viernes, mayo 31, 2013

Talleres de poesía 2013, coordinado por María del Carmen Colombo. Los interesados pueden solicitar entrevista  al 1560-25-5595, o escribir a:  cotocolombo@gmail.com.ar


PLAN DE TRABAJO TALLERES GRUPALES

Metodología
. Lectura y análisis de los textos de los participantes.
. La palabra del otro como generadora de textos: práctica intensiva de la escritura.
. Voces y resonancias. Propuestas estéticas: lectura de la obra de otros autores: Baudelaire - Rimbaud - Mallarmé - Valery - Eliot - Lezama Lima –Discépolo - Pizarnik Bayley - Orozco - Ortiz - Lamborghini - Bellessi- Gruss, Genovese, etc.

Objetivos
. Perfeccionar la artesanía propia del oficio.
. Ahondar en aquellos temas y motivos que se manifiesten en la producción grupal e individual.
. Reconocer en los textos filiaciones y parentescos literarios.
. Adquirir una mayor conciencia del proceso creativo.

Actividad complementaria
Evaluación grupal y trimestral del conjunto de los textos presentados por cada uno de los integrantes.

jueves, mayo 30, 2013

Hilda Doolittle, cada uno de nosotros es el amo de la casa...



No es, en modo alguno, la columna
de fuego que vino primero

diferente a la columna
de fuego que vendrá;

el abismo, el cisma de la conciencia
debe ser salvado;

cada uno de nosotros es el amo de la casa,
cada cual con su tesoro;

es hora de restituir
su valor a nuestro cofre secreto

a la luz del pasado y el futuro,
pues si guarda

monedas, gemas, vasos
y fuentes de oro

o tan solo talismanes,
documentos, o bien pergaminos,

claramente, se nos dice,
contiene

para cada escriba
que haya sido instruido,

cosas viejas
y nuevas.


H.D., de “No caen las murallas”, en Trilogía


In no wise is the pillar-or-fire
that went before

different from the pillar-of-fire
that comes after;

chasm, schism in consciousness
must be bridged over;

we are each, householder,
each with a treasure;

now is the time to re-value
our secret hoard

in the light of both past and future,
for whether

coins, gems, gold
beackers, platters

or merely
talismans, records or parchments,

explicitly, we are told,
it contains

for every scribe
wich is instructed,

things new
and old.

miércoles, mayo 29, 2013

Carmen Pardo Salgado: Las formas del silencio


http://www.uclm.es/artesonoro/olobo3/Carmen/formas.htmlCarmen Pardo Salgado
s formas del silencio

