lincoln said
One time at Springfield.


*Edgar Lee Masters (Garnett, 1869 - Melrose Park, 1950). Poeta estadounidense.

Antonio Machado: "Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito"


Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Manara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito,
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

*Antonio Machado (Sevilla-España, 1875 - Collioure, 1939)

miércoles, febrero 23, 2011

Fernando Noy: Es preferible el asco bien narrado/ a la culpa de sobrevivir triunfales


Peso plomo


No necesito nada más que esta lapicera
prestada por el mozo
ni otro sobre de azúcar para el café
bramando en la resaca
tampoco el pago de una cerveza octava.
Guardo intacto
el coraje de hacer un paga Dios
como en los setenta
por las farmacias de turno
cuando la poesía anfetamínica
se compraba sin receta.
Viajo solo en medio de la huelga
entre panzas vacías
con razón vociferantes
y ningún encontronazo
junto al musculoso estibador
mientras dura la espera
en la protesta augusta
que hasta cortó la calle
con su semáforo
chorreando lágrimas de sangre.
Masacre sin piedad
para los mustios habitantes
de bairestremens.com.
Mientras leo en cerebros
de los otros viajeros.
Ese, de anteojos negros,
va a llegar tardísimo a su cita
con el andrólogo.
El que viaja a su lado
sólo piensa en robar
la corona de oro de la Virgen del Once
pero también
el busto de bronce de algún prócer
para revenderlo
enseguida
a peso plomo,
vapuleo.
Así nace esta queja
sobre mi cuaderno Avon
en pleno verano
cuando el hospital de poetas
parece aniquilado
aunque nunca existiera la cura
de sus males
ni siquiera un cuarto gratis y fresco
donde no morir de pie.
Ahora,
destrabada la marcha
con las vitrinas de El Molino
destrozadas a huevazos
es cuando el maldito patrullero
se sube a la vereda
y como a la estatua de Santa Claus
me alumbran
entre dátiles
aunque igual nada vieron.
Mayor fue el miedo
de volverte invisible.
A distraerse ahora
con tu milonga hacia la autopista
Tacos de punta baratos hundidos en la brea
hirviendo aún más que el cuerpo
del que paga
y al finalizar la faena
regresar leyendo esos versos abyectos que has escrito.
Soy el que cree en la avenida Corrientes
acunadora del tango y de Tanguito
que se incendia en el río
justo cerca de la Casa Rosada
ese postre fucsia envenenado
en los cachetes.
Confundo palomas con empleados
de oficina
usan la misma gris corbata
que les impide el vuelo.
Soy quien cantara a Safo
además de encerar los dedos
de la hidra de Lesbos
con ungüentos de acero
pero ahora
ni consigo colarme
en los recitales de Gal, Chavela
o La Felipe.
Igual
como siempre
el buen clima regresa
tras la huelga a lo lejos
cada vez más ajena.
A causa de ella
me pasé de parada
pero sigo escribiendo.
Es preferible el asco bien narrado
a la culpa de sobrevivir triunfales.
Sin tener cómo,
dónde,
cuándo
a quién decirlo.

* Fernando Noy, poeta argentino.
** Este poema pertenece a La orquesta invisible.

martes, febrero 22, 2011

Pizarnik: La carencia


La carencia


Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.


*Alejandra Pizarnik, de Las aventuras perdidas, 1958.

Delmira Agustini: ¿Te acuerdas de la gloria de mis alas?


Las alas

Yo tenía...
dos alas!...
Dos alas,
que del Azur vivían como dos siderales
raíces!...
Dos alas,
con todos los milagros de la vida, la muerte
y la ilusión. Dos alas,
fulmíneas
como el velamen de una estrella en fuga;
Dos alas,
como dos firmamentos
con tormentas, con calmas y con astros...

¿Te acuerdas de la gloria de mis alas...?
El áureo campaneo
del ritmo; el inefable
matiz, atesorando
el iris todo, más un iris nuevo
ofuscante y divino,
que adoraran las plenas pupilas del Futuro,
(las pupilas maduras a toda luz!)... El vuelo...

El vuelo eterno, devorante y único,
que largo tiempo atormentó los cielos,
despertó soles, bólidos, tormentas:
abrillantó los rayos y los astros
¿y la amplitud? : tenían
calor y sombra para todo el Mundo,
y hasta incubar un "más allá" pudieron.

Un día, raramente
desmayada a la tierra,
Yo me dormí en las felpas profundas de este bosque...
Soñé divinas cosas...
Una sonrisa tuya me despertó, paréceme...
¡Y no siento mis alas!...
¿Mis alas...?
-Yo las vi deshacerse entre mis brazos...
¡Era como un deshielo!

lunes, febrero 21, 2011

Causa de la pérdida de las alas


"Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue.
El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y démones ordenados en once filas. Pues Hestia se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce, como dioses jefes, van al frente de los órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las miríficas visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tienen que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y puedan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejarse a sus banquetes, marchan hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo.
A ese lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro -en eso otro que nosotros llamamos entes-, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser. Y habiendo visto, de la misma manera, todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa. Una vez que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, les echa, de pienso, ambrosía, y los abreva con néctar.
Tal es, pues, la vida de los dioses. De las otras almas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento . El porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llenura de la Verdad, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre.
Así es, pues, el precepto de Adrastea. Cualquier alma que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra."

* Platón, Fedro. Alianza Editorial.

viernes, febrero 18, 2011

Descanso hasta el lunes, en mi patio

Voy a estar descansando hasta el lunes en mi patio. Mientras tanto, pueden curiosear los diferentes post que publiqué hasta ahora. Saludos!

miércoles, febrero 16, 2011

Irene Gruss: Movimiento


Una mujer sola frente al mar
es más majestuosa que él.
Puede pasar una gaviota
agurando la muerte
o puede caer el sol humedeciendo
las lonas de las carpas
hasta apagarlas,
pero una mujer
frente al mar
mece su soledad como una dueña
y no se estremece.
La luz del mar tiene la importancia
y el movimiento de su ánimo, de su alma.
El viento suena alrededor
de la mujer
y la despierta:
ahora se trata de la playa sin luz, una mujer,
el sol caído, el sonido del mar,
carpas levantadas,
el viento que lo da vuelta
todo.

*Irene Gruss, Buenos Aires, 1950.

martes, febrero 15, 2011

Lezama Lima: El pabellón del vacío

EL PABELLON DEL VACIO

Voy con el tornillo
preguntando en la pared,
un sonido sin color
un color tapado con un manto.
Pero vacilo y momentáneamente
ciego, apenas puedo sentirme.
De pronto, recuerdo,
con las uñas voy abriendo
el tokonoma en la pared.
Necesito un pequeño vacío,
allí me voy reduciendo
para reaparecer de nuevo,
palparme y poner la frente en su lugar.
Un pequeño vacío en la pared.

Estoy en un café
multiplicador del hastío,
el insistente daiquirí
vuelve como una cara inservible
para morir, para la primavera.
Recorro con las manos
la solapa que me parece fría.
No espero a nadie
e insisto en que alguien tiene que llegar.
De pronto, con la uña
trazo un pequeño hueco en la mesa.
Ya tengo el tokonoma, el vacío,
la compañía insuperable,
la conversación en una esquina de Alejandría.
Estoy con él en una ronda
de patinadores por el Prado.
Era un niño que respiraba
todo el rocío tenaz del cielo,
ya con el vacío, como un gato
que nos rodea todo el cuerpo,
con un silencio lleno de luces.

Tener cerca de lo que nos rodea
y cerca de nuestro cuerpo,
la idea fija de que nuestra alma
y su envoltura caben
en un pequeño vacío en la pared
o en un papel de seda raspado con la uña.
Me voy reduciendo,
soy un punto que desaparece y vuelve
y quepo entero en el tokonoma.
Me hago invisible
y en el reverso recobro mi cuerpo
nadando en una playa,
rodeado de bachilleres con estandartes de nieve,
de matemáticos y de jugadores de pelota
describiendo un helado de mamey.
El vacío es más pequeño que un naipe
y puede ser grande como el cielo,
pero lo podemos hacer con nuestra uña
en el borde de una taza de café
o en el cielo que cae por nuestro hombro.

El principio se une con el tokonoma,
en el vacío se puede esconder un canguro
sin perder su saltante júbilo.
La aparición de una cueva
es misteriosa y va desenrollando su terrible.
Esconderse allí es temblar,
los cuernos de los cazadores resuenan
en el bosque congelado.
Pero el vacío es calmoso,
lo podemos atraer con un hilo
e inaugurarlo en la insignificancia.
Araño en la pared con la uña,
la cal va cayendo
como si fuese un pedazo de la concha
de la tortuga celeste.
¿La aridez en el vacío
es el primer y último camino?
Me duermo, en el tokonoma
evaporo el otro que sigue caminando.

*(De Fragmentos a su imán, 1970-1976).

Noni Benegas: lectura y poemas


Como estamos demasiado lejos para asistir a la lectura de poemas que la poeta argentina Noni Benegas, residente en España, va a realizar en ese país, en la Tertulia Indiojuan, Fundación Ateneo Cultural 1º de Mayo, este jueves 17 de febrero, a las 19,Lope de Vega, 38. 2 planta. Sala 2.1, la acompañamos así, con algunos de sus hermosos poemas:


De puro extrañamiento
tengo la herida,
.
de puro borborito
ensimismado
y atracón de pena
como anfetas
.
pero más largo,
extenso, curvo,
un vuelo por allí
ese horizonte que sube
y se disloca
y no parece haber
medida o límite
.
y sube y se dispersa
y sube y vamos todos
arriba
subiendo
allá nomás
. ............................

Esos estoques
estos cuadriles
cuadriculada estancia
en cada poro
en cada plano:
una mano, un pie,
apenas un codete
y un suburbio del pecho
que sube y baja y se agita
y las rampas, el acceso
preparando como escape
es un puro dolor delicioso
pues aceitado sube
el corazón a verte.
.....................

¿Y por qué este miedo?
¿Y por qué esos ayes?
esta ceguera del ojo acuoso
de la muralla de llanto
y palabras ateridas,
y por qué no tumbarla
y hablar contigo
y por qué no pensar
que así se siente,
sentido tiene,
lo que a solas me digo.
.....................

