Gerardo Daniel Cirianni: Las otras voces
Soy argentino, hijo
de argentinos hijos de italianos. Y desde muy pequeño supe que decir “italiano”
era decir y no decir, porque mi padre era hijo de calabreses muy pobres que no
sabían leer y escribir y mi madre era hija de turineses con buena posición
económica y estudios universitarios.
Así que desde los primeros días de mi vida escuché tres lenguas: el castellano porteño, el calabrés y la refinada lengua del Dante. Las tres las oía con fascinación. Y en las tres escuché tantas cosas, que las supe querer de la mejor forma que se puede: viviendo en ellas, escuchando y escuchándome en ellas. Tal vez en esos días empezó este camino de gusto por las palabras, camino que me acompañará hasta el final.
Cuando apenas tenía cuatro años, nos fuimos a vivir a un pueblo pampeano. Allí las voces, crecieron y se multiplicaron. El napolitano de Sara, de ojos mediterráneos, y su hermano Antonio, los almaceneros del pueblo. Los Cacace eran trabajadores y parlanchines, y todos disfrutábamos de las constantes us de sus conversaciones napolitanas. Y a la hora del ir a comprar la leche, escuchábamos a los vascos Del Carre añorar su lejano Bilbao mientras descargaban los tambos de 50 litros de leche que traía Martín, el mayor de ellos. Martín manejaba las bridas de cuatro caballos como si fuera un sulky. Cuando en la escuela supe de las carreras de cuadrigas de los romanos, yo estaba seguro que habían sido los vascos sus inventores. Cuando había que reparar el calzado, era González quien sin duda mejor podía hacernos el trabajo. González lloraba por su perdida España. En su voz escuché por primera vez El ejército del Ebro. Y en el tambo de Los Del Carre trabajaba El pampa de quien el tiempo me perdió su apellido.
El pampa podía ordeñar o domar potros, lazar novillos o armar la mejor ronda de mate. Y sus voz pausada de peón rural, hijo, nieto y biznieto de argentinos narraba historias de espantos y aparecidos, de luces malas, de novias que lo seguían esperando. Imposible olvidar a Sofía, la gitana, la de los ojos verdes, las maldiciones rojas y ese idioma que sólo se entendía en su campamento.
Así empezó el gusto por las palabras, sus ritmos, sus silencios, sus imperiosas necesidades de decir y de callar.
Y a los nueve años nos fuimos a vivir a la gran ciudad. Buenos Aires, la maravillosa y monstruosa Buenos Aires me dejó sin aire y guardé silencio durante un año.
Así que desde los primeros días de mi vida escuché tres lenguas: el castellano porteño, el calabrés y la refinada lengua del Dante. Las tres las oía con fascinación. Y en las tres escuché tantas cosas, que las supe querer de la mejor forma que se puede: viviendo en ellas, escuchando y escuchándome en ellas. Tal vez en esos días empezó este camino de gusto por las palabras, camino que me acompañará hasta el final.
Cuando apenas tenía cuatro años, nos fuimos a vivir a un pueblo pampeano. Allí las voces, crecieron y se multiplicaron. El napolitano de Sara, de ojos mediterráneos, y su hermano Antonio, los almaceneros del pueblo. Los Cacace eran trabajadores y parlanchines, y todos disfrutábamos de las constantes us de sus conversaciones napolitanas. Y a la hora del ir a comprar la leche, escuchábamos a los vascos Del Carre añorar su lejano Bilbao mientras descargaban los tambos de 50 litros de leche que traía Martín, el mayor de ellos. Martín manejaba las bridas de cuatro caballos como si fuera un sulky. Cuando en la escuela supe de las carreras de cuadrigas de los romanos, yo estaba seguro que habían sido los vascos sus inventores. Cuando había que reparar el calzado, era González quien sin duda mejor podía hacernos el trabajo. González lloraba por su perdida España. En su voz escuché por primera vez El ejército del Ebro. Y en el tambo de Los Del Carre trabajaba El pampa de quien el tiempo me perdió su apellido.
El pampa podía ordeñar o domar potros, lazar novillos o armar la mejor ronda de mate. Y sus voz pausada de peón rural, hijo, nieto y biznieto de argentinos narraba historias de espantos y aparecidos, de luces malas, de novias que lo seguían esperando. Imposible olvidar a Sofía, la gitana, la de los ojos verdes, las maldiciones rojas y ese idioma que sólo se entendía en su campamento.
