Ítalo Svevo: La conciencia de Zeno (fragmento)
1. EL TABACO
El doctor a quien hablé de mi propensión a fumar, me dijo que iniciara mi trabajo con un análisis de ella:
—¡Escriba! ¡Escriba! Verá cómo llega a verse entero.
En realidad, creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en la tumbona. No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que tengo en la mano. Hoy descubro algo que ya no recordaba. Los primeros cigarrillos que fumé ya no están a la venta. Hacia 1870 teníamos en Austria esos que se vendían en cajetillas con el sello del águila imperial. Ya está: en torno a una de esas cajetillas se agrupan al punto varias personas con rasgos suficientes para sugerirme su nombre, pero no para conmoverme por el inesperado encuentro. Intento obtener más y me voy a la tumbona: las personas se desdibujan y en su lugar aparecen bufones que se ríen de mí. Vuelvo a la mesa desalentado.
Una de las figuras, de voz algo ronca, era Giuseppe, un joven de mi edad, y otra, mi hermano, un año más joven que yo y muerto hace mucho tiempo. Al parecer, Giuseppe recibía mucho dinero de su padre y nos regalaba aquellos cigarrillos. Pues estoy seguro de que daba más a mi hermano que a mí. Por lo que me vi en la necesidad de conseguirme otros por mi cuenta. Así llegué a robar. En verano mi padre dejaba sobre una silla su chaleco, en cuyo bolsillo había siempre algunas monedas: tomaba los cincuenta céntimos necesarios para comprar la preciosa cajetilla y me fumaba uno tras otro los diez cigarrillos que contenía, para no guardar por mucho tiempo el comprometedor fruto del hurto. Todo eso yacía en mi conciencia al alcance de la mano.
Hasta ahora no ha resurgido porque antes no sabía que podía tener importancia. Acabo de registrar el origen de mi vergonzoso hábito y (¿quién sabe?) quizá ya esté curado. Por eso, para probar, enciendo un último cigarrillo y tal vez lo arroje al instante, asqueado.
Después recuerdo que un día mi padre me sorprendió con su chaleco en la mano. Yo, con una desfachatez que ahora no tendría y que aún ahora me disgusta (tal vez ese disgusto tenga una gran importancia en mi cura), le dije que había sentido curiosidad por contar los botones. Mi padre se rió de mi inclinación a las matemáticas o a la sastrería y no advirtió que tenía los dedos en el bolsillo de su chaleco. En mi honor, puedo decir que bastó esa risa ante mi inocencia, cuando ésta ya no existía, para impedirme por siempre jamás robar. Es decir... seguí robando, pero sin saberlo. Mi padre dejaba por la casa puros de Virginia a medio fumar, en equilibrio sobre mesas y armarios. Yo creía que era su forma de tirarlos y también creía saber que nuestra vieja criada, Catina, los tiraba. Me los fumaba a escondidas. Ya en el momento de apoderarme de ellos un escalofrío me recorría la espalda, porque sabía lo mal que me iban a sentar. Después me los fumaba hasta que la frente se me cubría de sudores fríos y el estómago se me revolvía. No se puede decir que yo careciera de energía en la infancia. Sé perfectamente cómo me curó mi padre de ese hábito.
Un día de verano, había vuelto a casa de una excursión escolar, cansado y bañado en sudor. Mi madre me había ayudado a desnudarme y, tras envolverme en una bata, me había echado a dormir en un sofá, en el que ella misma se sentó a coser. Estaba a punto de dormir pero aún tenía los ojos llenos de sol y tardaba en perder los sentidos. La dulzura que a esa edad acompaña al sueño, después de un gran cansancio, se me aparece clara como una imagen en sí misma, tan clara como si estuviese ahora allí, junto a ese cuerpo querido que ya no existe. Recuerdo la habitación fresca y grande donde nosotros, los niños, jugábamos, y que ahora en estos tiempos avaros de espacio, está dividida en dos partes. En esa escena no aparece mi hermano, lo que me sorprende, porque pienso que también él debió de asistir a aquella excursión y participar después en el reposo. ¿Dormiría también ése en el otro extremo del sofá? Miro ese sitio, pero me parece vacío. Sólo me veo a mí, la dulzura de mi reposo, a mi madre, y después a mi padre, cuyas palabras oigo resonar. Había entrado y no me había visto en seguida, porque llamó en voz alta: —¡María!
Mi mamá, con un gesto acompañado de un ligero sonido con los labios, me señaló, creyéndome inmerso en el sueño, cuando, en realidad, nadaba sobre él con plena conciencia. Me gustaba tanto que mi papá hubiera de tener una atención conmigo, que no me moví. Mi padre se lamentó en voz baja:
—Me parece que me estoy volviendo loco. Estoy casi seguro de haber dejado hace media hora medio puro sobre ese armario y ahora ya no lo encuentro. Estoy peor que de costumbre. Las cosas se me escapan.
También en voz baja, pero que traicionaba una hilaridad contenida sólo por miedo a despertarme, mi madre respondió:
—Y, sin embargo, después de comer nadie ha estado en esa habitación.
Mi padre murmuró:
—Ya lo sé. ¡Por eso me parece que me estoy volviendo loco!
