Jorge Rivelli: Platos de agua, copas de fuego...
Transcribimos a continuación el prólogo de Daniel Fara al libro del poeta Jorge Rivelli:
PLATOS DE AGUA COPAS DE
FUEGO
En la Edad Media «homenaje» era un juramento de fidelidad que los vasallos
prestaban al Rey o al Señor. En el campo de la lírica -el que nos interesa
aquí- la declaración de fidelidad se manifestaba en las semblanzas y
dedicatorias, y si el receptor ya no pertenecía al mundo de los vivos, en los
panegíricos, elogios, epitafios y túmulos. Se trataba siempre de poner en grado
superlativo la figura del honrado, acción que el tributario contrastaba con el
detrimento de su propia imagen. El poeta de corte que cantaba a un noble vivo o
muerto no sólo se empequeñecía ante el referente, además lo hacía bajo el peso
de las regulaciones impuestas tanto por la preceptiva de turno como por el
protocolo.
Pero a partir del Barroco y hasta hoy el sentido de la palabra fue
sufriendo un complejo proceso de transformación cuyos resultados pueden
registrarse, sobre todo, en dos aspectos que resultan complementarios.
En primer lugar, el homenajeado no tiene por qué ser
o haber sido un sujeto de sangre azul o el poseedor de un alto rango
estamentario; basta con que haya tenido méritos literarios, reconocidos o no.
Consecuentemente, el tributario ya no se siente obligado a
demostrar abnegación, esto es, no se anula a sí mismo para convalidar la
ofrenda. Por el contrario, si desea que el homenaje sea efectivo debe mostrarse
digno del homenajeado, es decir, debe ponerse a su misma altura. Y hay más, una
vez nivelada la relación, se hace necesario como factor convalidante que el
oferente presente su homenaje como una competencia entre él y el destinatario.
El respeto y la admiración originantes del tributo no se manifiestan ya como
rasgos retóricos de orden ceremonial. En vez de eso aparecen como marcas
indicativas, muy reconocibles pero rara vez explicitadas, de que el oferente
reconoce al otro como maestro, entre otras cosas, porque de seguirlo o imitarlo
ha pasado a superarlo.
Alguien podría observar, no sin fundamento, que la forma moderna
del homenaje, según la describimos, no se da en todos los casos y que, lejos de
haber desaparecido, la forma antigua, cortesana, genuflexa de homenajear sigue
siendo objeto de recurrencias. Como sea, aun haciendo lugar a la observación,
se cree que el tributo rendido por Jorge Rivelli a Charles Bukowski en Platos
de agua, copas de fuego
pertenece de modo muy peculiar al grupo de producciones relacionadas
dialécticamente con la obra que están celebrando.
Ya en una primera lectura se comprueba que Bukowski no es
reconocido ni utilizado como maestro por Rivelli. Distintas de las analogías y
las coincidencias, que identifican a posteriori (y casi siempre por la acción
persuasoria de la crítica literaria) dos o más textos, las influencias tienen
valor apriorístico y suponen la adopción voluntaria o no de un modus que en la
obra adoptiva pasará a constituirse en discurso referido.
Para nuestro caso, en las obras de Jorge Rivelli y Charles
Bukowski aparecen actitudes y temas en común: el desenfado erótico y la
omnipresencia del alcohol, por ejemplo, pero, aun cuando esas recurrencias los
acerquen, no puede dejar de advertirse que los poetas se paran frente a ellas
de modos muy diferentes.
Bukowski se orienta hacia un objetivo central: construir en el
poema la ilusión autobiográfica. No sólo eso le interesa, por supuesto; hay
otras metas, pero todas están subordinadas al intento de lograr que el lector
identifique al poeta con el locutor y sienta que el texto se ubica genéricamente
en el terreno de la no ficción. El poema típico de Bukowski es narrativo,
coloquial (me dicen que entienden / lo que digo; yo no escribo
/ desde el conocimiento) y por su tendencia naturalista suele trascender
las fronteras del «buen gusto» y degradar el discurso hasta lo que Josefina
Ludmer denominó «el piso de la lengua». Y no es que Bukowski lo simplifique
todo, que se finja un escritor naif; sus silencios significativos, la
organización coreográfica de sus situaciones, su empleo del humor absurdo terminan
apareciendo si queremos advertirlos, pero, en beneficio de la inmediatez, el
trabajo con la materialidad del lenguaje no está puesto en evidencia sino, más
bien, oculto tras la ilusión tridimensional que se impone en los textos.