 
Es preciso perderse para empezar a escuchar.
Es preciso hacer el silencio en la escucha y en la mirada para descubrir las formas del silencio.
El silencio se escribe, se ofrece a la escucha. En la escritura musical el silencio es figura y cada nota figurada posee su recíproca figura silenciosa, la figura de pausa. Una figura que mide el silencio.
En el lenguaje verbal también se grafía el silencio. Así, los puntos suspensivos dejan colgado el discurso, lo suspenden. Pero el valor de estos puntos depende de la palabra que los antecede.
Tanto el silencio del lenguaje como el silencio que se introduce en la música suelen ser respiraciones que reclaman la atención. Respirar será crear el hueco en el que la atención puede desplegarse. El silencio es entonces como un suspiro, el nombre con el que la tradición francesa del s.XVIII designaba al silencio del valor de una negra en música. El silencio de negra es un suspiro, el de corchea medio suspiro, el de semicorchea un cuarto de suspiro... (1) Y en este suspirar tal vez sea posible modificar la forma en que se escucha, transformar el oído.
Aprender a escuchar, aprender a escuchar el silencio y el sonido van a provocar una autoalteración. Esta es como es sabido, la enseñanza que nos brinda el músico norteamericano John Cage quien de modo magistral enseñó a escuchar las formas del silencio. Unas formas que requieren destruir la grafía del lenguaje, de la memoria, para mostrar que silencio y sonido siempre están en continuidad.
       1. Y en el centro... el silencio  
En 1937, en una charla realizada en Seattle, el músico afirmaba: "Si la palabra "música" se considera sagrada y reservada para los instrumentos de los siglos dieciocho y diecinueve, podemos sustituirla por otro término más significativo: organización de sonido" (2). Esta definición, empleada asimismo por el músico francés Edgar Varèse, expresaba la voluntad de transformar la composición musical en un lugar de organización donde tuvieran cabida todos los sonidos: los ruidos y el silencio. De este modo, la música del s.XX se fue alejando de un sistema composicional que, comúnmente, era designado con la metáfora de la arquitectura.
En el interior de esa metáfora, el silencio posee un valor cuantitativo: la figura que lo representa y que indica por cuanto tiempo se debe interrumpir la nota, así como un valor que podría llamarse intensivo y que depende del lugar que ocupa el silencio en la composición. El modo en que se escucha el silencio en esas construcciones viene determinado, generalmente, por la manera en que se atiende al sonido. Pero, se podría asimismo, escuchar el sonido que continúa en función del silencio que le precede. No obstante, esta segunda posibilidad solía quedar relegada y cuando se hablaba del silencio en música, se acostumbraba a afirmar que la función del silencio consistía en concurrir al sentido de la melodía. En consecuencia, el silencio se convierte en una pausa cargada de intención. El silencio es entonces ese suspirar que capta la atención con una intención prefijada, un silencio que puede crear expectativas, un silencio que interrumpe...
Este procedimiento, se encuentra todavía prendido en la dualidad entre sonido y silencio. En este sentido, se acostumbra a aludir al efecto o efectos que puede provocar el silencio. Unos efectos que están anclados en un silencio que es solamente concebido como ausencia de sonido.
Frente a este silencio marcado con las huellas de la ausencia, los sonidos de la composición musical se presentan, por así decirlo, ocupando los tiempos fuertes, los tiempos que obtienen la máxima audiencia. El engarce entre los sonidos, sabiamente conducidos, puede producir entonces lo que en el barroco se denominaban los afectos, o en el romanticismo la expresión musical. Pero ¿qué ocurre cuando la composición se inicia con un silencio?, ¿cuando el silencio ocupa los tiempos fuertes?
Se produce un contratiempo que puede dotar de una nueva dimensión a esa efectividad del silencio, que lo sitúa en un obrar indeterminado aún, en un estado de indecisión. Esta indecisión del estado silencioso, en el que aquello que se escucha es a veces pensado como si fuera el silencio mismo, es lo que se anuncia cuando se hace del silencio una efectividad mayor. Se trata entonces de un silencio que se iguala al Vacío, a la Nada, pero que aún puede ser inscrito en la dualidad entre sonido y silencio. Sin embargo, sólo hay que seguir escuchando para darse cuenta de que después, cuando el sonido se inicia, las indecisiones van cobrando forma y el silencio suele ser relegado a los tiempos débiles de la composición prolongando el sonido, aunque bien podría mostrar también su continuidad con él.
El silencio como continuidad es aquél que descubre el hombre que se ha liberado de su memoria, de sus gustos y emociones. Ese silencio es entonces centro; un centro que pone en cuestión el establecimiento de cualquier relación; un centro que ciertamente es ahora, nada.
El interés por el silencio hace mella en Cage con el conocimiento de la tradición musical de la India, que considera que el sonido siempre continúa. De ella tomaría el músico en los años cuarenta su inclinación por ese centro sin color que separa las emociones blancas, (lo heroico, lo erótico, lo alegre, lo maravilloso) y las negras (el miedo, la cólera, el disgusto y la preocupación). En el centro sin color, la tranquilidad que libera de los gustos y disgustos.
En el centro se encuentra el silencio de Cage, ese nuevo oído que aprendió a acallar su voz para abrirse a todos los sonidos.
 