Los relojes, ¿pesan?
un autómata, pesa?
¿pesa el resorte,
el mecanismo simple
de tres compuesto,
el engranaje,
los puros dientes
las manecillas
que abrir quisieran
y desmontar
pudieran
la máquina en celo,
el instinto cielo
de un metal candente
como estar vivos?
....................
Pensamos juntas,
es un leve aleteo,
me decís cuidáte
y siento la conseja
como un breve apretón,
aquel que hiciste
dibujando con el gesto
una eternidad de tu mano,
para siempre
en la mía.
.
Noni Benegas (Buenos Aires. Vive en Madrid desde 1976), de De ese roce vivo. Libros publicados, entre otros: Argonáutica, 1984. La Balsa de la Medusa. Cartografía ardiente, 1991. Fragmentos de un diario desconocido, 2004, Burning Cartography, 2007, EE.UU. El Beso, 2007. De ese roce vivo, 2009. Ha compilado la antología: Ellas tienen la Palabra: dos décadas de poesía española, 1997, 1998

lunes, febrero 14, 2011

Ítalo Svevo: La conciencia de Zeno (fragmento)

1. EL TABACO
El doctor a quien hablé de mi propensión a fumar, me dijo que iniciara mi trabajo con un análisis de ella:
—¡Escriba! ¡Escriba! Verá cómo llega a verse entero.
En realidad, creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en la tumbona. No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que tengo en la mano. Hoy descubro algo que ya no recordaba. Los primeros cigarrillos que fumé ya no están a la venta. Hacia 1870 teníamos en Austria esos que se vendían en cajetillas con el sello del águila imperial. Ya está: en torno a una de esas cajetillas se agrupan al punto varias personas con rasgos suficientes para sugerirme su nombre, pero no para conmoverme por el inesperado encuentro. Intento obtener más y me voy a la tumbona: las personas se desdibujan y en su lugar aparecen bufones que se ríen de mí. Vuelvo a la mesa desalentado.
Una de las figuras, de voz algo ronca, era Giuseppe, un joven de mi edad, y otra, mi hermano, un año más joven que yo y muerto hace mucho tiempo. Al parecer, Giuseppe recibía mucho dinero de su padre y nos regalaba aquellos cigarrillos. Pues estoy seguro de que daba más a mi hermano que a mí. Por lo que me vi en la necesidad de conseguirme otros por mi cuenta. Así llegué a robar. En verano mi padre dejaba sobre una silla su chaleco, en cuyo bolsillo había siempre algunas monedas: tomaba los cincuenta céntimos necesarios para comprar la preciosa cajetilla y me fumaba uno tras otro los diez cigarrillos que contenía, para no guardar por mucho tiempo el comprometedor fruto del hurto. Todo eso yacía en mi conciencia al alcance de la mano.
Hasta ahora no ha resurgido porque antes no sabía que podía tener importancia. Acabo de registrar el origen de mi vergonzoso hábito y (¿quién sabe?) quizá ya esté curado. Por eso, para probar, enciendo un último cigarrillo y tal vez lo arroje al instante, asqueado.
Después recuerdo que un día mi padre me sorprendió con su chaleco en la mano. Yo, con una desfachatez que ahora no tendría y que aún ahora me disgusta (tal vez ese disgusto tenga una gran importancia en mi cura), le dije que había sentido curiosidad por contar los botones. Mi padre se rió de mi inclinación a las matemáticas o a la sastrería y no advirtió que tenía los dedos en el bolsillo de su chaleco. En mi honor, puedo decir que bastó esa risa ante mi inocencia, cuando ésta ya no existía, para impedirme por siempre jamás robar. Es decir... seguí robando, pero sin saberlo. Mi padre dejaba por la casa puros de Virginia a medio fumar, en equilibrio sobre mesas y armarios. Yo creía que era su forma de tirarlos y también creía saber que nuestra vieja criada, Catina, los tiraba. Me los fumaba a escondidas. Ya en el momento de apoderarme de ellos un escalofrío me recorría la espalda, porque sabía lo mal que me iban a sentar. Después me los fumaba hasta que la frente se me cubría de sudores fríos y el estómago se me revolvía. No se puede decir que yo careciera de energía en la infancia. Sé perfectamente cómo me curó mi padre de ese hábito.
Un día de verano, había vuelto a casa de una excursión escolar, cansado y bañado en sudor. Mi madre me había ayudado a desnudarme y, tras envolverme en una bata, me había echado a dormir en un sofá, en el que ella misma se sentó a coser. Estaba a punto de dormir pero aún tenía los ojos llenos de sol y tardaba en perder los sentidos. La dulzura que a esa edad acompaña al sueño, después de un gran cansancio, se me aparece clara como una imagen en sí misma, tan clara como si estuviese ahora allí, junto a ese cuerpo querido que ya no existe. Recuerdo la habitación fresca y grande donde nosotros, los niños, jugábamos, y que ahora en estos tiempos avaros de espacio, está dividida en dos partes. En esa escena no aparece mi hermano, lo que me sorprende, porque pienso que también él debió de asistir a aquella excursión y participar después en el reposo. ¿Dormiría también ése en el otro extremo del sofá? Miro ese sitio, pero me parece vacío. Sólo me veo a mí, la dulzura de mi reposo, a mi madre, y después a mi padre, cuyas palabras oigo resonar. Había entrado y no me había visto en seguida, porque llamó en voz alta: —¡María!
Mi mamá, con un gesto acompañado de un ligero sonido con los labios, me señaló, creyéndome inmerso en el sueño, cuando, en realidad, nadaba sobre él con plena conciencia. Me gustaba tanto que mi papá hubiera de tener una atención conmigo, que no me moví. Mi padre se lamentó en voz baja:
—Me parece que me estoy volviendo loco. Estoy casi seguro de haber dejado hace media hora medio puro sobre ese armario y ahora ya no lo encuentro. Estoy peor que de costumbre. Las cosas se me escapan.
También en voz baja, pero que traicionaba una hilaridad contenida sólo por miedo a despertarme, mi madre respondió:
—Y, sin embargo, después de comer nadie ha estado en esa habitación.
Mi padre murmuró:
—Ya lo sé. ¡Por eso me parece que me estoy volviendo loco!
Se volvió y salió. Yo abrí a medias los ojos y miré a mi madre. Había reanudado su trabajo, pero seguía sonriendo. Desde luego, no pensaba que mi padre estuviera a punto de enloquecer; si no, no se habría reído así de sus miedos. Esa sonrisa se me quedó tan grabada, que la recordé al instante al volver a verla un día en los labios de mi madre. Más adelante, no fue la falta de dinero lo que me impidió satisfacer mi vicio, pero las prohibiciones sirvieron para estimularlo.
Recuerdo haber fumado mucho, escondido en todos los lugares posibles. A causa del fuerte malestar físico que siguió, recuerdo haber permanecido durante media hora en una bodega oscura junto a otros dos muchachos, de los que sólo conservo en la memoria lo infantil de sus vestidos: dos pares de pantalones cortos que se sostienen en pie porque dentro hubo un cuerpo que el tiempo eliminó. Teníamos muchos cigarrillos y queríamos ver quién era capaz de quemar más en poco tiempo. Yo vencí y heroicamente oculté el malestar que me produjo aquel extraño ejercicio. Después salimos al sol y al aire. Tuve que cerrar los ojos para no caer aturdido. Me recobré y me jacté de la victoria. Uno de los dos hombrecitos me dijo entonces:
—A mí no me importa haber perdido, porque yo sólo fumo lo que necesito.
Recuerdo esas palabras sanas y no la carita, sana también, desde luego, que debía de estar vuelta hacia mí en ese momento. Pero entonces yo no sabía si me gustaba o detestaba el cigarrillo y su sabor y el estado en que me ponía la nicotina. Cuando supe que detestaba todo eso, fue peor. Y lo supe a los veinte años más o menos. Entonces padecí durante unas semanas un violento dolor de garganta, acompañado de fiebre. El doctor me ordenó guardar cama y la abstención absoluta de fumar. Recuerdo esa palabra: ¡absoluta! Me hirió y la fiebre le dio color: un gran vacío y nada con qué resistir la enorme tensión que en seguida se produce en torno a un vacío.
Cuando el doctor me dejó, mi padre (mi madre había muerto hacía muchos años), con el puro en la boca y todo, se quedó un poco a hacerme compañía. Al marcharse, después de haberme pasado con suavidad la mano por la frente, que abrasaba, me dijo:
—¡No fumes, eh!
Fui presa de una inquietud enorme. Pensé: «Puesto que me hace daño, no volveré a fumar nunca, pero antes quiero hacerlo por última vez.» Encendí un cigarrillo y al instante me sentí liberado de la inquietud, pese a que la fiebre había aumentado y a cada calada sentía en las amígdalas la misma quemazón, como si me las hubieran tocado con un tizón ardiendo. Acabé todo el cigarrillo con el esmero con que se cumple un voto. Y, sin dejar de sufrir horriblemente, me fumé muchos otros durante la enfermedad. Mi padre iba y venía con el puro en la boca y me decía:
—¡Muy bien! ¡Unos días más de abstenerte de fumar y estarás curado!
Bastaba esa frase para hacerme desear que se fuera pronto, pero pronto, para poder lanzarme sobre un cigarrillo. Incluso fingía dormir para inducirlo a alejarse antes.
Aquella enfermedad me ocasionó el segundo de mis tormentos: el esfuerzo por liberarme del primero. Mis días acabaron llenos de cigarrillos y de propósitos de no volver a fumar y —me apresuro a reconocerlo todo— de vez en cuando siguen siendo los mismos. La ronda de los últimos cigarrillos, formada a los veinte años, sigue en movimiento. El propósito es menos enérgico y mi debilidad encuentra mayor indulgencia en mi viejo ánimo. En la vejez se sonríe uno al pensar en la vida y en todo lo que encierra. Es más: puedo decir que, desde hace un tiempo, fumo muchos cigarrillos... que no son los últimos.
En la portada de un diccionario, encuentro esta anotación hecha con bella caligrafía y algunos adornos: «Hoy, 2 de febrero de 1886, paso de los estudios de derecho a los de química. ¡Ultimo cigarrillo!» Era un último cigarrillo muy importante.
Recuerdo todas las esperanzas que lo acompañaron. Me había enfurecido el derecho canónico, que me parecía tan alejado de la vida, y corría hacia la ciencia, que es la vida misma, aunque reducida a un matraz. Aquel último cigarrillo significaba precisamente el deseo de actividad (incluso manual) y de pensamiento sereno, sobrio y sólido. Para escapar a la cadena de las combinaciones del carbono, en que no creía, volví al derecho. ¡Por desgracia! Fue un error y también lo señalé con un último cigarrillo, cuya fecha encuentro apuntada en un libro. También aquélla fue importante y me resignaba a volver a esas complicaciones del mío, el tuyo y el suyo con los mejores propósitos, con lo que soltaba por fin las cadenas del carbono. Había demostrado ser poco apto para la química, entre otras cosas por falta de habilidad manual. ¿Cómo iba a tenerla, si seguía fumando como un turco?
Ahora que estoy aquí, analizándome, me asalta una duda: ¿me habrá gustado tanto el cigarrillo, tal vez, como para achacarle la culpa de mi incapacidad? ¿Habría llegado a ser el hombre ideal y fuerte que esperaba, si hubiese dejado de fumar? Tal vez fuera esa duda la que me encadenó a mi vicio, porque eso de creerse dotado de una grandeza latente es una forma cómoda de vivir. Lancé esa hipótesis para explicar mi debilidad juvenil, pero sin convicción firme. Ahora que soy viejo y nadie me exige nada, sigo pasando del cigarrillo al propósito y del propósito al cigarrillo. ¿Qué significan hoy esos propósitos? ¿Acaso me gustaría, como a ese viejo higienista descrito por Goldoni, morir sano tras haber vivido enfermo toda la vida?
Una vez, siendo estudiante, cuando cambié de habitación, tuve que pagar un nuevo tapizado de las paredes porque las había cubierto de fechas. Probablemente abandoné esa habitación porque se había convertido en el cementerio de mis buenos propósitos y no creía posible concebir otros en ese lugar.
Creo que el cigarrillo tiene un gusto más intenso, cuando es el último. También los otros tienen un gusto especial propio, pero menos intenso. El último recibe su sabor del sentimiento de la victoria sobre uno mismo y de la esperanza de un próximo futuro de fuerza y de salud. Los otros tienen su importancia, porque, al encenderlos, manifiestas tu libertad y el futuro de fuerza y de salud subsiste, pero se aleja un poco.
Las fechas sobre las paredes de mi habitación estaban escritas con los colores más diversos e incluso al óleo. El propósito, renovado con la fe más ingenua, encontraba expresión adecuada en la fuerza del color que debía hacer palidecer el dedicado al propósito anterior. Prefería algunas fechas por la concordancia de las cifras. Del siglo pasado recuerdo una fecha que me pareció debía sellar para siempre el ataúd en que quería encerrar mi vicio: «Noveno día del noveno mes de 1899.» Significativa, ¿verdad? El nuevo siglo me aportó fechas igualmente musicales: «Primer día del primer mes de 1901.» Aún hoy me parece que, si pudiera repetirse esa fecha, sabría empezar una nueva vida. Pero en el calendario no faltan las fechas y con un poco de imaginación cualquiera de ellas podría adaptarse a un buen propósito. Recuerdo, porque me pareció que encerraba un imperativo categórico al máximo: «Tercer día del sexto mes de 1912, a las 24 horas.» Suena como si cada cifra duplicara la apuesta. El año 1913 me produjo un momento de vacilación. Faltaba el décimo tercer mes para concordarlo con el año. Pero no debe creerse que hagan falta tantas concordancias en una fecha para dar relieve a un último cigarrillo. Muchas fechas que encuentro apuntadas en libros o cuadros preferidos destacan por su deformidad. Por ejemplo: ¡el tercer día del segundo mes de 1905, a las seis horas! Pensándolo bien, tiene su ritmo, porque cada cifra niega la anterior. Muchos acontecimientos —mejor dicho: todos—, desde la muerte de Pío IX al nacimiento de mi hijo, me parecieron dignos de ser celebrados con el firme propósito habitual. En mi familia todos se asombran de mi memoria para nuestros aniversarios alegres y tristes, ¡y me creen tan bueno!
Para reducir su apariencia grosera, intenté dar un contenido filosófico a la enfermedad del último cigarrillo. Se dice con hermosa actitud: «¡nunca más!» Pero, ¿qué será de la actitud, si se cumple la promesa? Sólo se puede tener la actitud, cuando hay que renovar el propósito. Y, además, el tiempo, para mí, no es esa cosa inimaginable que no se detiene. En mi caso, sólo en mi caso, vuelve. La enfermedad es una convicción y yo nací con ella. De la de mis veinte años no recordaría gran cosa, si no la hubiera descrito entonces a un médico. Es curioso cómo se recuerdan mejor las palabras dichas que los sentimientos que no llegan a agitar el aire.
Había ido a ese médico porque me habían dicho que curaba las enfermedades nerviosas con la electricidad. Pensé que podría conseguir de la electricidad la fuerza necesaria para dejar de fumar. El doctor tenía una gran panza y su respiración asmática acompañaba al golpeteo de la máquina eléctrica puesta en marcha en seguida, a la primera visita, que me desilusionó, porque había esperado que el doctor, al estudiarme, descubriese el veneno que me contaminaba la sangre. En cambio, declaró que me veía de constitución sana y, como me había quejado de digerir y dormir mal, supuso que mi estómago carecía de ácidos y que mis movimientos peristálticos (dijo esta palabra tantas veces, que no la he vuelto a olvidar) eran poco intensos. Incluso me dio a beber un ácido que me destrozó, porque desde entonces sufro de exceso de acidez.
