jueves, agosto 27, 2020

Lelé Santilli*: Tres Poemas







Me lo venía diciendo de distintas maneras,
pero todas tenían tanta religión
melaza engrudo ocultando a mis ojos
la moralina propia y ajena
que no me daba cuenta
-no escuchaba-
el deseo empastado bajo el cuerpo
de violación y abuso, negado hasta cansarme
masturbada. Pienso
de cuánto glorioso placer –propio y ajeno-
me vine deprivando, acabando
casi seca todo el tiempo
que hasta duele. Pero también
es cierto que sublimo
como una perra en celo
y me la paso haciendo cosas que me dan
placer al óleo, o tinta
o cuanto material me pase por las manos.
De eso no me privo, no. Sin que importe
demasiado el resultado. Sólo el placer.
Y sigo.



                           a FM, en el día de su cumpleaños.
Luz perfecta a las seis menos cuarto:
sol y frío, un atardecer
tardío para fines de Julio. Con la
estufa al mínimo, visto
de otoño en casa, afuera
es el invierno. Tengo sesenta y siete
años, todavía,
muy pobre y mirando la pandemia
con atención de vieja, con la salud
mediocre de los crónicos. Amo la vida.
Me da pena perderme el mercado
de Bangkok, el de pescados en Japón,
y algunas joyas de museos o
paisajes, el sur de China, y
cientos de animales. Me conformo
con tres canales
de mi televisor pequeño y viejo, pero
con mis dos gatos y unos cuantos
humanos, hago de cuenta
que esta vida es muy plena. Y doy
gracias. Cada día
doy gracias.



                       Para Eva Y DJ
Ellos no son de mi sangre. Son
lo mejor de mi vida. El amor
hila sus fibras
y de esas cuerdas nace
el universo. Por ellos
ya soy eterna. Por ellos
han surgido mundos nuevos
donde habita la esperanza.


*Lelé Santilli: Nació en Armstrong, prov. de Santa Fe. Publicó el libro de poesía Seda terrestre (1992, Bajo La Luna. Rosario). Vivió en Buenos Aires, donde coordinó talleres de escritura. Ha escrito teatro y relatos. Vivió en San Francisco de California, Estados Unidos, reside actualmente en Santa Fe, Argentina.

lunes, agosto 24, 2020

Gerardo Daniel Cirianni: Las otras voces


A continuación, transcribimos algunos fragmentos del libro inédito Las otras voces:

I
Soy argentino, hijo de argentinos hijos de italianos. Y desde muy pequeño supe que decir “italiano” era decir y no decir, porque mi padre era hijo de calabreses muy pobres que no sabían leer y escribir y mi madre era hija de turineses con buena posición económica y estudios universitarios.
Así que desde los primeros días de mi vida escuché tres lenguas: el castellano porteño, el calabrés y la refinada lengua del Dante. Las tres las oía con fascinación. Y en las tres escuché tantas cosas, que las supe querer de la mejor forma que se puede: viviendo en ellas, escuchando y escuchándome en ellas.  Tal vez en esos días empezó este camino de gusto por las palabras, camino que me acompañará hasta el final.
Cuando apenas tenía cuatro años, nos fuimos a vivir a un pueblo pampeano. Allí las voces, crecieron y se multiplicaron. El napolitano de Sara, de ojos mediterráneos, y su hermano Antonio, los almaceneros del pueblo. Los Cacace eran trabajadores y parlanchines, y todos disfrutábamos de las constantes us de sus conversaciones napolitanas. Y a la hora del ir a comprar la leche, escuchábamos a los vascos Del Carre añorar su lejano Bilbao mientras descargaban los tambos de 50 litros de leche que traía Martín, el mayor de ellos. Martín manejaba las bridas de cuatro caballos como si fuera un sulky. Cuando en la escuela supe de las carreras de cuadrigas de los romanos, yo estaba seguro que habían sido los vascos sus inventores. Cuando había que reparar el calzado, era González quien sin duda mejor podía hacernos el trabajo. González lloraba por su perdida España. En su voz escuché por primera vez El ejército del Ebro. Y en el tambo de Los Del Carre trabajaba El pampa de quien el tiempo me perdió su apellido.
El pampa podía ordeñar o domar potros, lazar novillos o armar la mejor ronda de mate. Y sus voz pausada de peón rural, hijo, nieto y biznieto de argentinos narraba historias de espantos y aparecidos, de luces malas, de novias que lo seguían esperando. Imposible olvidar a Sofía, la gitana, la de los ojos verdes, las maldiciones rojas y ese idioma que sólo se entendía en su campamento.
Así empezó el gusto por las palabras, sus ritmos, sus silencios, sus imperiosas necesidades de decir y de callar.
Y a los nueve años nos fuimos a vivir a la gran ciudad. Buenos Aires, la maravillosa y monstruosa Buenos Aires me dejó sin aire y guardé silencio durante un año.


II
Entonces, a los nueve años comenzó mi vida en la gran urbe. La primer sorpresa fue escuchar un castellano que entendía pero me era distante: los niños y las niñas porteños tenían una entonación diferente a la de mi pueblo. Al principio me molestaba, pero era un niño y los niños aprenden rápido, se sobreponen con facilidad a grandes escollos. Aún así sentí miedo, mucho miedo, tanto que hasta el presente casi puedo tocarlo.
La escuela también fue un mundo nuevo. Las maestras tenían otro humor, gritaban con facilidad y les costaba aprender los nombres de todos.
Otras entonaciones me nacieron a lo largo de la educación primaria: pude escuchar cómo en el polaco Zielinsky aún resonaba la voz de su abuela de Cracovia. También  advertí cómo al rusito Lebush, mi compañero de tercero y cuarto grado, hijo del librero del barrio, hablaba en un castellano extraño. Mucho después supe que eso tenía que ver con el idish de su padre. Pero lo que más recuerdo era la entonación aymara de Ledesma y el tono de desprecio que usaba Estrada cuando hablaba de los bolivianos. De a poco, empecé a entender y sentir que cada lengua no solo tenía entonaciones sino privilegios o rechazos en este universo tan peculiar en que desde hace mucho está inmersa la amorosa y horrible ciudad de Buenos Aires.
Sobre el final de mi escuela primaria empecé a conocer el mundo de las historias prohibidas. A un lado de la vías del ferrocarril, cerca de la estación Villa Luro, se juntaban algunos pibes para fumar a escondidas y leer fotonovelas que, según indicaban en su portada, eran prohibidas para menores de dieciocho años.
El niño del campo, que a su llegada a la gran ciudad no se atrevía a asomar la nariz a la calle, sintió que la pampa se le desdibujaba, al mismo tiempo que las historias imposibles de contar en casa lo inquietaban, en particular por las noches.
El tránsito a la escuela secundaria desplegó nuevas sorpresas. No podría decir que tengo claros recuerdos de nuevas entonaciones, pero fue en esa etapa de mi vida donde descubrí con claridad que las palabras  forman parte de historias y que estas historias pueden transmitir sensaciones bien distintas si son leídas con emoción o apatía, espíritu de exploración o cumplimiento rutinario de una encomienda.
Es decir, descubrí la literatura y lo maravillosa o tortuosa que puede ser según las voces que nos conducían al amor o al odio. Del sentimiento de odio no vale la pena hablar. Fue tanto y tan reiterado en esta etapa escolar que por suerte triunfó el olvido. Pero si de amor se trata, quiero decir que fue el profesor Ayabar y sus lecturas del Cid y del Quijote, su emoción que en ocasiones llegaba a las lágrimas, la que me contó que eso era lo que más me gustaba en el mundo: escuchar leer con pasión y reunirme con otros y otras que compartieran este gusto para navegar por todos los climas de la palabra.
Y así, casi sin darme cuenta, me recibí de maestro.