Se volvió y salió. Yo abrí a medias los ojos y miré a mi madre. Había reanudado su trabajo, pero seguía sonriendo. Desde luego, no pensaba que mi padre estuviera a punto de enloquecer; si no, no se habría reído así de sus miedos. Esa sonrisa se me quedó tan grabada, que la recordé al instante al volver a verla un día en los labios de mi madre. Más adelante, no fue la falta de dinero lo que me impidió satisfacer mi vicio, pero las prohibiciones sirvieron para estimularlo.
Recuerdo haber fumado mucho, escondido en todos los lugares posibles. A causa del fuerte malestar físico que siguió, recuerdo haber permanecido durante media hora en una bodega oscura junto a otros dos muchachos, de los que sólo conservo en la memoria lo infantil de sus vestidos: dos pares de pantalones cortos que se sostienen en pie porque dentro hubo un cuerpo que el tiempo eliminó. Teníamos muchos cigarrillos y queríamos ver quién era capaz de quemar más en poco tiempo. Yo vencí y heroicamente oculté el malestar que me produjo aquel extraño ejercicio. Después salimos al sol y al aire. Tuve que cerrar los ojos para no caer aturdido. Me recobré y me jacté de la victoria. Uno de los dos hombrecitos me dijo entonces:
—A mí no me importa haber perdido, porque yo sólo fumo lo que necesito.
Recuerdo esas palabras sanas y no la carita, sana también, desde luego, que debía de estar vuelta hacia mí en ese momento. Pero entonces yo no sabía si me gustaba o detestaba el cigarrillo y su sabor y el estado en que me ponía la nicotina. Cuando supe que detestaba todo eso, fue peor. Y lo supe a los veinte años más o menos. Entonces padecí durante unas semanas un violento dolor de garganta, acompañado de fiebre. El doctor me ordenó guardar cama y la abstención absoluta de fumar. Recuerdo esa palabra: ¡absoluta! Me hirió y la fiebre le dio color: un gran vacío y nada con qué resistir la enorme tensión que en seguida se produce en torno a un vacío.
Cuando el doctor me dejó, mi padre (mi madre había muerto hacía muchos años), con el puro en la boca y todo, se quedó un poco a hacerme compañía. Al marcharse, después de haberme pasado con suavidad la mano por la frente, que abrasaba, me dijo:
—¡No fumes, eh!
Fui presa de una inquietud enorme. Pensé: «Puesto que me hace daño, no volveré a fumar nunca, pero antes quiero hacerlo por última vez.» Encendí un cigarrillo y al instante me sentí liberado de la inquietud, pese a que la fiebre había aumentado y a cada calada sentía en las amígdalas la misma quemazón, como si me las hubieran tocado con un tizón ardiendo. Acabé todo el cigarrillo con el esmero con que se cumple un voto. Y, sin dejar de sufrir horriblemente, me fumé muchos otros durante la enfermedad. Mi padre iba y venía con el puro en la boca y me decía:
—¡Muy bien! ¡Unos días más de abstenerte de fumar y estarás curado!
Bastaba esa frase para hacerme desear que se fuera pronto, pero pronto, para poder lanzarme sobre un cigarrillo. Incluso fingía dormir para inducirlo a alejarse antes.
Aquella enfermedad me ocasionó el segundo de mis tormentos: el esfuerzo por liberarme del primero. Mis días acabaron llenos de cigarrillos y de propósitos de no volver a fumar y —me apresuro a reconocerlo todo— de vez en cuando siguen siendo los mismos. La ronda de los últimos cigarrillos, formada a los veinte años, sigue en movimiento. El propósito es menos enérgico y mi debilidad encuentra mayor indulgencia en mi viejo ánimo. En la vejez se sonríe uno al pensar en la vida y en todo lo que encierra. Es más: puedo decir que, desde hace un tiempo, fumo muchos cigarrillos... que no son los últimos.
En la portada de un diccionario, encuentro esta anotación hecha con bella caligrafía y algunos adornos: «Hoy, 2 de febrero de 1886, paso de los estudios de derecho a los de química. ¡Ultimo cigarrillo!» Era un último cigarrillo muy importante.
Recuerdo todas las esperanzas que lo acompañaron. Me había enfurecido el derecho canónico, que me parecía tan alejado de la vida, y corría hacia la ciencia, que es la vida misma, aunque reducida a un matraz. Aquel último cigarrillo significaba precisamente el deseo de actividad (incluso manual) y de pensamiento sereno, sobrio y sólido. Para escapar a la cadena de las combinaciones del carbono, en que no creía, volví al derecho. ¡Por desgracia! Fue un error y también lo señalé con un último cigarrillo, cuya fecha encuentro apuntada en un libro. También aquélla fue importante y me resignaba a volver a esas complicaciones del mío, el tuyo y el suyo con los mejores propósitos, con lo que soltaba por fin las cadenas del carbono. Había demostrado ser poco apto para la química, entre otras cosas por falta de habilidad manual. ¿Cómo iba a tenerla, si seguía fumando como un turco?
Ahora que estoy aquí, analizándome, me asalta una duda: ¿me habrá gustado tanto el cigarrillo, tal vez, como para achacarle la culpa de mi incapacidad? ¿Habría llegado a ser el hombre ideal y fuerte que esperaba, si hubiese dejado de fumar? Tal vez fuera esa duda la que me encadenó a mi vicio, porque eso de creerse dotado de una grandeza latente es una forma cómoda de vivir. Lancé esa hipótesis para explicar mi debilidad juvenil, pero sin convicción firme. Ahora que soy viejo y nadie me exige nada, sigo pasando del cigarrillo al propósito y del propósito al cigarrillo. ¿Qué significan hoy esos propósitos? ¿Acaso me gustaría, como a ese viejo higienista descrito por Goldoni, morir sano tras haber vivido enfermo toda la vida?
