Francisco Madariaga: El delito natal (1963)
Nueva arte poética
No soy el espectral, ni el sangriento,
ni el cautivo,
ni el libre, ni el trompudo de labios de lata, ni el
acordeón del mar-ayer, ni la blancura del futuro,
ni el bobalicón del espacio, ni la academia de los
astros, ni el planetario de las correspondencias.
Yo soy aquel que tiene los deseos del
celo de la tierra.
Aquel que tiene los cabellos del lado
del amor.
El peinador de los pocos retratos de la
desgracia.
El cacique de la boca arrojada sobre el
lecho de
la mujer que sangra.
¡Manantial para mis heridas!, que no son
más que
cosas de hadas.
¡Buen beber para mis ojos!, que no son
más que
sombras de desgracias, devueltas por el agua.
¡Loor terrestre a mis amigos y hermanas
con temblores
de bocas de duraznos, besadas por el agua!
I
Tengo
ganas de leer algo hoy.
Me
sangra la poesía por la boca.
Yo era
estudiante y me adoraba la Naturaleza,
pero estaba olvidado,
me hería la plenitud del Universo,
y ahora te sacudo a ti, montes de cabellos
rojos,
tierras paradas en aguardiente correntino,
grandes balsas de agua alojadas en la boca.
El
pavor es celeste, el líquido terreno es fuego,
los pavos reales han sido capados por el
sol,
y yo ando por la siesta:
provocador de las grandes fuentes sombrías,
alojado en la voluntad animal.
2
¿Dónde
pedir auxilio sino en la Tierra?
El mar
es un cantor inseparable.
Pero
tú tienes también llamaradas acuáticas,
Tierra.
¡Acuarelas
para quién sabe qué candor!
Yo soy
un niño y nadie me podrá recibir,
pero tengo coraje
y ese nativo puro que arroja los paisajes
por la nariz.
Tengo
un collar para todo lo que arde.
3
¿El
alba guaraní gime en mi memoria?
¡Oh
francés degollado por las aguas!,
en las ex bocas de las puntas celestes
del paisaje desprendido.
Sin
duda nadie cuida de mi memoria,
ni le selecciona parajes ardientes.
Nadie
utiliza mi falta de elegancia
cuando expiro con la leche de las frondas
sedientas.
Yo no
quiero cantar países natales
sino medallas de carne de sol,
telas de la naturaleza,
conciertos de las tumbas salvajes
hijas de la ternura natural.
4
No
digas al país de los bárbaros que estoy
solo.
Un
hombre natal mira mi precipicio con su justicia
de tabaco y de hambre.
En el
mediodía junto al río inclemente,
el río sin pecado,
el río rojo de pecho pronunciado hacia mi
boca.
Escuchemos
la memoria del celo absoluto.
Es la
hora del bárbaro.
Escuchemos,
mira: ¡el tric de mi sangre saliva!
¿Oyes
el quejido inmoral del bello de mi pecho?
Yo estoy
ebrio, cantan los loros del pantano;
necesito perfumar mi sudor con el fuego.
¿Qué
hay entre el ombligo de este hombre y el
Príncipe Natural de la Delicadeza?
Sociedad
al natural
1
En
esta tarde en que llueve sobre el estero, emerge
un espejo húmedo y escarlata-dorado frente
a mi memoria.
Es el
espejo del mirar de los hombres que, absorbido
por los paisajes aún tropicales, devuelve
al alma
la delicadeza de una orfandad enfrentada
con
el honor de estos hombres y con el ingrato
valor
de sus miradas.
2
En la
naturaleza más huraña y escondida a veces se
reflejan, como en un húmedo cementerio de
semblantes, todos los movimientos de las
ciudades
supercivilizados.
Un
olor a miserias de Estafas inferiores se pudre en
el resplandor del atardecer acuático,
bordador
de serpientes.
En las
arañas de los juncos crece y llora un mendicante
corazón de amor, y un ardor de mujeres
estropeadas
por una fiebre oscura se sumerge en el
cristal
podrido de la maraña.
arriba, el trueno canta, pero ya derrotado
por el
deplorable amor de estos hombres.
3
La
muerte había largado toda su sangre en el estero.
De
golpe sentí terror frente al corredor donde soñaban
los hombres bebidos con un alcohol
descolorido
y amargo.
¿Y los
otros? Los del sol, los ciudadanos del movimiento
y del orden, ¡qué conocen del sol! Solo su día
impuro
y grosero, sus irradiaciones para mercaderes,
sus
brillantes exteriores ajados por el espacio.
4
Las
Estafas vomitaban en la muerte del día, y sólo las
amparaban los pantanos más negados para el
sol.
El
trueno había caído, pudriéndose en el único rincón
maldito del estero.
Sólo
en el techo de alguna palmera el espeso mear de
un tigre se recogía, encendiendo una gran
lámpara
que ayudaba a maravillarse a la pradera.
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