MÍSTICA FEMENINA MEDIEVAL
Reproducimos a continuación la siguiente nota
extractada de la página: http://temasmonasticocistercienses.blogspot.com.ar/2011/04/mistica-femanina-medieval.html
Atreverse a exponer notas comunes a procesos particularizados y diferentes
desarrollados por un tipo de personalidad tan peculiar como la de nuestras
místicas, capaces de establecer relaciones inmediatas con lo Absoluto, no
deja de tener algo de atrevido. Sin embargo, vamos a enumerar algunas notas
propias de la mística femenina que, a nuestro juicio, pueden resultar
significativas.
1.- La originalidad de la experiencia personal
Nuestras místicas son mujeres. Mujeres en un mundo en el que el poder y el
saber eran masculinos. Dios era masculino, y los intérpretes oficiales de su
Palabra también eran hombres. Pero es que, además, la escolástica desarrollará
para el saber religioso una noción de autoría que reafirmará aún más este
reconocimiento de la autoridad masculina en el campo de lo religioso. Solo en
los autores antiguos (los Padres) residía la autoridad. Los/las productores de
textos contemporáneos eran meros comentadores que avanzaban el conocimiento en
diálogo con los antiguos autores. Es decir, se utiliza la autoridad
de los antiguos autores (masculinos) para dotar a los textos nuevos de
autoridad. Se avanza en el conocimiento, pero siempre dentro de ese marco
referencial en el que la autoridad está en el antiguo autor. Esto supone que
para las mujeres se refuerza por doquier la tutela masculina: la de los
obispos, la de los abades, la de los directores, la de los confesores. Tienen
prohibido ahora acceder a traducir y a comentar la Escritura porque no entra en
el cuadro del conocimiento referencial (son “iletradas”)[1]. Y si no pueden
entrar en el marco referencial del saber, ¿restará también en el dominio
religioso siendo una criatura de Dios de segunda categoría?
Y sin embargo, nuestras místicas son conscientes de estar en el origen de
una experiencia de relación personal que se les impone, de tener algo que
decir, de ser “autoras”. Y es precisamente desde esta originalidad (de saberse
en el origen) de la experiencia que se les impone, no pueden dejar de dar
testimonio con el que avalar la veracidad de sus afirmaciones extáticas sobre
Dios. Sus escritos o los relatos biográficos (en el caso de las Vidas)
se fundamentan en el recurso a su propia experiencia como sujetos individuales
para justificar sus afirmaciones. En sus senderos místicos ser y decirse se
retro-envuelven[2].
Consecuentemente, en su experiencia personal no solo reside su autoría, sino
que también su autoridad. Por eso, aún siendo lectoras asiduas de la Biblia y conociendo, en muchos casos,
los escritos de los espirituales antiguos y contemporáneos, rara vez los citan [3]. Sus escritos
no se afirman en los antiguos autores, sino en su propia experiencia. Incluso
en sus afirmaciones más atrevidas sobre los grados de unión con la divinidad
que habrían alcanzado en esta vida. Son recorridos introspectivos e íntimos que
deshacen tópicos, abren nuevos horizontes y conducen a nuevas tomas de
conciencia.
La experiencia, y el lenguaje que la apodera, es percibida como envolvente
trama con el Absoluto, como único espacio capaz de consignar los fragmentos
luminosos de lo Indecible. Sorprendidas por la irrupción del Absoluto que
siempre tiene la iniciativa, las místicas toman conciencia de ser “una subjetividad
habitada” (según el modelo neoplatónico), de “padecer” a un Dios
que se aplica a la larga paciencia de una relación. Es como si vivieran su
experiencia en primera persona; pero comprendiendo que procede de Otro que se
brinda a la relación y que apremia a la espera de “algo” que se presenta a la
conciencia de otro modo. “Es necesario que me anuncie, si
verdaderamente quiero mostrar la bondad de Dios”[4]. La experiencia
mística se convierte así en la experiencia de la realidad del amor como acto de
entrega; como un acto de conocimiento en el que el alma se conoce porque es
conocida, ama porque es amada, y obligada, por la entrega de Dios. Retornando,
en fin, al origen de su donación para situarse dinámicamente dentro del flujo
vital del amor que fluye entre las personas de la Trinidad.
Y sin embargo, lo que más impresiona en el caso de la experiencia mística
femenina es que la acción divina no se desdeña en manifestarse a través del
lenguaje humilde del cuerpo sexuado de la mujer[5]. Al contrario.
Lo considera trámite adecuado de sentido de finitud, marginalidad, humildad, pobreza
criatural y, paradójicamente y por lo mismo, como premisa para ir al encuentro
de su plenitud, de una búsqueda de totalidad, de apertura potencial al
Absoluto. El cuerpo femenino se hace carne de lo invisible
y templo del Espíritu[6]. Un cuerpo
unido indisolublemente al espíritu por el que Dios se revela en el lenguaje
misterioso de la iluminación y del éxtasis y que abre a la mente horizontes
impensables de conocimiento de la verdad:
… no sé nada ni puedo escribir: sino solamente lo que he contemplado con
los ojos del entendimiento, ha resonado en los oídos de mi corazón y he sentido
por todos los miembros de mi cuerpo la fuerza del Espíritu Santo[7]
2.- El despertar de lo real
Sostiene Evelyn Underhill que la vía mística comienza propiamente con el
despertar del Yo a la conciencia de la Realidad Divina. Experiencia
habitualmente abrupta y bien señalada que va acompañada de intensos
sentimientos de alegría y exaltación[8]. Es como si el
sujeto emergiese de una existencia limitada y aparencial a un mundo superior,
el mundo del ser, el mundo de lo real. Como si
un Uno más grande agarrase su vida. Como si descubriesen que
su existencia reposara en un ens fundamental que le hace
posible y real [9].