Así empezó el gusto por las palabras, sus ritmos, sus silencios, sus imperiosas necesidades de decir y de callar.
Y a los nueve años nos fuimos a vivir a la gran ciudad. Buenos Aires, la maravillosa y monstruosa Buenos Aires me dejó sin aire y guardé silencio durante un año.
II
Entonces, a los
nueve años comenzó mi vida en la gran urbe. La primer sorpresa fue escuchar un
castellano que entendía pero me era distante: los niños y las niñas porteños
tenían una entonación diferente a la de mi pueblo. Al principio me molestaba,
pero era un niño y los niños aprenden rápido, se sobreponen con facilidad a
grandes escollos. Aún así sentí miedo, mucho miedo, tanto que hasta el presente
casi puedo tocarlo.
La escuela también fue un mundo nuevo. Las maestras tenían otro humor, gritaban con facilidad y les costaba aprender los nombres de todos.
Otras entonaciones me nacieron a lo largo de la educación primaria: pude escuchar cómo en el polaco Zielinsky aún resonaba la voz de su abuela de Cracovia. También advertí cómo al rusito Lebush, mi compañero de tercero y cuarto grado, hijo del librero del barrio, hablaba en un castellano extraño. Mucho después supe que eso tenía que ver con el idish de su padre. Pero lo que más recuerdo era la entonación aymara de Ledesma y el tono de desprecio que usaba Estrada cuando hablaba de los bolivianos. De a poco, empecé a entender y sentir que cada lengua no solo tenía entonaciones sino privilegios o rechazos en este universo tan peculiar en que desde hace mucho está inmersa la amorosa y horrible ciudad de Buenos Aires.
Sobre el final de mi escuela primaria empecé a conocer el mundo de las historias prohibidas. A un lado de la vías del ferrocarril, cerca de la estación Villa Luro, se juntaban algunos pibes para fumar a escondidas y leer fotonovelas que, según indicaban en su portada, eran prohibidas para menores de dieciocho años.
El niño del campo, que a su llegada a la gran ciudad no se atrevía a asomar la nariz a la calle, sintió que la pampa se le desdibujaba, al mismo tiempo que las historias imposibles de contar en casa lo inquietaban, en particular por las noches.
El tránsito a la escuela secundaria desplegó nuevas sorpresas. No podría decir que tengo claros recuerdos de nuevas entonaciones, pero fue en esa etapa de mi vida donde descubrí con claridad que las palabras forman parte de historias y que estas historias pueden transmitir sensaciones bien distintas si son leídas con emoción o apatía, espíritu de exploración o cumplimiento rutinario de una encomienda.
Es decir, descubrí la literatura y lo maravillosa o tortuosa que puede ser según las voces que nos conducían al amor o al odio. Del sentimiento de odio no vale la pena hablar. Fue tanto y tan reiterado en esta etapa escolar que por suerte triunfó el olvido. Pero si de amor se trata, quiero decir que fue el profesor Ayabar y sus lecturas del Cid y del Quijote, su emoción que en ocasiones llegaba a las lágrimas, la que me contó que eso era lo que más me gustaba en el mundo: escuchar leer con pasión y reunirme con otros y otras que compartieran este gusto para navegar por todos los climas de la palabra.
Y así, casi sin darme cuenta, me recibí de maestro.
La escuela también fue un mundo nuevo. Las maestras tenían otro humor, gritaban con facilidad y les costaba aprender los nombres de todos.
Otras entonaciones me nacieron a lo largo de la educación primaria: pude escuchar cómo en el polaco Zielinsky aún resonaba la voz de su abuela de Cracovia. También advertí cómo al rusito Lebush, mi compañero de tercero y cuarto grado, hijo del librero del barrio, hablaba en un castellano extraño. Mucho después supe que eso tenía que ver con el idish de su padre. Pero lo que más recuerdo era la entonación aymara de Ledesma y el tono de desprecio que usaba Estrada cuando hablaba de los bolivianos. De a poco, empecé a entender y sentir que cada lengua no solo tenía entonaciones sino privilegios o rechazos en este universo tan peculiar en que desde hace mucho está inmersa la amorosa y horrible ciudad de Buenos Aires.
Sobre el final de mi escuela primaria empecé a conocer el mundo de las historias prohibidas. A un lado de la vías del ferrocarril, cerca de la estación Villa Luro, se juntaban algunos pibes para fumar a escondidas y leer fotonovelas que, según indicaban en su portada, eran prohibidas para menores de dieciocho años.
