miércoles, enero 27, 2021

Francisco Madariaga: últimos libros




 Una acuarela móvil (1985)

 

Una acuarela móvil

a Roberto Borja

 

 

 

Campaña subtropical y acuática del norte de Corrientes,

con primitivo gauchillaje, hombres de a caballo o de canoas,

poetas anónimos y en estado natural, bárbaros de la belleza

de la intemperie y de las más ardiente bondad, que son los

primeros que influyeron en mí.

 

 Llanura gateada, celeste, colorada, verde y amarilla, que

se vive probando en sangre contra las condicionesde la

nada, entre un reverberar de ondas solares y lunares, con

sangrías flotantes de degollaciones, en esterales, de antiguos

guerreros criollos o de bandidajes.

 

Una región aislada, recargada de lagunas con arenas de

oro anaranjado y de grandes ríos-esteros, circulares o

alargados como frutos tropicales, que se estrangulan de

su propia belleza autonómica, y duermen –detenidos o

móvilmente- una lujosa anacronía de todos los olores y

colores; planos bajos de antiquísimos mares retirados, con

las orillas cargadas de palmeras celestes, coloradas, verdes,

penetrando o saliendo de las aguas.

 

Tierras morenas-claritas o rojas-rubias como las dos

clases de lechos, de cabellos y de piel de las primitivas

hadas contrabandistas de tesoros para el amor, que por allí

peinaban sus cabellos.

 

 

Resplandor de mis bárbaras (1967-1985)

 

 

Joäo Guimaräes Rosa en la muerte

A Lila Mora y Araujo y Octavio Mora

 

Joäo Guimaräes Rosa,

¿te acordarás algún día de mí?

 

Cuando los entendidos descomponen

novelas,

sertanejo,

¿me recuerdas a mí?

 

Cuando no huye el yacaré amarillo,

y el agua del buritizal,

llena de flores,

es muy pesada,

¿me recuerdas a mí?

 

Y cuando la serpiente

la especial,

cuando desliza su corazón en la caliente

agua,

rememore mi amor,

¿te acordarás de mí?

Tú, y yo, y el hada sexual de la naturaleza,

los tres,

seres sencillos,

dormimos, alguna vez, sobre el

apero,

¿y el agua?: no se nos escondía,

ardiendo, terriblemente, en su leve

sexo.

 

 

Palmares colorados

1

Te evoco, palmar colorado del unílico

corazón del hombre, esta noche.

Ven a salvarme de las lianas del

Comercio.

De las imbéciles Senadurías de la

tierra.

¿Tierra que se desnuda en la tiniebla y

huye para el centro?

¿El centro solo obstaculizado por la

 humedad?

¿O en el invierno universal de los

sueños,

a la sombra de las salvadoras realidades?

¿O en el ataúd varado y balanceado por el

terror en el infierno?

 

¡Oh, no, yo te respondo, resplandor de mis

bárbaras!

 

2

A veces, las brumas inemocionales,

las del horizonte del País Mercantil,

velan las lejanías de palmeras vestidas

de corales.

Yo no estoy entre estas gasas sombrías,

en este humo de rosales podridos de la

ignorancia;

estoy entre los vientos del cielo o del

contraamparo,

y nado contra la corriente de vuestros

quebrantos,

pequeños mercaderes unidos a la

fragancia

de los nuevos poseedores de las

tierras:

en cuyos despachos se alojan las sardinas

y el verano meado por los cerdos.

 

3

No podré salir nunca del hechizo natal

hasta no haber terminado con las cóleras

y los resplandores de los asesinatos

y las miserias artificiales del

desamparo,

reverberando en los paisajes aún más que

naturales.

 

Si no logro quebrar estas desnutriciones,

estas fantasmales imágenes de alcoholizaciones,

humilladas y desenterradas frente al

copuleo acuático de las esperanzas,

que no me entierren bajo las brillantes

navegaciones-alteraciones de este

paisaje:

que me recuesten en el lejano este uruguayo,

donde cante una barra de laguna que desemboca

en el mar.

 

4

Aterrorizado por los paisajes de la

poesía,

vuelve a sangrarme la poesía por la

boca.