El cristianismo ha llamado a esta experiencia “conversión”; que en
caso de la conversión mística es un acontecimiento particular
de iluminación nítidamente distinto de los anteriores y que, además, no es ni
preparado ni propiciado por ellos. Suele llevar implícita una súbita y aguda
percepción de una realidad luminosa y seductora jamás antes percibida así. La
conciencia cambia de súbito su percepción de lo ocurrente y un nuevo aspecto de
lo real se precipita en ella. Es un acontecimiento de “ruptura de
plano”, por el que Dios toca lo más nuclear del místico absorbiendo con su
amor su corazón. Se produce un registro inmediato y directo, por contacto
amoroso, con la realidad de Dios, que se hace sello cordial y claridad de
conciencia que visibiliza de novedad todo lo vivido y conocido. Que estaba ahí
y que ahora es conocido sin mediaciones en su misteriosa totalidad e unidad.
Dios fundamentando totalmente la realidad en amor y gracia[10].
En el caso de las místicas medievales este acontecimiento está nítidamente
consignado en la narración de sus itinerarios. En casi todas encontramos
enfatizado su momento cronológico: En el año del Señor mil doscientos
ochenta y seis, un domingo en la septuagésima, yo Perla, sierva de Cristo,
estaba en la Iglesia, en misa…(Margarita de Oignt)[11]; Cuando siendo
de 26 años de edad, en aquel lunes, para mi felicísimo, antes de la fiesta de
la Purificación de la Virgen, después de completas…(Gertrudis)[12]; Cuando tenía
solo 12 años fui saludada tan copiosamente por los dulces labios del Espíritu
Santo… (Matilde de Magdeburgo)[13]; Y cuando
tenía treinta años y medio de edad, Dios me envió una enfermedad… y en esto de
repente, vi correr bajo la corona la sangre roja… y comprendí que era él Dios y
hombre, quien sufría por mí, que era el quien me lo mostraba sin
intermediarios… (Juliana de Norwich)[14]; Y Ángela
de Foligno fecha su conversión en el viaje de Roma a Asís, después de la
segunda venida a la basílica, ante una imagen de Cristo: He visto una
plenitud, majestad inmensa, que no puedo describir. Me parecía todo bondad….
cuando se retiraba comencé a gritar y vociferar: ¡Amor desconocido! ¿Por qué te
vas? ¡Amor desconocido! ¿Por qué, por qué, por qué? Pero resultaban estas
palabras ininteligibles por quedar entrecortadas con los gritos. Entonces se
ausentó dejándome con la certeza, sin la menor duda, de que era Dios[15]. Y usando un
lenguaje erótico y atrevido nos dirá Hadewijch que “esta revelación fue
concedida a una criatura simple e iletrada, viviendo en su carne mortal, en el
año de nuestro Señor de 1373, el día 13 de mayo…todo esto me fue ordenado hace
cuatro años en la fiesta de la Ascensión por Dios Padre en el momento en que su
Hijo descendía sobre el altar. Al descender el me besó y con este signo quedé
marcada[16]
Pero una vez constatado este acontecimiento, no es de menos señalar la
reacción que en todas ellas propicia. En efecto, tal acontecimiento no se queda
en el arrobamiento metafísico o en la delectación de lo sublime;
sino que materializa en respuesta amorosa a la Realidad percibida.
Es el comienzo de una relación perentoria, personal y holista entre el sujeto y
la Vida Absoluta, porque para ellas la percepción íntima de lo divino hace
referencia al Amor. Las místicas no despiertan a un Dios
trascendente, sino inmanente. Despiertan a la realidad de un Dios que quiere
estar en íntima relación de amor con la criatura. Porque donde quiera que ellas
miren, más que percibir una insuperable belleza cósmica, lo que perciben es la
herida del Amor de Dios dentro de ellas. Entre las místicas y el Dios percibido
como real e interno se establece una toma y daca de amor personal que ya no
tendrá desenlace. Un punzante arrobamiento que nunca quisieran que se acabase y
que transforma tanto su enunciación teologal como su existencia vital. Que
Dios sea Dios para ti y que tú seas para él amor (Hadewijch)[17]. Estando
en Dios-hombre el alma vive…Una vez Dios me aseguró que entre él y yo, nada se
interponía. Desde entonces no hubo un solo día o en que no tuviese
continuamente la alegría (Ángela de Foligno)[18]. Pues me dio
tan dulce consuelo y me donó tan gran voluntad de hacer el bien que me pareció
estar toda transformada y renovada (Matilde de Magdeburgo)[19].
3.- Un desarrollo proceso en primera persona
Reconocido y narrado el acontecimiento fundante de la conversión como
implantación en la realidad divina, nuestras místicas saben, sin embargo, que
ninguna decisión tomada en un instante dado puede estar a la altura del apremio
de Dios. Que no se puede pretender haber respondido a su revelación de una manera
exhaustiva y definitiva. Al contrario, la manifestación divina es inauguración
de una historia dinámica marcada por los avances mensurables de una relación
personal. Es la marca de la historicidad inscrita en las temporalidades propias
de la existencia humana. .En este sentido, la mística es un ad-venir, un devenir, una aventura
constantemente propuesta por la relación con la Alteridad; de
un Absoluto que sorprende ofreciéndose en la densidad de una relación.
Este devenir místico, esta “vía mística”, adopta, en el caso de
las místicas medievales, dos tipos de expresiones literarias: los relatos
(autobiográficos o escritos por los confesores, las “Vitae”) y la
sistematización literaria de pasos o grados de identificación/unión con Dios.
Los relatos autobiográficos son las fuentes directas[20] para
conocer el itinerario vital particularizado de cada mística. Ya el mero hecho
de narrarse en proceso presupone, para la escritora mística, reconocerse en
camino, viatora hacia el encuentro de una plenitud ansiada y
nunca agotada. Plenitud que solo será alcanzada si la mística consigue hacer de
sí un éxtasis completo en la identificación amorosa con lo
divino. La historia existencial de cada mística es pues, el itinerario
somático-espiritual-relacional recorrido hasta la perfecta consumación en el
Amor de Dios.