El niño del campo, que a su llegada a la gran ciudad no se atrevía a asomar la nariz a la calle, sintió que la pampa se le desdibujaba, al mismo tiempo que las historias imposibles de contar en casa lo inquietaban, en particular por las noches.
El tránsito a la escuela secundaria desplegó nuevas sorpresas. No podría decir que tengo claros recuerdos de nuevas entonaciones, pero fue en esa etapa de mi vida donde descubrí con claridad que las palabras forman parte de historias y que estas historias pueden transmitir sensaciones bien distintas si son leídas con emoción o apatía, espíritu de exploración o cumplimiento rutinario de una encomienda.
Es decir, descubrí la literatura y lo maravillosa o tortuosa que puede ser según las voces que nos conducían al amor o al odio. Del sentimiento de odio no vale la pena hablar. Fue tanto y tan reiterado en esta etapa escolar que por suerte triunfó el olvido. Pero si de amor se trata, quiero decir que fue el profesor Ayabar y sus lecturas del Cid y del Quijote, su emoción que en ocasiones llegaba a las lágrimas, la que me contó que eso era lo que más me gustaba en el mundo: escuchar leer con pasión y reunirme con otros y otras que compartieran este gusto para navegar por todos los climas de la palabra.
Y así, casi sin darme cuenta, me recibí de maestro.
III
Desde el día que salí de la escuela Normal hasta el día en que aterricé en la vida real pasó muy poco tiempo. Apenas un suspiro, solía decir mi madre desde su poesía de lo cotidiano.
Las aulas del Colegio Normal Mariano Acosta y sus muros centenarios me enseñaron cosas. Me hablaron de Grecia y Roma, del Orinoco y del teorema del gran Tales, natural de Mileto, como mis abuelos Antonio y Maria, que nacieron veinticinco siglos después en esa misma comuna de Calabria pero nunca tuvieron la fortuna de que alguien les acompañara en el camino de aprender a leer y escribir.
En el Mariano Acosta, donde pasé cinco años de mi vida, me hablaron de Freud, de John Dewey, de Descartes, de Esopo, de Baudelaire, todo lo cual, sin duda, fue para mi oro en polvo. Y lo digo muy seriamente, pues si algo descubrí a lo largo del camino como maestro es que a los chicos y a los adultos con los que he trabajado siempre les encantó que les platique de otras historias, de otras geografías, de otras voces, de otras músicas, porque ellas les permitían soñar e imaginar paisajes más allá de los que les ofrecían sus vidas cotidianas.
El único problema fue que cuando salí de la escuela no tenía ni idea de donde quedaba Villa Lugano, el barrio donde empecé a trabajar. En ese momento de dramática tensión supe que, en no pocas ocasiones, para la escuela que nos formaba, Paris o Milán y su escala eran menos ajenas que los barrios de la ciudad en la que todos vivíamos y pocos conocíamos.
Así que esa parte de la historia y la geografía la tuve que aprender sobre la marcha, de la mano de otros y otras maestros y maestras con los que empezamos a vivir en la verdadera ciudad de Buenos Aires, o sea la de todos sus rincones, la de todos sus vecinos, la de todos sueños, alegrías, dolores, éxitos y fracasos de sus habitantes.
Dos años en la Villa 20 de Lugano fueron suficientes para aprender cual era el oficio que amaba y qué voces me acompañarían. El tiempo sin duda ha borrado algunas, eso es inevitable. Haré el recuento de las voces imborrables que todavía me acompañan: la del negrito Juan Carlos por ejemplo, con su guitarra y la tonada tucumana de la abuela que también era su madre, las de Mario y Bienvenido y sus matices tarijeños, la de Myriam y su guaraní dulce, ya algo aporteñado, la de Diego y su entonación cochabambina, la de Blanca y su castellano chaqueño guaranítico. También hubo un Ledesma, no mi compañero de la escuela primaria, sino mi alumno boliviano paceño que se emocionaba al cantar canciones rancheras mexicanas. Todos fuimos de algún modo sus alumnos de canto.
En Villa Lugano aprendí algo de una vez y para siempre: que no hay escuela sin comunidad, que puede haber comunidad sin escuela, que la escuela puede ser compañera de la comunidad, que la escuela también puede ser una herida en la comunidad. Que todo eso es posible, que no hay que perderlo nunca de vista y que uno debe decidir el andarivel en el que quiere transitar su oficio.