III
Desde el día que salí de la escuela Normal hasta el día en que aterricé en la vida real pasó muy poco tiempo. Apenas un suspiro, solía decir mi madre desde su poesía de lo cotidiano.
Las aulas del Colegio Normal Mariano Acosta y sus muros centenarios me enseñaron cosas. Me hablaron de Grecia y Roma, del Orinoco y del teorema del gran Tales, natural de Mileto, como mis abuelos Antonio y Maria, que nacieron veinticinco siglos después en esa misma comuna de Calabria pero nunca tuvieron la fortuna de que alguien les acompañara en el camino de aprender a leer y escribir.
En el  Mariano Acosta, donde pasé cinco años de mi vida, me hablaron de Freud, de John Dewey, de Descartes, de Esopo, de Baudelaire, todo lo cual, sin duda, fue para mi oro en polvo. Y lo digo muy seriamente, pues si algo descubrí a lo largo del camino como maestro es que a los chicos y a los adultos con los que he trabajado siempre les encantó que les platique de otras historias, de otras geografías, de otras voces, de otras músicas, porque ellas les permitían soñar e imaginar paisajes más allá de los que les ofrecían sus vidas cotidianas.
El único problema fue que cuando salí de la escuela no tenía ni idea de donde quedaba Villa Lugano, el barrio donde empecé a trabajar. En ese momento de dramática tensión supe que, en no pocas ocasiones, para la escuela que nos formaba, Paris o Milán y su escala eran menos ajenas que los barrios de la ciudad en la que todos vivíamos y pocos conocíamos.
Así que esa parte de la historia y la geografía la tuve que aprender sobre la marcha, de la mano de otros y otras maestros y maestras con los que empezamos a vivir  en la verdadera ciudad de Buenos Aires, o sea la de todos sus rincones, la de todos sus vecinos, la de todos sueños,  alegrías, dolores,  éxitos y  fracasos de sus habitantes.
Dos años en la Villa 20 de Lugano fueron suficientes para aprender cual era el oficio que amaba y qué voces me acompañarían. El tiempo sin duda ha borrado algunas, eso es inevitable. Haré el recuento de las voces imborrables que todavía me acompañan: la del negrito Juan Carlos por ejemplo, con su guitarra y la tonada tucumana de la abuela que también era su madre, las de Mario y Bienvenido y sus matices tarijeños, la de Myriam y su  guaraní dulce, ya algo aporteñado, la de Diego y su entonación cochabambina, la de Blanca y su castellano chaqueño guaranítico. También hubo un Ledesma, no mi compañero de la escuela primaria, sino mi alumno boliviano paceño que se emocionaba al cantar canciones rancheras mexicanas. Todos fuimos de algún modo sus alumnos de canto.
En Villa Lugano aprendí algo de una vez y para siempre: que no hay escuela sin comunidad, que puede haber comunidad sin escuela, que la escuela puede ser compañera de la comunidad, que la escuela también puede ser una herida en la comunidad. Que todo eso es posible, que no hay que perderlo nunca de vista y que uno debe decidir el andarivel en el que quiere transitar su oficio.
Dan vuelta también por ahí las voces de varios adultos del barrio: Cacho y Tito Muñoz, dos hermanos inseparables, metalúrgicos y compañeros de un sindicalista histórico: Don Lorenzo Miguel. Hablar de ellos es escuchar la entonación porteña de los márgenes de la ciudad europea, la entonación que tanto desprecio genera en el centro o en los barrios acomodados de la ciudad blanca.
Ellos y varios de sus amigos levantaron los muros de la escuela en la que trabajamos. Y nosotros, los maestros, fuimos sus peones, porque de construcción sabíamos poco y nada.
Digo nosotros y el plural corresponde, pues esos dos años compartí la vida y las aulas con Eduardo y con Daniel. Decir Eduardo es escuchar la entonación del Parque De los Patricios. Decir Daniel era escuchar la entonación suave y pausada de un muchacho de clase media que había decidido que el mundo era mas grande que Villa Crespo, donde vivía con sus padres. Eduardo fue asesinado por la dictadura. Daniel hoy sigue dando clases en la Universidad de Buenos Aires. Y yo ando aquí contándoles estas cosas por si a alguno de ustedes se interesa en ellas.



IV
Apenas llevaba dos años conociendo el mundo real y sus entonaciones. Hacía solo 
dos años que había salido de la Escuela Normal y ya las voces de los niños de la comunidad de Villa Lugano me llenaban de alegría y de nuevos aprendizajes. En ese mundo andaba cuando ingresé al servicio militar, porque al decir de la época, al cumplir veinte años había que "servir a la patria".
Fue un golpe duro, un año de maltrato y humillaciones constantes: los gritos y hasta los golpes eran la curiosa forma en que los oficiales y sub oficiales nos enseñaban a servirla. Pero en cualquier circunstancia los seres humanos somos capaces de aprender. Y como ya sabía que mi principal interés era escuchar, en medio del dolor seguí escuchando.
Mi superior directo era un sargento ayudante formoseño que se esforzaba inútilmente en suavizar el guaraní  de sus ancestros, el capitán de la compañía era un hombrón que había sido campeón de box. Se esforzaba en mandar con voz de bajo profundo pero la tonada cuyana le era imposible de licuar. Un teniente primero, joven y apuesto conjugaba sus dos apellidos con la cuna oligárquica en la que sin duda había crecido.
Mis compañeros eran un abanico de voces, una sinfonía de entonaciones. Predominaban los tonos porteños. En los ratos de ocio de mi vida cuartelera, en los pocos descansos entre tareas inútiles y castigos inevitables descubrí que los porteños hablamos un castellano napolitanísimo y que en la mansedumbre de las voces sureñas de esos soldaditos patagónicos de mi cuadra (así le llaman en los cuarteles a las caballerizas humanas en donde cuatrocientas almas dormíamos en el piso) resonaban las nostalgias ranqueles que yo ya había escuchado en las entregas por capítulos del diario La Nación de la novela de Lucio B. Mansilla.
Ese año fue también un año de leer y contar con otros, aunque la cultura escrita estuviera rigurosamente vigilada. En efecto, cuando después de tres meses de encierro nos permitían salir cada quince días, un día y medio, nos revisaban los bolsos y si traíamos algo que fuera "peligroso para la patria" nos interrogaban. Recuerdo muy bien la extrañeza del militar de guardia cuando encontró un libro de pintores impresionistas en la mochila de un compañero.
La pregunta fue cuál era el motivo de su interés. Cuando mi compañero le dijo que amaba esas pinturas, el desconcierto fue tragicómico. Si hubiéramos podido grabar esas conversaciones, hoy serían objeto de estudio.
Después de doce meses regresé a mi casa, que ya no era la de mis padres y supe en pocas semanas que mi patria, mi verdadera patria, la de los niños y niñas, maestros y maestras trabajadores y trabajadoras, había empezado a caminar hacía días de mucha lucha y algunos triunfos en los que decidí, para variar, escuchar y decir.
Fueron los años de empezar a hablar de organización popular, de construcción de un sindicato de trabajadores de la educación, de repetir y repetirnos que habría patria para todos o no habría patria para nadie.
Naturalmente hablar de esos años hasta el día en que empezó el genocidio, merece un capítulo aparte. Y eso haré.
Tal vez alguna o alguno tenga la voluntad de seguir escuchando esta historia, que no es más que mi vida cotidiana. 