La nomenclatura utilizada para describir este recorrido depende de las
influencias culturales y espirituales del círculo de cada mística antes
apuntadas: se puede utilizar el lenguaje erótico del Cantar o
el lenguaje del amor cortés trovadoresco o el lenguaje visionario; pero todos
quieren expresar el mismo proceso continuo que supone la perfecta consumación
del Amor de Dios en una persona, en su cuerpo, en su identidad y singularidad
irrepetible. Las escritoras místicas no nos muestran a Dios en espíritu, sino
en su cuerpo, con su lenguaje, en su historia. Porque el Dios de las místicas
es el Dios cristiano, el Dios “corporalizado”, el Verbo encarnado, con
el que se relacionan, al que se unen y el que las salva.
En el caso de la sistematización literaria del itinerario (los tratados
místicos propiamente dichos) hay que decir que las místicas han sabido
reflexionarlo, conceptuarlo y argumentarlo (y en muchos casos narrarlo
magistralmente) desde su propio proceso personal. Ángela de Foligno señala
que había experimentado en sí misma treinta pasos o cambios que hace el
alma avanzando por el camino de la perfección[21]. Hadewijch
en su carta 20 describirá las 12 horas del Amor por las que
Dios se descubre progresivamente a sus amantes[22].
Beatriz Nazareth, por su parte, sistematizará en un pequeño tratado casi
poemático “Siete formas de amor que provienen de lo más alto y a lo más alto
vuelven”, el camino ascendente sin ataduras del alma, fundamentado en su
propia experiencia[23].
Dios es experimentado, Dios es vivido, Dios es narrado. Cuerpo, historia,
directriz. Dios no fuera-de-este-mundo, sino en-ellas.
4- Una ardiente pasión
Comenzado el itinerario por Dios hacia Dios ¿qué es lo que lo mueve? El
deseo: instinto ardiente de amor para alcanzar la unión con el Amado. El deseo
de amor y el deseo de conocimiento del Amado experimentados de forma
apasionada.
En las místicas todo empieza con el deseo[24]. Apasionadas
amantes del Amor, utilizan lenguaje de enamoradas. Suspiran, penan por el
Amado, se sienten atraídas por su belleza, abandonadas, o desconsoladas cuando
se ausenta. Y esto de forma eminente porque su amor es más ardiente, porque su
Amado es mucho más real. Le vi y le busqué; le tuve y le desee (Juliana
de Norwich). Y es que, para las místicas, no es posible un perfeccionamiento de
la relación de amor sino es objeto de deseo. Este solo puede ser suscitado si
es descubierto como una especie de gracia, como un don cuya
fuente se desconoce, pero que nos “sobreviene” y nos introduce en un estado de
admiración y asombro. Desean, porque se han abierto a la sorpresa de un amor de
Dios del que ahora son conscientes; que estaba ahí pero que ahora se ha
manifestado. El deseo es, pues, la respuesta personal a la certeza maravillada
de saberse amadas; el impulso de su búsqueda y el receptáculo colmado de la
unión.
Cuando alguien por encima de todas las gracias y todos los sufrimientos,
desea… alcanzar de Dios la bienaventuranza, le dice el Señor: Espérame. Él le
responde: Amado Señor, no quiero consumir en vano mi deseo, por eso me uno a ti
de buena gana. Contesta el Señor: Tengo tu deseo antes de que comenzara a
existir el mundo: yo te deseo a ti y tú a me deseas a mí. Cuando dos deseos se
unen en un mismo ardor se realiza el amor perfecto[25].
Pero el deseo es también, en palabras de Hadewijch, “la virtud que nos
hace libres”; es decir, el quid fundamental de resistencia por el que las
místicas acceden intrépidas a espacios de búsqueda, libertad y conocimiento en
Dios aún fuera de los cauces religiosos al uso. Este anhelo ardiente de amor en
femenino (carnal e inmediato, sin escisión entre lo físico y espiritual)
encendido por Dios mismo y que solo Dios puede colmar, nadie lo puede contener.
Sería como tratar de “detener los esfuerzos de una mujer cuando está en
parto”. Porque, ¿cómo no amar al Amor?, si …“En lo más profundo de su
Sabiduría aprenderás lo que es él y qué maravillosa suavidad es para los
amantes habitar en el otro…gozan recíprocamente uno del otro, boca con boca,
corazón con corazón, cuerpo con cuerpo, alma con alma, y una misma naturaleza
divina fluye y traspasa a ambos. Cada uno está en el otro y los dos pasa a ser
la misma cosa y así han de quedar”[26]. Y ¿quién
podrá reprimir desear a este Dios que así se ha experimentado?
5.- El
cristocentrismo
Lo decíamos antes, Dios no es para nuestras místicas ninguna sublimidad
metafísica, ninguna especulación teológica. Dios es Cristo, el Dios
humanado al que experimentan y reconocen con todo su cuerpo. Frente a la
abstracción teológica, las místicas contrapusieron la concreción de la humanidad de
Jesucristo en la historia del mundo. Colocaron en el centro de su adoración
todo lo tocante al cuerpo adorado de Cristo[27].
Con clara raíz neo testamentaria[28] Cristo es
para ellas, el Mediador entre Dios y los hombres, (Ego sum via). En
cuanto Dios es el Verbo eterno, Mediador de la creación y semejanza de
las criaturas con Dios. En cuanto hombre, es el Verbo encarnado, mediador de la
redención y de la vida espiritual que diviniza al hombre. Por eso, el camino
místico consiste en la progresiva semejanza con Jesucristo, y
su final es participar en esa unión de la naturaleza humana con la
divina que en él se realizó paradigmáticamente[29]. Asemejarse a
Cristo en su divinidad representa experimentar la unión y su
gozo. Pero asemejarse a Cristo en su humanidad reclama la imitatio
Christi, es decir, seguir su voluntad y seguir su camino de entrega,
sufrimiento y muerte.
