viernes, enero 29, 2010

Adiós, Maestro...

Un día perfecto para el pez banana --J.D. Salinger--

En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad.

Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.
-Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.
-Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero. A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú? La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo. -He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...
-¿Estás bien, Muriel? La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja. -Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde... -¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo. -¿Cuándo llegaron? -No sé... el miércoles, a la madrugada.
-¿Quién manejó?
-El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
--¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto? -Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces... -Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...
-Muy bien -dijo la chica.
-¿Siguió llamándote con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo. -¿Cuál? -Mamá... ¡qué importancia tiene!
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita. -No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
-Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
-Tú lo tienes.
-¿Estás segura? -dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído.
-¡Pero está en alemán!
-Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
-Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre. ..
-Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.
-Muriel... mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski. -
--¿Ajá? -dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.
-¿Y entonces...? -dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.
-Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
-Nunca lo oí nombrar.
--De todos modos dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma...
-Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está...
--Lo usé. Me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
-Me quemé toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra?
-Bueno... sí..., más o menos... -dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
-Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije... -
-¿Por qué te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo...
-¿El verde?
-Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison..., la mercería...
-¿Pero él qué dijo? El médico.
-¡Ah! sí... Bueno..., en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible.
-Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse..., tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le aliviané un poco el forro.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien?
-Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor...
-Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que...
-Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa? -
-Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No dije nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
-¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
-Muriel. Hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.


-Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio?
-Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor. La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más.
-En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
-Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter.
-Quédate quieta, Sybil, gatita...
-¿Viste más vidrio? -dijo Sybil. La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel. Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo. El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué? -dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena.
-No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
-¿Dónde está la señora?
-¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-.
-Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación. Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul. Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
-Este es amarillo -dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
-Necesita aire -dijo.
-Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-.
-Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-.
--Yo soy capricorniano. ¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
-¿Qué?
-Hice de cuenta que eras tú.
Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
-Vamos al agua -dijo.
-Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
-La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que saque a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-.
-Sybil -dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
-¿Un qué?
-Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño. Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven.
-¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y no tiene más que tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
-No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él.
Sybil soltó su pie:
-¿Has leído El negrito sambo? -dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-.
-¿Qué te pareció? -le preguntó.
-¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol?
-Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis -dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más?
-¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué? -dijo el joven.
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza.
-¿Te gustan las aceitunas? -preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil.
-Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas -dijo ella por último.
-¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría.
-Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera. Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó.
-No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
-No veo ninguno -dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas. Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
-Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella meneó la cabeza.
-Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces banana.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué? -preguntó Sybil.
-Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa.
-La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos.
-Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
-Acabo de ver uno.
-¿Un qué, mi amor?
-Un pez banana.
-¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca?
-Sí -dijo Sybil-. Seis.
El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
-¡No!
-Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel. En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc.
-Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista. Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño. Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas. Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.
(*) Se refiere a Seymour Glass (pronunciado simor glas) y confunde el sonido con la expresión see more glass (ver más vidrio).

Raúl Acosta*, poemas

Historia

No tienen, los ríos, un norte.
El declive los lleva,
el mar va con ellos,
lo saben.

Los ojos no tienen distancia,
el horizonte es una calma,
el mañana
la certeza, que no se alcanzará.

Cuando lloro
la brújula se agita,
tiembla el horizonte,
soy agua mal rumbeada.

No hay norte en los sueños,
la distancia es una.
Somos paisajes
que pueden abrazarse
en mitad de un río,
que logramos detener
a la tarde,
un sábado.


Oquedad

Ninguna canción
dice nombres nuevos.
El amor está quieto.
Respingo algunas veces.
Falsa alarma, seguro.
Tengo pocos deseos,
son recuerdos
las cosas más bellas.

Hay cierta terquedad en el ambiente.
Es duro el suelo.
Donde camino hay paredes
altas, muy altas.

He leído un libro, amarillento,
muchas veces.
Mañana comienzo.