     2. En el porche de Charles Ives
La imagen es conocida, Charles Ives sentado en el porche delante de su casa, contemplando las montañas y escuchando "su propia sinfonía".
Para escuchar esa sinfonía, para escuchar la Naturaleza se requiere el silencio del oído. Con él se quiere prestar atención al modo en que debe hacerse el silencio en uno mismo, un requisito necesario a toda escucha.
La palabra silencio proviene del latín "silere", callar, estar callado. Lo que se calla es la intencionalidad, pero no para entrar en la escucha de un silencio que debe ser escrito con mayúsculas, como si se trata de un silencio ontológico, sino simplemente para oír.
El silencio del oído será, siguiendo a Cage, el silencio de la escucha dirigida. Si se presta oídos al mundo, el oído se llena de sonidos. Siempre hay sonidos, ruidos, un perro que ladra, el viento que pasa, el teléfono que suena, los coches a distintas velocidades sobre el asfalto, o los pájaros que cantan. "Esto es lo que llamo silencio" afirma Cage, "es decir un estado libre de intención, porque —por ejemplo- siempre tenemos sonidos; y en consecuencia no disponemos de ningún silencio en el mundo. Estamos en un mundo de sonidos. Le llamamos silencio cuando no encontramos una conexión directa con las intenciones que producen los sonidos. Decimos que es un mundo silencioso (quieto) cuando en virtud de nuestra ausencia de intención, no nos parece que haya muchos sonidos. Cuando nos parece que hay muchos, decimos que hay ruido. Pero entre un silencio silencioso y un silencio lleno de ruidos, no hay una diferencia realmente esencial. Esto que va del silencio al ruido, es el estado de no-intención, y es este estado el que me interesa". (3)
Atender al silencio es escuchar lo que usualmente se escapa, lo que pasa desapercibido. Para ello es preciso parar la actividad que urge y dirige hacia lo que se debe hacer o escuchar. Se hace necesario detener la rueda del dharma y escuchar, explicará Cage. (4)
Detener la rueda de la escucha intencional es lo que propuso el músico hace ya cincuenta años cuando compuso 4'33''. Su título, como es sabido, indica la duración de la interpretación: 33’’, 2’40’’ y 1’20’’. El pianista, en su estreno David Tudor, indicaba el inicio de cada parte cerrando la tapa del piano y el final abriéndola.
Con 4’33’’ se atiende al sonido, al silencio sonoro que siempre coexiste en el espacio de ejecución de una obra musical. Esta obra que, ciertamente, incitó la cólera de muchos oyentes, pretendía abrir la escucha a todos los sonidos, mostrar que lo que denominamos silencio está regido por la intencionalidad. Se trataba pues, de aprender a escuchar, de no tapiarse los oídos con unos sonidos prefijados y atender a todos los sonidos que se acallan con la palabra silencio.
Pero 4’33’’, como Cage afirmaba, supone aún una escucha medida, por eso el músico compone diez años después 0’00’’, otorgando todo el tiempo a la escucha. Y en ese tiempo cero, el silencio es como la esfera de H. D. Thoreau. Una esfera en la que cada sonido es como una burbuja en su superficie. (5)