Por otra parte, el cristocentrismo de las místicas medievales asume dos
notas peculiares en el caso de las místicas de tradición cisterciense.
Primera, la devoción a la humanidad de Cristo centrada en su corazón. Ya
en la vida de Santa Lutgarda se nos relata la primera aparición del Corazón de
Jesús traspasado[30], pero será
Santa Gertrudis donde la devoción al Corazón de Jesús es exponencial. En
efecto, para Gertrudis el corazón de Jesús es Jesús mismo revelando al ser
humano “lo escondido de los secretos”; es decir, una inteligencia más
grande y profunda de su interioridad más íntima que no es otra cosa que la
superabundancia y maravilla de su amor-ternura (Pietas). El corazón como
símbolo del amor de Cristo es lugar soteriológico donde la mística tiene plena
experiencia de Dios y de su infinita ternura encarnada. Espacio donde las místicas quieren perderse y ser encontradas[31].
Segunda, una idea se suplencia. En efecto, las místicas
cistercienses (Gertrudis y las dos Matildes) tienen una clara conciencia de
que su falta de méritos para su salvación es suplida por
los infinitos méritos de Cristo.
Experimentar a Cristo y su amor divino humanado supone, además, un
desbordamiento de los sentidos espirituales, o lo que es lo mismo, encender
todas las dimensiones corporales de la recepción de lo espiritual.”Oh
solsticio eterno, morada segura, lugar deleitoso, paraíso de delicias, bañado
por ríos de inestimables caudales, tu regalas con suaves músicas espirituales y
recreas suavemente con dulce melodía, exquisitos perfumes, dulzura meliflua de
sabores interiores y transformas las caricias en abrazos… ¡Oh, cómo decir qué
ve, qué entiende, qué respira, qué gusta, qué siente!”[32]. Y es que
Cristo lo desborda todo.
Y finalmente, otra consecuencia de la centralidad de la humanidad de Cristo
es la devoción eucarística por la que nuestras místicas en sentido literal, no
metafórico, se nutrían del cuerpo y la sangre de Cristo. En la hostia, en el
momento de la elevación, ve Ángela de Foligno los ojos hermosos e intensos de
Jesús[33]. Gertrudis cae
a menudo en éxtasis después de la comunión. Ida de Nevilles se hace monja
cisterciense para tener el privilegio de comulgar con más frecuencia. En fin,
comer el Cuerpo de Cristo es la manera más ajustada de responder a la exigencia
de adecuación entre el plano real y simbólico de la unión de lo divino con lo
humano y permite a la mujer mística dar rienda suelta a una afectividad en la
que el cuerpo está absolutamente implicado.
6.- Las visiones
Casi todas las místicas medievales han tenido experiencia visionaria.
Evelyn Underhill cataloga las visiones en tres tipos según el grado de
externalización, por parte del sujeto, de las intuiciones percibidas en el
interior de la conciencia: visiones intelectuales (las más
espirituales, íntimas e inefables, recibidas por el entendimiento sin base
física, ni discurso oral), imaginarias (las más simbólicas, son
iluminaciones recibidas por el entendimiento) o corporales (percibidas
por el ojo humano, descritas como reales, pero introducidas por un “como si”
que nos revela su inconsistencia material)[34]. En nuestras
místicas encontramos los tres tipos: las visiones intelectuales de Cristo son
comunes a todas ellas; las visiones imaginarias las encontramos en los sueños
poéticos de Matilde, las alegorías visionarias de Hadewijch o los “matrimonios
místicos” y las visiones corporales en Juliana de Norwich, por ejemplo;
pero también encontramos visiones proféticas en el caso de Hildegarda.
La visión es una locución, una pretensión de decir lo
Inefable. Un esfuerzo de la mente humana profunda para mostrar la verdad a
la inteligencia superficial[35]. Tiene, pues,
una función mediadora: explicar la experiencia acontecida como revelación. Las
visiones son como un velo que separa y une la palabra y lo inefable. Sirven
para transmitir lo que acontece en ese mundo imaginario, en esa “tierra de las
visiones” (Henry Corbin) que no pertenece ni al cielo ni a la tierra; sino que
está situado en el corazón del orden simbólico, lugar de la mediación, y al que
las místicas acceden mediante su mirada interior, “el ojo del entendimiento”
que contempla y ve.[36]
Las visiones, en cuanto género literario, suelen tener una estructura
determinada. A menudo comienzan con una referencia a un contexto litúrgico o a
la situación anímico-espiritual de la mística. Tras este preámbulo se nos
relata una experiencia de otro nivel a la que se accede con una fórmula
introductoria del tipo “Y se me apareció” o “fui tomada en
el espíritu” y a partir de aquí una serie de imágenes figurativas o
simbólicas que visualizan imaginativamente chispazos de entendimiento que se
proyectan en su espíritu. Todo ello de un modo descriptivo, intenso y profundo;
inventando imágenes y grandes y bellas arquitecturas. Por último, la visionaria
“regresa a sí misma”, es decir, a la realidad de lo aparente[37].
El objetivo final de las visiones no es la observación y narración gregaria
de los acontecimientos visionados, sino declarar la revelación mediante la que
la mística cobra conciencia de lo Absoluto y mostrar, además, el proceso de
perfeccionamiento, que iniciado y conducido por Dios mismo, lleva a identificar
esencialmente en amor a Dios y a la visionaria. La visión obliga, pues, una
transmutación interior por elevación de todo el yo a la condición en que tiene
lugar la unión consciente y permanente con el Absoluto. Y es que las visiones
no son verdaderamente místicas sino acaban en la más noble de las pasiones, la
pasión de la perfección por el amor; sino empujan a un impulso hacia la
perfección moral. Quien ha entrevisto lo Perfecto, se siente incitado a ser
perfecto.