Cuando comprendí que por sí solo no llegaría nunca a descubrir la nicotina en mi sangre, quise ayudarlo y expresé la sospecha de que mi indisposición debiera atribuirse a aquélla. Se encogió de hombros con fatiga:
—Movimientos peristálticos..., ácido..., ¡la nicotina no tiene nada que ver!
Fueron setenta las aplicaciones eléctricas y habrían continuado, si yo no hubiera considerado que ya había recibido bastante. Más que esperar milagros, corría a aquellas sesiones con la esperanza de convencer al doctor de que me prohibiera fumar. ¡Quién sabe cómo habrían ido las cosas, si mis propósitos se hubiesen visto reforzados por una prohibición del médico! Y ésta fue la descripción de mi enfermedad que di al médico: «No puedo estudiar e incluso las raras veces que me voy a la cama temprano, permanezco insomne hasta los primeros toques de campanas. Por eso vacilo entre el derecho y la química, porque esas dos ciencias exigen un trabajo que comience a una hora fija, mientras que yo no sé nunca cuándo podré haberme levantado.»
—La electricidad cura cualquier insomnio —sentenció el Esculapio con los ojos siempre dirigidos al reloj en lugar de al paciente. Llegué a hablar con él como si hubiera podido entender el psicoanálisis, al que, tímidamente, me anticipé. Le conté mis aventuras con las mujeres. Una no me bastaba y muchas tampoco. ¡Las deseaba a todas! Por la calle mi agitación era enorme: a medida que pasaban, eran mías. Las miraba con insolencia por necesidad de sentirme brutal. Las desnudaba con el pensamiento y sólo les dejaba los borceguíes, las abrazaba y no las soltaba hasta estar seguro de conocerlas a todas. ¡Sinceridad y aliento desperdiciados! El doctor jadeaba:
—Espero que las aplicaciones eléctricas no lo curen de esa enfermedad. ¡Sólo faltaría eso! Yo no volvería a tocar un Rumkorff, si temiera esos efectos.
Me contó una anécdota que le parecía divertidísima. Un enfermo de la misma afección que yo había ido a rogar a un médico célebre que lo curara y el médico, tras lograrlo perfectamente, tuvo que emigrar porque, si no, el otro lo habría matado.
—Mi excitación no es buena —gritaba yo—. ¡Procede del veneno que me enciende las venas!
El doctor murmuraba con aspecto acongojado:
—Nadie está nunca contento de su suerte.
Y, para convencerlo, hice lo que él no quiso hacer y estudié mi enfermedad, detallando todos sus síntomas:
—¡Mi distracción! También eso me impide estudiar.
Estaba preparándome en Graz para el primer examen de Estado y había anotado todos los textos que necesitaba hasta el último examen. Resultó que, pocos días antes del examen, me di cuenta de haber estudiado cosas que no necesitaba hasta unos años después. Por eso tuve que aplazar el examen. Es cierto que ni siquiera ésas las había estudiado a fondo a causa de una muchacha vecina que, por lo demás, sólo me concedía una coquetería descarada. Cuando se asomaba a la ventana, yo ya no veía mi libro. ¿No es un imbécil quien se dedica a semejante actividad? Recuerdo la carita blanca de la muchacha en la ventana: ovalada, rodeada de rizos sueltos y pelirrojos. La miraba y soñaba con apretar aquella blancura y aquel amarillo rojizo contra mi almohada.
Esculapio murmuró:
—Tras la coquetería siempre hay algo bueno. A mi edad ya no coquetearía usted.
Hoy sé con certeza que él no sabía absolutamente nada sobre el coqueteo. Tengo cincuenta y siete años y estoy seguro de que, si no dejo de fumar o si el psicoanálisis no me cura, mi última mirada desde mi lecho de muerte será la expresión de mi deseo por mi enfermera, si no es mi mujer o si ésta ha permitido que aquélla sea hermosa. Fui sincero como en la confesión: a mí la mujer no me gustaba entera, sino... ¡por partes! De todas me gustaban los piececitos, si iban bien calzados; de muchas, el cuello delgado, o incluso robusto, y el seno, si era ligero. Y continuaba la enumeración de las partes anatómicas femeninas, pero el doctor me interrumpió:
—Esas partes constituyen la mujer entera.
Entonces hice una declaración importante:
—El amor sano es el que se siente por una mujer sola y entera, incluidos su carácter y su inteligencia.
Desde luego, hasta entonces no había conocido semejante amor y, cuando lo experimenté, tampoco me dio la salud, pero es importante para mí recordar que localicé la enfermedad donde un docto veía la salud y que mi diagnóstico resultara exacto más adelante.
En la persona de un amigo médico encontré quien mejor me entendiera a mí y mi enfermedad. No me sirvió de mucho, pero en mi vida fue una nota nueva, que aún resuena. Mi amigo era un rico caballero que embellecía sus ocios con estudios y trabajos literarios. Hablaba mucho mejor que escribía, y, por esa razón, el mundo no pudo saber lo buen literato que era. Era grueso y, cuando lo conocí, estaba haciendo con gran energía una cura para adelgazar. En pocos días había obtenido resultados excelentes, hasta el punto de que por la calle todos se le acercaban con esperanza de poder sentir mejor su salud junto a un enfermo como él. Yo lo envidiaba porque sabía hacer lo que quería y me pegué a él mientras duró la cura. Me permitía tocarle la panza que cada día disminuía, y yo, malévolo por envidia, le decía con la intención de debilitar su proposito:
—Pero, cuando haya acabado la cura, ¿qué hará usted con toda esta piel?
Con mucha calma, que volvía cómico su rostro demacrado, respondió:
—Dentro de dos días empezará la cura de los masajes.
Su cura había sido preparada con todo detalle y yo estaba seguro de que sería puntual todos los días. Me inspiró una gran confianza y le describí mi enfermedad. También recuerdo esa descripción. Le expliqué que me parecía más fácil no comer tres veces al día que no fumar los innumerables cigarrillos con respecto a los cuales habría sido necesario adoptar la misma resolución penosa a cada instante. Con semejante resolución en la cabeza no hay tiempo para hacer ninguna otra cosa, porque sólo Julio César sabía hacer varias cosas en el mismo instante. Bien está que nadie me pida trabajar mientras viva mi administrador, Olivi, pero, ¿cómo es posible que una persona como yo no sepa hacer otra cosa en este mundo que soñar o rascar el violín, para el que no tengo la menor aptitud?
El obeso enflaquecido no se apresuró a responder. Era un hombre metódico y primero reflexionó un buen rato. Después, con tono doctoral muy adecuado, dada su gran superioridad en la materia, me explicó que mi auténtica enfermedad era el propósito y no el cigarrillo. Debía intentar dejar el vicio sin proponérmelo. Según él, con el paso de los años habían ido formándose en mí dos personas, una de las cuales mandaba y la otra no era sino un esclavo, que, en cuanto disminuía la vigilancia, contravenía a la voluntad del amo por amor a la libertad. Por eso había que concederle la libertad absoluta y al mismo tiempo debía afrontar mi vicio como si fuera nuevo y no lo hubiese conocido nunca. No había que combatirlo, sino dejarlo de lado y en cierto modo olvidar abandonarse a él volviéndole la espalda con indiferencia, como a una compañía a la vque se considera indigna de uno. Sencillo, ¿verdad?
En efecto, me pareció cosa sencilla. Ahora bien, tras haber conseguido con gran esfuerzo eliminar de mi ánimo propósito alguno, logré no fumar por varias horas, pero, cuando la boca estuvo limpia, sentí un sabor inocente como el que debe sentir el recién nacido y me vino el deseo de un cigarrillo y, cuando lo fumé, sentí remordimiento, renové el propósito que había querido eliminar. Era un camino más largo, pero se llegaba a la misma meta.
Un día el canalla de Olivi me dio una idea: fortificar mi propósito con una apuesta. Creo que Olivi ha tenido siempre el mismo aspecto que ahora. Siempre lo he visto así, un poco encorvado, pero robusto, y siempre me ha parecido viejo, como viejo lo veo ahora que tiene ochenta años. Ha trabajado y trabaja para mí, pero yo no lo aprecio, porque pienso que me ha impedido realizar el trabajo que hace él.
¡Apostamos! El primero que fumara pagaría y después los dos recuperaríamos la libertad. Así, el administrador, que me habían impuesto para impedir que yo malgastase la herencia de mi padre, ¡intentaba disminuir la de mi madre, administrada por mí libremente! La apuesta resultó desastrosa. Había dejado de ser amo y esclavo alternativamente y ya sólo era esclavo... ¡y de aquel Olivi al que no apreciaba! Fumé al instante. Después pensé en engañarlo fumando a escondidas. Pero entonces, ¿por qué haber apostado? Entonces me apresuré a buscar una fecha que estuviera en relación interesante con la de la apuesta para fumar un último cigarrillo, que así, en cierto modo, podía figurarme registrado por el propio Olivi. Pero la rebelión continuaba y a fuerza de fumar llegaba a jadear. Para liberarme de ese peso fui a ver a Olivi y me confesé. El viejo cogió el dinero sonriendo y, al instante, sacó del bolsillo un enorme puro que encendió y fumó con gran voluptuosidad. En ningún momento tuve la sospecha de que hubiera hecho trampa. Se comprende que los demás no son como yo.
Hacía poco que mi hijo había cumplido los tres años, cuando mi mujer tuvo una buena idea. Me aconsejó, para quitarme el vicio, que me encerrara por un tiempo en una casa de salud. Acepté al instante, ante todo porque quería que, cuando mi hijo llegara a la edad de poder juzgarme, me encontrase equilibrado y sereno, y, además, por la razón más urgente de que Olivi no se encontraba bien y amenazaba con abandonarme, con lo que podría verme obligado a ocupar su puesto de un momento a otro y me consideraba poco apto para una gran actividad con toda esa nicotina en el cuerpo.
Primero habíamos pensado en ir a Suiza, el país clásico de las casas de salud, pero después nos enteramos de que en Trieste había cierto doctor Muli, que había abierto un establecimiento. Encargué a mi mujer que fuera a verlo, y él le ofreció poner a mi disposición un pisito cerrado, en el que estaría vigilado por una enfermera, con la colaboración de otras personas. Al contármelo, mi mujer tan pronto sonreía como se reía a carcajadas. La divertía la idea de hacerme encerrar y yo también me reía con ganas. Era la primera vez que se asociaba conmigo en mis intentos de curarme. Hasta entonces nunca había tomado en serio mi enfermedad y decía que el tabaco no era sino un modo un poco extraño, y no demasiado aburrido, de vivir. Me parece que la había sorprendido agradablemente, después de casarnos, no oírme nunca añorar mi libertad, ocupado como estaba lamentando otras cosas.
Fuimos a la casa de salud el día que Olivi me dijo que en ningún caso seguiría trabajando para mí al cabo de un mes. En casa preparamos algunas mudas en un baúl y, al llegar la noche, fuimos a ver al doctor Muli. Nos recibió en persona a la puerta. Entonces el doctor Muli era un joven apuesto. Era pleno verano y él, pequeño, nervioso, con rostro bronceado . por el sol en el que brillaban aún mejor sus vivaces ojos negros, era la imagen de la elegancia, con su vestido blanco desde el fino cuello hasta los zapatos. Despertó mi admiración, pero, evidentemente, también yo era objeto de la suya. Un poco violento, comprendiendo la razón de su admiración, le dije:
—Ya veo que usted no cree ni en la necesidad de la cura ni en la seriedad con que yo me dispongo a seguirla. Con una ligera sonrisa, que, sin embargo, me hirió, el doctor respondió:
—¿Por qué? Tal vez sea cierto que el cigarrillo es más peligroso para usted de lo que los médicos creemos. Sólo que no comprendo por qué, en lugar de dejar ex abrupto de fumar, no ha decidido disminuir el número de cigarrillos que fuma. Se puede fumar, pero no hay que exagerar.
La verdad es que, a fuerza de querer dejar de fumar del todo, no había pensado nunca en la eventualidad de fumar menos. Pero, dado en ese momento, ese consejo tenía por fuerza que debilitar mi propósito. Dije resuelto:
—Puesto que está decidido, deje que intente esta cura.
—¿Intentar? —y el doctor se rió con aire de superioridad—. Una vez que se ha prestado a ella, la cura debe dar resultado. A no ser que quiera usar su fuerza muscular con la pobre Giovanna, no podrá salir de aquí. Las formalidades para sacarlo durarían tanto, que en ese tiempo olvidaría usted su vicio.
Nos encontrábamos en el piso que me habían destinado, al que habíamos llegado volviendo a la planta baja, tras haber subido al segundo piso.
—¿Ve? Esa puerta atrancada impide la comunicación con la otra parte de la planta baja, donde se encuentra la salida. Ni siquiera Giovanna tiene las llaves. Ella misma, para salir, debe subir al segundo piso y es la única que tiene la llave de esa puerta que se ha abierto para nosotros en ese rellano. Por lo demás, en el segundo piso siempre hay vigilancia. No está mal, ¿verdad?, tratándose de una casa de salud destinada a niños y parturientas.
Y se echó a reír, tal vez ante la idea de haberme encerrado entre niños. Llamó a Giovanna y me la presentó. Era una mujercita baja, de una edad que no se podía precisar y que podía variar entre cuarenta y sesenta años. Tenía unos ojillos de una luz intensa bajo cabellos muy grises. El doctor le dijo:
—Este es el señor con el que tiene que estar lista para darse de puñetazos.
La mujer me miró con detenimiento, se puso muy colorada y gritó con voz chillona:
—Yo cumpliré con mi deber, pero, desde luego, no puedo luchar con usted. Si me amenaza, llamaré al enfermero, que es un hombre fuerte, y, si no viene pronto, le dejaré irse donde quiera, porque desde luego, ¡yo no quiero arriesgar la piel!
Después me enteré que el doctor le había confiado ese encargo con la promesa de una compensación bastante espléndida, y eso había contribuido a espantarla! Entonces sus palabras me enojaron. ¡En bonita posición me había metido voluntariamente!
—¡Qué piel ni qué niño muerto! —grité—. ¿Quién va a tocarle la piel?
Me volví hacia el doctor:
—¡Me gustaría que avisaran a esa mujer que no me fastidie! He traído conmigo algunos libros y me gustaría que me dejaran en paz.
El doctor intervino con algunas palabras de advertencia para Giovanna. Para disculparse, ésta siguió atacándome:
—Tengo dos hijas pequeñas y debo vivir.
—Yo no me dignaría matarla —respondí con acento que, desde luego, no podía tranquilizar a la pobrecilla. El doctor la alejó encargándole que fuera a buscar no sé qué al piso superior y, para tranquilizarme, me propuso poner a otra persona en su puesto, y añadió:
—No es mala mujer y cuando le haya ordenado que sea más discreta no le dará ningún otro motivo de queja.
Deseando demostrar que no atribuía la menor importancia a la persona encargada de vigilarme, me declaré de acuerdo en soportarla. Sentí la necesidad de sosegarme, saqué del bolsillo el último cigarrillo y lo fumé con avidez. Expliqué al doctor que sólo había llevado conmigo dos y que quería dejar de fumar a medianoche en punto. Mi mujer se despidió de mí al mismo tiempo que el doctor. Me dijo sonriendo:
—Puesto que lo has decidido así, sé fuerte.