     3. La esfera del silencio
La esfera del silencio está repleta de sonidos, tal y como el músico comprendió cuando se introdujo en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard a primeros de los cincuenta. Pero escuchémosle a él: "Fue después de llegar a Boston cuando fui a la cámara anecoica de la Universidad de Harvard. Todo el mundo que me conoce, conoce esa historia. La explico continuamente. En cualquier caso, en aquella habitación silenciosa, escuché dos sonidos, uno agudo y otro grave. Después le pregunté al ingeniero responsable por qué, siendo la habitación tan silenciosa, había escuchado dos sonidos. Me dijo: 'Descríbalos'. Lo hice. Me dijo: 'El agudo era el funcionamiento de su sistema nervioso. El grave era la circulación de su sangre.'" (6). Esta experiencia le muestra que el silencio no existe como posibilidad de vivencia, que siempre hay sonido.
Desde aquí, escuchar el silencio puede ser también hacer de uno mismo una cámara anecoica, componer en sí mismo el 0’00’’ que permita escuchar más allá de lo que se quiere y debe escuchar, escuchar sin prejuicios. Porque, ¿qué ocurre cuando uno se queda en silencio? Se escucha esa voz alta o baja que siempre se pega al cuerpo y a la que, por economía, suele asignársele el nombre de uno mismo. Se escuchan las ideas que rondan la cabeza, lo que se ha vivido, tal vez lo que se espera vivir, se escucha el propio cuerpo.
Pero es posible sumergir todas esas voces, ruidos, sonidos, en la esfera de Thoreau, y aprender de ese centro sin color que también es el olvido, para estar en la continuidad. En la esfera del silencio, el oído ha sido transformado, es un oído permeabilizado en el que toda burbuja sonora tiene cabida.
En la esfera de Thoreau el silencio es sonoro. Tal vez como en las esferas de Pitágoras que componían ese música inaudible que representaba la máxima sabiduría. Sin osar alcanzar tal sabiduría, la escucha que Cage propugna, guarda al menos con la música de las esferas una cierta analogía. Se proponen como eso, una escucha que descubre la armonía que surge cuando se tiende de veras el oído. Por ello, en la esfera del silencio pueden surgir todas las formas de un silencio siempre sonoro, de un silencio como el de 4'33'', como el de 0'00''...
______________________________________
(1) Rousseau J. - J., "Dictionaire de Musique", Oeuvres Complètes, vol. V, París, Bibliothèque de la Pléiade, 1995, entrada "silence". (R)
(2) Cage J., "El futuro de la música: credo", Escritos al oído, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, Colección de Arquilectura, 38, 1999, p. 52. (R)
(3) Cf., John Cage talks to Roger Smalley and David Sylvester, entrevista en la B. B. C., diciembre de 1966, publicada en el programa de concierto del lunes 22 de mayo de 1972 en el Royal Albert Hall en Londres. (R)
(4) En conversación con St. Montague, "Interview manuscrit (1982)", en Kostelanetz, R., Conversing with Cage, Nueva York, Limelight, 1988. (R)
(5) Citado en Zwerin M., "Silence, Please, for John Cage", International Herald Tribune, 24 septiembre de 1982. Incluido en Kostelanetz R., Conversing with Cage, op. cit. (R)
(6) Cage, J., "Cómo pasar, patear, caer y correr" (1959), Escritos al oído, op. cit., p. 93. (R)

Marcel Proust: La pálida madrépora*



"Indudablemente, en esos años pasados no sólo era la visión total del grupo la que carecía de perfecta nitidez, como noté yo el día antes, sino el grupo mismo. Entonces esas niñas eran aún muy jovencitas y se hallaban en ese grado elemental de formación en que la personalidad no puso aún a cada rostro su sello. Estaban todas apretadas unas contra otras, como esos organismos primitivos en los que el individuo no existe por sí mismo y está constituido antes por el polípero que por cada uno de los pólipos que entran en su composición. A veces una de las niñas empujaba a la que tenía al lado y la hacía caerse al suelo, y entonces una risa alocada, que parecía la sola manifestación de su vida personal, las agitaba a todas simultáneamente, borrando y confundiendo aquellos rostros indecisos y parleros en la masa de un racimo único, tembloroso y chispeante. En un retrato viejo que luego, andando el tiempo, me dieron ellas, y que he conservado, su tropa infantil constaba ya del mismo número de figurantas que la .procesión femenina que habían de constituir más adelante; y se da uno cuenta de que ya entonces debían de formar las chiquillas en la playa un manchón particular que atraería la atención; pero, en dicho retrato sólo se las puede distinguir individualmente por medio del razonamiento, dejando campo libre a todas las transformaciones posibles durante la juventud, hasta ese límite en que las formas reconstituidas invaden ya otra personalidad que es menester diferenciar asimismo, personalidad cuyo lindo rostro tiene probabilidades, gracias a la concomitancia de una buena estatura y un pelo rizado, de haber sido antaño esa bolita gesticulante y avellanada que nos presenta el retrato viejo; y como la distancia recorrida en poco tiempo por los caracteres físicos de cada muchacha privaba de un criterio seguro para distinguirlos, y además como ya entonces estaba muy marcado en ellas aquello que de común y colectivo tenían, solía ocurrir a sus mejores amigas que en ese retrato las confundían unas con otras, hasta el punto que para decidir las dudas había que recurrir a un detalle de indumento que según alguna de ellas era exclusivamente suyo. Desde aquel tiempo, tan diferente del día en que me las encontré yo en el paseo, tan diferente, pero no muy distante, acostumbraban entregarse a la risa, como pude ver la anterior mañana; pero esa risa no era ya aquella intermitente y casi espasmódica de la infancia, aquella risa en la que antes se hundían a cada momento sus cabecitas para volver a surgir después, al modo de los bloques de pececillos del Vivonne, que se dispersaban y desaparecían por un instante y se juntaban en seguida; ahora sus fisonomías eran ya dueñas de sí; los ojos se clavaban en el blanco que perseguían, y el día antes fue lo indeciso y tembloroso de mi percepción primera lo que confundió indistintamente –como hacía la hilaridad de antaño y la fotografía descolorida– las esporas, ahora individualizadas y desunidas, de la pálida madrépora. "