Jorge Rivelli, en cambio, establece de entrada un distanciamiento
de orden paródico - sarcástico que desalienta cualquier intento del lector por
identificar al narrador con el autor.
Bukowski emplea a fondo el memorialismo, la reconstrucción icónica
de situaciones, el tono confesional. Rivelli no se niega a emplear esos
recursos pero los hace objeto de una presentación descentrada, los pone en
situación de extrañamiento al fundir en un discurso continuo recuerdos y
confesiones con expresiones surrealistas y con frases hechas que se introducen
para volverlas objeto de irrisión.
Si Bukowski disimula al máximo el trabajo manipulatorio sobre el
discurso, Rivelli, por el contrario, subraya ese trabajo, no nos permite
olvidar que los poemas en estado definitivo suponen la destrucción previa de
muchos borradores. En este sentido también se nos recuerda que los textos están
hechos con palabras: los conceptos a que éstas puedan remitir escapan al
control del texto. En otras palabras, la referencialidad (o su falta) pasa a
ser un problema del lector, si éste quiere considerarlo un problema; al autor
la cuestión lo tiene sin cuidado.
A esta altura del paralelo que se viene estableciendo, surgen dos
preguntas.
La primera: si Bukowski no es una influencia para Rivelli ¿qué
autores sí habrán influido en él, al menos en lo que hace a Platos de agua,
copas de fuego?
No es nada fácil responder,
pero creemos no errar demasiado si señalamos a Nicolás Olivari, Discepolín y
Osvaldo Lamborghini, sin olvidar que detrás de esos nombres está el de François
Rabelais, inspirador universal de todo esfuerzo por crear una lengua nueva y
expresar con ella la imagen grotesca que la sociedad ofrece a ciertos poetas
tan sensibles como impiadosos. Por otra parte, se trata, en los cuatro casos,
de escritores que privilegiaron la reescritura, jerarquizaron la comicidad y
produjeron para lectores inteligentes, siempre listos para completar
eficazmente las obras a través de sus interpretaciones. En este sentido puede
concluirse en que si el universo poético de Bukowski es de inspiración
whitmaniana, el de Rivelli responde fielmente a la línea cervantina.
Segunda pregunta: si Rivelli se diferencia tanto de Bukowski ¿por
qué dedica este homenaje, sin duda sentido, al viejo Hank?
Todos los tributos, especialmente aquellos en los que el autor
compite con el homenajeado, producen la impresión inicial de una obra escrita a
cuatro manos; para este caso se presumiría una coautoría Rivelli - Bukowski.
Pero no es así, aquí hay un solo poeta, Rivelli; en cuanto a Bukowski es, nada
más y nada menos que el tema de un poemario ensayístico acerca del fenómeno
bukowskiano.
Dicho de otro modo, Rivelli no habla de un individuo que se
emborrachaba, escribía novelas y poemas y solía armar escándalos en la tv. O sí
habla de él pero además mete en el apellido Bukowski los clisés creados por la
industria editorial, las críticas demoledoras de la literatura «culta», las
conexiones del viejo con la Beat Generation y el realismo sucio y aun le queda
lugar para incluir a dos tipos llamados Heinrich Karl y Henry Chinaski que,
parece, tuvieron que ver, también, con el apellido en cuestión. Estos
componentes son en realidad integrantes del fenómeno o sistema Bukowski en
tanto dependen uno del otro al punto de perder sentido si se los toma por
separado.