Una vez, siendo estudiante, cuando cambié de habitación, tuve que pagar un nuevo tapizado de las paredes porque las había cubierto de fechas. Probablemente abandoné esa habitación porque se había convertido en el cementerio de mis buenos propósitos y no creía posible concebir otros en ese lugar.
Creo que el cigarrillo tiene un gusto más intenso, cuando es el último. También los otros tienen un gusto especial propio, pero menos intenso. El último recibe su sabor del sentimiento de la victoria sobre uno mismo y de la esperanza de un próximo futuro de fuerza y de salud. Los otros tienen su importancia, porque, al encenderlos, manifiestas tu libertad y el futuro de fuerza y de salud subsiste, pero se aleja un poco.
Las fechas sobre las paredes de mi habitación estaban escritas con los colores más diversos e incluso al óleo. El propósito, renovado con la fe más ingenua, encontraba expresión adecuada en la fuerza del color que debía hacer palidecer el dedicado al propósito anterior. Prefería algunas fechas por la concordancia de las cifras. Del siglo pasado recuerdo una fecha que me pareció debía sellar para siempre el ataúd en que quería encerrar mi vicio: «Noveno día del noveno mes de 1899.» Significativa, ¿verdad? El nuevo siglo me aportó fechas igualmente musicales: «Primer día del primer mes de 1901.» Aún hoy me parece que, si pudiera repetirse esa fecha, sabría empezar una nueva vida. Pero en el calendario no faltan las fechas y con un poco de imaginación cualquiera de ellas podría adaptarse a un buen propósito. Recuerdo, porque me pareció que encerraba un imperativo categórico al máximo: «Tercer día del sexto mes de 1912, a las 24 horas.» Suena como si cada cifra duplicara la apuesta. El año 1913 me produjo un momento de vacilación. Faltaba el décimo tercer mes para concordarlo con el año. Pero no debe creerse que hagan falta tantas concordancias en una fecha para dar relieve a un último cigarrillo. Muchas fechas que encuentro apuntadas en libros o cuadros preferidos destacan por su deformidad. Por ejemplo: ¡el tercer día del segundo mes de 1905, a las seis horas! Pensándolo bien, tiene su ritmo, porque cada cifra niega la anterior. Muchos acontecimientos —mejor dicho: todos—, desde la muerte de Pío IX al nacimiento de mi hijo, me parecieron dignos de ser celebrados con el firme propósito habitual. En mi familia todos se asombran de mi memoria para nuestros aniversarios alegres y tristes, ¡y me creen tan bueno!
Para reducir su apariencia grosera, intenté dar un contenido filosófico a la enfermedad del último cigarrillo. Se dice con hermosa actitud: «¡nunca más!» Pero, ¿qué será de la actitud, si se cumple la promesa? Sólo se puede tener la actitud, cuando hay que renovar el propósito. Y, además, el tiempo, para mí, no es esa cosa inimaginable que no se detiene. En mi caso, sólo en mi caso, vuelve. La enfermedad es una convicción y yo nací con ella. De la de mis veinte años no recordaría gran cosa, si no la hubiera descrito entonces a un médico. Es curioso cómo se recuerdan mejor las palabras dichas que los sentimientos que no llegan a agitar el aire.
Había ido a ese médico porque me habían dicho que curaba las enfermedades nerviosas con la electricidad. Pensé que podría conseguir de la electricidad la fuerza necesaria para dejar de fumar. El doctor tenía una gran panza y su respiración asmática acompañaba al golpeteo de la máquina eléctrica puesta en marcha en seguida, a la primera visita, que me desilusionó, porque había esperado que el doctor, al estudiarme, descubriese el veneno que me contaminaba la sangre. En cambio, declaró que me veía de constitución sana y, como me había quejado de digerir y dormir mal, supuso que mi estómago carecía de ácidos y que mis movimientos peristálticos (dijo esta palabra tantas veces, que no la he vuelto a olvidar) eran poco intensos. Incluso me dio a beber un ácido que me destrozó, porque desde entonces sufro de exceso de acidez.
Cuando comprendí que por sí solo no llegaría nunca a descubrir la nicotina en mi sangre, quise ayudarlo y expresé la sospecha de que mi indisposición debiera atribuirse a aquélla. Se encogió de hombros con fatiga:
—Movimientos peristálticos..., ácido..., ¡la nicotina no tiene nada que ver!
Fueron setenta las aplicaciones eléctricas y habrían continuado, si yo no hubiera considerado que ya había recibido bastante. Más que esperar milagros, corría a aquellas sesiones con la esperanza de convencer al doctor de que me prohibiera fumar. ¡Quién sabe cómo habrían ido las cosas, si mis propósitos se hubiesen visto reforzados por una prohibición del médico! Y ésta fue la descripción de mi enfermedad que di al médico: «No puedo estudiar e incluso las raras veces que me voy a la cama temprano, permanezco insomne hasta los primeros toques de campanas. Por eso vacilo entre el derecho y la química, porque esas dos ciencias exigen un trabajo que comience a una hora fija, mientras que yo no sé nunca cuándo podré haberme levantado.»