*Raúl Acosta (1944, Prov. de Santa Fe, Argentina). Periodista, narrador, ensayista y poeta. En poesía publicó: 100 poesías de Rosario (1979), Poemas para leer después de los cuarenta (1995), Anónimo conocido (1996), La imagen de mi amor y su esperanza (1999), Que de un viento errante somos ventarrón (2001), Algo nuevo, algo prestado, algo blue (2005), Muchas palabras parecidas (2005), Con el cuerpo en el alma (2007), Versos en la frente (2008).
**Los poemas que se transcriben están inlcuidos en el libro Versos en la frente.

martes, enero 26, 2010

Jorge Dipré: Todo se quema aquí...

Siesta

Las siluetas, difusas
Calle de polvo
Sombras luminosas
que oscilan, escapan
a la mirada turbia
Los hoyos
Las cuencas
Baldosas sueltas
Pedazos
Rompecabezas de pasiones

Aquí todo es nuevo y viejo
Fulgura
debajo de la pátina
como un niño avejentado
nada de lo que empieza
está condenado a terminar

Senda de interrupciones
Los changos
apenas se mueven al mediodía
La maestra cruza la luz
y un estruendo
de verdes claridades la ciega
pero su olfato
la libra de todo mal
El perfume de las flores
adormece
con agradable sopor

No sé si encender un cigarro

todo podría estallar


Jorge Alberto Dipré nació en Ceres, prov. de Santa Fe, Argentina, en 1960. Ha publicado diversos libros. El poema que se transcribe pertenece a su libro Todo se quema aquí. Ediciones Recovecos.

lunes, enero 25, 2010

Marguerite Duras*: la soledad no se encuentra, se hace...

“La soledad de la escritura es una soledad sin la cual el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. Se desangra, el autor deja de reconocerlo. Y ante todo, nunca debe dictarse a secretaria alguna, por hábil que sea, y, en esta fase, nunca hay que dar a leer lo escrito a un editor.Alrededor de la persona que escribe (…) siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas la luces, ya sean del exterior o de la lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir. Nunca hablaba de eso a nadie. En aquel período de mi primera soledad ya había descubierto que lo que tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El único principio de Raymond Queneau era éste: “Escribe, no hagas nada más”.
Escribir: era lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. La escritura nunca me ha abandonado.
Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y determinados ritos a los que siempre vuelvo, a dondequiera que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de insomnios o de súbitas desesperaciones. Durante aquel período tuve amantes. Se acostumbraban a la soledad de Neauphle. Y según su encanto a veces esta soledad les permitía que, a su vez, escribieran libros. Raramente daba a leer mis libros a esos amantes. Las mujeres no deben hacer leer a sus amantes los libros que escriben. Cuando terminaba un capítulo, lo escondía. En lo que a mí respecta, es tan verdad que me pregunto qué pasa en otras partes y también cuando se es una mujer y se tiene un marido o un amante. En tal caso, también hay que esconder a los amantes el amor del marido. El mío nunca ha sido sustituido. Lo sé, todos los días de mi vida.
Esta casa, esta casa es el lugar de la soledad, sin embargo da a la calle, a una plaza, a un estanque muy antiguo, al grupo escolar del pueblo. Cuando el estanque está helado, hay niños que vienen a patinar y me impiden trabajar. Les dejo hacer. Los vigilo. Todas las mujeres que han tenido hijos vigilan a esos niños, desobedientes, locos, como todos los niños. Pero, qué miedo, cada vez, el peor de los miedos. Y qué amor.
La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir. (...)
(...) Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro, como el último hijo, siempre al más amado.