V
Los años previos al comienzo del genocidio fueron tal vez los más hermosos de mi vida en Argentina.
La escucha de niños y adultos fue de tiempo completo y en amplio espacio. El mundo de los barrios del sur de la capital se amplió al oeste de la provincia.
Dicen que el partido de La Matanza es un municipio, pero eso no es cierto. Con sus casi dos millones de habitantes ya en aquel tiempo, constituía un poco menos del diez por ciento de la población total del país. Allí se amuchaban paisanos del norte y del sur, del este y del oeste, con sus voces, sus sueños, sus desarraigos, sus fiestas, sus melancolías. Y en un solo abrazo con ellos, nuestros vecinos de Paraguay y Bolivia y sus legiones de estoicos albañiles, agricultores y oficiantes de cuanto oficio se hubiera inventado en la historia humana. En ese mar de voces navegaban nuestras barcas, aulas precarias de muros, pero inflamadas de cantos y cuentos.
Ya no andaba solo en el camino de contar con otros, pues en esos años descubrí a Mary, la que luego fue leyenda de la lucha docente. Ella y su voz aflautada, donde aún resonaba algún eco de la España anarquista de su padre. También a Hugo con su voz nasal y pausada que no dejaba barrio sin recorrer ni palabra sin aclarar. A Delia, un remolino de voz bien alta para gritar lo necesario, Delia y su movimiento constante. Ella, al igual que yo, repartía sus días y sus horas entre la provincia y la ciudad capital, tan limpita, ordenada y ajena al dolor del suburbio.
No sabíamos de cansancio. Nadie lo sabe cuando tiene veinte y tantos. Escuela, sindicato, alumnos, vecinos, militancia. Reclamos, pedidos, anuncios, consignas, curiosidad y asombro.
Para muestra un botón: una mañana de sábado, como si en la semana no hubiéramos trabajado lo suficiente, llevamos al maestro Camilli para que con su Sol albañil y sus Nombres de las cosas, les contara a quinientos compañeros maestros reunidos en un auditorio que si no sabíamos del juego con las palabras no sabríamos cómo hablarles a los pibes con los que convivíamos.
Dudé en poner la palabra “convivencia” pero la dejé, pues si uno se encuentra en el aula y también en la fiesta de cumpleaños y en el asado con los vecinos  y en los campamentos  de fin de semana cada dos meses y en las charlas y discusiones por la solución de los problemas de agua potable y alumbrado público, por ejemplo, uno es un maestro conviviente. Por eso pudimos escuchar cada palabra y su entonación, las respuestas dadas por silencios, los coros de decires y los radares de escuchares.
Mi tiempo de ciudad en esos años fue en Villa Soldati. En una escuela cercana a la estación de tren a la que le impusimos el nombre de Evaristo Carriego (cuando llegamos se llamaba Cristóbal Colón y no lo toleramos, faltaba más).
Allí conviví con mosqueteros inolvidables: Cacho y su oreja siempre atenta a la necesidad del otro, Pocho con  sus ironías enigmáticas y su Simoca natal recargada en su voz, sello de identidad de su Tucumán querido. Jorge, brillante y en vaivenes de ánimo que iban del mal humor a la risa cómplice. Y los cuatro bajo la batuta pedagógica de Héctor, diez años mayor que nosotros, apasionado del trabajo y atento a cada pibe, a cada vecino, adivinador de lo que sabría que podríamos decir, hacer o simular.
Fue tanto lo que viví y amé en esos años que hoy no puedo creer que hayan sido solo tres o cuatro.
Pasamos de la penúltima dictadura al retorno del General. Hubo mucha lucha para que eso sucediera. Los de siempre nos regalaron una masacre, para que no fuéramos a hacernos la ilusión de que estaban vencidos.
Y llegó el General y de nuevo las calles inundadas de tierra adentro, cual siempre debería ser. Pero la fiesta duró poco. Al año se nos murió el viejo querido y las fieras se desataron y mostraron su peor cara: muerte, muerte y muerte. La vida como intemperie interminable.
Hasta que al fin no se anduvieron con chiquitas. Inauguraron formalmente el genocidio con voces agrias y marchas militares, como era su costumbre desde 1930. Y un día en que ya nos habíamos dispersado, me vinieron a buscar a la escuela. Mi ángel de la guarda, la vice de mi escuela, tan señora, tan maestra, tan nobleza, alcanzó a alertarme a metros de que cayera en la trampa. A partir de allí ya no tuve casa, ni trabajo, ni tierra firme que pisar. Apenas nos quedaba el aire para respirar y para volar. Y eso hicimos, respiramos profundo y volamos a México, Mónica, yo y nuestros dos pequeñitos. 


VI
México.


Hoy comienza el relato de un nuevo nacimiento. En poco menos de diez horas, dejamos La pampa de nuestras primeras dos décadas y media de vida, las que habían transcurrido desde el primer nacimiento.
Y entonces, volvimos a nacer en el Valle de México.
Cada invierno regresa a mi memoria mi nuevo nacimiento, pues fué en un invierno que dejé atrás, mi vida primera, para llegar en horas al primer verano de resurrección.
El invierno pasado escribí algo que ahora transcribiré. En el momento en que me nació esa escritura, no supe que ahí estaban muchas de las cosas que contaré de ahora en adelante.
Por eso lo transcribo.

Exilio

A México y los mexicanos,
a los que les debo nada más que ¡la vida!

Muerte en un instante.
Luego, la eternidad
dedicada a la resurrección.
Aprender a hablar la lengua que creíamos propia.
Pedir disculpas todo el tiempo, por torpezas involuntarias.
Abrazar sin ton ni son, pidiendo auxilio.
El alma en apuros, el cuerpo alerta.
Explicar a muchos lo que casi nadie entendería.
Querer y querer, aunque no te quieran.
Sonreír a tontas y a locas, buscando sentido
a las palabas propias.
Agradecer,  agradecer al infinito.
Volver a ver la puerta abierta y sentir la fortuna.
Mirar con ojos lejanos la luz y la sombra.
Saltar adentro de las cosas.
Sentirse un bicho raro, uno  amado, uno muy odiado o temido, pero vivo, siempre vivo.
Y dar gracias, dar gracias, dar gracias, siempre las gracias, una y otra vez, hasta el hastío de quién las escucha, pero nunca en mi ser.