*Fragmento extractado de: "A la sombra de las muchachas en flor", En busca del tiempo perdido. Galerna. Traducc.: Pedro Salinas.

lunes, mayo 27, 2013

Marina Tvestaiéva, Poesía y poeta líricos...



Traducción: Selma Ancira

“… La poesía lírica pura no tiene un proyecto. Uno no puede obligarse a tener un sueño determinado o a sentir un sentimiento preciso. La lírica pura es un estado puro de vivencias- de sufrimiento, y en los intervalos ("mientras Apolo no llame al poeta para el sacrificio sagrado"*) en los bajamares de la inspiración- un estado de infinita pobreza. El mar se ha retirado, se lo ha llevado todo y no volverá antes de su debido tiempo. Algo constante y terrible pende en el aire sobre la palabra de honor de la inspiración desleal. ¿Y si algún día te abandona?
La poesía lírica pura no es otra cosa que el registro de nuestros sueños y de nuestras sensaciones además del ruego para que estos sueños y estas sensaciones nunca se agoten... Si al poeta lírico se exigiera además... ¿Pero qué además se le puede exigir? El poeta lírico no tiene de dónde asirse: no tiene el esqueleto del tema, ni las horas obligatorias de trabajo detrás de un escritorio; no tiene material del cual extraer nada, del cual ocuparse y hasta en el cual sumergirse en los momentos de marea baja; está completamente suspendido del hilo de la confianza.
No esperen sacrificios: el poeta lírico puro no sacrifica nada -está contento cuando llega aunque sea algo. Tampoco esperen de él una elección moral -sea lo que sea lo que haya llegado, "malo" o "bueno" -se siente tan feliz de que haya llegado que a ustedes (la sociedad, la moral, dios) no les cederá nada.
Al poeta lírico le ha sido dada únicamente la voluntad de realizar: lo suficiente para distinguir entre los dones que ofrece la marea. La poesía lírica pura no es otra cosa que el registro de nuestros sueños y de nuestras sensaciones. Mientras más grande es el poeta lírico, más limpio es su registro.”

Del libro El poeta y el tiempo.

sábado, mayo 25, 2013

Hadewijch de Amberes: Furor de amor...

El furor de amor
es rico feudo;
el que lo reconoce
no pedirá nada más a Amor:
puede unir opuestos
invertir el sentido.
Estoy diciendo la verdad.

El furor de amor hace amargo lo dulce,
extraño al pariente
y del menor hace el mayor.

El furor de Amor hace lo fuerte débil,
y sana al enfermo,
hace cojear al firme
y cura al que está herido,
instruye al ignorante
acerca del ancho camino
en el que muchos se pierden.
Enseña todo
cuanto puede aprenderse
en la alta escuela de Amor.