Un libro abierto también es la noche.
Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué.
Escribir a pesar de todo pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo: estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro.
Ese extravío de uno mismo por la casa no es nada voluntario. No decía: “Estoy encerrada aquí todos los días de año”. No lo estaba, decirlo hubiera sido falso. Iba a hacer compras, iba al café. Pero, al mismo tiempo, estaba aquí. El pueblo y la casa es lo mismo. Y la mesa frente al estanque. Y la tinta negra. Y el papel blanco es lo mismo. Y en lo que a los libros refiere, no, de pronto, nunca es lo mismo. (...)”
*Del libro Escribir, escrito en 1993.

sábado, enero 23, 2010

Lezama Lima: La cara oscura del viaje

"El viaje es reconocer, reconocerse, es la pérdida de la niñez y la admisión de la madurez..., casi nunca he salido de La Habana. Admito dos razones: a cada salida, empeoraban mis bronquios: y además, en el centro de todo viaje ha flotado siempre el recuerdo de la muerte de mi padre. Gide ha dicho que toda travesía es un pregusto de la muerte, una anticipación del fin. Yo no viajo: por eso resucito."
*Valoración múltiple. Recopilación de textos sobre L. Lima. La Habana. Casa de las Américas, 1970.

Martín Rodríguez: Paraguay

¿Cuando empezó la guerra, Mariscal?

¿Corrientes no era Polonia?

El Mariscal quería pisar tierra, una vez.
Paraguay era una ciudad de agua, un pantano.
Mato Grosso-Corrientes, países de agua también
pero que van hacia el mar…
Las aguas como la piel de gallina:
llegó a Corrientes pisando las aguas,
en patas, tirando flores. Quería pisar tierra, una vez.

Con su vapor de la marina paraguaya, de una marina sin mar.

No te duermas sin haber cantado las nanas de la guerra. Decía.

Pintate con carbón no sólo los bigotes, el ceño fruncido, la bala hundida, el
orificio: todo.

Después llegó la guerra, Mitre, Caxias, las batallas, una a una, en series:
Curupaytí: el flujo temporal de la batalla.
Curupaytí: 3ra columna, 4ta columna, columnas de humo hacia el fuego.

Pero fueron necesarios los niños. Los niños: la bala líquida.

”Esquema semiótico básico”: ataque-defensa, aliados-enemigos, derrota-victoria.

Pero los niños, como el agua, se escurrían en los dedos. Grababan sus figuras en
el barro, temblaban con el racimo de sus dedos (la uva blanca), contra el agua
dejaban caer el polvo de la pólvora como polvo dorado, se sacaban todo de
encima. Incluso la guerra se la sacaban de encima: corrían como si tuviesen
encima un hormiguero. Hormigas rojas corrían en ellos también.

Siguieron al Mariscal hasta la muerte, en manos de los negros-esclavos-libres.

Camorra
Los árboles, los árboles, los árboles,

Los niños, los niños, los niños.
Los camorreros, la saliva, la rabieta,
desnudos junto al fuego...

El fuego, el fuego, el fuego.
Hay que leer el mundo.

Palo
Vuelve a la Normalidad el Caos Original…
Al primer niño lo hallaron sólido, abrazado a un palo.
Sentado de espaldas a un hormiguero,
recitando estos versos:
“El mundo se acabará.
No se encontrará el secreto.”

Palangana
La obsesión del espíritu está hirviendo: la guerra en la pava abollada.
En esas circunstancias de amor y condena.
De una palangana cayó un callo de piel blanca: la nueva ser para la guerra.
Calcio: un estero te baña.
Una isla de té verde bañada insistentemente con leche.

Guerra
Todo era huir de la madre.
De la muerte de la madre,
la madre muerta,
morir con la madre,resucitar entre sus piernas
crucificado, deseoso el que huye de la muerte de la madre
porque es su propia muerte en sustancia, el que
huye de la locura de la madre,
de sus voces en el sueño,
de sus pasos en el corral.

Todo era huir.
Todo era resucitar.
Todo era calcinarse al sol, junto a un palo.

*Martín Rodríguez, poeta argentino (buenos aires 1978). Publicó, entre otros libros, Agua negra, Natatorio, El conejo, Lampiño, Maternidad Sardá.
Los poemas que se transcriben son inéditos (Gentileza: http://www.elinterpretador/).

jueves, enero 21, 2010

Marguerite Duras: escribir...