—La electricidad cura cualquier insomnio —sentenció el Esculapio con los ojos siempre dirigidos al reloj en lugar de al paciente. Llegué a hablar con él como si hubiera podido entender el psicoanálisis, al que, tímidamente, me anticipé. Le conté mis aventuras con las mujeres. Una no me bastaba y muchas tampoco. ¡Las deseaba a todas! Por la calle mi agitación era enorme: a medida que pasaban, eran mías. Las miraba con insolencia por necesidad de sentirme brutal. Las desnudaba con el pensamiento y sólo les dejaba los borceguíes, las abrazaba y no las soltaba hasta estar seguro de conocerlas a todas. ¡Sinceridad y aliento desperdiciados! El doctor jadeaba:
—Espero que las aplicaciones eléctricas no lo curen de esa enfermedad. ¡Sólo faltaría eso! Yo no volvería a tocar un Rumkorff, si temiera esos efectos.
Me contó una anécdota que le parecía divertidísima. Un enfermo de la misma afección que yo había ido a rogar a un médico célebre que lo curara y el médico, tras lograrlo perfectamente, tuvo que emigrar porque, si no, el otro lo habría matado.
—Mi excitación no es buena —gritaba yo—. ¡Procede del veneno que me enciende las venas!
El doctor murmuraba con aspecto acongojado:
—Nadie está nunca contento de su suerte.
Y, para convencerlo, hice lo que él no quiso hacer y estudié mi enfermedad, detallando todos sus síntomas:
—¡Mi distracción! También eso me impide estudiar.
Estaba preparándome en Graz para el primer examen de Estado y había anotado todos los textos que necesitaba hasta el último examen. Resultó que, pocos días antes del examen, me di cuenta de haber estudiado cosas que no necesitaba hasta unos años después. Por eso tuve que aplazar el examen. Es cierto que ni siquiera ésas las había estudiado a fondo a causa de una muchacha vecina que, por lo demás, sólo me concedía una coquetería descarada. Cuando se asomaba a la ventana, yo ya no veía mi libro. ¿No es un imbécil quien se dedica a semejante actividad? Recuerdo la carita blanca de la muchacha en la ventana: ovalada, rodeada de rizos sueltos y pelirrojos. La miraba y soñaba con apretar aquella blancura y aquel amarillo rojizo contra mi almohada.
Esculapio murmuró:
—Tras la coquetería siempre hay algo bueno. A mi edad ya no coquetearía usted.
Hoy sé con certeza que él no sabía absolutamente nada sobre el coqueteo. Tengo cincuenta y siete años y estoy seguro de que, si no dejo de fumar o si el psicoanálisis no me cura, mi última mirada desde mi lecho de muerte será la expresión de mi deseo por mi enfermera, si no es mi mujer o si ésta ha permitido que aquélla sea hermosa. Fui sincero como en la confesión: a mí la mujer no me gustaba entera, sino... ¡por partes! De todas me gustaban los piececitos, si iban bien calzados; de muchas, el cuello delgado, o incluso robusto, y el seno, si era ligero. Y continuaba la enumeración de las partes anatómicas femeninas, pero el doctor me interrumpió:
—Esas partes constituyen la mujer entera.
Entonces hice una declaración importante:
—El amor sano es el que se siente por una mujer sola y entera, incluidos su carácter y su inteligencia.
Desde luego, hasta entonces no había conocido semejante amor y, cuando lo experimenté, tampoco me dio la salud, pero es importante para mí recordar que localicé la enfermedad donde un docto veía la salud y que mi diagnóstico resultara exacto más adelante.
En la persona de un amigo médico encontré quien mejor me entendiera a mí y mi enfermedad. No me sirvió de mucho, pero en mi vida fue una nota nueva, que aún resuena. Mi amigo era un rico caballero que embellecía sus ocios con estudios y trabajos literarios. Hablaba mucho mejor que escribía, y, por esa razón, el mundo no pudo saber lo buen literato que era. Era grueso y, cuando lo conocí, estaba haciendo con gran energía una cura para adelgazar. En pocos días había obtenido resultados excelentes, hasta el punto de que por la calle todos se le acercaban con esperanza de poder sentir mejor su salud junto a un enfermo como él. Yo lo envidiaba porque sabía hacer lo que quería y me pegué a él mientras duró la cura. Me permitía tocarle la panza que cada día disminuía, y yo, malévolo por envidia, le decía con la intención de debilitar su proposito:
—Pero, cuando haya acabado la cura, ¿qué hará usted con toda esta piel?
Con mucha calma, que volvía cómico su rostro demacrado, respondió:
—Dentro de dos días empezará la cura de los masajes.
Su cura había sido preparada con todo detalle y yo estaba seguro de que sería puntual todos los días. Me inspiró una gran confianza y le describí mi enfermedad. También recuerdo esa descripción. Le expliqué que me parecía más fácil no comer tres veces al día que no fumar los innumerables cigarrillos con respecto a los cuales habría sido necesario adoptar la misma resolución penosa a cada instante. Con semejante resolución en la cabeza no hay tiempo para hacer ninguna otra cosa, porque sólo Julio César sabía hacer varias cosas en el mismo instante. Bien está que nadie me pida trabajar mientras viva mi administrador, Olivi, pero, ¿cómo es posible que una persona como yo no sepa hacer otra cosa en este mundo que soñar o rascar el violín, para el que no tengo la menor aptitud?