Su sonrisa, que me gustaba tanto, me pareció una mofa y en ese preciso instante germinó en mí un sentimiento nuevo que iba a hacer fracasar en seguida y lamentablemente un intento emprendido con tanta seriedad. Al instante, me sentí mal, pero hasta quedarme solo no supe que era lo que me hacía sufrir. Unos insensatos y amargos celos del joven doctor. ¡Él, apuesto y libre! Lo llamaban la Venus de los médicos. ¿Por qué no habría de amarlo mi mujer? Al seguirla, cuando se habían ido, él le había mirado los pies calzados con elegancia. Era la primera vez que sentía celos desde que me había casado. ¡Qué tristeza! ¡Cuadraba, la verdad, con mi abyecto estado de prisionero! ¡Luché! La sonrisa de mi mujer era su sonrisa habitual y no una burla por haberme eliminado de la casa. Desde luego, había sido ella la que me había hecho encerrar, aun no concediendo la menor importancia a mi vicio; pero seguro que lo había hecho para complacerme. Y, además, ¿no recordaba que no era tan fácil enamorarse de mi mujer? Si el doctor le había mirado los pies, seguro que lo había hecho para ver qué botas debía comprar a su amante. Pero me fumé al instante el último cigarrillo; y no era medianoche, sino las once, hora inadecuada para un último cigarrillo. Abrí un libro. Leía sin entender e incluso tenía visiones. La página en que tenía clavada la mirada se cubría con la fotografía del doctor Muli en toda su gloria de belleza y elegancia. ¡No pude resistir! Llamé a Giovanna. Tal vez hablando me tranquilizaría. Vino y me miró al instante con desconfianza. Gritó con su voz chillona:
—No crea que me inducirá a incumplir mi deber.
De momento, para tranquilizarla, mentí y le declaré que ni se me ocurría siquiera, que no me apetecía seguir leyendo y prefería charlar un poco con ella. La hice sentarse enfrente de mí. En realidad, me repugnaba con su aspecto de vieja y los ojos juveniles e inquietos, como los de todos los animales débiles. ¡Sentía compasión de mí mismo por tener que soportar semejante compañía! Es cierto que ni siquiera en libertad sé yo escoger las compañías que mejor me convienen, porque suelen ser ellas las que me eligen a mí, como hizo mi mujer. Rogué a Giovanna que me distrajera y, como declaró que no sabía decirme nada que mereciese mi atención, le rogué que me hablara de su familia, y añadí que casi todos en este mundo teníamos una. Entonces obedeció y se puso a contarme que había tenido que ingresar a sus dos hijitas en el hospicio. Yo empezaba a escuchar su relato con gusto, porque esos dieciocho meses de gravidez así despachados me hacían reír. Pero ella tenía un talante demasiado polémico y ya no pude escucharla, cuando primero quiso probarme que no habría podido hacer otra cosa, dada la exigüidad de su salario, y que el doctor estaba equivocado, cuando pocos días antes había declarado que dos coronas al día bastaban, ya que el hospicio mantenía a toda su familia. Gritaba: —¿Y el resto? Después de recibir comida y ropa, ¡necesitan otras cosas!—. Y se puso a enumerar una sarta de cosas que tenía que proporcionar a sus hijitas y que ya no recuerdo, pues para protegerme el oído de su voz chillona, me dedicaba a pensar en otras cosas. Pero, aun así, me hería y me pareció tener derecho a una compensación.
—¿No podría conseguir un cigarrillo? ¿Uno solo? Le pagaré diez coronas, pero mañana, porque no llevo ni un céntimo.
Mi propuesta espantó a Giovanna. Se puso a gritar; quería llamar en seguida al enfermero y se levantó para marcharse. Para hacerla callar, desistí en seguida de mi propósito y, por decir algo, le pregunté al azar:
—Pero, ¿no habrá en esta prisión algo de beber?
Giovanna se apresuró a responder y, para mi asombro, en auténtico tono de conversación y sin gritar:
—¡Ya lo creo! El doctor, antes de irse, me ha entregado esta botella de coñac. Aquí la tiene, sin abrir. Mire, está intacta.
Me encontraba en tal situación, que no veía otra salida que la embriaguez. ¡A eso me había conducido la confianza en mi mujer! En aquel momento me parecía que el vicio de fumar no valía el esfuerzo a que me había dejado inducir. Ahora ya hacía media hora que no fumaba y no pensaba en ello, ocupado como estaba con el pensamiento de mi mujer y el doctor Muli. Así, pues, ¡estaba totalmente curado, pero irremediablemente ridículo! Descorché la botella y me serví un vasito del líquido amarillo. Giovanna me miraba con la boca abierta, pero yo vacilé a la hora de invitarla.
—¿Podré disponer de más, cuando haya vaciado esta botella? --Giovanna, siempre con el tono de conversación más agradable, me tranquilizó.
—¡Todo lo que quiera! ¡Para satisfacer sus deseos, la señora que dirige la despensa debe levantarse aunque sea a medianoche!
Yo nunca he sido avaro, y Giovanna recibió en seguida su vasito lleno hasta el borde. No había acabado de darme las gracias, cuando ya lo había vaciado y al instante dirigió sus vivos ojos hacia la botella. Por eso, fue ella misma la que me sugirió la idea de emborracharla. Pero, ¡no fue nada fácil! No sabría repetir con exactitud lo que me dijo, tras haberme bebido varios vasos, en su puro dialecto triestino, pero tuve toda la impresión de encontrarme junto a una persona a la que, de no haber estado distraído por mis preocupaciones, habría podido escuchar con gusto. Ante todo, me confió que así era precisamente como le gustaba trabajar. Todo el mundo debería tener derecho a pasar dos horas al día en un sillón tan cómodo y frente a una botella de licor bueno, el que no sienta mal. Intenté conversar también yo. Le pregunté si, cuando vivía su marido, su trabajo había estado organizado de ese modo precisamente. Se echó a reír. Su marido, mientras vivió, le había dado más palos que besos y, en comparación con lo que había tenido que trabajar para él, ahora todo habría podido parecerle un descanso, aun antes de que llegara yo a aquella casa con mi cura. Después Giovanna adoptó expresión pensativa y me preguntó si creía que los muertos veían lo que hacían los vivos. Asentí brevemente. Pero ella quiso saber si los muertos, cuando llegaban al más allá, se enteraban de todo lo que había sucedido aquí abajo, cuando aún vivían. Por un momento la pregunta tuvo la virtud de distraerme de verdad. Además, la había formulado con una voz cada vez más suave, pues, para que no la oyeran los muertos, Giovanna había bajado la voz.
—Entonces, usted —le dije— traicionó a su marido.
Me rogó que no gritara y después confesó haberlo traicionado, pero sólo en los primeros meses del matrimonio. Después se había acostumbrado a las palizas y había amado a su hombre. Para mantener animada la conversación, lé pregunté:
—Entonces, ¿la primera de sus hijas es la que debe la vida a aquel otro?
Sin alzar la voz, reconoció que así lo creía, sobre todo por ciertos parecidos. Le dolía mucho haber traicionado a su marido. Lo decía, pero sin dejar de reír, porque son cosas de las que se ríe hasta cuando duelen. Pero sólo desde que había muerto, porque antes, como no lo sabía, la cosa no podía tener importancia. Movido por cierta simpatía fraternal, intenté aliviar su dolor y le dije que me parecía que los muertos lo sabían todo pero que ciertas cosas les importaban un comino.
—¡Sólo hacen sufrir a los vivos! —exclamé, al tiempo que daba un puñetazo a la mesa. Me hice daño en la mano y no hay nada mejor que un dolor físico para inspirar ideas nuevas. Vislumbré la posibilidad de que, si bien yo me atormentaba ante la idea de que mi mujer aprovechara mi reclusión para traicionarme, tal vez el doctor se encontrase aún en la casa de salud, en cuyo caso yo habría podido recuperar mi tranquilidad. Rogué a Giovanna que fuera a ver, pues —según dije— necesitaba decir algo al doctor, y le prometí, como premio, toda la botella. Dijo que no le gustaba beber tanto, pero me complació al instante y la oí trepar vacilante por la escalera de madera hasta el segundo piso para salir de nuestra clausura. Luego volvió a bajar, pero resbaló con gran alboroto y gritos.
—¡Qué el diablo te lleve! —murmuré yo con fervor. Si se hubiera roto el pescuezo, mi situación se habría simplificado mucho. En cambio, llegó hasta mí sonriendo porque se encontraba en ese estado en que los dolores no duelen demasiado. Me contó que había hablado con el enfermo, quien iba a acostarse, pero seguía a su disposición en la cama, para el caso de que yo me portara mal. Levantó la mano y con el índice extendido acompañó esas palabras de un gesto de amenaza atenuado por una sonrisa. Después, añadió más seca, que el doctor no había vuelto desde que había salido con mi mujer. ¡Precisamente desde entonces! Es más: durante unas horas el enfermero había esperado que regresara porque un enfermo tenía necesidad de él. Ahora ya no lo esperaba. Yo la miré para averiguar si la sonrisa que contraía su cara era estereotipada o nueva del todo y originada por el hecho de que el doctor se encontrase con mi mujer, en lugar de conmigo, que era su paciente. Fui presa de tal ira, que la cabeza me daba vueltas. Debo confesar que, como siempre, en mi ánimo luchaban dos personas, una de las cuales, la más razonable, me decía: «¡Imbécil! ¿Por qué piensas que te traiciona tu mujer? No tendría necesidad de encerrarte para tener la oportunidad de hacerlo.» La otra, que era, por supuesto, la que quería fumar, me llamaba imbécil, pero para gritarme: «¿No recuerdas la comodidad que supone la ausencia del marido? ¡Con el doctor que ahora pagas tú!» Giovanna, sin dejar de beber, dijo:
—Se me ha olvidado cerrar la puerta del segundo piso. Pero no quiero volver a subir esos dos pisos. Allí arriba siempre hay gente y se luciría usted, si intentara escapar.
—¡Desde luego! —dije yo con el mínimo de hiprocresía necesaria para engañar a la pobrecilla. Después bebí también yo coñac y declaré que, ahora que tenía tanto licor a mi disposición, los cigarrillos ya no me interesaban. Ella me creyó al instante y entonces le conté que no era yo, en realidad, quien quería deshacerme del vicio del tabaco. Era mi mujer la que quería. Había que saber que, cuando yo llegaba a fumar una decena de cigarrillos, me volvía terrible. Cualquier mujer que se encontrara a tiro entonces corría peligro. Giovanna se echó a reír a carcajadas al tiempo que se echaba para atrás en el sillón:
—¿Y es su mujer la que le impide fumar los diez cigarrillos necesarios?
—¡Así es!
Al menos, a mí me lo impedía. No era nada tonta Giovanna, cuando tenía tanto coñac en el cuerpo. Le dio un ataque de risa, que casi la hacía caer del sillón, pero, cuando el resuello se lo permitió, pintó con palabras entrecortadas, un magnífico cuadrito que le sugirió mi enfermedad.
—Diez cigarrillos.., media hora..., se pone el despertador..., y después...
La corregí:
—Para diez cigarrillos yo necesito cerca de una hora. Después para esperar el efecto completo hace falta otra hora, diez minutos más, diez minutos menos...
De improviso Giovanna se puso seria y se levantó sin gran fatiga del sillón. Dijo que iba a ir a acostarse porque le dolía un poco la cabeza. La invité a llevarse la botella, porque yo tenía bastante de aquel licor. Dije, hipócrita, que el día siguiente quería que me trajeran buen vino. Pero ella no pensaba en el vino. Antes de salir con la botella bajo el brazo, me lanzó una mirada que me espantó. Había dejado la puerta abierta y al cabo de unos instantes cayó en medio de la habitación un paquetito, que recogí al instante: contenía once cigarrillos contados. La pobre Giovanna no había querido quedarse corta. Cigarrillos húngaros corrientes. Pero el primero que encendí fue buenísimo. Sentí un gran alivio. Primero pensé que me alegraba hacer esa faena a una casa que era excelente para encerrar en ella a niños, pero no a mí. Después descubrí que también se la había hecho a mi mujer y me parecía haberla pagado con la misma moneda. Porque, si no, ¿se habrían convertido mis celos en una curiosidad tan soportable? Me quedé tranquilo en aquel sitio fumando aquellos cigarrillos nauseabundos. Al cabo de una media hora recordé que tenía que huir de aquella casa donde Giovanna esperaba su compensación. Me quité los zapatos y salí al pasillo. La puerta de la habitación de Giovanna estaba cerrada y, por su respiración ruidosa y regular, me pareció que dormía. Subí con la mayor prudencia hasta el segundo piso, donde, detrás de la puerta aquella —orgullo del doctor Muli—, me puse los zapatos. Subí a un rellano y me puse a bajar las escaleras, despacio, para no despertar sospechas. Había llegado al rellano del primer piso, cuando una señorita, vestida de enfermera con cierta elegancia, me siguió para preguntarme, cortés:
—¿ Busca usted a alguien? --era mona y no me habría desagradado acabar a su lado los diez cigarrillos. Le sonreí un poco agresivo:
—¿No está en la casa el doctor Muli?
Ella abrió unos ojos como platos.
—A esta hora nunca está.
—¿Sabría decirme dónde podría encontrarlo ahora? Tengo en casa un enfermo que tiene necesidad de él.
Me dio, cortés, la dirección del doctor y yo la repetí varias veces para hacerle creer que quería recordarla. No me habría apresurado a irme, pero ella, fastidiada, me volvió la espalda. Sencillamente me echaban de mi prisión. Abajo una mujer me abrió, solícita, la puerta. No llevaba un céntimo encima y murmuré:
—Ya le daré la propina en otra ocasión. Nunca se puede conocer el futuro. En mi caso las cosas se repiten: no había que excluir la posibilidad de que volviera a pasar por allí. La noche era clara y cálida. Me quité el sombrero para sentir mejor la brisa de la libertad. Miré a las estrellas con admiración, como si acabara de conquistarlas. El día siguiente, lejos de la casa de salud, dejaría de fumar. De momento, en un café todavía abierto compré cigarrillos buenos, porque no podía acabar mi carrera de fumador con uno de aquellos cigarrillos de la pobre Giovanna. El camarero que me los dio me conocía y me los dejó fiados. Al llegar a mi villa toqué la campana con furia. Primero vino a la puerta la criada y después, al cabo de algún tiempo, mi mujer. La esperé con absoluta frialdad: «Parece como si estuviera el doctor Muli.» Pero, al reconocerme, mi mujer dejó oír en la calle desierta su risa tan sincera, que habría bastado para borrar cualquier duda. En casa me detuve a hacer un poco el inquisidor. Mi mujer, a la que prometí contar el día siguiente mis aventuras, que ella creía conocer, me preguntó:
—Pero, ¿por qué no te acuestas?
Para excusarme dije:
—Me parece que has aprovechado mi ausencia para cambiar de sitio ese armario. La verdad es que yo creo que en mi casa siempre están cambiando de sitio las cosas y también es cierto que mi mujer las cambia de sitio con mucha frecuencia, pero en aquel momento yo miraba todos los rincones para ver si estaba escondido el cuerpecito elegante del doctor Muli. Mi mujer me dio una buena noticia. Al volver de la casa de salud, se había encontrado con el hijo de Olivi, quien le había contado que el viejo estaba mucho mejor después de haber tomado una medicina prescrita por su nuevo médico. Al quedarme dormido, pensé que había hecho bien en abandonar la casa de salud, ya que disponía de todo el tiempo para curarme despacio. Además, mi hijo, que dormía en la habitación contigua, no se disponía aún, desde luego, a juzgarme ni a imitarme. No había la menor prisa.