--Ser escritor no es saberlo.
--No, eso no es suficiente, pero se dice tanto que debe haber algo de cierto. Escribir es también no saber qué se hace, ser incapaz de juzgarlo, hay también un poco de eso en el escritor, un brillo cegador.
*De Emily L., Ed. Tusquets, 1988.

miércoles, enero 20, 2010

Taller de poesía 2010

Está abierta la inscripción para el taller de poesía, coordinado por la poeta María del Carmen Colombo*. Los interesados pueden solicitar entrevista al 4923-1112 (por la mañana), o al 156-025-5595, o escribir a: colombomc@fibertel.com.ar, o bien a cotocolombo@gmail.com.ar

PLAN DE TRABAJO
Metodología.
Lectura y análisis de los textos de los participantes.. La palabra del otro como generadora de textos: práctica intensiva de la escritura.. Voces y resonancias. Propuestas estéticas: lectura de la obra de otros autores: Baudelaire - Rimbaud - Mallarmé - Valery - Eliot - Lezama Lima –Discépolo - Pizarnik Bayley - Orozco - Ortiz - Lamborghini - Bellessi- Gruss, Genovese, etc.
Objetivos
. Perfeccionar la artesanía propia del oficio.
. Ahondar en aquellos temas y motivos que se manifiesten en la producción grupal e individual.
. Reconocer en los textos filiaciones y parentescos literarios.
. Adquirir una mayor conciencia del proceso creativo.


Actividad complementaria: evaluación grupal del conjunto de los textos presentados por cada uno de los integrantes.

*María del Carmen Colombo nació en 1950 en Buenos Aires. Ha publicado: La edad necesaria (1979); Blues del amasijo (1985); Blues del amasijo y otros poemas (1992, reedit. 1998); La muda encarnación (1993) y La familia china (1999); además publicó Santo y Seña (publicación conjunta, 1984) y Folletín (Plaquetas del Herrero, 1998). Tiene un libro inédito: Bestiario sentimental. Ha recibido, en otros, el Primer Gran Premio de Poesía V Centenario (1992) y Mención Especial del Premio Nacional de Poesía, Producción 1996-1999 (2005). Integra antologías de poetas argentinos editadas en el país y en el extranjero -la más reciente Puentes/Pontes (Fondo de Cultura Económica, 2003)-. Colabora en diarios y revistas. Desde 1980 coordina talleres literarios.

lunes, enero 18, 2010

Ítalo Calvino: El jinete del cubo o la búsqueda de la levedad como reacción al peso del vivir

"(...) Quisiera terminar esta conferencia recordando un cuento de Kafka, "El jinete del cubo" (Der Kübelreiter). Es un breve relato en primera persona, escrito en 1917, y su punto de partida es evidentemente una situación muy real de aquel invierno de guerra, el más terrible para el Imperio austríaco: la falta de carbón. El narrador sale con el cubo vacío en busca de carbón para la estufa. Por la calle el cubo le sirve de caballo, llega a izarlo a la altura de los primeros pisos y lo transporta meciéndolo como en la grupa de un camello. La carbonería es subterránea y el jinete del cubo está demasiado alto; trata de hacerse oír por el hombre, que está dispuesto a satisfacerle, mientras que la mujer no lo quiere escuchar. El jinete le suplica que le dé una paletada del carbón de la peor calidad, aunque no pueda pagarle en seguida. La mujer del carbonero se desata el mandil y ahuyenta al intruso como si espantara una mosca. El cubo es tan liviano que sale volando con el jinete hasta perderse más allá de las Montañas de Hielo. Muchos de los cuentos de Kafka son misteriosos y éste lo es especialmente. Tal vez Kafka sólo quería contarnos que salir en busca de un poco de carbón, una fría noche en tiempos de guerra, se transforma, con el simple balanceo del cubo vacío, en quete de jinete errante, travesía de caravanas en el desierto, vuelo mágico. Pero la idea de este cubo vacío que te levanta por encima del nivel donde se encuentra la ayuda y también el egoísmo de los demás, el cubo vacío signo de privación, de deseo, de búsqueda, que te levanta hasta el punto de que tu humilde plegaria ya no puede ser escuchada, abre el camino a reflexiones sin fin.
(…).
*Véase Seis propuestas para el próximo milenio, Ed. Siruela, 1989.