Yo ya no escucho más que el retumbar

de los negros del sol.

 

 

Viaje estival con Lucio

 

-Aquí ya empiezan a haber caballos-

me decía.

Y el viento del nordeste comenzaba a ser verde

entre los colores del agua de la infancia.

Estábamos ya muy lejos de los bronces, los

mármoles y los floreros pintados "al gusto de

la familia" en los cementerios municipales.

Todo aquello quedaba atrás, y el sueño del viejo

tren casi fluvial nos envolvía.

Mi pequeño hijo de siete años y yo teníamos en

las manos las ramas de las estrellas y

el resplandor lentísimo de los ríos rosados,

donde sangraba el sol de los caballos, las

vaquerías y las antiguas guerras.

Era el primer viaje solos en el tren marrón que

no quiere morir.

 

Criollo del Universo (1998)

 

Viaje al Paraguay con Oliverio

 

Brillan todos los pájaros y estamos viajando al

Paraguay.

Lejos van quedando las costas del Plata y del

Atlántico,

Las estaciones de andenes con aliento a zorrino

De la Provincia de Buenos Aires,

y la laguna del Tordillo.

A nuestro costado una franja de todos los colores

de la Cuenca del Plata aborda a nuestro barco.

Mi padre y un changador alcohólico, de barbas

rojizas,

nos saludan desde la brillante costa correntina.

Una laguna se ha colocado –como sombrero celeste-

sobre el camposanto donde viven.

 

El Río de la Plata se le ha salido del sombrero,

Oliverio,

y desborda en su camarote.

-Pero, che, Madariaga, usted se ha meado todo un estero.

-No, es el agua que usted recogió en la Bahía de

Samborombón,

y la tenía guardada en su sombrero.

 

Derecho, allá, donde el crepúsculo tiene volteada a

una palmera,

está mi rancho con techo de hojas de palmeras.

Al regresar, entraremos en esos palmares, en una

volanta celeste y negra:

la misma que manejaba Anastasio Jenuario –un negro

rengo-,

conduciendo a mi abuelo en 1881.

 

Aquel es mi pedazo de recuadro del mundo recibido

Antiguamente por las fieras.

 

-Che, camarero.

 

El paquebote se dirige a los esteros paralelos a la

costa.

Quiere vararse en la parte florecida, colorada, verde

y cremosa del estuario.

Hemos varado, pero conozco algunos canoeros que,

Botando con tacuaras rosadas y amarillas, nos

bajarán en una costa firme.

Nos haremos de montados para llegar a algún

puertecillo natural.

Nuestro barco recuperará la marcha.

 

Ya estamos frente al puerto de Corrientes, y el postre

de la tiniebla entera ya ha llegado.

Durmamos una medianoche, hasta que los monos nos

devuelvan la luna,

y no habrá más peligro de vararse en un estero.

 

Asunción baila ya su galopa del encuentro,

Arden las mulatas verdes de ojos dorados.

 

¿Oye el sonido multicolor del canto de ese pájaro,

Oliverio?

Es el pájaro de una princesa guayaki, que se enjoyaba

con los ojos de ese pájaro de infierno.

Estamos en la bahía de Asunción y corre el fuego.

La chiquilla de las naranjas canta en el alba,

descalza y vestida de frutas enarenadas.

 

Estamos entre jazmines y mosquiteros.

Vamos a comernos todo el Mercado.

Raptemos a:

una burrera,

una naranjera,

una mendiguera,

una india con las orejas llenas de

frutas,

una galopera,

una canoera,

una tortera,

una yuyera,

una frutillera,

una aguatera,

una canera,

una payesera,

una cigarrera,

una vendedora de coronas de agua

de ananá,

para beber toda la siesta.

 

Oliverio, nos espían desde sus carpas

las hechiceras:

serán nuestras amigas,

nos ofrecerán las mejores mujeres.

 

 

(Antes de morir, Oliverio Girando me invitó a viajar con él a Paraguay. El viaje no se llevó a cabo. Después nació este Sueño, en homenaje al gran poeta y amigo)

 

 

Nicolás Gumiliov

(Poeta ruso muerto en 1921)

 

La sangrante colina no pudo defenderte,

caíste bajo el fuego de las hadas más

negras,

sobre el viento del puente de guerra

tendido en el abismo.

