martes, enero 12, 2021

Francisco Madariaga: Llegada de un jaguar a la tranquera (1980)

 



I

¡Poncho criollo!...

 

Viejo Narciso,

¿Por qué me entregaste a Corrientes?

Al color de los mogotes de

    palmerales,

al espeso palmar,

al palmeral del aire,

al agua levantándolo al palmar,

al huevo de ñandú en el palmeral,

al potro yaguané al borde del palmar,

al novillo enredado en el bajofondo del

    palmeral,

al ciego del arpa y el mandolín

que oyó un vuelo en el palmar

y tocó una sinfonía amarilla de frutas

     del palmeral.

 

¡Olor a tigre y a zorzal,

olor a lazo que se tira,

-de a caballo-

sobre el yegual!

 

¿Para qué me entregaste a

    Corrientes,

gaucho de transparencia

    liberal?

 

¿Me entiendes,

cuando cantan las cabellos de oro de tu

    ahogado Miguelito,

en la laguna secreta del cantar?

 

Canoa errante mi alma,

halló el cadáver del cantar,

cantó el cantar,

hundiendo vivo al agua al palmeral.

 

2

¡Tu niño ahogado!

 

Un gateado oliendo al tigre

    del palmar

busca tu alero

Estancia Caimán.

Parado está el rodeo

y sangra al aire

el largo catalejo de cristal:

…………………………….

 

Vuelan los lazos,

canta el pial,

y un chifle en llamas

para incendiar

la volteada en el palmeral…

 

¡”Guarde esa caña

que hay que atajar”!

 

Mezcla de potros

y de teral.

 

Y un turco viejo

viene a lo lejos

con carromato

para mercar.

 

Agua en la arena:

Camino real.

 

 

El bayo ruano

 

Al fin de cuentas,

¿fui capaz de triturarlo todo por ti, vieja Poesía?

¿Y qué me habrá quedado?

¿”El almendro real de la esperanza”?

 

¿El duraznero blanco –con galas de abrojo-

    que arde sobre

    un mantel de sacrificios de otras sangres

    de levedad purísima?

 

Pasa cantando el caballero de los Trinos,

¡pero aún no se ha bajado del caballo!

El caballero que en los granes corrales dirigía

    la introducción

    y el despegue de las tropas,

el errante doctor gaucho

con sus caballerías siempre rezagadas para la

    despedida de los niños.

 

Oh viejo tropero azul, su compañero,

dibujado en el incendio de los rastrojos flotantes del

    estero,

canta tu canto de espartillar que ardió con el

    alcohol  del desacuerdo

en el fuego de todos los parajes,

que también las fogatas de la bondad, móviles

    fantasmas,

cantarán al borde del Camino Real,

volviendo,

con el fuego,

el aire de alguien,

¿para mí?,

montado sobre el antiguo bayo ruano del

    emponchado

para la restitución del Trino Blanco en el

corazón del Trino Negro.

 

 

 

Mediodía en un remate de hacienda

 

Andaba por ahí Luicho Merlo,

gaucho negro,

Rey,

¡y hombre de la Cuenca del Plata!

sin que nada preanunciara un gusto impuro entre el

    olor a caballadas.

 

Era una mañana luminosa, una mañana Ley-País del

    Día Puro,

lejos de la tormenta,

o de la noche…

así, como cuando yo he querido destronarme de mí

     y ser la introducción del aire puro en la sombra

    del sueño, aquel estero era circular y macho

     de oro en el pre-invierno.

¡Trapiche-Cué, el estero!, cielo-junco redondo y ala

    circular de abeja-junco, dinero acumulado

    de los sueños del agua del consentimiento

    hadal multiplicado por el color infantil de

    la delicadeza

    del reino del Santo de la realidad y del

    relincho

    que arde en el pecho del paraje correntino,

memoria sangral del agua madre,

eco,

¡y yo ya no tengo talento, oh gloria, queda mi

    cuento

    disuelto en el sexo de la luminosidad!

¿De mí?: quedará solo un poncho gaucho caído en medio

     del cielo.

Están bañando unos caballos al costado del

teru teru…

 

Puente Florencia

 

I

Todo se olvida.

El rumor es un puente.

El color es un puente.

La mirada de un ciervo que olfatea un

    tesoro,

    es un puente,

y vuela con el ave que se aleja del

    invierno natal.

 

Vuelan todos los puentes.

Las comunicaciones estallan en fuego y

    transparencia.

Solo nos queda el puente del olor del

    infinito,

la pasarela para el tigre de los sueños.

 

II

Ya se aproxima el viejo invierno

con su canción de baja zona;

el horizonte eleva un puente

con el terror de una paloma.

 

En el estero hay una brisa

con una garza que reposa

sobre la escarcha de una selva

que al agua entra y se desfonda.

 

Tiene el sonido una esperanza

de libertad, y un fuego de oro.

Olor a ciervos que olfatean

entre las pajas un tesoro.

 

 

Llegada de un jaguar a la tranquera

 

 

Desciende, agua criolla.