Rivelli se acerca a ese sistema con curiosidad, pero no con la
curiosidad de un entomólogo sino con el interés que suscita una obra diferente,
casi opuesta, que sin embargo se liga a la nuestra a través de una corriente
empática. Y no queda todo ahí porque el interés del poeta lo lleva a introducir
el fenómeno en su propia constelación lírica. Por motivos semejantes Poe
frecuenta la obra de Borges y Borges la de Osvaldo Lamborghini.
Así, en Platos de agua, copas de fuego, Bukowski se juega
unos boletos en el hipódromo de Palermo, cede su apellido a un bar del pasaje
la piedad (sic), se multiplica hasta la ubicuidad para que ningún café,
prostíbulo ni boliche de andén se vea privado de su presencia. El narrador (no
Rivelli) habla de «buk», de «barfly», de «factotum», de rosas y autopistas y
está despegando del cánon, del estereotipo, a todos esos seres y cosas que, al
entrar a un nuevo contexto aparecen nombradas como por primera vez. Si Bukowski
es el nombre de un sistema que sirve de tema a Rivelli, también se verifica un
sistema rivelliano en cuanto al manejo de los intertextos.
Ningún texto, en Platos de agua... está consagrado de punta
a punta a la evocación. La mayor parte de las veces Bukowski aparece recién al
final de los poemas que parecían apuntar a otra cosa y que terminan como
reescrituras crítico-creativas de los estándares que suelen usar apologistas y
detractores para comentar la obra del «viejo». Un nuevo Hank recorre estas
páginas sin dejarse ver por largos tramos. Cada tanto lo vemos asomar por
detrás de una esquina para enseguida desaparecer de nuevo; o creemos verlo
acercarse y resulta, después, que se trataba de alguien muy parecido.
Esta intermitencia que afecta a la aparición física de «buk» y que
mezcla las alusiones directas con otras, muy oblicuas, a su persona o su obra y
aun con referencias ajenas al escritor, se da por obra del narrador, una figura
clave en este homenaje revisionista, recreativo y nunca remiso a la hora de
mostrarse como texto de gran profunidad emocional.
El narrador, protagonista a su vez de muchos sucesos
significativos, se nos presenta como un malabarista verbal, un admirador
ferviente de «buk» -poco dispuesto, sin embargo, a interpelarlo mediante loas o
panegíricos- y el responsable de una
re-creación de Buenos Aires próxima a la que Estanislao Balder nos propone en El
amor brujo.
Hemos hablado más arriba de Platos de agua... como de un poemario ensayístico. Habría que
añadir que su calidad ensayística tiene dos alcances. Por una parte, en lo
inmediato, Rivelli reescribe la obra de Bukowski cruzándola con la suya en un
proceso dialéctico que no sólo implica competir con un escritor diferente sino
también manifestar una abierta discrepancia con los fetiches y lugares comunes que
la crítica parece haber impuesto como única lectura posible de la obra
bukowskiana.
El otro alcance es más vasto, más ideológico.
Alguna vez Theodor Adorno presentó al ensayo como una especie de
guerrillero que combate, al mismo tiempo, contra dos adversarios: la tiranía
del pensamiento científico y la placidez de la abstracción filosófica.
«La más íntima ley del ensayo -dice Adorno- es la herejía. Por
violencia contra la ortodoxia del pensamiento queda al descubierto lo oculto,
en tanto el verdadero fin de la ortodoxia era mantenerlo secreto».
Quedaría decir que Platos de agua, copas de fuego es un
poemario hereje, violentamente heterodoxo en tanto recupera por medio de un
combate ensayístico la entidad escondida de una obra cuya promoción se basó
siempre en la explotación de aspectos extraliterarios y en el sostenimiento de
una marginalidad de utilería. Rivelli cambia, de una vez y para siempre, ese
apuntalamiento hipócrita, editorialista, por una reivindicación construida con
elementos estrictamente estéticos. Y si bien podríamos decir que esa vía de
rescate era la única válida también deberíamos agregar que nadie, hasta hoy,
hasta Rivelli, tuvo el valor ni el talento suficientes como para apostar por
ella y salir ganando.
Etiquetas: Jorge Rivelli
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