Francisco Madariaga: Llegada de un jaguar a la tranquera (1980)
I
¡Poncho
criollo!...
Viejo
Narciso,
¿Por
qué me entregaste a Corrientes?
Al
color de los mogotes de 
    palmerales,
al
espeso palmar,
al
palmeral del aire,
al
agua levantándolo al palmar,
al
huevo de ñandú en el palmeral,
al
potro yaguané al borde del palmar,
al
novillo enredado en el bajofondo del 
    palmeral,
al
ciego del arpa y el mandolín
que
oyó un vuelo en el palmar
y tocó
una sinfonía amarilla de frutas
     del palmeral.
¡Olor
a tigre y a zorzal,
olor a
lazo que se tira,
-de a
caballo-
sobre
el yegual!
¿Para
qué me entregaste a 
    Corrientes,
gaucho
de transparencia 
    liberal?
¿Me
entiendes,
cuando
cantan las cabellos de oro de tu 
    ahogado Miguelito,
en la
laguna secreta del cantar?
Canoa
errante mi alma,
halló
el cadáver del cantar,
cantó
el cantar,
hundiendo
vivo al agua al palmeral.
2
¡Tu
niño ahogado!
Un
gateado oliendo al tigre 
    del palmar
busca
tu alero
Estancia
Caimán.
Parado
está el rodeo
y
sangra al aire
el
largo catalejo de cristal:
…………………………….
Vuelan
los lazos,
canta
el pial,
y un
chifle en llamas
para
incendiar
la
volteada en el palmeral…
¡”Guarde
esa caña
que
hay que atajar”!
Mezcla
de potros
y de
teral.
Y un
turco viejo
viene
a lo lejos
con
carromato
para
mercar.
Agua
en la arena:
Camino
real.
El
bayo ruano
Al fin
de cuentas,
¿fui
capaz de triturarlo todo por ti, vieja Poesía?
¿Y qué
me habrá quedado?
¿”El
almendro real de la esperanza”?
¿El
duraznero blanco –con galas de abrojo-
    que arde sobre
    un mantel de sacrificios de otras sangres
    de levedad purísima?
Pasa
cantando el caballero de los Trinos,
¡pero
aún no se ha bajado del caballo!
El
caballero que en los granes corrales dirigía
    la introducción
    y el despegue de las tropas,
el
errante doctor gaucho
con
sus caballerías siempre rezagadas para la
    despedida de los niños.
Oh
viejo tropero azul, su compañero,
dibujado
en el incendio de los rastrojos flotantes del
    estero,
canta
tu canto de espartillar que ardió con el 
    alcohol 
del desacuerdo
en el
fuego de todos los parajes,
que
también las fogatas de la bondad, móviles 
    fantasmas,
cantarán
al borde del Camino Real,
volviendo,
con el
fuego,
el
aire de alguien,
¿para
mí?,
montado
sobre el antiguo bayo ruano del 
    emponchado
para
la restitución del Trino Blanco en el
corazón
del Trino Negro.
Mediodía
en un remate de hacienda
Andaba
por ahí Luicho Merlo,
gaucho
negro,
Rey,
¡y
hombre de la Cuenca del Plata!
sin
que nada preanunciara un gusto impuro entre el
    olor a caballadas.
Era una
mañana luminosa, una mañana Ley-País del
    Día Puro,
lejos
de la tormenta,
o de
la noche…
así,
como cuando yo he querido destronarme de mí
     y ser la introducción del aire puro en la
sombra
    del sueño, aquel estero era circular y
macho
     de oro en el pre-invierno.
¡Trapiche-Cué,
el estero!, cielo-junco redondo y ala
    circular de abeja-junco, dinero acumulado
    de los sueños del agua del consentimiento
    hadal multiplicado por el color infantil de
    la delicadeza
    del reino del Santo de la realidad y del 
    relincho
    que arde en el pecho del paraje correntino,
memoria
sangral del agua madre,
eco,
¡y yo
ya no tengo talento, oh gloria, queda mi 
    cuento
    disuelto en el sexo de la luminosidad!
¿De
mí?: quedará solo un poncho gaucho caído en medio
     del cielo.
Están
bañando unos caballos al costado del
teru
teru…
Puente
Florencia
I
Todo
se olvida.
El
rumor es un puente.
El
color es un puente.
La
mirada de un ciervo que olfatea un 
    tesoro,
    es un puente,
y
vuela con el ave que se aleja del 
    invierno natal.
Vuelan
todos los puentes.
Las
comunicaciones estallan en fuego y 
    transparencia.
Solo
nos queda el puente del olor del 
    infinito,
la
pasarela para el tigre de los sueños.
II
Ya se
aproxima el viejo invierno
con su
canción de baja zona;
el
horizonte eleva un puente
con el
terror de una paloma.
En el
estero hay una brisa
con
una garza que reposa
sobre
la escarcha de una selva
que al
agua entra y se desfonda.
Tiene
el sonido una esperanza
de libertad,
y un fuego de oro.
Olor a
ciervos que olfatean
entre
las pajas un tesoro.
Llegada
de un jaguar a la tranquera
Desciende,
agua criolla.