En la alta escuela de Amor
se aprende el furor de amor.

* De Poemas estróficos.

miércoles, mayo 22, 2013

Jorge Rivelli: Platos de agua, copas de fuego...

Transcribimos a continuación el prólogo de Daniel Fara al libro del poeta Jorge Rivelli




PLATOS DE AGUA COPAS DE FUEGO
 
  En la Edad Media «homenaje» era  un juramento de fidelidad que los vasallos prestaban al Rey o al Señor. En el campo de la lírica -el que nos interesa aquí- la declaración de fidelidad se manifestaba en las semblanzas y dedicatorias, y si el receptor ya no pertenecía al mundo de los vivos, en los panegíricos, elogios, epitafios y túmulos. Se trataba siempre de poner en grado superlativo la figura del honrado, acción que el tributario contrastaba con el detrimento de su propia imagen. El poeta de corte que cantaba a un noble vivo o muerto no sólo se empequeñecía ante el referente, además lo hacía bajo el peso de las regulaciones impuestas tanto por la preceptiva de turno como por el protocolo.
Pero a partir del Barroco y hasta hoy el sentido de la palabra fue sufriendo un complejo proceso de transformación cuyos resultados pueden registrarse, sobre todo, en dos aspectos que resultan complementarios.
                En primer lugar, el homenajeado no tiene por qué ser o haber sido un sujeto de sangre azul o el poseedor de un alto rango estamentario; basta con que haya tenido méritos literarios, reconocidos o no.
Consecuentemente, el tributario ya no se siente obligado a demostrar abnegación, esto es, no se anula a sí mismo para convalidar la ofrenda. Por el contrario, si desea que el homenaje sea efectivo debe mostrarse digno del homenajeado, es decir, debe ponerse a su misma altura. Y hay más, una vez nivelada la relación, se hace necesario como factor convalidante que el oferente presente su homenaje como una competencia entre él y el destinatario. El respeto y la admiración originantes del tributo no se manifiestan ya como rasgos retóricos de orden ceremonial. En vez de eso aparecen como marcas indicativas, muy reconocibles pero rara vez explicitadas, de que el oferente reconoce al otro como maestro, entre otras cosas, porque de seguirlo o imitarlo ha pasado a superarlo.
Alguien podría observar, no sin fundamento, que la forma moderna del homenaje, según la describimos, no se da en todos los casos y que, lejos de haber desaparecido, la forma antigua, cortesana, genuflexa de homenajear sigue siendo objeto de recurrencias. Como sea, aun haciendo lugar a la observación, se cree que el tributo rendido por Jorge Rivelli a Charles Bukowski en Platos de agua, copas de fuego  pertenece de modo muy peculiar al grupo de producciones relacionadas dialécticamente con la obra que están celebrando.
 Ya en una primera lectura se comprueba que Bukowski no es reconocido ni utilizado como maestro por Rivelli. Distintas de las analogías y las coincidencias, que identifican a posteriori (y casi siempre por la acción persuasoria de la crítica literaria) dos o más textos, las influencias tienen valor apriorístico y suponen la adopción voluntaria o no de un modus que en la obra adoptiva pasará a constituirse en discurso referido.
Para nuestro caso, en las obras de Jorge Rivelli y Charles Bukowski aparecen actitudes y temas en común: el desenfado erótico y la omnipresencia del alcohol, por ejemplo, pero, aun cuando esas recurrencias los acerquen, no puede dejar de advertirse que los poetas se paran frente a ellas de modos muy diferentes.
Bukowski se orienta hacia un objetivo central: construir en el poema la ilusión autobiográfica. No sólo eso le interesa, por supuesto; hay otras metas, pero todas están subordinadas al intento de lograr que el lector identifique al poeta con el locutor y sienta que el texto se ubica genéricamente en el terreno de la no ficción. El poema típico de Bukowski es narrativo, coloquial (me dicen que entienden / lo que digo; yo no escribo / desde el conocimiento) y por su tendencia naturalista suele trascender las fronteras del «buen gusto» y degradar el discurso hasta lo que Josefina Ludmer denominó «el piso de la lengua». Y no es que Bukowski lo simplifique todo, que se finja un escritor naif; sus silencios significativos, la organización coreográfica de sus situaciones, su empleo del humor absurdo terminan apareciendo si queremos advertirlos, pero, en beneficio de la inmediatez, el trabajo con la materialidad del lenguaje no está puesto en evidencia sino, más bien, oculto tras la ilusión tridimensional que se impone en los textos.
Jorge Rivelli, en cambio, establece de entrada un distanciamiento de orden paródico - sarcástico que desalienta cualquier intento del lector por identificar al narrador con el autor.
Bukowski emplea a fondo el memorialismo, la reconstrucción icónica de situaciones, el tono confesional. Rivelli no se niega a emplear esos recursos pero los hace objeto de una presentación descentrada, los pone en situación de extrañamiento al fundir en un discurso continuo recuerdos y confesiones con expresiones surrealistas y con frases hechas que se introducen para volverlas objeto de irrisión.
Si Bukowski disimula al máximo el trabajo manipulatorio sobre el discurso, Rivelli, por el contrario, subraya ese trabajo, no nos permite olvidar que los poemas en estado definitivo suponen la destrucción previa de muchos borradores. En este sentido también se nos recuerda que los textos están hechos con palabras: los conceptos a que éstas puedan remitir escapan al control del texto. En otras palabras, la referencialidad (o su falta) pasa a ser un problema del lector, si éste quiere considerarlo un problema; al autor la cuestión lo tiene sin cuidado.