El obeso enflaquecido no se apresuró a responder. Era un hombre metódico y primero reflexionó un buen rato. Después, con tono doctoral muy adecuado, dada su gran superioridad en la materia, me explicó que mi auténtica enfermedad era el propósito y no el cigarrillo. Debía intentar dejar el vicio sin proponérmelo. Según él, con el paso de los años habían ido formándose en mí dos personas, una de las cuales mandaba y la otra no era sino un esclavo, que, en cuanto disminuía la vigilancia, contravenía a la voluntad del amo por amor a la libertad. Por eso había que concederle la libertad absoluta y al mismo tiempo debía afrontar mi vicio como si fuera nuevo y no lo hubiese conocido nunca. No había que combatirlo, sino dejarlo de lado y en cierto modo olvidar abandonarse a él volviéndole la espalda con indiferencia, como a una compañía a la vque se considera indigna de uno. Sencillo, ¿verdad?
En efecto, me pareció cosa sencilla. Ahora bien, tras haber conseguido con gran esfuerzo eliminar de mi ánimo propósito alguno, logré no fumar por varias horas, pero, cuando la boca estuvo limpia, sentí un sabor inocente como el que debe sentir el recién nacido y me vino el deseo de un cigarrillo y, cuando lo fumé, sentí remordimiento, renové el propósito que había querido eliminar. Era un camino más largo, pero se llegaba a la misma meta.
Un día el canalla de Olivi me dio una idea: fortificar mi propósito con una apuesta. Creo que Olivi ha tenido siempre el mismo aspecto que ahora. Siempre lo he visto así, un poco encorvado, pero robusto, y siempre me ha parecido viejo, como viejo lo veo ahora que tiene ochenta años. Ha trabajado y trabaja para mí, pero yo no lo aprecio, porque pienso que me ha impedido realizar el trabajo que hace él.
¡Apostamos! El primero que fumara pagaría y después los dos recuperaríamos la libertad. Así, el administrador, que me habían impuesto para impedir que yo malgastase la herencia de mi padre, ¡intentaba disminuir la de mi madre, administrada por mí libremente! La apuesta resultó desastrosa. Había dejado de ser amo y esclavo alternativamente y ya sólo era esclavo... ¡y de aquel Olivi al que no apreciaba! Fumé al instante. Después pensé en engañarlo fumando a escondidas. Pero entonces, ¿por qué haber apostado? Entonces me apresuré a buscar una fecha que estuviera en relación interesante con la de la apuesta para fumar un último cigarrillo, que así, en cierto modo, podía figurarme registrado por el propio Olivi. Pero la rebelión continuaba y a fuerza de fumar llegaba a jadear. Para liberarme de ese peso fui a ver a Olivi y me confesé. El viejo cogió el dinero sonriendo y, al instante, sacó del bolsillo un enorme puro que encendió y fumó con gran voluptuosidad. En ningún momento tuve la sospecha de que hubiera hecho trampa. Se comprende que los demás no son como yo.
Hacía poco que mi hijo había cumplido los tres años, cuando mi mujer tuvo una buena idea. Me aconsejó, para quitarme el vicio, que me encerrara por un tiempo en una casa de salud. Acepté al instante, ante todo porque quería que, cuando mi hijo llegara a la edad de poder juzgarme, me encontrase equilibrado y sereno, y, además, por la razón más urgente de que Olivi no se encontraba bien y amenazaba con abandonarme, con lo que podría verme obligado a ocupar su puesto de un momento a otro y me consideraba poco apto para una gran actividad con toda esa nicotina en el cuerpo.
Primero habíamos pensado en ir a Suiza, el país clásico de las casas de salud, pero después nos enteramos de que en Trieste había cierto doctor Muli, que había abierto un establecimiento. Encargué a mi mujer que fuera a verlo, y él le ofreció poner a mi disposición un pisito cerrado, en el que estaría vigilado por una enfermera, con la colaboración de otras personas. Al contármelo, mi mujer tan pronto sonreía como se reía a carcajadas. La divertía la idea de hacerme encerrar y yo también me reía con ganas. Era la primera vez que se asociaba conmigo en mis intentos de curarme. Hasta entonces nunca había tomado en serio mi enfermedad y decía que el tabaco no era sino un modo un poco extraño, y no demasiado aburrido, de vivir. Me parece que la había sorprendido agradablemente, después de casarnos, no oírme nunca añorar mi libertad, ocupado como estaba lamentando otras cosas.
Fuimos a la casa de salud el día que Olivi me dijo que en ningún caso seguiría trabajando para mí al cabo de un mes. En casa preparamos algunas mudas en un baúl y, al llegar la noche, fuimos a ver al doctor Muli. Nos recibió en persona a la puerta. Entonces el doctor Muli era un joven apuesto. Era pleno verano y él, pequeño, nervioso, con rostro bronceado . por el sol en el que brillaban aún mejor sus vivaces ojos negros, era la imagen de la elegancia, con su vestido blanco desde el fino cuello hasta los zapatos. Despertó mi admiración, pero, evidentemente, también yo era objeto de la suya. Un poco violento, comprendiendo la razón de su admiración, le dije:
—Ya veo que usted no cree ni en la necesidad de la cura ni en la seriedad con que yo me dispongo a seguirla. Con una ligera sonrisa, que, sin embargo, me hirió, el doctor respondió:
—¿Por qué? Tal vez sea cierto que el cigarrillo es más peligroso para usted de lo que los médicos creemos. Sólo que no comprendo por qué, en lugar de dejar ex abrupto de fumar, no ha decidido disminuir el número de cigarrillos que fuma. Se puede fumar, pero no hay que exagerar.