Dan vuelta también por ahí las voces de varios adultos del barrio: Cacho y Tito Muñoz, dos hermanos inseparables, metalúrgicos y compañeros de un sindicalista histórico: Don Lorenzo Miguel. Hablar de ellos es escuchar la entonación porteña de los márgenes de la ciudad europea, la entonación que tanto desprecio genera en el centro o en los barrios acomodados de la ciudad blanca.
Ellos y varios de sus amigos levantaron los muros de la escuela en la que trabajamos. Y nosotros, los maestros, fuimos sus peones, porque de construcción sabíamos poco y nada.
Digo nosotros y el plural corresponde, pues esos dos años compartí la vida y las aulas con Eduardo y con Daniel. Decir Eduardo es escuchar la entonación del Parque De los Patricios. Decir Daniel era escuchar la entonación suave y pausada de un muchacho de clase media que había decidido que el mundo era mas grande que Villa Crespo, donde vivía con sus padres. Eduardo fue asesinado por la dictadura. Daniel hoy sigue dando clases en la Universidad de Buenos Aires. Y yo ando aquí contándoles estas cosas por si a alguno de ustedes se interesa en ellas.
Desde el día que salí de la escuela Normal hasta el día en que aterricé en la vida real pasó muy poco tiempo. Apenas un suspiro, solía decir mi madre desde su poesía de lo cotidiano.
Las aulas del Colegio Normal Mariano Acosta y sus muros centenarios me enseñaron cosas. Me hablaron de Grecia y Roma, del Orinoco y del teorema del gran Tales, natural de Mileto, como mis abuelos Antonio y Maria, que nacieron veinticinco siglos después en esa misma comuna de Calabria pero nunca tuvieron la fortuna de que alguien les acompañara en el camino de aprender a leer y escribir.
En el Mariano Acosta, donde pasé cinco años de mi vida, me hablaron de Freud, de John Dewey, de Descartes, de Esopo, de Baudelaire, todo lo cual, sin duda, fue para mi oro en polvo. Y lo digo muy seriamente, pues si algo descubrí a lo largo del camino como maestro es que a los chicos y a los adultos con los que he trabajado siempre les encantó que les platique de otras historias, de otras geografías, de otras voces, de otras músicas, porque ellas les permitían soñar e imaginar paisajes más allá de los que les ofrecían sus vidas cotidianas.
El único problema fue que cuando salí de la escuela no tenía ni idea de donde quedaba Villa Lugano, el barrio donde empecé a trabajar. En ese momento de dramática tensión supe que, en no pocas ocasiones, para la escuela que nos formaba, Paris o Milán y su escala eran menos ajenas que los barrios de la ciudad en la que todos vivíamos y pocos conocíamos.
Así que esa parte de la historia y la geografía la tuve que aprender sobre la marcha, de la mano de otros y otras maestros y maestras con los que empezamos a vivir en la verdadera ciudad de Buenos Aires, o sea la de todos sus rincones, la de todos sus vecinos, la de todos sueños, alegrías, dolores, éxitos y fracasos de sus habitantes.
Dos años en la Villa 20 de Lugano fueron suficientes para aprender cual era el oficio que amaba y qué voces me acompañarían. El tiempo sin duda ha borrado algunas, eso es inevitable. Haré el recuento de las voces imborrables que todavía me acompañan: la del negrito Juan Carlos por ejemplo, con su guitarra y la tonada tucumana de la abuela que también era su madre, las de Mario y Bienvenido y sus matices tarijeños, la de Myriam y su guaraní dulce, ya algo aporteñado, la de Diego y su entonación cochabambina, la de Blanca y su castellano chaqueño guaranítico. También hubo un Ledesma, no mi compañero de la escuela primaria, sino mi alumno boliviano paceño que se emocionaba al cantar canciones rancheras mexicanas. Todos fuimos de algún modo sus alumnos de canto.
En Villa Lugano aprendí algo de una vez y para siempre: que no hay escuela sin comunidad, que puede haber comunidad sin escuela, que la escuela puede ser compañera de la comunidad, que la escuela también puede ser una herida en la comunidad. Que todo eso es posible, que no hay que perderlo nunca de vista y que uno debe decidir el andarivel en el que quiere transitar su oficio.