viernes, febrero 11, 2011

Evitas: algunas estampas

I. Qué es el peronismo (fragmento de un discurso pronunciado por Eva Perón)
(...) el peronismo no se aprende ni se proclama. se comprende y se siente. Por eso es convicción y es fe. Por eso, también, no importan los rezagados del despertar nacional. Yo no deseo, no quiero para el peronismo, a los ciudadanos sin mística revolucionaria. Que no se incorporen, que queden rezagados, si no están convencidos. El que ingrese, que vuelque su cabeza y su corazón sin retaceos, para afrontar nuestras luchas, que siempre habrán de terminar en un glorioso 17 de Octubre. Pero en nuestro movimiento no tiene cabida el interés y el cálculo. Marchamos con la conciencia hecha justicia que reclama la humanidad de nuestros días.
Peronismo es la fe popular hecha partido en torno a una causa de esperanza que faltaba en la Patria.
(...) Luchamos por la Independencia y la soberanía de la Patria, por la dignidad de nuestros hijos y de nues- tros padres, por el honor de una bandera, por la felicidad de un pueblo escarnecido y sacrificado en aras de una avaricia y un egoísmo que no nos han traído sino dolores y luchas estériles y destructivas".
Si el pueblo fuera feliz y la Patria grande, ser peronista sería un derecho. En nuestros días, ser peronista es un deber. Por eso soy peronista.
Soy peronista por conciencia nacional, por procedencia popular, por convicción personal y por apasionada solidaridad y gratitud a mi pueblo, vivificado y actuante otra vez por el renacimiento de sus valores espirituales y la capacidad realizadora de su Jefe, el General Perón.
Esta es la definición de un peronismo auténtico, que tiene su raíz en la mística revolucionaria.
Esta es la definición del peronismo del 17 de Octubre de 1945, sin otro interés, sin otro cálculo, sin otra proyección que el bienestar de la Patria (...).
...
II. Eva Perón en la hoguera, de Leónidas Lamborghini

I

por él.
a él.
para él.
al cóndor él si no fuese por él
a él.
brotado ha de lo más íntimo. de mí a él:
de mi razón. de mi vida.
lo que es un cóndor él hasta mí:
un gorrión en una inmensa.
hasta mí: la más. una humilde en la bandada.
un gorrión y me enseñó:
un cóndor él entre las altas. entre las cumbres:
a volar.
si casi y cerca:
a volar.
si casi de:
a volar
en una inmensa. un gorrión.
y me enseñó:
si veo claramente. por eso:
si a veces con mis alas.
si casi cerca de.
si ando entre las altas. si veo.
si casi toco casi:
por él
a él:
todo lo que tengo:
de él.
todo lo que siento:
de él.
todo el amor de mí:
a él.
mi todo a su todo:
a él.