Siento que en esas líneas anda todo lo vivido. Sé también, que jamás habría podido escribir eso en aquel tiempo. En aquel, era sólo un muchacho que a los tumbos, cómo podía y a la buena de Dios, trataba de entender la forma de sobrevivir.
¿Dónde había llegado? Qué significaba decir que había llegado a México?  ¿Qué lengua hablaban esas personas? ¿Cómo se pedían las cosas? ¿Cómo se reclamaban? ¿Qué les agradaba?  ¿Qué les producía molestia?
Nada, nada, nada tenía respuesta. Todo había que aprenderlo, explorarlo, interrogarlo.
Y buscar techo, alimento y sueños, la única forma de satisfacer las dos hambres necesarias; la de pan y la de sueños, para que la vida tenga en verdad sabor a vida.
El más pequeño de nuestro viaje a lo desconocido tenía en ése entonces cuatro meses; su lengua materna fué sin duda la del Valle de México. El otro pequeño tenía cuatro años y tuvo que lidiar desde tan tierno y tan niñin, con desencuentros y malos entendidos. Y los mayores, veinticinco y veintiséis años, dos jóvenes que estábamos aprendiendo a ser padre y madre, mientras volvíamos a nacer a un nuevo idioma que está poblado de híjoles, ándeles, pus sí y pus no, ni modos, asegunes y más y más y más.

¡Qué difícil fue el comienzo! ¡Qué hermoso fue el comienzo! ¡Qué extraño fue el comienzo! ¡Qué tan grandiosamente humano fué el comienzo!. Pues esa palabra, México, que decía y no decía, empezó a cambiar para llamarse mexicanos; y ellos y ellas nos acompañaban con sus presencias en el camino de la resurrección. 



* Gerardo Daniel Cirianni. Nació en Argentina en 1949, residió en México muchos años.  Maestro y autor de varios libros, actualmente dicta conferencias, charlas y seminarios  sobre temas de su especialidad, en el país y en el extranjero. Publicó, entre  otros, los siguientes libros. Rumbo a la Lectura, Acto seguido, Punto de partida, Cámara poética, Luna de arcilla. 

viernes, agosto 14, 2020

Carta Colectiva al Ministro de Cultura ante los hechos sucedidos contra el colectivo de poetas



Carta Colectiva al Ministro de Cultura ante los hechos sucedidos contra el colectivo de poetas
11 de agosto de 2020

Al Ministro de Cultura de la Nación, Sr. Tristán Bauer:

Mediante la presente, lxs abajo firmantes manifestamos nuestro repudio a los dichos de la directora del Fondo Nacional de las Artes, arquitecta Diana Saiegh, quien en una entrevista pública descalificó al colectivo de poetas que días atrás había expresado su disconformidad frente a la restricción con que se planteó este año el Concurso de Letras promovido por tal entidad. Estas declaraciones, que fueron parte de una constante actitud de rechazo y tergiversación del FNA hacia los reclamos de un sector de lxs escritorxs, tuvieron lugar el sábado 8 de agosto de 2020 en el programa de la TV Pública, Los siete locos, conducido por Cristina Mucci.

Dada la asimetría de poder que le otorga el ejercicio de un cargo público, facilitador, por otra parte, del acceso a los medios de comunicación hegemónicos, consideramos de gravedad los términos que eligió Diana Saiegh para referirse a nosotrxs y responder a la situación de forma defensiva, ofensiva y renegatoria: "Los poetas se quejaron porque están acostumbrados a que el Fondo sea una especie de proveedor permanente", dijo la funcionaria. Parece increíble tener que aclarar que lxs poetas de ningún modo vivimos del Estado. Esto, además de una mentira, es una afirmación que revela un desconocimiento total de la actividad. Por el contrario, tenemos que poner plata de nuestro bolsillo para publicar ediciones de no más de 300 ejemplares, o para hacer nuestros propios ciclos de lectura y generar así espacios de difusión. Cuando somos invitados a un festival solemos pagar todos o casi todos los gastos. Muchxs dictamos talleres para sobrevivir. Los escasos concursos públicos nacionales que se nos ofrecen son los que permiten cierta visibilidad o prestigio local. Muchxs poetas mueren y sus obras suelen perderse por no poder ser reeditadas, a menos que haciendo un gran esfuerzo sean rescatadas por una pequeña editorial independiente. En palabras de Juan Gelman: "Mi madre tenía razón, de la poesía no se vive. Se puede vivir para la poesía, pero de ella no. No en mi caso por lo menos. Siempre hay que tener, lo que se llama, el segundo oficio para vivir”.

Creemos que la poesía es un campo específico dentro de la literatura, que requiere por tanto sus propios criterios de política cultural, atentos a esa especificidad. Quienes nos abocamos activamente a la promoción de la lectura y la escritura de poesía (generando programas en escuelas, colecciones de poesía, traducciones, mesas de lecturas, en las bibliotecas populares sostenidas por el esfuerzo colectivo de las organizaciones comunitarias y alfabetizando en las calles y barrios) lo hacemos en la mayoría de los casos sin recurso alguno por parte del Estado. Es más, no han existido durante toda la pandemia programas destinados a colaborar con la continuidad de dichas actividades. Por lo tanto, distamos de considerar al FNA como un “banco”, tal como ha dicho la funcionaria, sino como lo que es: un organismo autárquico dependiente del Ministerio de Cultura, destinado al fomento de las Artes.
Una andanada de escraches, agresiones y acusaciones varias se habían lanzado días antes de la aparición de Saiegh en Los siete locos contra quienes, en las redes sociales, cuestionamos la propuesta del Concurso de Letras en su edición 2020 (incluso algunxs trabajadorxs de la palabra optaron por el silencio, por temor a perder las pocas oportunidades laborales o de reconocimiento que se nos ofrecen). Se entenderá entonces que las declaraciones de la funcionaria solo sumaron al asunto más estigmatización.
La controversia se había originado cuando la directora del FNA, asesorada por la titular del área de letras, Mariana Enríquez, con anuencia del directorio (así lo manifestó ella) modificó las reglas de los certámenes anuales, históricamente libre para todxs lxs autorxs. En esta oportunidad, se decidió acotar la convocatoria a tres áreas temáticas (Ciencia ficción, Fantástico y Terror), que muchxs de nosotrxs entendemos que son infrecuentes dentro de la poesía. Esta limitación es compartida por gran cantidad de narradorxs que también quedaron fuera de juego.
Tal vez sea sólo casualidad, pero como casi todxs sabemos, la directora del área de Letras cultiva en su producción literaria las mismas temáticas que promovió para el concurso. Temáticas que, por otra parte, pensamos más afines al mercado editorial y multinacional que a la realidad diversa de la escritura. El criterio excluyente lo asume la misma Enriquez que declaró en Infobae Cultura: "(…) Pero ponele que sea un sesgo que a muchos les parece que deja de lado. Por supuesto que todo sesgo es una decisión que es una intervención, es decir ‘voy a poner foco en este género’, que yo considero que en Argentina le falta estímulo. Y eso va a dejar de lado a otros que yo creo que tienen mayor legitimidad y estímulo". En lugar de incluir, excluye sin hacer mea culpa alguna.