F. Kafka: El jinete del cubo

Todo el carbón se había consumido; vacío el cubo; la pala, sin objeto ya; la chimenea respirando frío; el cuarto lleno de soplo de la helada; ante la ventana, árboles rígidos de escarcha; el cielo, un estuche de plata vuelto hacia aquel que le pida ayuda. Necesito carbón; no debo congelarme; detrás de mí la chimenea inhospitalaria, ante mí, el cielo igualmente despiadado: deberé cabalgar entre ambos y en medio de ambos pedir ayuda al carbonero. Pero ante mis súplicas habituales él se ha endurecido ya; debo probarle exactamente que no me queda ni el más leve polvillo de carbón y que, por lo tanto, él es para mí como el sol de los cielos. Debo actuar como el mendigo hambriento que decide expirar en el umbral de la puerta y a quien, por eso, la cocinera de los señores se decide a dar el poso del último café; así también, furioso, pero a la luz del mandamiento "no matarás", el carbonero tendrá que echarme una palada en el cubo.
Mi ascensión lo va a decidir; por eso voy hacia allí montado en el cubo. Jinete del cubo, y puesta la mano en el asa, riendas harto sencillas, desciendo penosamente la escalera; pero una vez abajo, mi cubo asciende; ¡magnífico!, ¡magnífico!; los camellos echados en tierra no se levantan sacudiéndose con más belleza bajo el palo del guía. Marchamos al trote por la callejuela helada; con frecuencia me veo alzado hasta el primer piso; nunca llego a descender hasta la puerta de la calle. Ante el abovedado sótano del carbonero floto a extraordinaria altura, en tanto él, allá abajo, escribe, encogido ante su mesita; para dar paso al calor excesivo ha abierto la puerta.

— ¡Carbonero! —grito, con voz hueca, quemada por el frío y oculto por las nubes de mi aliento lleno de humo—, por favor, carbonero, dame un poco de carbón. Mi cubo está vacío, ya no puedo cabalgar sobre él. Sé bueno. Tan pronto pueda, te pagaré.

El carbonero se lleva la mano al oído.

— ¿Oigo bien? —pregunta por sobre el hombro a su mujer, que teje sentada en el banco de la chimenea—, ¿oigo bien? Un cliente.

—No oigo nada —dice la mujer, respirando con tranquilidad por encima de las agujas de tejer, con un agradable calor en la espalda.

— ¡Oh, sí! —exclamó—. Soy yo; un viejo cliente; un seguro servidor; sólo que momentáneamente sin medios.

—Mujer —dice el carbonero-, ahí hay alguien, hay alguien; no puedo equivocarme hasta ese extremo; tiene que ser un cliente antiguo, muy antiguo, para que así me hable al corazón.

— ¿Qué te pasa hombre? —dice la mujer, y aprieta su labor contra el pecho, descansando por un instante—. No hay nadie, la calle está vacía y toda nuestra clientela está ya servida; podemos cerrar el negocio por unos días y descansar.

—Pero yo estoy aquí, sobre el cubo —grito, e insensibles lágrimas de frío velan mis ojos—. Por favor, aquí arriba; me veréis en seguida; tan sólo una palada; y si me dierais dos, me haríais más que feliz. Toda la clientela está ya provista. ¡Ah, si pudiera oírlo sonar ya en el cubo.!

—Voy —dice el carbonero, y quiere subir la escalera con sus cortas piernas, pero la mujer está ya junto a él, le coge por el brazo y dice:

—Tú te quedas. Si no desistes de tu testarudez, seré yo quien suba. Acuérdate de tu tos. Pero por un negocio, aunque sólo sea imaginario, olvidas mujer e hijo y sacrificas tus pulmones. Iré yo.