II

no es el azar.
no es de buenas a
que se me ha traído:
el caso que me toca.
no es y
de pronto
yo fanática.
quiero explicarme aquí. el caso.
no el azar:
un sentimiento.
un fundamental.
no es de buenas a
y de pronto
a cosas grandes.
quiero explicarme aquí:
un sentimiento que:
la Causa. quiero explicarme aquí:
la indignación.
un fundamental.
un en mi corazón.
un hallado que domina
desde:
ir a buscar atrás a remontarme. allí dolor.
allí he: frente a la.
cada injusticia he: cada recuerdo.
hoy mismo aquí
de alguna
de cada
guardo: que domina.
no es y de pronto y yo fanática.
quiero explicarme aquí: la Causa.
un fundamental.
un que domina desde.
un desgarrándome.
un en mi corazón
como si me clavase:
íntimamente.



III

revelación:
casi de golpe y que lo supe:
los ricos como árboles los pobres como pasto.
y hay más
y hay más: mi tema único. y hay más hay más:
una tristeza.
los reyes magos no.
los camellos no: una impresión muy.
casi de golpe
y lo sentí.
una tristeza:
y hay más
y hay más: una marca. y reaccionaba. y muy.
yo nunca pude:
los pobres no. una marca. mis palabras.
mis actos muy.
una impresión una tristeza hasta el borde
muy.
y hay más
hay mas y
reaccionaba: casi de golpe
hasta el borde muy: o ruego o maldición
y lo declaro: todo esto.
los pobres como pasto. revelación. una tristeza
y hay más
y hay más.
los camellos no.
los reyes magos no.
los pobres no: como pasto.
y lo declaro
y lo sentí:
todo esto cambiará.
o ruego
o maldición:
o las dos cosas.



IV

un día hay:
un maravilloso:
ese fue.
lo vi desde.
un momento hay:
el encuentro. el comienzo de mí.
en todas las vidas hay:
lo por hacer. la cosa.
un momento: en qué.
el encuentro: en qué.
mi día: fuego. lo vi desde.
ese fue: de mí. en todas las vidas
hay:
lo monótono sin.
el paisaje sin.
lo definitivo que parece sin:
una cree
pero en el fondo
no a aquello: un grito.
no a resignarme. por fin llegó. ese fue:
mi día hay
mi maravilloso.
un camino nuevo: lo por hacer. la cosa por.
la revolución por. ese fue. lo vi desde. fuego: un grito
un día hay.
un momento hay.
un maravilloso hay.



V

pronto pronto desde los bordes.
los comunes pronto pronto los eternos pronto
desde el camino desde los bordes
pronto
pronto
los enemigos de la cosa por: juramentándose.
la cosas por apedreada desde
los bordes: los enemigos los eternos
pronto
pronto
¡yo los he!
las piedras pronto desde los bordes desde las sombras
¡yo los he!
los eternos juramentándose pronto pronto
las piedras pronto pronto:
¡yo los he!



VI

la hora de mi soledad. de puerta en puerta. los puñetazos bajo el cielo.
los golpes.
¡esa es! ¡esa es! mi calvario. aquellos días. mi bautismo.
esto: la hora de nacer. esto: la hora de morir. cada golpe.
el líder él. su palabra: encárgate
encárgate.
el líder él. el ausente. lo tuvieron. el prisionero. él:
aquellos días bajo el cielo.
la semana de.
octubre de. de fiebre. de dolor.
los puñetazos. ¡esa es! ¡esa es! los comunes. los eternos. los pilatos.
aquellos días: anduve
me largué: en ese penoso. en ese incesante: sentía bajo el cielo. arder
en mí: la llama. el cielo. un paisaje que conservo. las luces. las
sombras. una gran luz al lado: el pueblo únicamente.
de allí vino. en ese.
un: el líder él
su palabra. un mensaje: encárgate. encárgate.
la hora. los golpes. las sombras. la llama: arder.
esto: la traición
muchos.
esto: la cobardía
muchos.
esto: una gran luz. la lealtad muchos: que conservo. anduve. me largué:
de puerta en puerta por la gran por la ciudad. bajo el cielo: la llama.
en ese.
arriba: los comunes. los eternos. los pilatos lavándose. los golpes.
descendí: una gran luz que conservo. los corazones: el muestrario.
los humildes que laten generosamente. descendí. sentí arder. una gran que
conservo. una luz: de allí vino. los humildes que laten: el muestrario.
generosamente. de allí vino: en ese.
a medida que: las puertas.
a medida que: el muestrario. bajo el cielo: arder. arder.
aquellos días lo tuvieron: el líder él. su palabra. su mensaje:
los trabajadores: encárgate.
los descamisados: encárgate. encárgate.
el pueblo únicamente: de allí vino. arriba: los pilatos lavándose:
mi calvario. la hora.
arriba: ¡esa es! ¡esa es! mi bautismo: cada.
¡esa es! ¡esa es!
los puñetazos. esto: cada golpe morir.
¡esa es! ¡esa es!
esto: cada golpe
nacer.



VII

no.
no fue el azar: no gobierna.
fue: mi caso.
fue: una providencia. no digo Dios. creo.
perdóneseme.
un destino. creo.
un sol: pero además: hay que mirarlo.
mi alma. un origen
gracias a. no el azar.
fue: mi país. la Causa. mi pueblo.
pero además: perdóneseme.
fue: la presencia. una prueba.
algo más. pero.
una fuerza: un sol. pero además. una fuerza o que ha
sido puesta por. hay que mirarlo. no digo.
perdóneseme.
pero además: algo más: mi alma. mi vida: es. no
el azar: no gobierna.
fue:
la injusticia siempre. por qué:
pobres por qué.
ricos por qué.
algo más. creo.
no: no digo Dios. perdóneseme.
fue: mi caso.
fue: mi vida. es. un destino. mi pueblo. una providencia
un origen. mi país. creo. la presencia. mi alma.
o ha sido puesta por: perdóneseme.
fue: un sol. hay que mirarlo. una prueba.
un sol.
fue: mi vida es.
fue: una fuerza. pero además.



VIII

ese deber
ese trabajo: estrictamente.
no la obra de amor.
no la dama. no la caritativa:
esa "Evita".
de comedias nada.
de lirismo nada: esa "Evita".
ni cuando con los más:
nadie podrá decir.
no la humillación
ni pretexto:
esa "Evita". estrictamente.
ese trabajo
ese deber:
la justicia.



IX

para mí los obreros:
en primer lugar. para mí los que estuvieron. los que cruzaron
viniendo. los que en columnas alegres. los que dispuestos.
los que a todo los que a morir. para mí los que en diagonales
avanzaron. los que hicieron callar. para mí los que todo el día
los que reclamaban. los que a gritos. los que encendieron:
los que hogueras.
para mí en primer lugar: todos los que: aquella noche.
para mí: todos los que antes.
todos los que ahora.
todos los que mañana.
todos los que: hogueras.
para mí los organizados. los obreros: ¡ellos son!
los que sostienen ¡ellos son!
todos los que antes todos los que ahora todos los que mañana.
el amor de mí.
la esperanza de mí.
para mí el pueblo: ¡ellos son!



X

por mi manera.
por mi ser: la justicia más allá. casi siempre:
más cerca de.
más: de los trabajadores. por mi manera:
más allá de camino. de mitad.
la justicia más: una reparación: a los trabajadores.
más cerca
un desagravio a los. más allá.
no
el equilibrio. no en ese punto: por mi manera. casi siempre
no lo niego. más.
soy: no lo niego.
estoy: no lo niego.
soy.
sí: más cerca.
sí: que nadie explote a nadie.
sí: que nadie a nadie.
sí: la clase obrera.
sí: sectaria sí.



XI

los humildes: los he visto. los humildes. la pobreza que: se esconde
los ranchos de.
las casillas de: sepulcros de barro. peores, sepulcros de lata: peores
no basta asomarse: se esconde. el dolor en todo su: se esconde.
la miseria en toda su. no basta para ver: no es tan fácil.
para ver: no por fuera. no basta.
para ver: por dentro. he visto: los hijos de esta tierra. los humildes
peores que:
por dentro: el hijo muerto sin. entre los brazos: no ataúd. sin.
he visto: no hay allí. he visto: los brazos ataúd.
por dentro: la pobreza: de muchos años.
la miseria: de muchos años. de esta tierra: por dentro.
he visto.
por fuera no basta para ver: no es tan fácil. se esconde.
por dentro:
tierra ataúd.
miseria ataúd.
por dentro:
pobreza ataúd.
ranchos sepulcros: sin. casillas sepulcros: he visto. los hijos de
esta tierra sin. los humildes sin. el hijo muerto entre. los hijos
sin. entre:
peores que.



XII

las cartas: la elocuencia tremenda.
todas: del que necesita. cuanto antes cuanto antes.
querida Evita.
las cartas: sus peticiones. del que necesita. la
tremenda. la enorme. la
cantidad: todos los días. las cartas:
angustiosas llamados que son: querida Evita.
cuanto antes.
cuanto antes.
cada mensaje: a mis manos.
cada mensaje: fe.
cada mensaje: amor.
cada mensaje esperanza. la tremenda. la enorme.
los llamados:
cuanto antes cuanto antes.
querida. Evita.



XIII

mi empresa. los comienzos. cuando advertí:
lo imposible: palabra.
cuando advertí. empecé a ver.
por eso:
aquí esto. quiero servir. empecé.
lo imposible: palabra.



XIV

la justicia social: cada tarde. las tardes. las audiencias. las
secretas: son almas destrozadas desfilando. me dicen:
en voz baja.
me dicen: sus casos. los más raros. los más difíciles.
me dicen: qué hacer. sus más íntimos. sus casos. el hambre. la miseria.
me dicen: les han hecho caer. en voz baja. me dicen: el dolor.
hombres y mujeres: les han hecho:
la injusticia.
por ejemplo esa mujer. por ejemplo: arrojada. qué hacer.
cada tarde: casi al oído. cada tarde y casi: llorando. muchas veces.
por eso.
porque yo.
porque conozco: las tragedias. los pobres. hombres y mujeres:
en voz baja. las víctimas. los explotadores. les han hecho: el dolor
por eso:
la justicia inexorablemente. la justicia qué: cueste lo que cueste
qué: caiga quien caiga. porque yo.
cada tarde los pobres: son almas. me dicen: les han hecho la
persecución. por ejemplo: esa mujer arrojada. me dicen. qué hacer.
por eso: veneno y amargura en mis.
por eso: grito hasta. por eso afónica cuando en mis. por eso la
indignación en mis: se me escapa.
cada vez: el veneno más.
cada vez: la amargura más.
cada vez: hombres y mujeres. esa mujer. por eso que mis insultos
latigazos. por eso que mis insultos cachetadas: a los explotadores.
en plena cara. que les hagan. porque yo. porque conozco:
hombres y mujeres: les han hecho el dolor. les han hecho la miseria.
son almas. les han hecho la persecución. les han hecho la injusticia
por eso afónica.
por eso: qué hacer.
por eso qué: cueste lo que cueste.
por eso qué: caiga quien caiga.