Como colectivo, no aceptamos el intento de pedido de disculpas de Saiegh, publicado en La Nación, en la nota de Daniel Gigena del día 10 de agosto. No creemos que se tratara simplemente de "herir sensibilidades", como dijo, sino de confirmar con su opinión la invisibilización de nuestro reclamo. Expresiones como que se deje avanzar a las nuevas autoridades "sin tanta presión ni crítica" creemos que son amedrentadoras y discordantes con la política democrática de un gobierno popular. Quienes trabajamos por una cultura crítica nos oponemos fuertemente a este tipo de operaciones.

No se nos escapa la dificultad de llevar adelante un concurso en esta época y saludamos a medidas de apoyo como las Beca Sostener, que el FNA ha implementado, así como también la propuesta de los premios federales. Pero la solicitada que publicamos el día 27 de julio y que contó con 457 firmas, apuntaba a señalar las condiciones implícitamente excluyentes respecto de este concurso en particular para el amplio espectro de la poesía argentina. El ajuste que se lleva adelante reduce no solo el número de lxs postulantes sino también de lxs trabajadorxs. De doce premios se pasó a nueve este año y el certamen de poesía fue eliminado, excluyendo a los tres jurados expertos en la materia y a lxs prejuradxs. Visibilizar lo inaceptable de tal arbitrariedad institucional es nuestro reclamo central.

En un primer momento, cuando recién se publicaron las bases, supusimos que era un error de parte del FNA que la protesta de lxs compañerxs haría que fuera corregido rápidamente. Nada de eso ocurrió. Por el contrario, se nos presentó a lxs poetas como adversarios desde una visión elitista y conservadora que nos asume como una suerte de parásitos estatales (este tipo de razonamientos fueron típicos del gobierno anterior y no creímos que volveríamos a escucharlos).

Para terminar, resulta necesario remitirnos nuevamente a la función del Estado, que es promover y proteger los bienes culturales y simbólicos de la sociedad. Al mismo tiempo, la función de un gestor cultural debe superar sus propios gustos e intereses para contribuir al bien común, permitiendo que todas las ideas puedan desarrollarse y todos los grupos ser representados en lugar de agredidos usando para eso el poder del aparato mediático.

Lxs aquí firmantes exigimos, entonces, una rectificación del rumbo de las decisiones que el FNA ha tomado en torno al concurso nacional y un desagravio público.

domingo, agosto 09, 2020

Olga Orozco: "Boca que besa no canta"

 

Boca que besa no canta: Reportaje a la poeta argentina Olga Orozco

(Este reportaje fue publicado en la revista Último Reino, en diciembre de 1994 y realizado por: María del Carmen Colombo, Patricia Somoza y Mónica Tracey.)

La obra de Olga Orozco es fundante en la literatura argentina contemporánea. La publicación de su último libro Con esta boca en este mundo fue el motivo para hablar acerca de su escritura, de sus compañeros de ruta, de la literatura como medio de vida, de sus casi desconocidos relatos, del amor, de la poesía, de una pasión infinita.
Ella dice que habla en endecasílabos, con la medida de su respiración. Dice también que nunca se sintió poeta. Que su poesía ha sido una apuesta esperanzada y sin esperanza a la vez, apenas una aproximación, una búsqueda de respuesta a cada interrogante. Sin embargo, la que habla es Olga Orozco, la autora de libros como
 Los juegos peligrososMuseo salvaje, La noche a la deriva
. Su casa llena de luz es el lugar de encuentro, la escena propicia para la conversación.