La verdad es que, a fuerza de querer dejar de fumar del todo, no había pensado nunca en la eventualidad de fumar menos. Pero, dado en ese momento, ese consejo tenía por fuerza que debilitar mi propósito. Dije resuelto:
—Puesto que está decidido, deje que intente esta cura.
—¿Intentar? —y el doctor se rió con aire de superioridad—. Una vez que se ha prestado a ella, la cura debe dar resultado. A no ser que quiera usar su fuerza muscular con la pobre Giovanna, no podrá salir de aquí. Las formalidades para sacarlo durarían tanto, que en ese tiempo olvidaría usted su vicio.
Nos encontrábamos en el piso que me habían destinado, al que habíamos llegado volviendo a la planta baja, tras haber subido al segundo piso.
—¿Ve? Esa puerta atrancada impide la comunicación con la otra parte de la planta baja, donde se encuentra la salida. Ni siquiera Giovanna tiene las llaves. Ella misma, para salir, debe subir al segundo piso y es la única que tiene la llave de esa puerta que se ha abierto para nosotros en ese rellano. Por lo demás, en el segundo piso siempre hay vigilancia. No está mal, ¿verdad?, tratándose de una casa de salud destinada a niños y parturientas.
Y se echó a reír, tal vez ante la idea de haberme encerrado entre niños. Llamó a Giovanna y me la presentó. Era una mujercita baja, de una edad que no se podía precisar y que podía variar entre cuarenta y sesenta años. Tenía unos ojillos de una luz intensa bajo cabellos muy grises. El doctor le dijo:
—Este es el señor con el que tiene que estar lista para darse de puñetazos.
La mujer me miró con detenimiento, se puso muy colorada y gritó con voz chillona:
—Yo cumpliré con mi deber, pero, desde luego, no puedo luchar con usted. Si me amenaza, llamaré al enfermero, que es un hombre fuerte, y, si no viene pronto, le dejaré irse donde quiera, porque desde luego, ¡yo no quiero arriesgar la piel!
Después me enteré que el doctor le había confiado ese encargo con la promesa de una compensación bastante espléndida, y eso había contribuido a espantarla! Entonces sus palabras me enojaron. ¡En bonita posición me había metido voluntariamente!
—¡Qué piel ni qué niño muerto! —grité—. ¿Quién va a tocarle la piel?
Me volví hacia el doctor:
—¡Me gustaría que avisaran a esa mujer que no me fastidie! He traído conmigo algunos libros y me gustaría que me dejaran en paz.
El doctor intervino con algunas palabras de advertencia para Giovanna. Para disculparse, ésta siguió atacándome:
—Tengo dos hijas pequeñas y debo vivir.
—Yo no me dignaría matarla —respondí con acento que, desde luego, no podía tranquilizar a la pobrecilla. El doctor la alejó encargándole que fuera a buscar no sé qué al piso superior y, para tranquilizarme, me propuso poner a otra persona en su puesto, y añadió:
—No es mala mujer y cuando le haya ordenado que sea más discreta no le dará ningún otro motivo de queja.
Deseando demostrar que no atribuía la menor importancia a la persona encargada de vigilarme, me declaré de acuerdo en soportarla. Sentí la necesidad de sosegarme, saqué del bolsillo el último cigarrillo y lo fumé con avidez. Expliqué al doctor que sólo había llevado conmigo dos y que quería dejar de fumar a medianoche en punto. Mi mujer se despidió de mí al mismo tiempo que el doctor. Me dijo sonriendo:
—Puesto que lo has decidido así, sé fuerte.
Su sonrisa, que me gustaba tanto, me pareció una mofa y en ese preciso instante germinó en mí un sentimiento nuevo que iba a hacer fracasar en seguida y lamentablemente un intento emprendido con tanta seriedad. Al instante, me sentí mal, pero hasta quedarme solo no supe que era lo que me hacía sufrir. Unos insensatos y amargos celos del joven doctor. ¡Él, apuesto y libre! Lo llamaban la Venus de los médicos. ¿Por qué no habría de amarlo mi mujer? Al seguirla, cuando se habían ido, él le había mirado los pies calzados con elegancia. Era la primera vez que sentía celos desde que me había casado. ¡Qué tristeza! ¡Cuadraba, la verdad, con mi abyecto estado de prisionero! ¡Luché! La sonrisa de mi mujer era su sonrisa habitual y no una burla por haberme eliminado de la casa. Desde luego, había sido ella la que me había hecho encerrar, aun no concediendo la menor importancia a mi vicio; pero seguro que lo había hecho para complacerme. Y, además, ¿no recordaba que no era tan fácil enamorarse de mi mujer? Si el doctor le había mirado los pies, seguro que lo había hecho para ver qué botas debía comprar a su amante. Pero me fumé al instante el último cigarrillo; y no era medianoche, sino las once, hora inadecuada para un último cigarrillo. Abrí un libro. Leía sin entender e incluso tenía visiones. La página en que tenía clavada la mirada se cubría con la fotografía del doctor Muli en toda su gloria de belleza y elegancia. ¡No pude resistir! Llamé a Giovanna. Tal vez hablando me tranquilizaría. Vino y me miró al instante con desconfianza. Gritó con su voz chillona:
—No crea que me inducirá a incumplir mi deber.