XV

contra todo privilegio: mis obras. allí yo pongo.
contra toda oligarquía. allí. mis obras nacen. una gota. un océano:
lo mejor es que vengan.
lo mejor es que vean. mis obras:
una gota cayendo. sobre. contra. cien años de: la injusticia
de un siglo. océano. un. la raza explotadora. contra.
allí mis obras: a mí me ha tocado.
a mí: destruir con mis obras. contra toda. mis obras nacen.
destruir: la limosna. yo se que aún.
destruir: las monedas que dejaban caer. una gota. miserables.
las monedas: frías.
mis obras contra. mis obras nacen. un siglo:
el alma estrecha de. miserables. allí la oligarquía. toda.
los asilos: allí se pinta. cien años. la injusticia que es: un océano.
a mí me ha tocado: destruir. contra. allí yo pongo: mis obras. nacen
las paredes deben ser: nacen.
las mesas deben ser. nacen.
las vajillas deben ser. nacen.
las ropas deben ser. nacen.
los dormitorios deben ser. nacen.
las flores deben ser. nacen.
es mejor que vengan.
es mejor que vean.
allí yo: nacen. una gota cayendo. mis obras contra. yo se que aún.
una gota en un océano: cayendo. allí.
un océano de: que es este mundo. una gota cayendo en: la
injusticia. un océano. mis obras contra. yo sé que aún.



XVI

no funcionario: pájaro. así lo he querido. la libertad:
yo siempre.
la revolución: yo siempre. creo que nací para.
así: pájaro suelto en un bosque. inmenso.
pájaro no encadenado. no a la gran máquina. no al estado.
pájaro: no a sueldo. ningún. no funcionario.
pájaro: siempre me gustó. he querido vivir, creo que nací.
suelto. así lo he: yo siempre. el aire. el libre.
no al estado. no a la gran.
la libertad: yo. pájaro: creo que nací



VXII

pronto
pronto
un sentimiento que:
la Causa como . el caso que me toca, quiero explicarme aquí:
los ricos como árboles los pobres como.
revelación: como si me clavase: íntimamente.
y lo sentí: pronto pronto.
como si.
el caso que me toca: que.
que: una marca. mi día: fuego. un momento hay. un maravilloso hay.
pronto:
pronto
¡esa es! ¡esa es! apedreada. la cosa por. la revolución por.
pronto:
pronto:
desde los bordes. esto: cada golpe. los puñetazos bajo el cielo.
quiero explicarme aquí. esto: cada golpe. aquí esto: los corazones.
el líder él. el cóndor él. aquí esto: un sol que hay que mirarlo.
una fuerza. quiero: para mí os obreros.
para mí los que cruzaron. para mí los que hogueras:
¡ellos son!
¡yo los he!
pronto pronto: y lo declaro. y lo sentí. revelación: mi vida es.
no digo Dios. creo. aquí estoy: una providencia.
un sol: fuego. no funcionario: pájaro. creo que nací. perdóneseme.
quiero explicarme: esto.
los enemigos. los comunes. los eternos. juramentándose. un
sentimiento que.
pronto
pronto.
allí yo pongo: mis obras. las paredes nacen. las mesas.
allí; un océano. la injusticia: allí yo. por mi manera.
allí la esperanza. la enorme. la tremenda. quedida. Evita.
para mí el pueblo. para mí los obreros. mi vida es. fue: una fuerza.
un sol. para mí: ¡yo los he!
para mí los humildes: tierra ataúd. miseria ataúd. sin: peores que.
allí yo fuego. allí yo pongo.
pronto
pronto.



XVIII

Ya: lo que quise decir está.
pero además; darse. el amor es.
darse.
Ya. lo dicho. lo que quise. el amor. la vida es:
dar la vida. darse. ya: hasta el fin.
ya: la razón. ya. la vida. la razón es. la vida es.
la razón de mi: darse. abrirse
la vida de mi: darse. ya. lo que quise. pero además.
la razón de mi vida es. la razón de mi muerte es: la Causa es.
ya: hasta el fin. mi misión: dar.
mi camino: dar. darse. veo. la vida de mí.
mi horizonte: dar. darse.
Ya: lo que quise, mi palabra
está.

...
III Evita vive, de Néstor Perlongher (De Prosas plebeyas).

1.

Conocí a Evita en un hotel del bajo, ¡hace ya tantos años! Yo vivía, bueno, vivía, estaba con un marinero negro que me había levantado yirando por el puerto. Esa noche, recuerdo, era verano, febrero quizás, hacía mucho calor. Yo trabajaba en un bar nocturno, atendiendo la caja hasta las tres de la mañana. Pero esa noche justo me peleé, con la Lelé, ay la Lelé, una marica envidiosa que me quería sacar todos los tipos. Estábamos agarrándonos de las mechas detrás del mostrador y justo apareció el patrón: "Tres días de suspensión, por bochinchera". Qué me importaba, rapidito me volví para la pieza, abro... y me la encuentro a ella, con el negro. Claro, en el primer momento me indigné, además ya venía engranada de pelearme con la otra y casi me le tiro encima sin mirarla siquiera, pero el negro –dulcísimo– me dirigió una mirada toda sensual y me dijo algo así como: "Veníte que para vos también alcanza". Bueno, en realidad, no mentía, con el negro era yo la que abandonaba por cansancio, pero en el primer momento, qué sé yo, los celos, el hogar, la cosa que le dije: "Bueno, está bien, pero ésta ¿quién es?". El negro se mordió un labio porque vio que yo había entrado en la sofocación, y a mí, en esa época, cuando me venía una rabieta era terrible –ahora no tanto, estoy, no sé, más armoniosa–. Pero en ese tiempo era lo que podía decirse una marica mala, de temer. Ella me contestó, mirándome a los ojos (hasta ese momento tenía la cabeza metida entre las piernas del morocho y, claro, estaba en la penumbra, muy bien no la había visto): "¿Cómo? ¿No me conocés? Soy Evita". "¿Evita?"–dije, yo no lo podía creer– . "¿Evita, vos?" –y le prendí la lámpara en la cara. Y era ella nomás, inconfundible con esa piel brillosa, brillosa, y las manchitas del cáncer por abajo, que –la verdad– no le quedaban nada mal. Yo me quedé como muda, pero claro, no era cosa de aparecer como una bruta que se desconcierta ante cualquier visita inesperada. "Evita, querida" –ay, pensaba yo–"¿no querés un poco de cointreau?" (porque yo sabía que a ella le encantaban las bebidas finas). "No te molestes, querida, ahora tenemos otras cosas que hacer, ¿no te parece?" "Ay, pero esperá", le dije yo, "contame de dónde se conocen, por lo menos". "De hace mucho, preciosa, de hace mucho, casi como del África" (después Jimmy me contó que se habían conocido hacía una hora, pero son matices que no hacen a la personalidad de ella. ¡Era tan hermosa!) "¿Querés que te cuente cómo fue?" Yo ansiosa, total igual tenía el encame asegurado: "Sí, sí, ay Evita, ¿no querés un cigarrillo?", pero me quedé con las ganas para siempre de enterarme de esa mentira (o me habrá mentido el negro, nunca lo supe) porque Jimmy se pudrió de tanta charla y dijo: "Bueno, basta", le agarró la cabeza –ese rodete todo deshecho que tenía– y se la puso entre las piernas. La verdad es que no sé si me acuerdo más de ella o de él, bueno, yo soy tan puta, pero de él no voy a hablar hoy, lo único que el negro ese día estaba tan gozoso que me hizo gritar como una puerca, me llenó de chupones, en fin. Después al otro día ella se quedó a desayunar y mientras Jimmy salió a comprar facturas, ella me dijo que era muy feliz, y si no quería acompañarla al Cielo, que estaba lleno de negros y rubios y muchachos así. Yo mucho no se lo creí, porque si fuera cierto, para qué iba a venir a buscarlos nada menos que a la calle Reconquista, no les parece... pero no le dije nada, para qué; le dije que no, que por el momento estaba bien, así, con Jimmy (hoy hubiera dicho "agotar la experienc ia", pero en esa época no se usaba), y que, cualquier cosa, me llamara por teléfono, porque con los marineros, viste, nunca se sabe. Con los generales tampoco, me acuerdo que dijo ella, y estaba un poco triste. Después tomamos la leche y se fue. De recuerdo me dejó un pañuelito, que guardé algunos años: estaba bordado en hilo de oro, pero después alguien, no supe nunca quién, se lo llevó (han pasado tantos, tantos). El pañuelito decía Evita y tenía dibujado un barco. ¿El recuerdo más vivo? Bueno, ella, tenía las uñas largas muy pintadas de verde –que en ese tiempo era un color muy raro para uñas– y se las cortó, se las cortó para que el pedazo inmenso que tenía el marinero me entrara más y más, y ella entretanto le mordía las tetillas y gozaba, así de esa manera era como más gozaba.

2.

Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos 38 años, rubia, un poco con aires de estar muy reventada, recargada de maquillaje, con rodete... Yo le veía cara conocida y supongo que los otros también, pero era un poco bobo, andaba con Jaime que se estaba picando con Instilasa y yo le tenía la goma, se lo comenté en voz baja y él me dijo algo así como: "cortála loco sabés que sí". Con los ojos en blanco, parecía hacerlo de modo impersonal. Nos sentamos todos en el piso y ella empezó a sacar joints y joints, el flaco de la droga le metía la mano por las tetas y ella se retorcía como una víbora. Después quiso que la picaran en el cuello, los dos se revolcaban por el piso y los demás mirábamos. Jaime apenas me daba un beso largo, muy suave, para eso sí que era genial, porque dos pendejos repálidos se rayaron totalmente entre lo gay y la vieja y se fueron. Pero estaban los blues en la puerta y a los cinco minutos se aparecieron todos con el subcomisario inclusive, chau loco, acá perdimos, menos mal que no había ningún menor porque Jaime había cumplido los 18 la semana pasada, pero igual loco, le habíamos pedido el rouge a Evita y estábamos casi todos pintados como puertas tipo Alice Cooper. Los azules entraron muy decididos, el comi adelante y los agentes atrás, el flaco que andaba con un bolsón lleno de pot le dijo: "Un momento, sargento" pero el cana le dio un empujón brutal, entonces ella, que era la única mujer, se acomodó el bretel de la solera y se alzó: "Pero pedazo de animal, ¿cómo vas a llevar presa a Evita?" El ofiche pálido, los dos agentes sacaron las pistolas, pero el comi les hizo un gesto que se volvieran a la puerta y se quedaran en el molde. "No, que oigan, que oigan todos –dijo la yegua– , ahora me querés meter en cana cuando hace 22 años, sí, o 23, yo misma te llevé la bicicleta a tu casa para el pibe, y vos eras un pobre conscripto de la cana, pelotudo, y si no me querés creer, si te querés hacer el que no te acordás, yo sé lo que son las pruebas". (Chau, fue un delirio increíble, le rasgó la camisa al cana a la altura del hombro y le descubrió una verruga roja gorda como una frutilla y se la empezó a chupar, el taquero se revolvía como una puta, y los otros dos que estaban en la puerta fichando primero se cagaban de risa, pero después se empezaron a llenar de pavor porque se dieron cuenta de que sí, que la mina era Evita). Yo aproveché para chuparle la pija a Jaime delante de los canas que no sabían qué hacer, ni dónde meterse: de pronto el flaco del trafic entró en el circo y se puso a gritar: "Compañeros, compañeros, quieren llevar presa a Evita" por el pasillo. La gente de las otras piezas empezó a asomarse para verla, y una vieja salió gritando: "Evita, Evita vino desde el cielo". La cosa es que los canas se las tomaron, largaron a los dos pendejos que encima se hacían muy los chetos, y ella se fue caminando muy tranquila con el flaco, diciéndole a la gente que estaba en el patio primero y después en la puerta: "Grasitas, grasitas míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por este barrio y por todos los barrios para que no les hagan nada a sus descamisados". Chau loco, hasta los viejos lloraban, algunos se le querían acercar, pero ella les decía: "Ahora debo irme, debo volver al cielo" decía Evita. Nosotros nos quedamos quemando un poco más y ya nos íbamos, entonces algunas tipas nos hicieron pasar a las habitaciones para que les contáramos –las mismas que hasta hacía una hora nos habían hecho una guerra que no podía ser–. Jaime y yo les hicimos toda una historieta: ella decía que había que drogarse porque se era muy infeliz, y chau, loco, si te quedabas down era imbancable. Claro, la gente no nos entendía, pero como no estábamos haciendo laburo de base sino sólo public relations para tener un lugar no pálido donde tripear, no nos importaba. Estábamos relocos y las viejas déle coparse con el llanto, nosotros les pedimos que ese bajón de anfeta lo cortaran, sí, total, Evita iba a volver: había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería repartirle un lote de marihuana a cada pobre para que todos los humildes andaran superbien, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife.