P: ¿En qué momento sintió que era una poeta?
O.O: Ah, yo no lo he sentido nunca. Todavía no lo siento. Siento que soy una persona que escribe poemas. Nada más. Pero de allí a sentir que soy una poeta, no lo sentí nunca, todavía estoy aspirando al título.
P: ¿Alguna vez dudó de su escritura?
O.O: Siempre, permanentemente. Yo siempre siento que el poema es una especie de apuesta esperanzada y sin esperanza a la vez. Porque sé que no voy a acertar nunca con el centro preciso de nada de lo que quiero decir. Es una aproximación, nada más. Pero la apuesta se vuelve a repetir, naturalmente, no se renuncia. No sé, creo que debe ser la sensación de casi todos. Creo que salvo los poetas muy descriptivos, esos que consiguen encerrar un paisaje en lo que hacen, el resto no llega nunca a ese centro. Pero si la poesía se te confunde con una visión sagrada y no sé si acertar con algo es acertar también con la palabra sagrada, el momento de acierto con algo debe ser como una revelación. Yo supongo que se paga muy caro: se debe pagar o con el silencio, o con la enajenación o con el balbuceo permanente como Rimbaud, Hölderlin o Artaud.
P: “Hemos hablado demasiado del silencio...”, dice usted en un poema de su último libro...
O.O: Hay dos clases de silencio: está el silencio de la pausa, es decir el silencio del vacío, que puede darse por muchas razones. Y está el silencio de la plenitud, que siempre es aparente (enseguida sientes que lo tienes que llenar con algo nuevo). Pero yo creo que se ha sobrevalorizado el silencio con relación a la palabra. Parece que todo el mundo escribiera para llegar al silencio. Y yo creo que es una mala interpretación acerca de Rimbaud, quien es tomado como ejemplo para esto. Como si la gran consecución, el gran logro de Rimbaud hubiera sido su silencio. Yo no creo que haya sido así, para nada. Ahora, ¿es una renuncia, es un desdén o es otra cosa? No lo sabemos.
P: ¿Cómo juega en su escritura el silencio? Porque pareciera que en sus textos no hay lugar para el silencio, sino que siempre el silencio está nombrado.
O.O: Y, tal vez, no sé. Eso no lo he pensado demasiado, les confieso. Lo que podría decir, sí, es que existe una solicitación continua de eso que Octavio Paz llama “los signos en rotación”, justamente cuando habla acerca de Mallarmé. Las solicitaciones son muchas, casi siempre cuesta más renunciar a las solicitaciones que buscar la solicitación en sí. Porque la opción siempre me mutila, la opción siempre me priva de algo –yo soy bastante barroca como ustedes ven--. Creo que de allí viene la no búsqueda tan absoluta del silencio.
P: Algo que se repite como una afirmación es que usted encontró temprano una voz y la mantuvo a lo largo de toda su producción poética. ¿Usted siente que es así?
O.O: Creo que de algún modo los asuntos son los mismos. Y creo que pasa con todos los poetas. Se trata de un largo poema que podría ser ininterrumpido. Porque uno gira más o menos alrededor de las mismas cosas acuciantes internas, ¿no? Yo creo que debo haber conseguido tal vez una mayor riqueza de expresión, una mayor soltura en los recursos, una mayor maduración reflexiva como para que lo que antes se manifestaba de una manera más ingenua tome caminos más en espiral. Pero creo que en esencia son las mismas cosas.
P: ¿Nunca sintió la tentación de intentar otro tono o siempre fue así y no le interesó probar otro?
O.O: Yo creo que en mí es el tono de mi propia respiración. Naturalmente, cuando en mi primera adolescencia hice cosas formales --escribir sonetos, romances, liras, cosa que por otra parte quedó tan atrás que ni recuerdo una siquiera– el tono tal vez fuera otro. Yo creo que mi tono corresponde a mi ritmo, y mi ritmo respiratorio es el endecasílabo y el heptasílabo. De haber inventado otro tono, habrían tenido que venir a hacerme respiración artificial. La otra vez vino a verme García Saraví, y se escuchaba el ruido de una canilla. Entonces él me pregunto qué era eso, y yo le dije: “en esta casa todo canta o llora”. Y él me dijo: “¿no te das cuenta que hablás en endecasílabo?”. Y yo le dije: “Cómo no me voy a dar cuenta si es la medida de mi respiración. Ahora te los regalo porque éstos son los que utilizo de entrecasa”, le contesté.
P: Sin embargo en relación con su obra poética sus relatos resultan sorprendentes. Usted es conocida y reconocida como poeta pero poca gente sabe que escribió cuentos.
O.O: Sí, claro, porque además mi libro de relatos tuvo muy mala suerte. La oscuridad es otro sol apareció y, a los dos meses, desapareció. Y es de lectura obligatoria en Universidades, en Estados Unidos, inclusive en los seminarios, y me escriben muchachos de allá pidiéndome que les mande una fotocopia, porque en las librerías de acá les contestan que el libro está agotado. Y bueno, está el sótano de Losada lleno de libros. Sin embargo, un día me llamó Nicolás Babini para decirme que gracias a este libro yo había conquistado la celebridad. En el diario Clarín un artículo empezaba diciendo: “Por más que la poeta Olga Orozco diga que la oscuridad es otro sol, la población de Buenos Aires no opina lo mismo”, y seguía hablando de los cortes de luz.
P: ¿Se podría hablar de una escisión entre sus relatos y su poesía?
O.O: Yo creo que no la hay. Incluso en mis relatos se encuentran muchas de las claves de mi poesía. Hay muchísimos elementos de angustia y de muchas otras cosas, ¿no?
P: Sin embargo, en sus relatos está presente el humor.
O.O: Y, claro, la poesía no puede hacer humor, para mí, para mi tono. Si yo hago humor, rompo... con todo. Me resulta más fácil hacer humor en una cosa que es lineal y que es un poco accidental para mí. Porque yo creo que, cabalmente, mi tecla está en la poesía, no en el relato. Inclusive, no sé, creo que hay demasiadas imágenes tal vez.
P: No cabe duda de que son los relatos de una poeta, pero además tienen humor.
O.O: Tienen humor, tienen acción y tienen un diálogo que no es forzado. Pero además están armados como yo hago los poemas. No sé si ustedes se han fijado que en mis poemas hay una estructura muy rígida, son de una arquitectura muy acabada. Es decir, las escaleras no dan al vacío, las ventanas no se abren en un pilar, se abren donde deben abrirse, lo que está en la línea veinticuatro no se contradice con lo que viene en la línea treinta y dos. Nunca un elefante levanta una pestaña ni sucede ese mundo de cosas. A los relatos yo tenía que pensarlos dibujando casi, para que alguien que acababa de pasar por un lugar no se encimara con otro que ya estaba en ese lugar. Hablo de personas pero lo mismo me sucedía con las paredes y los objetos.
P: ¿Usted siente que la poesía y los relatos le han dado posibilidades diferentes?O.O: Bueno, claro, el relato me dio la posibilidad de contar de una manera lineal. En mi poesía yo no cuento, es otra cosa. Tampoco hago humor, ya lo decía antes.
P: ¿Por qué la idea de que el humor no puede estar en la poesía?
O.O: No, no. No es que yo crea que no puede estar. Es mi caso. En mi caso hay a veces una cierta ironía. Al humor no he llegado nunca.
P: Tal vez sea porque en su poesía la palabra está tratada como palabra sagrada.
O.O: Así es la cosa. En mí la poesía se mezcla un poco con la plegaria misma. Muchas veces me encasillan dentro del surrealismo, cosa que no es para nada real. Tal vez haya un parentesco en la actitud ante la vida, en la valorización de muchos elementos oníricos, en la creencia en muchos planos diferentes de la realidad –que no son solamente los visibles–, en el apego a la libertad, al amor, al erotismo, a un montón de cosas que ensalzan los surrealistas. Pero yo, por ejemplo, nunca hice automatismo, jamás. Y pienso, y lo sigo pensando, que si alguna vez hiciera automatismo yo no desembocaría en la poesía sino en la plegaria.
P: Usted tiene un humor muy agudo.
