miércoles, mayo 22, 2013

Jorge Rivelli: Platos de agua, copas de fuego...

Transcribimos a continuación el prólogo de Daniel Fara al libro del poeta Jorge Rivelli




PLATOS DE AGUA COPAS DE FUEGO
 
  En la Edad Media «homenaje» era  un juramento de fidelidad que los vasallos prestaban al Rey o al Señor. En el campo de la lírica -el que nos interesa aquí- la declaración de fidelidad se manifestaba en las semblanzas y dedicatorias, y si el receptor ya no pertenecía al mundo de los vivos, en los panegíricos, elogios, epitafios y túmulos. Se trataba siempre de poner en grado superlativo la figura del honrado, acción que el tributario contrastaba con el detrimento de su propia imagen. El poeta de corte que cantaba a un noble vivo o muerto no sólo se empequeñecía ante el referente, además lo hacía bajo el peso de las regulaciones impuestas tanto por la preceptiva de turno como por el protocolo.
Pero a partir del Barroco y hasta hoy el sentido de la palabra fue sufriendo un complejo proceso de transformación cuyos resultados pueden registrarse, sobre todo, en dos aspectos que resultan complementarios.
                En primer lugar, el homenajeado no tiene por qué ser o haber sido un sujeto de sangre azul o el poseedor de un alto rango estamentario; basta con que haya tenido méritos literarios, reconocidos o no.
Consecuentemente, el tributario ya no se siente obligado a demostrar abnegación, esto es, no se anula a sí mismo para convalidar la ofrenda. Por el contrario, si desea que el homenaje sea efectivo debe mostrarse digno del homenajeado, es decir, debe ponerse a su misma altura. Y hay más, una vez nivelada la relación, se hace necesario como factor convalidante que el oferente presente su homenaje como una competencia entre él y el destinatario. El respeto y la admiración originantes del tributo no se manifiestan ya como rasgos retóricos de orden ceremonial. En vez de eso aparecen como marcas indicativas, muy reconocibles pero rara vez explicitadas, de que el oferente reconoce al otro como maestro, entre otras cosas, porque de seguirlo o imitarlo ha pasado a superarlo.
Alguien podría observar, no sin fundamento, que la forma moderna del homenaje, según la describimos, no se da en todos los casos y que, lejos de haber desaparecido, la forma antigua, cortesana, genuflexa de homenajear sigue siendo objeto de recurrencias. Como sea, aun haciendo lugar a la observación, se cree que el tributo rendido por Jorge Rivelli a Charles Bukowski en Platos de agua, copas de fuego  pertenece de modo muy peculiar al grupo de producciones relacionadas dialécticamente con la obra que están celebrando.
 Ya en una primera lectura se comprueba que Bukowski no es reconocido ni utilizado como maestro por Rivelli. Distintas de las analogías y las coincidencias, que identifican a posteriori (y casi siempre por la acción persuasoria de la crítica literaria) dos o más textos, las influencias tienen valor apriorístico y suponen la adopción voluntaria o no de un modus que en la obra adoptiva pasará a constituirse en discurso referido.
Para nuestro caso, en las obras de Jorge Rivelli y Charles Bukowski aparecen actitudes y temas en común: el desenfado erótico y la omnipresencia del alcohol, por ejemplo, pero, aun cuando esas recurrencias los acerquen, no puede dejar de advertirse que los poetas se paran frente a ellas de modos muy diferentes.
Bukowski se orienta hacia un objetivo central: construir en el poema la ilusión autobiográfica. No sólo eso le interesa, por supuesto; hay otras metas, pero todas están subordinadas al intento de lograr que el lector identifique al poeta con el locutor y sienta que el texto se ubica genéricamente en el terreno de la no ficción. El poema típico de Bukowski es narrativo, coloquial (me dicen que entienden / lo que digo; yo no escribo / desde el conocimiento) y por su tendencia naturalista suele trascender las fronteras del «buen gusto» y degradar el discurso hasta lo que Josefina Ludmer denominó «el piso de la lengua». Y no es que Bukowski lo simplifique todo, que se finja un escritor naif; sus silencios significativos, la organización coreográfica de sus situaciones, su empleo del humor absurdo terminan apareciendo si queremos advertirlos, pero, en beneficio de la inmediatez, el trabajo con la materialidad del lenguaje no está puesto en evidencia sino, más bien, oculto tras la ilusión tridimensional que se impone en los textos.
Jorge Rivelli, en cambio, establece de entrada un distanciamiento de orden paródico - sarcástico que desalienta cualquier intento del lector por identificar al narrador con el autor.
Bukowski emplea a fondo el memorialismo, la reconstrucción icónica de situaciones, el tono confesional. Rivelli no se niega a emplear esos recursos pero los hace objeto de una presentación descentrada, los pone en situación de extrañamiento al fundir en un discurso continuo recuerdos y confesiones con expresiones surrealistas y con frases hechas que se introducen para volverlas objeto de irrisión.
Si Bukowski disimula al máximo el trabajo manipulatorio sobre el discurso, Rivelli, por el contrario, subraya ese trabajo, no nos permite olvidar que los poemas en estado definitivo suponen la destrucción previa de muchos borradores. En este sentido también se nos recuerda que los textos están hechos con palabras: los conceptos a que éstas puedan remitir escapan al control del texto. En otras palabras, la referencialidad (o su falta) pasa a ser un problema del lector, si éste quiere considerarlo un problema; al autor la cuestión lo tiene sin cuidado.