La experiencia versus la profecía
La mística no es jamás la arrogante persecución de goces sobrenaturales, de
iluminaciones sublimes o inefables deleites; ni tan siquiera la búsqueda del
éxtasis de la unión con el Absoluto. La mística es el despertar a la conciencia
de una Realidad que trasciende el mundo normal de lo aparente. Es ojo para
ver la Creación en dolores de parto de esa Vida trascendente, real y eterna
aquí solo intuida e iniciada. Y ser
místicas es en consecuencia, ser parteras, tomar parte
en los gozosos dolores de la creación hasta su alumbramiento en Dios porque que
el amor impele su afirmación exterior y, por tanto, la atención al mundo y la
mirada misericordiosa sobre el ser humano. Y esto en dos senderos. En el
antropológico, las místicas son modelo de la conciencia espiritual humana que
ha alcanzado la transfiguración hasta su condición filial. En el histórico,
buscando influir a la construcción de lo secular a la luz de los vislumbres de
la verdad de Dios. Las místicas nos devuelven a la vida cotidiana para
transfigurarla en su realidad, para que sea ya aquí y ahora lo que ya saben que
será. El componente profético es, pues, inherente, a la vía mística.
En el periodo medieval aunque a las mujeres no se les reconociera ningún
derecho en la jurisdicción eclesiástica, sin embargo a la mística femenina si
se le reconoció un componente profético. Santo Tomás de Aquino consideraba que
las mujeres eran incapaces de recibir órdenes sagradas pero capaces de recibir
el don más valioso de la profecía[38].
¿Cuales son, a nuestro parecer, las notas carismáticas más
destacables de la literatura mística femenina del medioevo?
Tener que escribir (forzadas por el
Espíritu)
Nuestras místicas son escritoras, sujetos de
enunciación muy conscientes de su capacidad y derecho de escribir. Sus escritos
bastarían por si solos para ocupar un lugar en la literatura (muy a menudo, son
los primeros escritos en su lengua vernácula) y reivindicar una palabra
original que decir[39].
Pero siendo muy conscientes de esto, estas mujeres escritoras son aún más
conscientes de su propia aventura espiritual, de que son visitadas por la gracia y
que se les “impele” a objetivar mediante la producción de un texto lo
recibido[40]; que no pueden
dejar de difundir la verdad de Dios que así se les ha manifestado. Su escritura
es presión arrolladora, es acertar a dejar aflorar las audacias del Espíritu
Santo en el ser humano. En efecto, nuestras místicas reciben del Espíritu la
función de escribir y, viceversa, escribir es para nuestras místicas, no tanto
ejercer de autoras (que sí) como obedecer al Espíritu Santo[41]. Escritoras,
por tanto, a las que Dios quiere hacer escribir. Autoras que apelan
directamente a la divinidad reconocida en sí mismas como pauta y medida para
decir su experiencia y crear así un espacio de libertad para ser y decirse.“Y
me ordenó una cosa de la que frecuentemente me avergüenzo, porque tengo
presente mi gran indignidad: impuso a este vil gusano por el corazón y la
palabra divina escribir este libro- escribe Matilde de Magdeburgo. Y
pidiendo a Dios un consuelo ante una amonestación humana que la había turbado
le dice: Señor estoy turbada… me sedujiste al mandarme escribir. A
lo que el Señor contesta: En manera alguna te turbes pues la verdad no
puede extinguirse ni agotarse… El libro es triple y se refiere a mí. El
pergamino que lo envuelve designa mi humanidad… Las palabras escritas indican
la admirable divinidad… La voz de las palabras anuncia mi Espíritu vivificante…
Mira ahora todas estas palabras, que manifiestan gloriosamente los secretos de
mi sabiduría, y no desconfíes de ti misma”[42].Y en parecidos
términos se expresa Margarita de Oingt: “Por esta razón ruego a los que
lean este escrito que no saquen la equivocada conclusión de que yo presumo de
escribir esto, pues debéis pensar que no tengo sentido ni instrucción que me
permitiera sacar esto de mi corazón o escribir sino otro modelo, si la gracia
de Dios no lo hubiera obrado en mi. Y lo mismo testimonia
Hildegarda: “Oh frágil ser humano, ceniza de cenizas y podredumbre de
podredumbre…anuncia y escribe estas visiones, no según las palabras de los
hombres,…ni según la forma de su composición, sino tal como las ves y oyes en
las alturas celestiales y en las maravillas del Señor; proclámalas como
discípulo que, habiendo escuchado las palabras del maestro, las comunica con
expresión fiel… Soy yo quien ha decidido todo antes del comienzo del mundo.”[43]
Pero además las místicas no escriben para ellas solas, preocupadas por las
que las rodean se embarcan en una relación pedagógica y en una
transmisión activa: escriben para enseñar desde la propia
experiencia. Sus obras son tratados mistagógicos, didácticos, que pretenden
comunicar y enseñar; conducir las almas por el laberinto espiritual del
ascenso/descenso hacia Dios, a estimular a una vida de amor[44]. Se presiente
con claridad la eficacia del texto, de la letra, de la palabra[45]. Y se dirigen,
paradójicamente, a un espectro social que los textos denominan illiterati
(no versados en la escritura, simples), fundamentalmente mujeres y hombres
laicos, pero también a los religiosos, activos y contemplativos. Es decir, a
todos los que puedan entender los textos desde su experiencia.“Hijos de la
santa Iglesia -dice Amor- por vosotros he hecho este libro, a fin de que
oigáis, para valorar mejor, la perfección de la vida y el estado de paz que
puede llegar en virtud de la caridad perfecta la criatura a la que le es
concedido este don de la Trinidad[46]. “Todos los
desolados y turbados encontrarán consuelo en este libro. Todos los que admitan
otro consuelo distinto encontraran mayor turbación en lo que aquí se dice[47].