—Entonces dile todas las clases que hay en depósito; yo te cantaré los precios.

—Bueno —dice la mujer, y sube hacia la calle. Como es natural, me ve en seguida.

-Señora carbonera —exclamo—, la saludo; sólo una palada de carbón; aquí, en seguida, en el cubo; yo mismo lo llevaré a casa; una palada del peor. La pagaré toda, claro está, pero no ahora, no ahora.

¡Qué tañido de campanas son esas dos palabras, "no ahora", y que turbadora para los sentidos que se mezclan al toque del reloj que precisamente me llega desde la cercana torre de la iglesia!

-¿Qué es, pues, lo que quiere? -exclama el carbonero.

—Nada —le replica la mujer—, no hay nadie; no veo nada, no oigo nada; sólo están dando las seis y nosotros cerramos. Hace un frío terrible; es probable que mañana tengamos mucho trabajo aún.

No ve nada, no oye nada, y sin embargo, suelta la cinta de su delantal y procura alejarme con él. Por desgracia lo consigue. Mi cubo tiene todas las desventajas de un animal de silla; carece de fuerzas para resistir; es demasiado liviano; un delantal de mujer obliga a sus patas a dejar el suelo.

— ¡Mala mujer! —grito aún, mientras ella, volviéndose hacia el negocio, entre despreciativa y satisfecha, hace un gesto en el aire con la mano-. ¡Mala! Te pedí una palada del peor y no me la has dado.

Y con ello me elevo a las regiones de los pinos helados y me pierdo de vista para siempre.

F. Kafka: Una cruza

Tengo un animal curioso, mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre. En mi poder se ha desarrollado del todo; antes era más cordero que gato. Ahora es mitad y mitad. Del gato tiene la cabeza y las uñas, del cordero el tamaño y la forma; de ambos los ojos, que son huraños y chispeantes, la piel suave y ajustada al cuerpo, los movimientos a la par saltarines y furtivos. Echado al sol, en el hueco de la ventana, se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre como loco y nadie lo alcanza. Dispara de los gatos y quiere atacar a los corderos. En las noches de luna su paseo favorito es la canaleta del tejado. No sabe maullar y abomina de los ratones. Horas y horas pasa en acecho ante el gallinero, pero jamás ha cometido un asesinato.
Lo alimento a leche; es lo que le sienta mejor. A grandes tragos sorbe la leche entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente es un gran espectáculo para los niños. La hora de visita es los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me rodean todos los niños de la vecindad.

Se plantean entonces las más extraordinarias preguntas, que no puede contestar ningún ser humano: Por qué hay un animal así, por qué soy yo su poseedor y no otro, si antes ha habido un animal semejante y qué sucederá después de su muerte, si no se siente solo, por qué no tiene hijos, cómo se llama, etcétera. No me tomo el trabajo de contestar: me limito a exhibir mi propiedad, sin mayores explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; una vez llegaron a traer dos corderos. Contra sus esperanzas no se produjeron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron con mansedumbre desde sus ojos animales, y se aceptaron mutuamente como un hecho divino. En mis rodillas el animal ignora el temor y el impulso de perseguir. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Se apega a la familia que lo ha criado. Esa fidelidad no es extraordinaria: es el recto instinto de un animal, que aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene uno solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros.

A veces tengo que reírme cuando resuella a mi alrededor, se me enreda entre las piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara ser gato y cordero quiere también ser perro. Una vez -eso le acontece a cualquiera- yo no veía modo de salir de dificultades económicas, yo estaba por acabar con todo. Con esta idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal en las rodillas; se me ocurrió bajar los ojos y vi lágrimas que goteaban en sus grandes bigotes. ¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato de alma de cordero el orgullo de un hombre? No he heredado mucho de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque son muy distintas. Por eso le queda chico el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y me acerca el hocico al oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira deferente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si lo hubiera entendido y muevo la cabeza. Salta entonces al suelo y brinca alrededor.

Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negársela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable.

sábado, enero 16, 2010

De la poesía de Haití

Si te interesa, podés entrar al siguiente sitio para leer un pequeño artículo "Sobre la poesía de Haití", especialmente preparada por el poeta argentino EWduardo Dalter:
http://danielmontoly.blogspot.com/2005/10/de-la-poesa-de-hait-por-eduardo-dalter.html

Via Sole: blog de traducciones de poesía italiana

El poeta argentino Carlos Vitale, radicado en España, estrena su blog Via Sole, de traducciones de poesía italiana de los siglos XIX y XX, en el cual se podrán leer las traducciones realizadas por este autor durante los últimos 25 años, no incluidas en libros. Feliz lectura: http://viasole.blogspot.com/

viernes, enero 15, 2010

Premio Carmen Conde de poesía escrita por mujeres 2010

Agradecemos al poeta Enrique Solinas por el envío de la siguiente información:

PREMIO "CARMEN CONDE" DE POESIA ESCRITA POR MUJERES 2010

Requisitos: Podrán concurrir al mismo poetisas de cualquier nacionalidad con libros escritos en lengua española no premiados anteriormente en ningún otro concurso.
Los originales, con libertad de tema y forma, deberán ser inéditos en su totalidad y tener una extensión no inferior a 600 versos ni superior a 800.
Se presentará un ejemplar, impreso por una sola cara, debidamente numerado y encuadernado. Se admitirá un solo poemario por autora.
Los libros presentados deberán ir firmados por sus autoras, incluyendo en el ejemplar sus datos personales (nombre, domicilio, teléfono y correo electrónico) y una breve reseña bibliográfica.
El envío, por correo certificado, se hará llegar a Ediciones Torremozas, Apartado 19032, 28080 Madrid, España, indicando en el sobre “Para El Premio Carmen Conde”. El plazo de admisión quedará cerrado el 15 de Marzo de 2010.
El premio consistirá en la publicación del libro premiado en la Colección Torremozas, con entrega de 50 ejemplares a su autora. La Editorial se reserva los derechos de la primera edición y, en caso de posteriores ediciones, estas serían objeto de contrato con la poeta premiada.
El Jurado estará compuesto por especialistas en poesía cuyo nombre se dará a conocer en el momento de hacerse público el fallo, que será inapelable.
Ediciones Torremozas no mantendrá correspondencia sobre este concurso ni devolverá los originales no premiados, que serán destruidos tan pronto se haya producido el fallo.
La presentación al Premio “Carmen Conde” implica la total aceptación de sus bases, cuya interpretación, incluso la facultad de declararlo desierto, quedará a juicio del Jurado.
Fecha cierre: 15/03/2010 .
Información: Pueden consultar las bases en www.torremozas.com
Lugar: INTERNACIONAL - España

jueves, enero 14, 2010

miércoles, enero 13, 2010

Poetas argentinas en España

El próximo martes 19 de enero de 2010, a las 19.30, y como parte del Ciclo La Estafeta del Viento, se realizará en la Casa de América --Plaza de Cibeles, 2. 28014 Madrid, España. Tel. 91 595 48 00-- una lectura de poemas en la que participarán tres poetas argentinas: Noni Benegas, Luisa Futoransky y Agustina Roca, con la coordinación de Jorge Alemán ( www.laestafetadelviento.es) y la presentación de Susana García Iglesias.