3.

Si te digo dónde la vi la primera vez, te mentiría. No me debe haber causado ninguna impresión especial, la flaca era una flaca entre las tantas que iban al depto de Viamonte, todas amigas de un marica joven que las tenía ahí, medio en bolas, para que a los guachos se nos parara pronto. La cosa es que todos –y todas– sabían dónde podían encontrarnos, en el snack de Independencia y Entre Ríos. Allí el putito Alex nos mandaba, cada vez que podía, viejos y viejas, que nos adornaban con un par de palos, así después a él le hacíamos gratis el favor y no le andábamos afanando el grabador o las pilchas. De ésa me acuerdo por cómo se acercó, en un Carabela negro manejado por un mariconcito rubio, que yo ya me lo había garchado una vez en el Rosemarie. Con las pibas estábamos haciendo pinta junto al puesto de flores, así que me llamó aparte y me dijo: "Tengo una mina para vos, está en el coche." La cosa era conmigo, nomás. Subí.
"Me llamo Evita, ¿y vos?" "Chiche", le contesté. "Seguro que no sos un travesti, preciosura. A ver, ¿Evita qué?". "Eva Duarte", me dijo "y por favor, no seas insolente o te bajás". "¿Bajarme?, ¿bajárseme a mí?", le susurré en la oreja mientras me acariciaba el bulto. "Dejáme tocarte la conchita, a ver si es cierto". ¡Hubieras visto cómo se excitaba cuando le metí el dedo bajo la trusa!
Así que fuimos al hotel de ella; el putito quiso ver mientras me duchaba y ella se tiraba en la cama. También, con el pedazo que tengo, hacen cola para mirarlo nomás. Ella era una puta ladina, la chupaba como los dioses. Con tres polvachos la dejé hecha y guardé el cuarto para el marica, que, la verdad, se lo merecía. La mina era una mujer, mujer. Tenía una voz cascada, sensual, como de locutora. Me pidió que volviera, si precisaba algo. Le contesté no, gracias. En la pieza había como un olor a muerta que no me gustó nada. Cuando se descuidó abrí un estuche y le afané un collar. Para mí que el puto Francis se dio cuenta, pero no dijo nada. Cuando me lo terminé de garchar me dijo, con la boca chorreando leche: "Todos los machos del país te envidiarían, chiquito; te acabás de coger a Eva". Ni dos días habían pasado cuando llego a casa y me encuentro a la vieja llorando en la cocina, rodeada por dos canas de civil. "Desgraciado –me gritó–. ¿Cómo pudiste robar el collar de Evita?"
La joya estaba sobre la mesa. No la había podido reducir porque, según el Sosa, era demasiado valiosa para comprarla él y no me quería estafar. Los de Coordina no me preguntaron nada: me dieron una paliza brutal y me advirtieron que si contaba algo de lo del collar me reventaban. De esa esquina y del depto de los trolos los vagos nos borramos. Por eso los nombres que doy acá son todos falsos.
...

IV Susana Villalva. La muerte de Evita (de su libro Plegarias)

Llovió como si nunca fuera a terminar. Y nunca terminó. Toda la tarde llovió como si fuera de pronto otro lugar. El pueblo seguía la táctica del agua una vez más. Una vez más la gente se parecía al cielo y el cielo nunca. Nunca estuvo más lejos que esa noche. Madre de dios, nuestra difunta, levante los jirones de nuestro corazón. Al agua del sueño, jirones de alma, de nuestro cuerpo llevanos vos que no tenemos dónde llevarte. Tu cuerpo se esfuma como una voz. Como la seda cruje un paso en la sombra, un eco de jinetes negros. Escondanós en los pliegues de su muerte, de su pollera, en el vacío Pampa guarde nos como un viento que se detuvo para siempre en su bolsillo. Descanse, que el mundo no existe más. Sigue lloviendo y es la misma plaza, el subte con asientos de madera, mamá no podía llegar, corría, no me encuentra, yo no la encuentro, como un perro que no alcanza su cola, no alcanza su tiempo. No había nacido yo pero ella estaba ahí, bombardeaban la plaza, esta misma, damos vueltas, mamá corría a una playa de estacionamiento y perdía un hijo, no era yo, yo no la encontraba, todavía no la encuentro, ella no me reconoce porque todos corren, la empujan, sube a un tranvía hacia cualquier parte, dice que es mentira, algo estalla bajo la lluvia. No escuche abanderada, venga a nos, a llevarnos a su país en blanco y negro. Mamá da vueltas, doy vueltas, vamos al cine, ella se viste como Zully Moreno, la ciudad está sembrada de nomeolvides. No nos olvide ilustre enferma, somos un cuerpo que se corrompe bajo la lluvia, vidrio, un día embalsamado. Miramos fotos. Papá no aparece. No está. Un auto zumba en la noche. Llovió durante quince días. Estoy acá, no me ves pero estoy, corriendo en la misma plaza. Camino por las mismas veredas, como vos del trabajo voy a casa y en casa también llueve, todo huele a humedad, a asfixia. La niebla está adentro, en todo el barrio, se ven pocos negocios abiertos, poca gente en la calle. Cae la noche como si fuera consecuencia de la lluvia, como si fuera la lluvia lo único que queda. La gente forma fila durante días para irse con ella, adonde sea, adonde vaya. No desate los nudos santa que ya no va a parar. No para nunca esta caída. Mamá escucha radio. Papá no escucha. Yo todavía no existo. Somos los Perez García. En el patio llueve. El reloj se detuvo. No los encuentro, son de otro mundo. Hay una marcha de antorchas, de lágrimas, de lluvia, estampitas, carteles, está en todas partes. Está en la radio pero no se la ve. Santa de los anillos, virgen de las capelinas haga su magia, háganos aparecer. Que aparezca la casa, los azahares, luciérnagas, el tren. Diga una sola palabra que detenga la lluvia. Mamá con un vestido de flores, una plaza, un sol con pinturita naranja. No es que creíamos, estábamos ahí. Damos vueltas en la bruma, en la tregua de una fina llovizna. Incluso la tristeza que aparezca si es común, como cualquiera que está triste una tarde. Y otra no. Que aparezca la muerte si parece de una vida, si toca. Lo que sea en proporción al tamaño de un hombre, del árbol, de una casa. A no ser que sea lo humano nada más que una estrategia de dios para la tierra perdida de su mano y atada a su correa, una doctrina de la espera de algo más que agua que cae, que da vueltas y vueltas sobre sí, como los perros, los relojes, las monedas. Mamá escucha la lotería, papá mira la lluvia, miraba. Yo miro fotos, todos hablan, nadie dice nada. Mi hermana escucha música, mamá la busca en un tren, corre, siempre está corriendo. Yo no puedo nacer todavía porque bombardean la plaza, después porque ella corre por unos vagones. Al final nacía. Después todos mirábamos televisión. Dicen cuando no llueve que aparece en su mulánima, a las orillas de los ríos, arrastrando una estola embarrada, que por la noche frotan lavanderas fantasmas, dejan sus tules al rocío. Que cabalga cabizbaja como buscando un prendedor, que también buscan los peces en las piedras del fondo, dicen que el caracol de agua dulce reproduce aquel clamor.Reina de la plaza, de los vestidos, protectora de todo lo que se escucha pero no se ve, venga a nos el tu reino. Bien mirada es una plaza de colonia, la fuente, el cabildo, la catedral, la estatua, la municipalidad, el Banco, la palmera, los puestos de chori, de llaveros, medallitas, las palomas, la gente que da vueltas. El otoño se instala como bruma, como un remanente cuando aclara, eterno día después. Recogen los papeles de una fiesta de domingo, los vasos descartables, las botellas. No nos dejes caer de la tentación, del deseo, del sol, madre de dios, decí que somos tambén una de las razones de la vida. Decí por nosotros con esa voz de altoparlante pueblerino y en la hora de la muerte con esa voz de ruido de lluvia de la radio. Mi hermano va a la canchita del Club de Cazadores. Lo espero en el olor a cuero y a penumbra del salón, a lavandina y a cenizas. Una foto detrás de los trofeos de billar, con una escarapela. La seño, la primera, llevan su camafeo apretado en el puño a ver si pasa. A ver si rasga la tela de los muertos y aparece en miríada. Miro cada relámpago a ver cuál es de fuego. Acaso exista el mal, rezó la multitud bajo una lluvia que apagaba las velas, un tumor inconmovible, inexorable como bruma que se expande, se instala entre los huesos, en la sangre. Virgen salitrera, guardiana de los perros y los barcos hundidos por su peso, cayeron todas las hojas del otoño, el invierno empieza porque te vas, la música fría del silencio. Silencio capitana, las palabras ya no quieren decir lo mismo.El guión terminaba. Después yo nacía. Mamá decía que era mentira. Papá compraba un auto. Mi hermana manejaba. Yo me escondía por ellos, en el patio, cuando no llovía me encerraba afuera. Después se fueron todos. No, me fui yo. Después estaba ahí. En alguna parte. Relampaguea sobre la autopista. Llovió durante todo el día y sigue lloviendo. Se perdió la cosecha. No hay otra cosa que perder. No hay otra cosa que hacer que no trabajar. No pasan trenes. Los bares cerraron temprano. Una hilera de luces se borronea hacia el final de la calle. Generala del viento, de nada, de las gomas que queman en la ruta, levante su ejército de trapos mojados y de agua, lleve la tempestad hasta el registro de su voz. La voz es lo primero que se olvida.

...

V. María Cristina Santiago: De su libro Siempreviva

4
Este es un cajón
donde cabe de todo.
Cuatrocientos kilos de piedras
le pusieron
para que no se moviera.
Veinte millones de cuerpos
hay adentro.
Veinte
y sus almitas
viajan a la intemperie.
A los tumbos
los barquitos pintados
llevándose a la muerta
como si el barco
ondeara
un carrito de cartones.


7
Era una sola
sombra larga y eran
doscientas las coronas,
aunque ahora que lo pienso
tal vez más de doscientas.
Tenían naranjas y en las manos
jarras de mate cocicdo.
Eran sombras de pelo desgreñado
el murmullo y los pañuelos
rezaban como si nunca
hubieran visto la noche
que se volvía mortal
a las veinte y veinticinco.
Esa noche
noche larga.


10
Ahora sólo soy espíritu
por fin pude arrojarme
al aire liberada
y soy también magnífica
energía que se desprende
del cadáver que besan
con unción, tocarlo quieren
y otros despedazarlo
para imprimir en cada miembro
las letras
de la palabra patria.