Dan vuelta también por ahí las voces de varios adultos del barrio: Cacho y Tito Muñoz, dos hermanos inseparables, metalúrgicos y compañeros de un sindicalista histórico: Don Lorenzo Miguel. Hablar de ellos es escuchar la entonación porteña de los márgenes de la ciudad europea, la entonación que tanto desprecio genera en el centro o en los barrios acomodados de la ciudad blanca.
Ellos y varios de sus amigos levantaron los muros de la escuela en la que trabajamos. Y nosotros, los maestros, fuimos sus peones, porque de construcción sabíamos poco y nada.
Digo nosotros y el plural corresponde, pues esos dos años compartí la vida y las aulas con Eduardo y con Daniel. Decir Eduardo es escuchar la entonación del Parque De los Patricios. Decir Daniel era escuchar la entonación suave y pausada de un muchacho de clase media que había decidido que el mundo era mas grande que Villa Crespo, donde vivía con sus padres. Eduardo fue asesinado por la dictadura. Daniel hoy sigue dando clases en la Universidad de Buenos Aires. Y yo ando aquí contándoles estas cosas por si a alguno de ustedes se interesa en ellas.
IV
Apenas
llevaba dos años conociendo el mundo real y sus entonaciones. Hacía solo
dos
años que había salido de la Escuela Normal y ya las voces de los niños de la
comunidad de Villa Lugano me llenaban de alegría y de nuevos aprendizajes. En
ese mundo andaba cuando ingresé al servicio militar, porque al decir de la
época, al cumplir veinte años había que "servir a la patria".
Fue un
golpe duro, un año de maltrato y humillaciones constantes: los gritos y hasta
los golpes eran la curiosa forma en que los oficiales y sub oficiales nos
enseñaban a servirla. Pero en cualquier circunstancia los seres humanos somos
capaces de aprender. Y como ya sabía que mi principal interés era escuchar, en
medio del dolor seguí escuchando.
Mi
superior directo era un sargento ayudante formoseño que se esforzaba
inútilmente en suavizar el guaraní de
sus ancestros, el capitán de la compañía era un hombrón que había sido campeón
de box. Se esforzaba en mandar con voz de bajo profundo pero la tonada cuyana
le era imposible de licuar. Un teniente primero, joven y apuesto conjugaba sus
dos apellidos con la cuna oligárquica en la que sin duda había crecido.
Mis
compañeros eran un abanico de voces, una sinfonía de entonaciones. Predominaban
los tonos porteños. En los ratos de ocio de mi vida cuartelera, en los pocos
descansos entre tareas inútiles y castigos inevitables descubrí que los
porteños hablamos un castellano napolitanísimo y que en la mansedumbre de las
voces sureñas de esos soldaditos patagónicos de mi cuadra (así le llaman en los
cuarteles a las caballerizas humanas en donde cuatrocientas almas dormíamos en
el piso) resonaban las nostalgias ranqueles que yo ya había escuchado en las
entregas por capítulos del diario La Nación de la novela de Lucio B. Mansilla.
Ese
año fue también un año de leer y contar con otros, aunque la cultura escrita
estuviera rigurosamente vigilada. En efecto, cuando después de tres meses de
encierro nos permitían salir cada quince días, un día y medio, nos revisaban
los bolsos y si traíamos algo que fuera "peligroso para la patria"
nos interrogaban. Recuerdo muy bien la extrañeza del militar de guardia cuando
encontró un libro de pintores impresionistas en la mochila de un compañero.
La
pregunta fue cuál era el motivo de su interés. Cuando mi compañero le dijo que
amaba esas pinturas, el desconcierto fue tragicómico. Si hubiéramos podido
grabar esas conversaciones, hoy serían objeto de estudio.
Después
de doce meses regresé a mi casa, que ya no era la de mis padres y supe en pocas
semanas que mi patria, mi verdadera patria, la de los niños y niñas, maestros y
maestras trabajadores y trabajadoras, había empezado a caminar hacía días de
mucha lucha y algunos triunfos en los que decidí, para variar, escuchar y
decir.
Fueron
los años de empezar a hablar de organización popular, de construcción de un
sindicato de trabajadores de la educación, de repetir y repetirnos que habría
patria para todos o no habría patria para nadie.
Naturalmente
hablar de esos años hasta el día en que empezó el genocidio, merece un capítulo
aparte. Y eso haré.
Tal
vez alguna o alguno tenga la voluntad de seguir escuchando esta historia, que
no es más que mi vida cotidiana.