Por otra parte, los escritos de las místicas pretenden decir lo inefable de
Dios. Nacen de una interiorización, de una búsqueda de identidad, de un ensayo
de ser ellas mismas en sus textos un espejo de lo divino, un canal. Paradójica
única vía posible para decir lo indecible y alcanzar libertad. Por eso tienen
que inventar el lenguaje que de antemano saben que se les queda corto. Y es que
el amor desborda los límites del lenguaje; las palabras parecen mentira y
blasfemia porque Dios-Amando no puede ser explicado: “lo que digo lo
destroza todo” (Ángela de Foligno). “Es como poner precio a
cosas que no se podían hacer, pensar y decir, como haría aquel que quisiera
encerrar el mar en su ojo, llevar el mundo sobre la punta de un junco, o
iluminar el sol con un farol…”(Margarita Porete)[48].
Al escribir se saben liminares, mendigando palabras para decir lo que no puede decirse, y sin
embargo encontrando justamente ahí, en la palabra, la interpretación y el punto
de partida para entenderse a sí mismas; la forma de apropiarse de la
experiencia que hace ascender el camino hacia Dios. Porque como
afirma Margarita de Oingt “si ella no lo hubiera puesto por
escrito, habría muerto o se habría vuelto loca” [49].
La libertad de
la Verdad
Implantadas en la Realidad descubierta como ofrecimiento gratuito de unión
con el Dios Absoluto, Amor y Amante, la consecuencia directa es la libertad.
Las místicas son desde la verdad de Dios, sobrecogedora y amada, mujeres
libres.
Esta Alma –dice Amor- es libre, más libre, muy libre, insuperablemente
libre, en su raíz, en su tronco, en todas sus ramas y en todos sus frutos de
sus ramas. Tiene llena su medida de libertad, cada costado tiene su jarra
llena. Si no quiere no responde a nadie fuera de su linaje… por ello quien reta
a un alma así no la encuentra: sus enemigos no tienen respuesta[50].
Libres y desafiantes en la conciencia de sí mismas, como se aprecia en el
epistolario de Hildegarda, que inspirada por aquella Luz Viviente amonesta
las corrupciones de reyes y Papas[51]. Y libres
también para resistir el poder arbitrario de la jerarquía de la Iglesia. Baste
recordar el pleito de Hildegarda con los prelados de Maguncia por haber
sepultado en el monasterio el cadáver de un caballero excomulgado. El clero de
Maguncia le conmina a que exhume el cadáver y lo saque del recinto monástico.
Hildegarda, anciana de 80 años, se niega. Los jerarcas amenazan con la
excomunión tanto de ella como de su comunidad. El problema se plantea como un
conflicto entre obediencia y conciencia. Hildegarda se mantiene impertérrita
amparándose en el mandato divino para que no lo haga. Y la comunidad cae bajo la
pena del interdicto: se prohíbe la comunidad cantar el Oficio Divino. El dolor
de Hildegarda fue enorme, pero no rectificó. En una carta dirigida a los
jerarcas sorprende ver que no plantea la defensa de su postura en una falta de
culpabilidad por hecho cometido, sino en la injusticia y la desproporcionalidad
de la pena a ellas aplicadas. Como un acto de poder, Hildegarda respondió con
la autoridad que le daba su conocimiento de la voluntad de Dios[52].
Pero nuestras místicas son libres, sobre todo, para concebir y expresar la
espiritualidad de un Dios distinto (afectivo, personal, interior e inmediato).
Libres para hablar de sus experiencias espirituales. Libres para enunciar una teología en lengua materna
desde una concepción diversa del poder de la razón. Teología que parte desde
una aproximación diferente al texto sagrado y desde la utilización de una
palabra primaria[53]que utiliza lo
más espontáneo e inmediato del lenguaje, y que ya no pasa por el instrumento
convencional del intelecto. Porque, en efecto, mientras la razón masculina eclesiástica se acerca a la Escritura
mediante la exégesis colocando el texto sagrado bajo el régimen de la razón
y de la mediación (masculina) de la autoridad referida; las
místicas colocan su experiencia
(femenina), es decir, el saber práctico y experimental, al costado de la
Escritura.
Su experiencia personal es para ellas escritura corporaldel
Espíritu Santo y, por lo tanto, está a la altura de la misma Escritura[54]. La
experiencia es prueba de la fuerza operativa del Espíritu Santo en la historia
humana, de que la realidad histórica esta abierta a la trascendencia pero desde
su propio interior. ¿Qué consecuencias tiene esta postura ante laautoridad del
texto Sagrado? Una ganancia de libertad, un reconocimiento de que el Espíritu
no está fijado (actúa cuando quiere), un situarse “por encima, no contra de
la ley” y no intentar, además, que el texto responda a nuestras
precomprensiones racionales. Todo ello minaba desde dentro el régimen de la
mediación eclesiástica fundamentada en el régimen lingüístico de la lengua
escrita/ lengua hablada, y en una tradición de cultura docta exclusivamente
masculina[55]. Por eso, sin
caer en el riesgo de la heterodoxia[56], el surgir de
la experiencia carismática femenina representaba también un cambio en la
autoridad y del sentido de la ortodoxia. Un sentido más confiado, más ligero,
de la verdad dogmática, hasta hacer de esta (por ejemplo en el tema de infierno
y del pecado) un elemento de concertación entre la mística y Dios[57]. Su saber de
Dios no es pues, reflexión sistemática y académica. Tiene impronta de
itinerario, de camino, incluso fragmentario, argumentativo y narrativo. Porque
no parte de conceptos abstractos, sino de vivencias.
Lo femenino
como develamiento de Cristo
Conscientes de su fragilidad, las místicas no pusieron en discusión la
visión antropológica medieval de que la mujer o lo femenino son el símbolo de
la parte física, concupiscente y material de la naturaleza humana, en
contraposición al hombre, símbolo de lo espiritual y racional. Cuya
consecuencia era destacar la debilidad estructural de la mujer y, por lo mismo,
la necesidad de sumisión y su exclusión social.