O.O: Es cierto, el humor me ha sacado siempre de los grandes abismos. El humor es lo diario. Y la poesía es otro nivel. Es lo que dice Bachelard: la poesía es lo vertical, naturalmente. Lo vertical es la excavación en lo profundo o la ascesis, la elevación, la búsqueda de lo alto. La prosa es lo lineal, lo horizontal, la vida diaria en la que pueden caber costumbres, rutinas, diálogos, entra todo lo posible de la comunicación humana. Pero eso yo digo que en mis relatos yo soy realista. Los hechos son reales.
P: Con algo de fantasmagoría...
O.O: Yo tuve una abuela, nieta de irlandeses, que vivió con nosotros hasta los 97 años. Ella me contó cuentos, creo que hasta que yo tenía 25 años. Cuando yo estaba durmiendo, me iba a buscar a cualquier hora porque tenía insomnio, me hacía levantar para tomar fernet con ella y me contaba cuentos. Pero cuentos que no he encontrado en ningún lado; creo que alguno, seguramente, lo inventaba. Ella tenía una creencia muy grande en otros mundos, en elementos mágicos, etc… Y yo tenía muchos elementos sobrenaturales cuando era chica – y cuando grande también--. El cuarto de mi abuela y el mío se comunicaban por medio de una puerta. Yo veía siempre el resplandor de las velas, porque ella pasaba largas horas despierta rezando. Uno de mis cuentos termina con eso: yo estoy viendo una señora que se está hamacando en una silla vienesa que hay en mi cuarto, una señora transparente hecha como de humo..., y cuando le pregunto a mamá me dice que es mi abuela Florencia. Me estaba hablando de alguien que había muerto hacía cincuenta años, y yo oigo, entonces, un ruido en el patio de la casa, un roce extraño como de alas en las persianas. Entonces me levanto para ver qué pasa. Y ella me ve pasar por delante de la puerta y me pregunta: “dónde va, hijita”. Y yo le digo: “no sé, abuela, escucho ruidos en el patio”. Ella me responde: “no es nada, váyase a la cama, son los fantasmas”.
P: ¿Cree que ese clima de la infancia propició su acercamiento a la literatura?O.O: Bueno, supongo que sí. Porque yo comencé a escribir antes de saber escribir. Tampoco tuve nunca oposición en mi casa para la literatura: papá era un excelente lector, me leía a Leopardi, a Dante, me los traducía, desde muy chica.
P: ¿A qué poetas reconoce como maestros?
O.O: Yo puedo reconocer como maestros hasta al oleaje, al viento de la pampa, al canto de los pájaros, a la Biblia, al sermón, a los relatos de mi abuela que era fantástica. A tantas cosas puedo reconocer como maestros, y evidentemente mi primera formación fue muy clásica. Yo escribo verso libre pero empecé escribiendo verso casi clásico, rompiendo después.
P: ¿Qué leía usted?
O.O: Leía a Quevedo, a San Juan de la Cruz, a Garcilazo, a Lope...
P: ¿Y después de ellos?
O.O: Después de ellos pasé a los franceses: a Rimbaud, a Nerval, Artaud, Michaux, a Milosz, siempre tuve adoración por Milosz. Y de los españoles de la generación del 27, mi gran amor no fue ni García Lorca ni Alberti, sino Cernuda. Y los románticos alemanes, naturalmente.
P: ¿Eliot también?
O.O: Eliot también, y Rilke.
P: ¿Y los compañeros de ruta de su generación? ¿De quiénes se sintió próxima?O.O: ¿Dices en cuanto a la poesía, en cuanto a la mentalidad o en cuanto al afecto?
P: No sabemos si corre todo junto.
O.O: No, no. Porque mi poesía, por ejemplo, no tiene nada que ver con la de Alberto Girri, y Alberto era como mi hermano, una de las personas que más he querido, más próxima. Nos conocimos en la facultad con Alberto. He tenido por él un enorme cariño. Para mí su muerte ha sido un golpe muy duro... Bueno, por lo demás, como poetas: Molinari, Enrique Molina –tenemos bastante parentesco inclusive de lenguaje–, Bayley, Aguirre... Pero creo que a ninguno elegiría para compañero de la isla. En otro tiempo me hubiera ido con un médico ginecólogo. Ahora me iría con un sacerdote. (Y el grabador prefiere olvidar. Es el momento en que el grabador prefiere callar, mientras en la habitación luminosa persiste la risa. Con malicia sale la ocurrencia y la risa estalla. La misma que Olga Orozco reconoce que la ha ayudado a lo largo del camino, cuando la sensibilidad y la inteligencia le hablan de dolor y de absurdo. Tal vez porque “hay una misma cavidad para el dolor y la alegría”, como decía Victor Hugo. Es entonces cuando el humor la salva, la salva cada vez que dice un nombre en el sitio preciso. Y el grabador olvida. Cuando Olga Orozco habla su boca ríe en el mundo como en sus relatos.)
P: Dijo que conoció a Girri en la facultad, ¿usted estudio Letras?
O.O: Sí, Letras. No terminé la carrera, hice hasta cuarto año. Estudié en la UBA, en la calle Viamonte, empecé en 1938 y dejé en el ‘42.
P: ¿Usted sentía la necesidad de una formación académica?
O.O: No, pero pensé que necesitaba un orden. Un orden para estudiar. Después me casé y me resultó difícil retomar, sobre todo griego que era obligatorio hasta cuarto año.
P: ¿Le fue provechosa esa experiencia?
O.O: Bueno, me dio un cierto orden, una cierta disciplina que me hacía falta.
P: Hablamos de los compañeros de ruta, ¿qué pasa con las generaciones más jóvenes? ¿Siente que su poesía ha influido en ellas?
O.O: Eso se lo voy a preguntar a ustedes. No la encuentro como influencia, pero yo me entiendo muy bien con los jóvenes. Creo que no somos cerrados, que tenemos ductilidad como para ver dónde está la poesía. De la misma manera que yo la encuentro en muchachos que hacen poesía concreta, o que hacen ese tipo de cosa generativa en que una palabra trae otra, con muy poca ilación como no sea un parentesco a veces exclusivamente verbal.
P: ¿Usted se siente leída por las generaciones más jóvenes?
O.O: Sí, yo lo he sentido, porque he dado muchas conferencias, he hecho lecturas en universidades y yo encuentro el eco de los muchachos. Siempre me he sentido muy cómoda y muy acompañada y además he tenido una conversación muy libre, muy espontánea con ellos.
P: Nosotras creemos que su poesía está presente en la escritura de poetas mas jóvenes, a veces desviada, a veces con otro tono. Incluso nos parece difícil pensar en la existencia de Alejandra Pizarnik sin su poesía.
O.O: Bueno, yo la conocí a Alejandra cuando yo tenía treinta y seis años y ella, dieciocho. O antes: yo tenía treinta y cuatro y ella, dieciséis. Algo debo haber obrado.
P: Sin embargo, nos interesa reflexionar acerca de este tema porque hay un parentesco literario fuerte entre su poesía y la de Alejandra y pocas personas han reparado en esto.
O.O: Sí, sí, claro, por supuesto.
P: Tanto es así que hay versos suyos en los poemas de Alejandra, como “de estas aguas no beben las bestias del olvido”, que incluso se incluyen sin la cita correspondiente. ¿Le molesta esto?
O.O: No, a mí siempre me gusta que citen a mis clásicos.
P: Y, en general, ¿cuál es su opinión cuando un poeta incluye versos ajenos sin citar?
O.O: Yo creo que no está mal, es lo que llaman intertextualidad...Yo no lo haría. Creo que las cosas pueden ser lícitas. Pero bueno, también eso puede ser, es una manera, está expuesto ahí, que lo descubra quienquiera.
P: ¿Si en lo que usted está escribiendo, de pronto descubre que hay algo que quedó de otro escritor...?
O.O: Hago una búsqueda exhaustiva, y si no lo encuentro y tengo la sensación de que es de otro, lo saco. Quizá por un sentido de la propiedad desarrollado excesivamente, tal vez.
P: De todos sus libros, ¿cuál prefiere?
O.O: Siempre será el próximo, si existe. Cuando un libro se termina, lo que tengo es la sensación de que no está realizado del todo. Aunque nunca escribo un libro con la intención de escribir un libro, se va haciendo porque hay un oleaje que trae cosas semejantes de una época u otra época. Y después es lo que trae el oleaje de cada época.
P: ¿Ninguno de sus libros de poemas está pensado como unidad?
O.O: Yo creo que los únicos libros que escribí como una unidad total fueron Las muertes y Cantos a Berenice.
P: Museo salvaje también parece estar pensado como una unidad.