V
Los
años previos al comienzo del genocidio fueron tal vez los más hermosos de mi
vida en Argentina.
La
escucha de niños y adultos fue de tiempo completo y en amplio espacio. El mundo
de los barrios del sur de la capital se amplió al oeste de la provincia.
Dicen
que el partido de La Matanza es un municipio, pero eso no es cierto. Con sus
casi dos millones de habitantes ya en aquel tiempo, constituía un poco menos
del diez por ciento de la población total del país. Allí se amuchaban paisanos
del norte y del sur, del este y del oeste, con sus voces, sus sueños, sus
desarraigos, sus fiestas, sus melancolías. Y en un solo abrazo con ellos,
nuestros vecinos de Paraguay y Bolivia y sus legiones de estoicos albañiles,
agricultores y oficiantes de cuanto oficio se hubiera inventado en la historia
humana. En ese mar de voces navegaban nuestras barcas, aulas precarias de
muros, pero inflamadas de cantos y cuentos.
Ya no
andaba solo en el camino de contar con otros, pues en esos años descubrí a
Mary, la que luego fue leyenda de la lucha docente. Ella y su voz aflautada,
donde aún resonaba algún eco de la España anarquista de su padre. También a
Hugo con su voz nasal y pausada que no dejaba barrio sin recorrer ni palabra
sin aclarar. A Delia, un remolino de voz bien alta para gritar lo necesario,
Delia y su movimiento constante. Ella, al igual que yo, repartía sus días y sus
horas entre la provincia y la ciudad capital, tan limpita, ordenada y ajena al
dolor del suburbio.
No
sabíamos de cansancio. Nadie lo sabe cuando tiene veinte y tantos. Escuela,
sindicato, alumnos, vecinos, militancia. Reclamos, pedidos, anuncios,
consignas, curiosidad y asombro.
Para
muestra un botón: una mañana de sábado, como si en la semana no hubiéramos
trabajado lo suficiente, llevamos al maestro Camilli para que con su Sol
albañil y sus Nombres de las cosas, les contara a quinientos compañeros
maestros reunidos en un auditorio que si no sabíamos del juego con las palabras
no sabríamos cómo hablarles a los pibes con los que convivíamos.
Dudé
en poner la palabra “convivencia” pero la dejé, pues si uno se encuentra en el
aula y también en la fiesta de cumpleaños y en el asado con los vecinos y en los campamentos de fin de semana cada dos meses y en las
charlas y discusiones por la solución de los problemas de agua potable y
alumbrado público, por ejemplo, uno es un maestro conviviente. Por eso pudimos
escuchar cada palabra y su entonación, las respuestas dadas por silencios, los
coros de decires y los radares de escuchares.
Mi
tiempo de ciudad en esos años fue en Villa Soldati. En una escuela cercana a la
estación de tren a la que le impusimos el nombre de Evaristo Carriego (cuando
llegamos se llamaba Cristóbal Colón y no lo toleramos, faltaba más).
Allí
conviví con mosqueteros inolvidables: Cacho y su oreja siempre atenta a la
necesidad del otro, Pocho con sus
ironías enigmáticas y su Simoca natal recargada en su voz, sello de identidad
de su Tucumán querido. Jorge, brillante y en vaivenes de ánimo que iban del mal
humor a la risa cómplice. Y los cuatro bajo la batuta pedagógica de Héctor,
diez años mayor que nosotros, apasionado del trabajo y atento a cada pibe, a cada
vecino, adivinador de lo que sabría que podríamos decir, hacer o simular.
Fue
tanto lo que viví y amé en esos años que hoy no puedo creer que hayan sido solo
tres o cuatro.
Pasamos
de la penúltima dictadura al retorno del General. Hubo mucha lucha para que eso
sucediera. Los de siempre nos regalaron una masacre, para que no fuéramos a
hacernos la ilusión de que estaban vencidos.
Y
llegó el General y de nuevo las calles inundadas de tierra adentro, cual
siempre debería ser. Pero la fiesta duró poco. Al año se nos murió el viejo
querido y las fieras se desataron y mostraron su peor cara: muerte, muerte y
muerte. La vida como intemperie interminable.