A esta altura del paralelo que se viene estableciendo, surgen dos preguntas.
La primera: si Bukowski no es una influencia para Rivelli ¿qué autores sí habrán influido en él, al menos en lo que hace a Platos de agua, copas de fuego?
 No es nada fácil responder, pero creemos no errar demasiado si señalamos a Nicolás Olivari, Discepolín y Osvaldo Lamborghini, sin olvidar que detrás de esos nombres está el de François Rabelais, inspirador universal de todo esfuerzo por crear una lengua nueva y expresar con ella la imagen grotesca que la sociedad ofrece a ciertos poetas tan sensibles como impiadosos. Por otra parte, se trata, en los cuatro casos, de escritores que privilegiaron la reescritura, jerarquizaron la comicidad y produjeron para lectores inteligentes, siempre listos para completar eficazmente las obras a través de sus interpretaciones. En este sentido puede concluirse en que si el universo poético de Bukowski es de inspiración whitmaniana, el de Rivelli responde fielmente a la línea cervantina.
Segunda pregunta: si Rivelli se diferencia tanto de Bukowski ¿por qué dedica este homenaje, sin duda sentido, al viejo Hank?
Todos los tributos, especialmente aquellos en los que el autor compite con el homenajeado, producen la impresión inicial de una obra escrita a cuatro manos; para este caso se presumiría una coautoría Rivelli - Bukowski. Pero no es así, aquí hay un solo poeta, Rivelli; en cuanto a Bukowski es, nada más y nada menos que el tema de un poemario ensayístico acerca del fenómeno bukowskiano.
Dicho de otro modo, Rivelli no habla de un individuo que se emborrachaba, escribía novelas y poemas y solía armar escándalos en la tv. O sí habla de él pero además mete en el apellido Bukowski los clisés creados por la industria editorial, las críticas demoledoras de la literatura «culta», las conexiones del viejo con la Beat Generation y el realismo sucio y aun le queda lugar para incluir a dos tipos llamados Heinrich Karl y Henry Chinaski que, parece, tuvieron que ver, también, con el apellido en cuestión. Estos componentes son en realidad integrantes del fenómeno o sistema Bukowski en tanto dependen uno del otro al punto de perder sentido si se los toma por separado.
Rivelli se acerca a ese sistema con curiosidad, pero no con la curiosidad de un entomólogo sino con el interés que suscita una obra diferente, casi opuesta, que sin embargo se liga a la nuestra a través de una corriente empática. Y no queda todo ahí porque el interés del poeta lo lleva a introducir el fenómeno en su propia constelación lírica. Por motivos semejantes Poe frecuenta la obra de Borges y Borges la de Osvaldo Lamborghini.