Pero desde el vigor asombroso de una conciencia muy fuerte de un Yo que se
sabe elegido para una misión, las místicas se sirvieron de esta dicotomía para
demostrar que Dios había elegido en
Cristo revelarse, precisamente, a las mujeres. Porque Cristo, Dios humanado
y sufriente, asumió y amó la debilidad y
el dolor; la inferioridad y la vulnerabilidad como lugar teológico de la
revelación. Si la Encarnación había comenzado bajo el signo de la
necesidad, de la pobreza, de la deficiencia, ¿quién mejor que el cuerpo de la
mujer podía ser símbolo mismo de la humanidad redimida?
Porque muchas veces Dios omnipotente- señala el
hermano Enrique a propósito de Matilde de Magdeburgo-escogió lo débil del
mundo para confundir a los más fuertes. Por tanto, que nadie se sorprenda ni
pierda la fe si Dios en el tiempo de la gracia renueva los prodigios revelando
sus misterios al sexo débil.
Las mujeres místicas, pues, contra el topos cultural,
reivindicaron su cuerpo inventando un cuerpo místico, diferente; un cuerpo que
participaba por entero del acontecimiento espiritual, que apela ampliamente a
los sentidos y a una dinámica vehemente de la vida sensorial. Lo visual, lo
auditivo, todos los sentidos corporales, son convertidos en sentidos
espirituales que intentan transparentar el exceso delicioso de la experiencia
del anonadamiento de sí, el fervor del deseo, el desfallecimiento y el delirio.
Cuerpo-receptáculo dócil, propicio para el amor; terreno elegido y particular
para “hablar de Cristo”, para manifestar su amor.
Esta predilección de lo femenino como velo transparente de revelación
humanada de Cristo, como lugar dentro del cual mora Dios, lleva a las místicas
al empleo de expresiones atrevidas (el intercambio de corazones, la
penetración en las llagas) que intentan explicar el traspaso total de una
existencia centrada en el yo, a la entrega y abandono en brazos del Dios
hombre, a la asunción de la pobreza radical de aceptar la lógica desposesiva
del amor. Cada mística visiona, experimenta y padece una vinculación de su ser
creatural con Cristo que no puede dejar de anunciar como sustancial a todo
hombre y a la creación. Cada una pone su acento y su expresión. Cada una es
una traza de Cristo reflejada en un alma particular y
original. Espejo nítido en el que Dios se refleja, ciudad gloriosa en la
que habita Dios.
Pero en este ámbito hay una nota que especialmente nos gustaría
resaltar. El hecho de que dos
de nuestras místicas se hallan atrevido a expresar la atrevida imagen teológica
de que la segunda persona de la Trinidad es nuestra Madre.
Juliana de Norwich lo expresó claramente:
Y la segunda
persona de la Trinidad es nuestra Madre en cuanto a nuestra naturaleza en
nuestra creación substancial: en él estamos fundamentados y enraizados y el es
nuestra Madre de misericordia al haber asumido nuestra sensualidad[58].
Y también para Margarita de Oingt Jesucristo es nuestra verdadera
madre; el embarazo toda su vida, y el
parto su muerte en la cruz:
¿No eres tú mi madre y más que mi madre? La madre que me llevó sufrió el
parto un día o una noche, y tú, hermoso y dulce Señor, fuiste humillado por mí,
no una noche o un día solo, sino que sufriste más de treinta años… cuando se
acercó el tiempo en que debías parir, fue tanto el sufrimiento, que tu santo
sudor fue como gotas de sangre que corrían por tu cuerpo hasta la tierra
¿Exuberancia verbal o hitos de la revelación del éxtasis? ¿Una vuelta de
tuerca en nuestros conceptos sobre Dios que nos obliga a tomar conciencia de
que decir a Dios es como “llevar
el mundo sobre la punta de un junco”, tratar de explicar lo
inexplicable? ¿De que nuestro saber de Dios solo puede ser analógico y que a
los seres humanos solo nos queda vivir en Dios y para Dios formando el cuerpo
de Cristo en el Espíritu? No lo sabemos. Pero las imágenes no dejan de ser
sugerentes: Cristo humanado asume para develarse la sensibilidad, tan
denostada, del cuerpo femenino…, Cristo revelándose desde la expresión corporal
de “donación” más específicamente femenina: el embarazo y el parto…
Imágenes liberadas del tiempo, de la razón, de lo “correcto”…,
riquezas de intuición que superan la mediación del raciocinio; que no tratan de comprender,
sino de conocer y amar. Misión que confiada por Dios a la mujer
mística, depositaria de una palabra que está siempre en trance de ex-clamarse.
_____________
-Notas-
[1] La conciencia de iletradas es un pretexto formal en
muchos de los escritos de nuestras místicas. Son conscientes de que su conocimiento no
se puede encuadrar en el saber masculino, pero no por eso dejan de
escribir. “Ay, Señor, si yo fuera un hombre religioso y letrado, y
hubieras obrado en él esta gran maravilla, recibirías por ello eterno honor.
¿Quién podrá creer que en una casa inmunda has construido una casa de oro…? De
este modo, señor, la sabiduría terrenal no sabrá encontrarte. Matilde
de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, 47.
[2] “La experiencia me hace
cierta”, Teresa de Cartagena.
[3] En los escritos de Hadewijch se detecta la presencia de al menos tres
autores: Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint Thierry y Ricardo de Saint
Victor. Sin embargo, el único que es citado de forma explícita es Bernardo.
[4] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los
corazones, 44.
[5] En la mística cristiana, a diferencia de las místicas orientales, la
cuestión del cuerpo es esencial.
[6] Cf. A. Bartolomei Romagnoli; La cuestión del cuerpo en la
mística femenina medieval, en El dulce canto del corazón, 41-66.
[7] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los
corazones, 45.
[8] Cf. E. Underhill, La mística. Estudio de la naturaleza y desarrollo
de la conciencia espiritual, Madrid 2006, 203-229.