A esta altura del paralelo que se viene estableciendo, surgen dos preguntas.
La primera: si Bukowski no es una influencia para Rivelli ¿qué autores sí habrán influido en él, al menos en lo que hace a Platos de agua, copas de fuego?
 No es nada fácil responder, pero creemos no errar demasiado si señalamos a Nicolás Olivari, Discepolín y Osvaldo Lamborghini, sin olvidar que detrás de esos nombres está el de François Rabelais, inspirador universal de todo esfuerzo por crear una lengua nueva y expresar con ella la imagen grotesca que la sociedad ofrece a ciertos poetas tan sensibles como impiadosos. Por otra parte, se trata, en los cuatro casos, de escritores que privilegiaron la reescritura, jerarquizaron la comicidad y produjeron para lectores inteligentes, siempre listos para completar eficazmente las obras a través de sus interpretaciones. En este sentido puede concluirse en que si el universo poético de Bukowski es de inspiración whitmaniana, el de Rivelli responde fielmente a la línea cervantina.
Segunda pregunta: si Rivelli se diferencia tanto de Bukowski ¿por qué dedica este homenaje, sin duda sentido, al viejo Hank?
Todos los tributos, especialmente aquellos en los que el autor compite con el homenajeado, producen la impresión inicial de una obra escrita a cuatro manos; para este caso se presumiría una coautoría Rivelli - Bukowski. Pero no es así, aquí hay un solo poeta, Rivelli; en cuanto a Bukowski es, nada más y nada menos que el tema de un poemario ensayístico acerca del fenómeno bukowskiano.
Dicho de otro modo, Rivelli no habla de un individuo que se emborrachaba, escribía novelas y poemas y solía armar escándalos en la tv. O sí habla de él pero además mete en el apellido Bukowski los clisés creados por la industria editorial, las críticas demoledoras de la literatura «culta», las conexiones del viejo con la Beat Generation y el realismo sucio y aun le queda lugar para incluir a dos tipos llamados Heinrich Karl y Henry Chinaski que, parece, tuvieron que ver, también, con el apellido en cuestión. Estos componentes son en realidad integrantes del fenómeno o sistema Bukowski en tanto dependen uno del otro al punto de perder sentido si se los toma por separado.
Rivelli se acerca a ese sistema con curiosidad, pero no con la curiosidad de un entomólogo sino con el interés que suscita una obra diferente, casi opuesta, que sin embargo se liga a la nuestra a través de una corriente empática. Y no queda todo ahí porque el interés del poeta lo lleva a introducir el fenómeno en su propia constelación lírica. Por motivos semejantes Poe frecuenta la obra de Borges y Borges la de Osvaldo Lamborghini.