Paraje, desciende, ¡pero muy bien montado!,

con apero del oro de las guerras

y los rodeos en llanuras gateadas.

 

Espartillo, áspera y delicada cabellera del

    Terror correntino,

canta una canción de hada de llanura.

 

Desciende, palmeral del borde del estero,

para beber la luminaria caída de la tormenta

    de la raza.

 

Entrégate, oh el antiguo, ex guerrero, ahora

    cuatrero, vengador de la estancia delicada,

    solitaria en el llano del llanto,

llano del aguacero,

y pon tu estribo de oro y de reserva

para bajar a beber miel y estero:

Que ha llegado un jaguar a la tranquera.

 

Un fuego en el palmar

 

Son piedades-perfumes

que me ha dado la forma,

en las prolongaciones populares del llano.

 

Confundido, entre las aguas vírgenes

y la miseria de la orilla,

he detenido mi caballo,

cansado de nadar en las aguas profundas,

y he saludado al gallo de los colores de Gauguin,

entre las brujas de unos ranchos.

 

Madrugada entre caballos

 

Que magnifico país que es…

Cómo a los subjetivos les da subjetividad,

cómo a los objetivos les da objetividad,

y la miel,

y el loro salvaje,

y la no-imperdible caída del estero en el infinito,

y el bosque, pudriéndose en el depositario estero,

con el herir del alba en la mano del mono,

y el curandero-yeguarizo entreverado con los otros

    caballos:

el inocente parejero,

la yegua de la rosa sagrada en la rodilla,

y el padrillo de la bondad criolla en llamaradas.

 

La balsa mariposa  (primera parte)

 

I

Los ruidos del invierno en la ciudad hacen que

    yo busque, con desesperación inmóvil, los

    ruidos de otra época lejana:

    los ronquidos de los degollados en las

    orillas del juncal.

 

¿No puedo ya grabar un escenario?

¿Los sonidos de un monto al costado de un

    hombre a caballo?

 

Oh garzas, depredadoras de cielo, casi retenidas

    por las flores de las aguas, contrabandistas

    de las sombras de aromas, el aroma del

    crimen de otro monto penetra en el palmar,

    al menos popular, y sin loros.

 

En los albardones encontraréis un caballo

    degollado color oro.

 

Fue allá en el porvenir de una querencia sombría,

    alegre, lúcida, viajando en la sangrante

    balsa mariposa de la concreta y salvaje

    estación.

 

Ríos rosados

 

I

Rojo ataúd de zanjas mortuorias

    en los bosques invernales,

    he volcado tu agua,

    bebieron mis caballos

y salieron cantando del terror.

Amarilla era el alma.

 

II

No te he olvidado, mi color de la

    poesía.

No he olvidado tu casa de manteles

    acuáticos,

    vareados por el agua,

los rodeos de ganados criollos proyectándose

    en el cielo,

ni a la bruja del caballo ruano

en la alborada de gritos salvajes y

    palmeras.

 

Oh nuevo resplandor del horizonte,

la imagen ya de mí no necesita

pero yo necesito de la imagen

    del fuego destructor de la

    ignorancia.

 

 

 

Contraamparo

                                     a Edgar Bayley

 

Está el hombre presente.

El filo de la medianoche.

La tormenta de la ex-tormenta.

El cazador al viento.

 

Lo inmediato no aparece ni desaparece,

está desnudo en medio del contraamparo,

la no guarda de lo imperfecto

y el canto del azul zorzal.

 

La lluvia es agua de oro en lo inmediato

    del corazón, el cosmos es el ensayo

    primero y sangrante de lo infinito.

 

La sangre lava el azul imperfecto de la Tierra,

    y vuelve todo a la morada de la alegría.

 

¿No me disculparé ante el tigre por este “ensayo

    filosófico”?

 

A noche me ha colocado en un castillo en medio

    del  palmar de Dios.

 

El alba es el encantamiento popular del planeta.

Buenas alba, dolor.

 

Canciones para D. H. Lawrence

 

¿Te acuerdas, Lawrence,

cuando volvíamos del tropear

     salvaje en el alba

     paulatina?

Mi caballo era de oro sanguíneo,

el tuyo, rojo y negro,

parecía tapado por tu poncho de

    México.

Y éramos amigos,

y éramos ligeros

costeadores de celestes lagunas

     amarillas,

Lawrence, ¡dos bandoleros!

 

Antes de dormir, nadábamos.

 

2

Lawrence, por ti bebo

este vino de abril

en cuerno de tropero:

Mi padre con los gauchos

bebía en él la caña del

    Paraguay

rociada por el fuego,

y yo dormía envuelto

con el poncho del gaucho

Teolindo-lucero.

 

3

Lawrence, mi caballo no ha

     muerto.

Sale a verte del fondo de un

    pantano,

con restos de canoas

dispersos por el pecho;

hoy que en su gala arde aún el

     fuego de fogatas

de los cazadores del fondo del

    invierno.

 

Aguatrino (1976)