[9] Cf. P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro, Madrid
1983, 542.
[10] Cf. K. Saratxaga, Místicas cistercienses, 205.
[11] Margarita de Oingt, La mirada interior, 296.
[12] Gertrudis de Helfta, Mensaje de la misericordia divina, 49.
[13] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los
corazones, 38.
[14] Juliana de Norwich, Libro de visiones y revelaciones, 45.
[15] Ángela de Foligno, Libro de la vida, 51-52.
[16] Hadewijch de Amberes, Dios, amor y amante. Las cartas, XVII, 119.
[17] Hadewijch de Amberes, Dios, amor y amante. Las cartas,
XII, 86.
[18] Ángela de Foligno, Libro de la vida, 107.
[19] Margarita de Oingt, La mirada interior, 296.
[20] Consideramos a las Vidas escritas por los confesores
fuentes indirectas. Porque a pesar de las protestas de veracidad de los
escribientes en la mística “solo conoce el que lo sabe”.
[21] Ángela de Foligno, Libro de la vida, 33
[22] Hadewijch de Amberes, Dios, amor y amante. Las cartas,
XX, 134-140.
[23] Beatriz de Nazareth, Siete formas de amor, en Flores
de Flandes ,241-274.
[24] El deseo es la inaugural y primera forma de amor de
las descritas por Beatriz: atracción poderosa a recobrar la pureza, la nobleza
y la libertad; tensión entre el ser actual y su ideal.
[25] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los
corazones, 371.
[26] Hadewijch de Amberes, Dios, amor y amante. Las cartas,
IX,
[27] Cf. C. Papa, “Tra il dire e il fare”: búsqueda de identidad y
vida cotidiana, enReligiosidad femenina: expectativas y realidades
(ss. VIII- XVIII), 83-85.
[28] 1Tm 2,5.
[29] Cf. A. Mª. Martín, La devoción a la humanidad de Cristo y
mediación espiritual, enMística cisterciense, 133-154.
[30] Vita Lutgardis, I, 12.
[31] Cf. K. Saratxaga, Místicas cistercienses…, 223-224.
[32] Gertrudis de Helfta, Mensaje de la misericordia divina, 63.
[33] “En otra ocasión contemplé a Cristo en la Hostia consagrada.
Aparecía hermoso y lleno de majestad. Semejaba un niño de doce años de edad”.
Ángela de Foligno, Libro de la vida, 55.
[34] Cf. E. Underhill, La mística. Estudio de la naturaleza y
desarrollo de la conciencia espiritual, 321-322.
[35] Cf. E. Underhill, La mística. Estudio de la naturaleza y desarrollo
de la conciencia espiritual, 318.
[36] Cf. V. Cirlot y B. Garí, La mirada interior. Escritoras
místicas y visionarias en la Edad Media, 261-267.
[37]Cf. Flores de Flandes, 13-15.
[38] Cf. M. W. Labarge, La mujer en la Edad Media,
55.
[39] Las siete formas de amor de Beatriz, Las cartas y
poemas de Hadewijch, La luz resplandeciente de la divinidad de
Matilde de Magdeburgo y El espejo de las almas simples de
Margarita Porete, bastarían para reivindicar una espacio original, una palabra
dicha de modo completamente distinto que en literatura.
[40] La mayoría de las místicas reconocen “la fragilidad de las
virtudes de su sexo”(Gertrudis) y pretextan su falta de cultura a la hora
de ponerse a escribir.
[41] Hildegarda afirmaba de si misma ser recipiente del Espíritu Santo.
[42] Cf. Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los
corazones, Pról., p. 38-47
[43] Hildegarda de Bingen, Scivias: Conoce los caminos, Madrid
1999, 15.
[44] Las Cartas de Hadewijch muestran una función
didáctica específica; con el empleo de la expresión querida niña se
refiere a alguien que tiene algo que aprender. Es expresión afectuosa de la
relación maestra discípula. También a Ángela de Foligno sus contemporáneos le
reconocieron el título de Magistra.
[45] Margarita Porete “quiso que sus prójimos encontrasen a
Dios en ella a través de sus escritos y sus palabras”.
[46] Margarita Porete, El espejo de las almas simples, II,
p. 70.
[47] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los
corazones, Pról., p.49
[48] Margarita Porete, El espejo de las almas simples,
XCVII, p. 171.
[49] Cf. Margarita de Oingt, Páginas de meditaciones, en La
mirada interior, 4.
[50] Margarita Porete, El espejo de las almas simples, LXXXV, p.
158.
[51] Se escribe con los emperadores Conrado y Federico Barbarroja a los
que amonesta y lo mismo al papa Paschalis, a quien en 1164 escribió
dos cartas en tono profético y amenazador. Cf. R. Pernoud, Hildegarda
de Bingen. Una conciencia inspirada del siglo XII, Madrid 1998. Y lo
mismo podemos decir de Matilde de Magdeburgo ( o de Hadewich) denunciando con
virulencia los defectos del clero, del imperio y de la orden dominicana.
[52] Cf. M. Marinengo, La armonía de Hildegarda. Un epistolario
sorprendente, enLibres para ser, 40-43. También J. Lorenzo
Arribas, “Ovnis ecclesia in symphonia sonet”. Canto y conflicto en
Hildegarda de Bingen, en La escritura femenina. De leer a
escribir II,Madrid 2000, 25-60.
[53] En sentido de telúrico como “el grito” de Ángela de Foligno.
[54] “Estas palabras sobrepasan la Escritura” dirá el
personaje de la Iglesia pequeña de Margarita Porete.
[55] Cf. L Murazo, Margarita Porete, Teóloga en lengua materna, en La
escritura femenina. De leer a escribir II, 83-94.
[56] Margarita Porete cae en el exceso de no reconocer ninguna autoridad
masculina entre ella y Dios.
[57] Juliana de Norwich llegará a descubrir “que el pecado no es nada
ante Dios”.
Etiquetas: Ensayos
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