Paraje,
desciende, ¡pero muy bien montado!,
con
apero del oro de las guerras
y los
rodeos en llanuras gateadas.
Espartillo,
áspera y delicada cabellera del 
    Terror correntino,
canta
una canción de hada de llanura.
Desciende,
palmeral del borde del estero,
para
beber la luminaria caída de la tormenta 
    de la raza.
Entrégate,
oh el antiguo, ex guerrero, ahora
    cuatrero, vengador de la estancia delicada,
    solitaria en el llano del llanto,
llano
del aguacero,
y pon
tu estribo de oro y de reserva
para
bajar a beber miel y estero:
Que ha
llegado un jaguar a la tranquera.
Un
fuego en el palmar
Son
piedades-perfumes
que me
ha dado la forma,
en las
prolongaciones populares del llano.
Confundido,
entre las aguas vírgenes
y la
miseria de la orilla,
he
detenido mi caballo,
cansado
de nadar en las aguas profundas,
y he
saludado al gallo de los colores de Gauguin,
entre
las brujas de unos ranchos.
Madrugada
entre caballos
Que
magnifico país que es…
Cómo a
los subjetivos les da subjetividad,
cómo a
los objetivos les da objetividad,
y la
miel,
y el
loro salvaje,
y la
no-imperdible caída del estero en el infinito,
y el
bosque, pudriéndose en el depositario estero,
con el
herir del alba en la mano del mono,
y el
curandero-yeguarizo entreverado con los otros
    caballos:
el
inocente parejero,
la
yegua de la rosa sagrada en la rodilla,
y el
padrillo de la bondad criolla en llamaradas.
La
balsa mariposa  (primera parte)
I
Los
ruidos del invierno en la ciudad hacen que
    yo busque, con desesperación inmóvil, los
    ruidos de otra época lejana:
    los ronquidos de los degollados en las
    orillas del juncal.
¿No
puedo ya grabar un escenario?
¿Los
sonidos de un monto al costado de un 
    hombre a caballo?
Oh
garzas, depredadoras de cielo, casi retenidas
    por las flores de las aguas, contrabandistas
    de las sombras de aromas, el aroma del
    crimen de otro monto penetra en el palmar,
    al menos popular, y sin loros.
En los
albardones encontraréis un caballo
    degollado color oro.
Fue
allá en el porvenir de una querencia sombría,
    alegre, lúcida, viajando en la sangrante
    balsa mariposa de la concreta y salvaje
    estación.
Ríos
rosados
I
Rojo
ataúd de zanjas mortuorias 
    en los bosques invernales,
    he volcado tu agua,
    bebieron mis caballos
y
salieron cantando del terror.
Amarilla
era el alma.
II
No te
he olvidado, mi color de la 
    poesía.
No he
olvidado tu casa de manteles 
    acuáticos,
    vareados por el agua,
los
rodeos de ganados criollos proyectándose 
    en el cielo,
ni a
la bruja del caballo ruano
en la
alborada de gritos salvajes y 
    palmeras.
Oh
nuevo resplandor del horizonte,
la
imagen ya de mí no necesita
pero
yo necesito de la imagen
    del fuego destructor de la 
    ignorancia.
Contraamparo
                                     a Edgar Bayley
Está
el hombre presente.
El
filo de la medianoche.
La
tormenta de la ex-tormenta.
El
cazador al viento.
Lo
inmediato no aparece ni desaparece,
está
desnudo en medio del contraamparo,
la no
guarda de lo imperfecto
y el
canto del azul zorzal.
La
lluvia es agua de oro en lo inmediato
    del corazón, el cosmos es el ensayo 
    primero y sangrante de lo infinito.
La
sangre lava el azul imperfecto de la Tierra,
    y vuelve todo a la morada de la alegría.
¿No me
disculparé ante el tigre por este “ensayo
    filosófico”?
A
noche me ha colocado en un castillo en medio 
    del 
palmar de Dios.
El
alba es el encantamiento popular del planeta.
Buenas
alba, dolor.
Canciones
para D. H. Lawrence
¿Te
acuerdas, Lawrence,
cuando
volvíamos del tropear
     salvaje en el alba
     paulatina?
Mi
caballo era de oro sanguíneo,
el
tuyo, rojo y negro,
parecía
tapado por tu poncho de 
    México.
Y
éramos amigos,
y
éramos ligeros
costeadores
de celestes lagunas 
     amarillas,
Lawrence,
¡dos bandoleros!
Antes
de dormir, nadábamos.
2
Lawrence,
por ti bebo
este
vino de abril
en
cuerno de tropero:
Mi
padre con los gauchos
bebía
en él la caña del 
    Paraguay
rociada
por el fuego,
y yo
dormía envuelto
con el
poncho del gaucho
Teolindo-lucero.
3
Lawrence,
mi caballo no ha
     muerto.
Sale a
verte del fondo de un 
    pantano,
con
restos de canoas
dispersos
por el pecho;
hoy
que en su gala arde aún el 
     fuego de fogatas
de los
cazadores del fondo del 
    invierno.
Aguatrino (1976)




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