Tu colina descendió con tu batalla en el

áspero fuego del Diablo.

Entre la niebla pasaba un carruaje venido

desde un levísimo reino asiático,

con olor al infierno.

En la iglesia, bajo el puente, ha quedado

clavado tu puñal de destierro.

Una mujer bellísima, en el crimen del

rebelde,

alumbra tus cabellos.

Yo aguardo su mano de amante para adorarla

en el jardín del fusilado.

 

Epitafio

 

Aquí descansan los restos de un

caballo alazán:

era una rama púrpura de la

inmortalidad.

 

Planeta azul

a mi hijo Lucio

 

¡La redonda e invisible jornada mía por la

eternidad!

El planeta azul gira y tiene a la muerte como

reina del todo.

No provocar a la reina de infierno.

¡Póngale un santo, amigo, a su bandido!

La fuerza de la estrella del corazón sea tomada

de la mano:

ella es salvaje caridad de agua de cielo

que ha bajado con los vientos de la infinitud,

y un pequeño pedazo de ese cielo sangra y se

enciende con un sueño terrestre.

 

Un palmar sin orillas

 

El muerto en la campaña del otoño

ha vuelto a florecer en mi

memoria.

Ha revuelto el rostro contra huellas,

y ha arrancado la raíz del maíz terrestre

y celestial,

crecido en los parajes de sangre y

caballadas.

 

Para nada ni a nadie reconozco en mi

memoria

un poder mayor que el agua del País de la

Garza Real,

o sólo tal vez al color del padre muerto

que vuelve a reclamar su derecho a un palmar

sin orillas,

internándose en un desaparecido mar.

 Criollo del Universo

 

El blanco océano gira en mi corazón

mientras canta el otro océano de

plata amarilla,

que se desprende de las aguas del sol.

 

Ya es muy tarde para ser sólo de una provincia,

          y muy temprano para pertenecer,

          todo,

          al planeta del venidero y sangrante

          resplandor.

 

Oh, acude a mí, a mi jerarquía de peón del planeta,

           gaucho con trenzas de sangre,

           mi padre,

y ensíllame el mejor caballo ruano del

            universo:

para atravesar el agua de oro de la muerte,

           y escucharme,

           todo,

           siempre en ti.

 

El blanco océano solloza por la inmortalidad.

martes, enero 12, 2021

Francisco Madariaga: Llegada de un jaguar a la tranquera (1980)

 



I

¡Poncho criollo!...

 

Viejo Narciso,

¿Por qué me entregaste a Corrientes?

Al color de los mogotes de

    palmerales,

al espeso palmar,

al palmeral del aire,

al agua levantándolo al palmar,

al huevo de ñandú en el palmeral,

al potro yaguané al borde del palmar,

al novillo enredado en el bajofondo del

    palmeral,

al ciego del arpa y el mandolín

que oyó un vuelo en el palmar

y tocó una sinfonía amarilla de frutas

     del palmeral.

 

¡Olor a tigre y a zorzal,

olor a lazo que se tira,

-de a caballo-

sobre el yegual!

 

¿Para qué me entregaste a

    Corrientes,

gaucho de transparencia

    liberal?

 

¿Me entiendes,

cuando cantan las cabellos de oro de tu

    ahogado Miguelito,

en la laguna secreta del cantar?

 

Canoa errante mi alma,

halló el cadáver del cantar,

cantó el cantar,

hundiendo vivo al agua al palmeral.

 

2

¡Tu niño ahogado!

 

Un gateado oliendo al tigre

    del palmar

busca tu alero

Estancia Caimán.

Parado está el rodeo

y sangra al aire

el largo catalejo de cristal:

…………………………….

 

Vuelan los lazos,

canta el pial,

y un chifle en llamas

para incendiar

la volteada en el palmeral…

 

¡”Guarde esa caña

que hay que atajar”!

 

Mezcla de potros

y de teral.

 

Y un turco viejo

viene a lo lejos

con carromato

para mercar.

 

Agua en la arena:

Camino real.