martes, enero 12, 2010

Boca de Sapo

Salió BOCADESAPO
Revista de arte, literatura y pensamiento
Segunda época año XI Nº 5 Enero 2010
No te la pierdas.
SUMARIO
• Editorial
• La violencia de la ilusión. Amartya Sen
Dossier Memorias e Identidades
• Presentación del dossier. Claudia Feld
• Deshilvanar. Fragmentos. Liliana Lukin
• La figura de hijos de víctimas de la violencia de Estado. Andrea Cobas Carral
• Entrevista a Héctor Schmucler: “Toda memoria es política”. Shila Vilker
• Fronteras políticas y testimonio. María Teresa Johansson M.
• La escena como espacio para la reparación del daño. Lorena Verzero
• Crónica. “Con las maletas preparadas”. Igor Štiks
Artículos
• Homenaje a Leónidas Lamborghini. Escribir con las patas en la fuente. Marisa do Brito Barrote
• La ciudad latinoamericana contemporánea revisitada. Gisela Heffes
• Magia, brujería, escritura. Jimena Néspolo
Cuento
• So far. Pablo Manzano
Reseñas
• Variaciones sobre el erotismo: Charlotte d´Ingerville de Georges Bataille
• Las apuestas de la derrota: El otro lado de Jorge Consiglio
• Hazañas bélicas: Canción de Vic Morrow de Jaime Rodríguez Z.
• El señor, el amante y el poeta de Dardo Scavino
• De traiciones urbanas: Alias Gardelito de Bernardo Kordon
• Leer y escribir, un aprendizaje que no termina: Enseñar a leer textos de ciencias de Ana Espinoza y Conquistar la escritura de Ana María Finocchio
Historieta
• Fragmentos en tiras de la vida de Antón Malavar. Víctor Hugo Asselbon


STAFF
DIRECTORA
Jimena Néspolo
JEFA DE REDACCIÓN
Marisa do Brito Barrote
CONSEJO DE DIRECCIÓN
Diego Bentivegna - Claudia Feld
Gisela Heffes - Walter Romero
JEFE DE ARTE
Jorge Sánchez
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
David Nahon - Mariana Sissia

ILUSTRADORES
Paula Adamo - Víctor Hugo Asselbon
Santiago Iturralde - Florencia Scafati
COLABORADORES
Andrea Cobas Carral-Marcelo Damiani
María Teresa Johansson M. - Rosana Koch
Liliana Lukin - Matías Néspolo - Amartya Sen
Fabián Soberón - Igor Štiks -Lorena Verzero
Shila Vilker
ARTISTAS INVITADOS
Martín Bustamante - Inés Vera

Poesía y música en los jardines de los museos

La Subsecretaría de Cultura, a través de la Dirección General de Museos, anuncia el inicio del ciclo Poesía y música en los jardines de los Museos, una de las actividades organizadas por el Ministerio de Cultura del Gobierno porteño en el marco del programa “Aires Buenos Aires, Cultura para Respirar”, para el verano 2010. Entrada libre y gratuita. Miércoles a las 19.30. Del 13 de enero al 17 de febrero.
PROGRAMACIÓN
Miércoles 13 de enero, Museo de Arte Español Enrique Larreta, Vuelta de Obligado 2155 – BELGRANO
Poetas: Andi Nachón, Daniel Durand. Músico: Tomi Lebrero.
Miércoles 20 de enero, Museo de Arte Popular José Hernández, Av. del Libertador 2373- PALERMO
Poetas: Clara Muschietti, Fernando Callero. Músico: Angélica y Tomás.
Miércoles 27 de enero, Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, Av. Infanta Isabel 555- PALERMO
Poetas: Inés Acevedo, Francisco Garamona. Músico: Adrián Villar Rojas.
Miércoles 3 de febrero, Dirección General de Museos, ex Munich, Av. de los Italianos 851- PUERTO MADERO
Poetas: Bárbara Belloc, Pipo Lernoud. Músico: Pablo Dacal.
Miércoles 10 de febrero, Museo Histórico de Buenos Aires, Cornelio de Saavedra, Crisólogo Larralde 6309 – SAAVEDRA
Poetas: Alfredo Jaramillo, Gerardo Jorge. Músico: Yilet.
Miércoles 17 de febrero, Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, Suipacha 1422 – RECOLETA
Poetas: Paula Trama, Miguel Ángel Petrecca.Músico: Gastón Caba.
PRENSA Dirección General de Museos Tel. 4516-0944/49 int. 222 Directo: 4313-4082 - prensadgm@buenosaires.gov.ar - www.museos.buenosaires.gov.ar