Así, en Platos de agua, copas de fuego, Bukowski se juega unos boletos en el hipódromo de Palermo, cede su apellido a un bar del pasaje la piedad (sic), se multiplica hasta la ubicuidad para que ningún café, prostíbulo ni boliche de andén se vea privado de su presencia. El narrador (no Rivelli) habla de «buk», de «barfly», de «factotum», de rosas y autopistas y está despegando del cánon, del estereotipo, a todos esos seres y cosas que, al entrar a un nuevo contexto aparecen nombradas como por primera vez. Si Bukowski es el nombre de un sistema que sirve de tema a Rivelli, también se verifica un sistema rivelliano en cuanto al manejo de los intertextos.
Ningún texto, en Platos de agua... está consagrado de punta a punta a la evocación. La mayor parte de las veces Bukowski aparece recién al final de los poemas que parecían apuntar a otra cosa y que terminan como reescrituras crítico-creativas de los estándares que suelen usar apologistas y detractores para comentar la obra del «viejo». Un nuevo Hank recorre estas páginas sin dejarse ver por largos tramos. Cada tanto lo vemos asomar por detrás de una esquina para enseguida desaparecer de nuevo; o creemos verlo acercarse y resulta, después, que se trataba de alguien muy parecido.
Esta intermitencia que afecta a la aparición física de «buk» y que mezcla las alusiones directas con otras, muy oblicuas, a su persona o su obra y aun con referencias ajenas al escritor, se da por obra del narrador, una figura clave en este homenaje revisionista, recreativo y nunca remiso a la hora de mostrarse como texto de gran profunidad emocional.
El narrador, protagonista a su vez de muchos sucesos significativos, se nos presenta como un malabarista verbal, un admirador ferviente de «buk» -poco dispuesto, sin embargo, a interpelarlo mediante loas o panegíricos-  y el responsable de una re-creación de Buenos Aires próxima a la que Estanislao Balder nos propone en El amor brujo.

Hemos hablado más arriba de Platos de agua...  como de un poemario ensayístico. Habría que añadir que su calidad ensayística tiene dos alcances. Por una parte, en lo inmediato, Rivelli reescribe la obra de Bukowski cruzándola con la suya en un proceso dialéctico que no sólo implica competir con un escritor diferente sino también manifestar una abierta discrepancia con los fetiches y lugares comunes que la crítica parece haber impuesto como única lectura posible de la obra bukowskiana.
El otro alcance es más vasto, más ideológico.
Alguna vez Theodor Adorno presentó al ensayo como una especie de guerrillero que combate, al mismo tiempo, contra dos adversarios: la tiranía del pensamiento científico y la placidez de la abstracción filosófica.
«La más íntima ley del ensayo -dice Adorno- es la herejía. Por violencia contra la ortodoxia del pensamiento queda al descubierto lo oculto, en tanto el verdadero fin de la ortodoxia era mantenerlo secreto».
Quedaría decir que Platos de agua, copas de fuego es un poemario hereje, violentamente heterodoxo en tanto recupera por medio de un combate ensayístico la entidad escondida de una obra cuya promoción se basó siempre en la explotación de aspectos extraliterarios y en el sostenimiento de una marginalidad de utilería. Rivelli cambia, de una vez y para siempre, ese apuntalamiento hipócrita, editorialista, por una reivindicación construida con elementos estrictamente estéticos. Y si bien podríamos decir que esa vía de rescate era la única válida también deberíamos agregar que nadie, hasta hoy, hasta Rivelli, tuvo el valor ni el talento suficientes como para apostar por ella y salir ganando.



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