Así, en Platos de agua, copas de fuego, Bukowski se juega unos boletos en el hipódromo de Palermo, cede su apellido a un bar del pasaje la piedad (sic), se multiplica hasta la ubicuidad para que ningún café, prostíbulo ni boliche de andén se vea privado de su presencia. El narrador (no Rivelli) habla de «buk», de «barfly», de «factotum», de rosas y autopistas y está despegando del cánon, del estereotipo, a todos esos seres y cosas que, al entrar a un nuevo contexto aparecen nombradas como por primera vez. Si Bukowski es el nombre de un sistema que sirve de tema a Rivelli, también se verifica un sistema rivelliano en cuanto al manejo de los intertextos.
Ningún texto, en Platos de agua... está consagrado de punta a punta a la evocación. La mayor parte de las veces Bukowski aparece recién al final de los poemas que parecían apuntar a otra cosa y que terminan como reescrituras crítico-creativas de los estándares que suelen usar apologistas y detractores para comentar la obra del «viejo». Un nuevo Hank recorre estas páginas sin dejarse ver por largos tramos. Cada tanto lo vemos asomar por detrás de una esquina para enseguida desaparecer de nuevo; o creemos verlo acercarse y resulta, después, que se trataba de alguien muy parecido.
Esta intermitencia que afecta a la aparición física de «buk» y que mezcla las alusiones directas con otras, muy oblicuas, a su persona o su obra y aun con referencias ajenas al escritor, se da por obra del narrador, una figura clave en este homenaje revisionista, recreativo y nunca remiso a la hora de mostrarse como texto de gran profunidad emocional.
El narrador, protagonista a su vez de muchos sucesos significativos, se nos presenta como un malabarista verbal, un admirador ferviente de «buk» -poco dispuesto, sin embargo, a interpelarlo mediante loas o panegíricos-  y el responsable de una re-creación de Buenos Aires próxima a la que Estanislao Balder nos propone en El amor brujo.

Hemos hablado más arriba de Platos de agua...  como de un poemario ensayístico. Habría que añadir que su calidad ensayística tiene dos alcances. Por una parte, en lo inmediato, Rivelli reescribe la obra de Bukowski cruzándola con la suya en un proceso dialéctico que no sólo implica competir con un escritor diferente sino también manifestar una abierta discrepancia con los fetiches y lugares comunes que la crítica parece haber impuesto como única lectura posible de la obra bukowskiana.
El otro alcance es más vasto, más ideológico.
Alguna vez Theodor Adorno presentó al ensayo como una especie de guerrillero que combate, al mismo tiempo, contra dos adversarios: la tiranía del pensamiento científico y la placidez de la abstracción filosófica.
«La más íntima ley del ensayo -dice Adorno- es la herejía. Por violencia contra la ortodoxia del pensamiento queda al descubierto lo oculto, en tanto el verdadero fin de la ortodoxia era mantenerlo secreto».
Quedaría decir que Platos de agua, copas de fuego es un poemario hereje, violentamente heterodoxo en tanto recupera por medio de un combate ensayístico la entidad escondida de una obra cuya promoción se basó siempre en la explotación de aspectos extraliterarios y en el sostenimiento de una marginalidad de utilería. Rivelli cambia, de una vez y para siempre, ese apuntalamiento hipócrita, editorialista, por una reivindicación construida con elementos estrictamente estéticos. Y si bien podríamos decir que esa vía de rescate era la única válida también deberíamos agregar que nadie, hasta hoy, hasta Rivelli, tuvo el valor ni el talento suficientes como para apostar por ella y salir ganando.