De momento, para tranquilizarla, mentí y le declaré que ni se me ocurría siquiera, que no me apetecía seguir leyendo y prefería charlar un poco con ella. La hice sentarse enfrente de mí. En realidad, me repugnaba con su aspecto de vieja y los ojos juveniles e inquietos, como los de todos los animales débiles. ¡Sentía compasión de mí mismo por tener que soportar semejante compañía! Es cierto que ni siquiera en libertad sé yo escoger las compañías que mejor me convienen, porque suelen ser ellas las que me eligen a mí, como hizo mi mujer. Rogué a Giovanna que me distrajera y, como declaró que no sabía decirme nada que mereciese mi atención, le rogué que me hablara de su familia, y añadí que casi todos en este mundo teníamos una. Entonces obedeció y se puso a contarme que había tenido que ingresar a sus dos hijitas en el hospicio. Yo empezaba a escuchar su relato con gusto, porque esos dieciocho meses de gravidez así despachados me hacían reír. Pero ella tenía un talante demasiado polémico y ya no pude escucharla, cuando primero quiso probarme que no habría podido hacer otra cosa, dada la exigüidad de su salario, y que el doctor estaba equivocado, cuando pocos días antes había declarado que dos coronas al día bastaban, ya que el hospicio mantenía a toda su familia. Gritaba: —¿Y el resto? Después de recibir comida y ropa, ¡necesitan otras cosas!—. Y se puso a enumerar una sarta de cosas que tenía que proporcionar a sus hijitas y que ya no recuerdo, pues para protegerme el oído de su voz chillona, me dedicaba a pensar en otras cosas. Pero, aun así, me hería y me pareció tener derecho a una compensación.
—¿No podría conseguir un cigarrillo? ¿Uno solo? Le pagaré diez coronas, pero mañana, porque no llevo ni un céntimo.
Mi propuesta espantó a Giovanna. Se puso a gritar; quería llamar en seguida al enfermero y se levantó para marcharse. Para hacerla callar, desistí en seguida de mi propósito y, por decir algo, le pregunté al azar:
—Pero, ¿no habrá en esta prisión algo de beber?
Giovanna se apresuró a responder y, para mi asombro, en auténtico tono de conversación y sin gritar:
—¡Ya lo creo! El doctor, antes de irse, me ha entregado esta botella de coñac. Aquí la tiene, sin abrir. Mire, está intacta.
Me encontraba en tal situación, que no veía otra salida que la embriaguez. ¡A eso me había conducido la confianza en mi mujer! En aquel momento me parecía que el vicio de fumar no valía el esfuerzo a que me había dejado inducir. Ahora ya hacía media hora que no fumaba y no pensaba en ello, ocupado como estaba con el pensamiento de mi mujer y el doctor Muli. Así, pues, ¡estaba totalmente curado, pero irremediablemente ridículo! Descorché la botella y me serví un vasito del líquido amarillo. Giovanna me miraba con la boca abierta, pero yo vacilé a la hora de invitarla.
—¿Podré disponer de más, cuando haya vaciado esta botella? --Giovanna, siempre con el tono de conversación más agradable, me tranquilizó.
—¡Todo lo que quiera! ¡Para satisfacer sus deseos, la señora que dirige la despensa debe levantarse aunque sea a medianoche!
Yo nunca he sido avaro, y Giovanna recibió en seguida su vasito lleno hasta el borde. No había acabado de darme las gracias, cuando ya lo había vaciado y al instante dirigió sus vivos ojos hacia la botella. Por eso, fue ella misma la que me sugirió la idea de emborracharla. Pero, ¡no fue nada fácil! No sabría repetir con exactitud lo que me dijo, tras haberme bebido varios vasos, en su puro dialecto triestino, pero tuve toda la impresión de encontrarme junto a una persona a la que, de no haber estado distraído por mis preocupaciones, habría podido escuchar con gusto. Ante todo, me confió que así era precisamente como le gustaba trabajar. Todo el mundo debería tener derecho a pasar dos horas al día en un sillón tan cómodo y frente a una botella de licor bueno, el que no sienta mal. Intenté conversar también yo. Le pregunté si, cuando vivía su marido, su trabajo había estado organizado de ese modo precisamente. Se echó a reír. Su marido, mientras vivió, le había dado más palos que besos y, en comparación con lo que había tenido que trabajar para él, ahora todo habría podido parecerle un descanso, aun antes de que llegara yo a aquella casa con mi cura. Después Giovanna adoptó expresión pensativa y me preguntó si creía que los muertos veían lo que hacían los vivos. Asentí brevemente. Pero ella quiso saber si los muertos, cuando llegaban al más allá, se enteraban de todo lo que había sucedido aquí abajo, cuando aún vivían. Por un momento la pregunta tuvo la virtud de distraerme de verdad. Además, la había formulado con una voz cada vez más suave, pues, para que no la oyeran los muertos, Giovanna había bajado la voz.
—Entonces, usted —le dije— traicionó a su marido.