O.O: Claro, porque fue una época de angustias, y la angustia esencial mía era la angustia de muerte con relación a cierta sensación de enajenamiento con respecto a mi cuerpo, que Yurkievich confunde con asco y con algo demoníaco, y está muy equivocado. Jamás. El cuerpo siempre me ha parecido un intermediario sagrado.
P: ¿En qué trabajo se refiere Yurkievich a su libro Museo salvaje?
O.O: En un trabajo asqueroso.
P: Cuando se habla de Olga Orozco se hace mucho hincapié en el esoterismo. Sin embargo, lo esotérico marca fuertemente un momento de su producción, no toda su obra.
O.O: Por supuesto, eso está en Los juegos peligrosos, y después queda uno que otro elemento. Hay personas que han hecho tesis en Estados Unidos por ejemplo, muy bien hechas por cierto pero que toman exclusivamente el esoterismo. No lo religioso, que en mi poesía es tanto o más importante que lo esotérico. Además en Los juegos peligrosos hay una cantidad de elementos que están explícitamente jugados en ese orden pero en lo que no se tiene que insistir tanto.
P: En cuanto a lo religioso, sus poemas por momentos parecen sostener una creencia, por momentos parecen escenificar una duda en una lucha desesperada por creer.
O.O: Yo creo que están las dos cosas. Hay una fe profunda que a veces tambalea, sobre todo en los poemas que tienen relación con la muerte.
P: Como en el poema “Si me puedes mirar”, donde se pide por favor un testimonio...
O.O: Ah, sí, el poema a mi madre. Bueno, también lo pido en un poema de mi último libro. Pero no como si pidiera que Dios me manifieste su existencia, sino que me manifieste mi existencia. Porque yo, a veces, creo en una absoluta irrealidad de mi persona: esa es una de mis angustias grandes. Y a veces creo que no hay nada, como decía Borges, “que alguien me está soñando” y que a la vez yo proyecto un universo alrededor. En fin, una cosa muy berkeliana, pero eso es otro tema. Pero siento que mi angustia de muerte no me la quiero confesar y, además, que proviene de un cierto retorcimiento en la duda que no quiero sentir. Y es que, justamente, para mí lo contrario de la vida no es la muerte, para mí lo contrario de la muerte ha sido siempre la nada. Pero la nada es impensable: no te cabe la nada en tu cabeza como no te cabe lo que no tiene principio y lo que lo tiene, lo que no tiene fin y lo que lo tiene. No te cabe ninguna de esas cosas porque la conciencia funciona con otros caminos. Tal vez yo le tenga miedo a una cierta metamorfosis, que por fuerza se pueda producir después de la muerte y que es totalmente impensable –por más que golpee de este lado, no voy a saber cómo es ese tránsito–. Pero una tiene la sensación de que puede apegarse a eso que dice Sócrates según Platón: si hay algo después, bienvenido sea, ¿y si no hay nada? ¿Qué? ¿Qué importa?, ya ni estás. Pero es como si fueras a ver que no hay nada, a ver esa nada. Esa es la angustia brava.
P: En sus textos se habla de la caída, en un sentido bíblico.
O.O: Sí, sí, claro, para mí la caída sigue como en una cierta movilidad que no es visible, pero que está acá, en el mismo punto donde, aparentemente, estamos suspendidos.
P: En ese sentido, ¿qué pensadores, qué filósofos, quiénes formaron a la primera Olga Orozco y después con cuáles se fue afianzando?
O.O: Bueno, no tengo nada con qué quedarme definitivamente. Mi apego mayor ha sido por Kierkegaard, por Heidegger, por los existencialistas, en definitiva. Pero siempre con un Dios, no sin un Dios.
P: ¿Sus poemas de amor fueron escritos mientras usted estuvo enamorada o cuando el amor pasó?
O.O: Y... no. Mis poemas de amor, aun cuando siguiera enamorada, están escritos ya a una pérdida. Yo estoy con los españoles que dicen: “boca que besa no canta”. Estuve siempre muy ocupada mientras el amor era pleno y compartido como para sentarme a escribir. Creo que esa es una de las razones de que no haya escrito demasiado.
P: ¿Cual es su visión del amor?
O.O: Era siempre demasiado absoluta. Por eso la falta de perduración, justamente.
P: Quemándose en su propio fuego...
O.O: La falta de perduración no era mía sino de la otra parte. Como sucede con el amor absoluto y los hombres: es muy difícil que ellos se plieguen a un amor absoluto. Se sienten un poco asfixiados. Además resulta muy difícil encontrar la conjunción de un amor absoluto y un espíritu de fuego.
P: ¿Ante qué influencia mayor se sentó a escribir, qué la moviliza más fuertemente para la escritura?
O.O: Por un lado la ignorancia, en el sentido de que quería saber cosas y no recibía respuestas satisfactorias. Entonces empecé a interrogar yo a las cosas. La poesía ha sido para mí una interrogación, aunque aparentemente sea una aseveración. Por otro lado, el terror al tiempo y el temor a la muerte.
P: ¿Y con respecto a su último libro?
O.O: Bueno, es un libro duro. Fueron cuatro años terribles esos. Está escrito con pérdidas y ausencias, como sobrepasando el momento del grito. No lo escribí con el grito, lo escribí después. El grito lo dieron muy bien los griegos. Pero como hay una cosa de fe última, no es un camino cerrado. En fin, es el ritmo que una ha tenido entre azares y desdichas. Antes, ustedes me preguntaban a cuál de mis libros quería más. Yo no sé, el último es uno de los que más quiero. Y creo que es así porque ahí se convocan un montón de pérdidas que se recuperan a través de las palabras, y el resto es catarsis que también es importante.
P: Usted trabaja la pérdida como recuperación.
O.O: La ausencia termina por convertirse en una presencia, la ausencia termina por acompañarte.
P: Y con respecto a la realidad más inmediata, ¿la literatura le permitió vivir?O.O: A todo el mundo le parece que la literatura no sirve para nada, pero yo me he ganado la vida con la literatura, no con talleres literarios sino trabajando en editoriales. Trabajé muchos años, primero en Losada, más tarde con la editorial Muchnik, que después pasó a ser Fabril Editora. Allí era secretaria técnica cuando Pellegrini era asesor literario, yo trabajaba con él. Seguía todo el proceso del libro: el encargo, la traducción, la corrección de estilo y la de pruebas. Después, cuando cerró Fabril Editora, pasé a Claudia, fue la época de oro de Claudia. Usaba muchos seudónimos. Para los trabajos científicos elegí uno de hombre, porque parecía que daba más apoyatura. Ahora, miren qué nombre fui a elegir: Jorge Videla. Los trabajos de ocultismo los firmaba Richard Reiner. El consultorio sentimental, Valeria Guzmán. Los comentarios de libros los firmaba Martín Yañez. Lo que estaba más cerca de mi propio estilo eran las biografías de artistas que firmaba como Valentine Charpentier –naturalmente eran las personas lo que te permitían tomar, no las obras porque parecía que eso aburría a las lectoras de Claudia. Carlota Ezcurra escribía las notas frívolas y Helena Prado, algunas de modas.
P: ¿Alguna firmaba como Olga Orozco?
O.O: No, no. Y lo lamento.
P: ¿Le molestaba ganarse la vida con algo que no fuera estrictamente lo suyo?
O.O: No, para nada. Además creo que no me perjudicó hacer periodismo. Creo que me dio una mayor soltura y una capacidad de ver las cosas desde distintos lugares.
P: ¿Y después de Claudia?
O.O: Después elegí cuentos para Editorial Atlántida. Pero sin escribir, sólo los elegía.
P: ¿Que está escribiendo en este momento?
O.O: Estoy trabajando, como siempre, en algunos poemas y en el libro de relatos. Al libro de relatos le falta poco, ya podría publicarlo así como está, pero como tenía anotados dos relatos más de los que tengo hechos (uno está por la mitad y el otro no tiene más que anotaciones), estaba esperando terminarlos para cerrar el libro: uno es una historia con gitanos y el otro, acerca de las hogueras de San Juan. Estos relatos están emparentados con los de La oscuridad es otro sol, los personajes inclusive son los mismos.
Es el final. Porque de lo que se habla es de proyectos, de lo que está por hacerse, del futuro, y de eso nadie puede dar cuenta. A ese futuro Olga Orozco está abierta como posibilidad de una escritura que sí seguirá dando cuenta en ese mundo definitivo de su literatura.