 

 

El bayo ruano

 

Al fin de cuentas,

¿fui capaz de triturarlo todo por ti, vieja Poesía?

¿Y qué me habrá quedado?

¿”El almendro real de la esperanza”?

 

¿El duraznero blanco –con galas de abrojo-

    que arde sobre

    un mantel de sacrificios de otras sangres

    de levedad purísima?

 

Pasa cantando el caballero de los Trinos,

¡pero aún no se ha bajado del caballo!

El caballero que en los granes corrales dirigía

    la introducción

    y el despegue de las tropas,

el errante doctor gaucho

con sus caballerías siempre rezagadas para la

    despedida de los niños.

 

Oh viejo tropero azul, su compañero,

dibujado en el incendio de los rastrojos flotantes del

    estero,

canta tu canto de espartillar que ardió con el

    alcohol  del desacuerdo

en el fuego de todos los parajes,

que también las fogatas de la bondad, móviles

    fantasmas,

cantarán al borde del Camino Real,

volviendo,

con el fuego,

el aire de alguien,

¿para mí?,

montado sobre el antiguo bayo ruano del

    emponchado

para la restitución del Trino Blanco en el

corazón del Trino Negro.

 

 

 

Mediodía en un remate de hacienda

 

Andaba por ahí Luicho Merlo,

gaucho negro,

Rey,

¡y hombre de la Cuenca del Plata!

sin que nada preanunciara un gusto impuro entre el

    olor a caballadas.

 

Era una mañana luminosa, una mañana Ley-País del

    Día Puro,

lejos de la tormenta,

o de la noche…

así, como cuando yo he querido destronarme de mí

     y ser la introducción del aire puro en la sombra

    del sueño, aquel estero era circular y macho

     de oro en el pre-invierno.

¡Trapiche-Cué, el estero!, cielo-junco redondo y ala

    circular de abeja-junco, dinero acumulado

    de los sueños del agua del consentimiento

    hadal multiplicado por el color infantil de

    la delicadeza

    del reino del Santo de la realidad y del

    relincho

    que arde en el pecho del paraje correntino,

memoria sangral del agua madre,

eco,

¡y yo ya no tengo talento, oh gloria, queda mi

    cuento

    disuelto en el sexo de la luminosidad!

¿De mí?: quedará solo un poncho gaucho caído en medio

     del cielo.

Están bañando unos caballos al costado del

teru teru…

 

Puente Florencia

 

I

Todo se olvida.

El rumor es un puente.

El color es un puente.

La mirada de un ciervo que olfatea un

    tesoro,

    es un puente,

y vuela con el ave que se aleja del

    invierno natal.

 

Vuelan todos los puentes.

Las comunicaciones estallan en fuego y

    transparencia.

Solo nos queda el puente del olor del

    infinito,

la pasarela para el tigre de los sueños.

 

II

Ya se aproxima el viejo invierno

con su canción de baja zona;

el horizonte eleva un puente

con el terror de una paloma.

 

En el estero hay una brisa

con una garza que reposa

sobre la escarcha de una selva

que al agua entra y se desfonda.

 

Tiene el sonido una esperanza

de libertad, y un fuego de oro.

Olor a ciervos que olfatean

entre las pajas un tesoro.

 

 

Llegada de un jaguar a la tranquera

 

 

Desciende, agua criolla.

Paraje, desciende, ¡pero muy bien montado!,

con apero del oro de las guerras

y los rodeos en llanuras gateadas.

 

Espartillo, áspera y delicada cabellera del

    Terror correntino,

canta una canción de hada de llanura.

 

Desciende, palmeral del borde del estero,

para beber la luminaria caída de la tormenta

    de la raza.

 

Entrégate, oh el antiguo, ex guerrero, ahora

    cuatrero, vengador de la estancia delicada,

    solitaria en el llano del llanto,

llano del aguacero,

y pon tu estribo de oro y de reserva

para bajar a beber miel y estero:

Que ha llegado un jaguar a la tranquera.

 

Un fuego en el palmar

 

Son piedades-perfumes

que me ha dado la forma,

en las prolongaciones populares del llano.