Hasta
que al fin no se anduvieron con chiquitas. Inauguraron formalmente el genocidio
con voces agrias y marchas militares, como era su costumbre desde 1930. Y un
día en que ya nos habíamos dispersado, me vinieron a buscar a la escuela. Mi
ángel de la guarda, la vice de mi escuela, tan señora, tan maestra, tan
nobleza, alcanzó a alertarme a metros de que cayera en la trampa. A partir de
allí ya no tuve casa, ni trabajo, ni tierra firme que pisar. Apenas nos quedaba
el aire para respirar y para volar. Y eso hicimos, respiramos profundo y
volamos a México, Mónica, yo y nuestros dos pequeñitos.
VI
México.
Hoy
comienza el relato de un nuevo nacimiento. En poco menos de diez horas, dejamos
La pampa de nuestras primeras dos décadas y media de vida, las que habían
transcurrido desde el primer nacimiento.
Y
entonces, volvimos a nacer en el Valle de México.
Cada
invierno regresa a mi memoria mi nuevo nacimiento, pues fué en un invierno que
dejé atrás, mi vida primera, para llegar en horas al primer verano de
resurrección.
El
invierno pasado escribí algo que ahora transcribiré. En el momento en que me
nació esa escritura, no supe que ahí estaban muchas de las cosas que contaré de
ahora en adelante.
Por
eso lo transcribo.
Exilio
A
México y los mexicanos,
a los
que les debo nada más que ¡la vida!
Muerte
en un instante.
Luego,
la eternidad
dedicada
a la resurrección.
Aprender
a hablar la lengua que creíamos propia.
Pedir
disculpas todo el tiempo, por torpezas involuntarias.
Abrazar
sin ton ni son, pidiendo auxilio.
El
alma en apuros, el cuerpo alerta.
Explicar
a muchos lo que casi nadie entendería.
Querer
y querer, aunque no te quieran.
Sonreír
a tontas y a locas, buscando sentido
a las
palabas propias.
Agradecer, agradecer al infinito.
Volver
a ver la puerta abierta y sentir la fortuna.
Mirar
con ojos lejanos la luz y la sombra.
Saltar
adentro de las cosas.
Sentirse
un bicho raro, uno amado, uno muy odiado
o temido, pero vivo, siempre vivo.
Y dar
gracias, dar gracias, dar gracias, siempre las gracias, una y otra vez, hasta
el hastío de quién las escucha, pero nunca en mi ser.
Siento
que en esas líneas anda todo lo vivido. Sé también, que jamás habría podido
escribir eso en aquel tiempo. En aquel, era sólo un muchacho que a los tumbos,
cómo podía y a la buena de Dios, trataba de entender la forma de sobrevivir.
¿Dónde
había llegado? Qué significaba decir que había llegado a México? ¿Qué lengua hablaban esas personas? ¿Cómo se
pedían las cosas? ¿Cómo se reclamaban? ¿Qué les agradaba? ¿Qué les producía molestia?
Nada,
nada, nada tenía respuesta. Todo había que aprenderlo, explorarlo,
interrogarlo.
Y
buscar techo, alimento y sueños, la única forma de satisfacer las dos hambres
necesarias; la de pan y la de sueños, para que la vida tenga en verdad sabor a
vida.
El más
pequeño de nuestro viaje a lo desconocido tenía en ése entonces cuatro meses;
su lengua materna fué sin duda la del Valle de México. El otro pequeño tenía
cuatro años y tuvo que lidiar desde tan tierno y tan niñin, con desencuentros y
malos entendidos. Y los mayores, veinticinco y veintiséis años, dos jóvenes que
estábamos aprendiendo a ser padre y madre, mientras volvíamos a nacer a un
nuevo idioma que está poblado de híjoles, ándeles, pus sí y pus no, ni modos,
asegunes y más y más y más.
¡Qué
difícil fue el comienzo! ¡Qué hermoso fue el comienzo! ¡Qué extraño fue el comienzo!
¡Qué tan grandiosamente humano fué el comienzo!. Pues esa palabra, México, que
decía y no decía, empezó a cambiar para llamarse mexicanos; y ellos y ellas nos
acompañaban con sus presencias en el camino de la resurrección.
* Gerardo Daniel Cirianni. Nació en Argentina en 1949, residió en México muchos
años. Maestro y autor de varios libros, actualmente
dicta conferencias, charlas y seminarios
sobre temas de su especialidad, en el país y en el extranjero. Publicó, entre otros, los siguientes libros. Rumbo a la Lectura, Acto seguido, Punto de partida, Cámara
poética, Luna de arcilla.
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