 

Confundido, entre las aguas vírgenes

y la miseria de la orilla,

he detenido mi caballo,

cansado de nadar en las aguas profundas,

y he saludado al gallo de los colores de Gauguin,

entre las brujas de unos ranchos.

 

Madrugada entre caballos

 

Que magnifico país que es…

Cómo a los subjetivos les da subjetividad,

cómo a los objetivos les da objetividad,

y la miel,

y el loro salvaje,

y la no-imperdible caída del estero en el infinito,

y el bosque, pudriéndose en el depositario estero,

con el herir del alba en la mano del mono,

y el curandero-yeguarizo entreverado con los otros

    caballos:

el inocente parejero,

la yegua de la rosa sagrada en la rodilla,

y el padrillo de la bondad criolla en llamaradas.

 

La balsa mariposa  (primera parte)

 

I

Los ruidos del invierno en la ciudad hacen que

    yo busque, con desesperación inmóvil, los

    ruidos de otra época lejana:

    los ronquidos de los degollados en las

    orillas del juncal.

 

¿No puedo ya grabar un escenario?

¿Los sonidos de un monto al costado de un

    hombre a caballo?

 

Oh garzas, depredadoras de cielo, casi retenidas

    por las flores de las aguas, contrabandistas

    de las sombras de aromas, el aroma del

    crimen de otro monto penetra en el palmar,

    al menos popular, y sin loros.

 

En los albardones encontraréis un caballo

    degollado color oro.

 

Fue allá en el porvenir de una querencia sombría,

    alegre, lúcida, viajando en la sangrante

    balsa mariposa de la concreta y salvaje

    estación.

 

Ríos rosados

 

I

Rojo ataúd de zanjas mortuorias

    en los bosques invernales,

    he volcado tu agua,

    bebieron mis caballos

y salieron cantando del terror.

Amarilla era el alma.

 

II

No te he olvidado, mi color de la

    poesía.

No he olvidado tu casa de manteles

    acuáticos,

    vareados por el agua,

los rodeos de ganados criollos proyectándose

    en el cielo,

ni a la bruja del caballo ruano

en la alborada de gritos salvajes y

    palmeras.

 

Oh nuevo resplandor del horizonte,

la imagen ya de mí no necesita

pero yo necesito de la imagen

    del fuego destructor de la

    ignorancia.

 

 

 

Contraamparo

                                     a Edgar Bayley

 

Está el hombre presente.

El filo de la medianoche.

La tormenta de la ex-tormenta.

El cazador al viento.

 

Lo inmediato no aparece ni desaparece,

está desnudo en medio del contraamparo,

la no guarda de lo imperfecto

y el canto del azul zorzal.

 

La lluvia es agua de oro en lo inmediato

    del corazón, el cosmos es el ensayo

    primero y sangrante de lo infinito.

 

La sangre lava el azul imperfecto de la Tierra,

    y vuelve todo a la morada de la alegría.

 

¿No me disculparé ante el tigre por este “ensayo

    filosófico”?

 

A noche me ha colocado en un castillo en medio

    del  palmar de Dios.

 

El alba es el encantamiento popular del planeta.

Buenas alba, dolor.

 

Canciones para D. H. Lawrence

 

¿Te acuerdas, Lawrence,

cuando volvíamos del tropear

     salvaje en el alba

     paulatina?

Mi caballo era de oro sanguíneo,

el tuyo, rojo y negro,

parecía tapado por tu poncho de

    México.

Y éramos amigos,

y éramos ligeros

costeadores de celestes lagunas

     amarillas,

Lawrence, ¡dos bandoleros!

 

Antes de dormir, nadábamos.

 

2

Lawrence, por ti bebo

este vino de abril

en cuerno de tropero:

Mi padre con los gauchos

bebía en él la caña del

    Paraguay

rociada por el fuego,

y yo dormía envuelto

con el poncho del gaucho

Teolindo-lucero.

 

3

Lawrence, mi caballo no ha

     muerto.

Sale a verte del fondo de un

    pantano,

con restos de canoas

dispersos por el pecho;

hoy que en su gala arde aún el

     fuego de fogatas

de los cazadores del fondo del

    invierno.

 

Aguatrino (1976)