Me rogó que no gritara y después confesó haberlo traicionado, pero sólo en los primeros meses del matrimonio. Después se había acostumbrado a las palizas y había amado a su hombre. Para mantener animada la conversación, lé pregunté:
—Entonces, ¿la primera de sus hijas es la que debe la vida a aquel otro?
Sin alzar la voz, reconoció que así lo creía, sobre todo por ciertos parecidos. Le dolía mucho haber traicionado a su marido. Lo decía, pero sin dejar de reír, porque son cosas de las que se ríe hasta cuando duelen. Pero sólo desde que había muerto, porque antes, como no lo sabía, la cosa no podía tener importancia. Movido por cierta simpatía fraternal, intenté aliviar su dolor y le dije que me parecía que los muertos lo sabían todo pero que ciertas cosas les importaban un comino.
—¡Sólo hacen sufrir a los vivos! —exclamé, al tiempo que daba un puñetazo a la mesa. Me hice daño en la mano y no hay nada mejor que un dolor físico para inspirar ideas nuevas. Vislumbré la posibilidad de que, si bien yo me atormentaba ante la idea de que mi mujer aprovechara mi reclusión para traicionarme, tal vez el doctor se encontrase aún en la casa de salud, en cuyo caso yo habría podido recuperar mi tranquilidad. Rogué a Giovanna que fuera a ver, pues —según dije— necesitaba decir algo al doctor, y le prometí, como premio, toda la botella. Dijo que no le gustaba beber tanto, pero me complació al instante y la oí trepar vacilante por la escalera de madera hasta el segundo piso para salir de nuestra clausura. Luego volvió a bajar, pero resbaló con gran alboroto y gritos.
—¡Qué el diablo te lleve! —murmuré yo con fervor. Si se hubiera roto el pescuezo, mi situación se habría simplificado mucho. En cambio, llegó hasta mí sonriendo porque se encontraba en ese estado en que los dolores no duelen demasiado. Me contó que había hablado con el enfermo, quien iba a acostarse, pero seguía a su disposición en la cama, para el caso de que yo me portara mal. Levantó la mano y con el índice extendido acompañó esas palabras de un gesto de amenaza atenuado por una sonrisa. Después, añadió más seca, que el doctor no había vuelto desde que había salido con mi mujer. ¡Precisamente desde entonces! Es más: durante unas horas el enfermero había esperado que regresara porque un enfermo tenía necesidad de él. Ahora ya no lo esperaba. Yo la miré para averiguar si la sonrisa que contraía su cara era estereotipada o nueva del todo y originada por el hecho de que el doctor se encontrase con mi mujer, en lugar de conmigo, que era su paciente. Fui presa de tal ira, que la cabeza me daba vueltas. Debo confesar que, como siempre, en mi ánimo luchaban dos personas, una de las cuales, la más razonable, me decía: «¡Imbécil! ¿Por qué piensas que te traiciona tu mujer? No tendría necesidad de encerrarte para tener la oportunidad de hacerlo.» La otra, que era, por supuesto, la que quería fumar, me llamaba imbécil, pero para gritarme: «¿No recuerdas la comodidad que supone la ausencia del marido? ¡Con el doctor que ahora pagas tú!» Giovanna, sin dejar de beber, dijo:
—Se me ha olvidado cerrar la puerta del segundo piso. Pero no quiero volver a subir esos dos pisos. Allí arriba siempre hay gente y se luciría usted, si intentara escapar.
—¡Desde luego! —dije yo con el mínimo de hiprocresía necesaria para engañar a la pobrecilla. Después bebí también yo coñac y declaré que, ahora que tenía tanto licor a mi disposición, los cigarrillos ya no me interesaban. Ella me creyó al instante y entonces le conté que no era yo, en realidad, quien quería deshacerme del vicio del tabaco. Era mi mujer la que quería. Había que saber que, cuando yo llegaba a fumar una decena de cigarrillos, me volvía terrible. Cualquier mujer que se encontrara a tiro entonces corría peligro. Giovanna se echó a reír a carcajadas al tiempo que se echaba para atrás en el sillón:
—¿Y es su mujer la que le impide fumar los diez cigarrillos necesarios?
—¡Así es!
Al menos, a mí me lo impedía. No era nada tonta Giovanna, cuando tenía tanto coñac en el cuerpo. Le dio un ataque de risa, que casi la hacía caer del sillón, pero, cuando el resuello se lo permitió, pintó con palabras entrecortadas, un magnífico cuadrito que le sugirió mi enfermedad.
—Diez cigarrillos.., media hora..., se pone el despertador..., y después...
La corregí:
—Para diez cigarrillos yo necesito cerca de una hora. Después para esperar el efecto completo hace falta otra hora, diez minutos más, diez minutos menos...
De improviso Giovanna se puso seria y se levantó sin gran fatiga del sillón. Dijo que iba a ir a acostarse porque le dolía un poco la cabeza. La invité a llevarse la botella, porque yo tenía bastante de aquel licor. Dije, hipócrita, que el día siguiente quería que me trajeran buen vino. Pero ella no pensaba en el vino. Antes de salir con la botella bajo el brazo, me lanzó una mirada que me espantó. Había dejado la puerta abierta y al cabo de unos instantes cayó en medio de la habitación un paquetito, que recogí al instante: contenía once cigarrillos contados. La pobre Giovanna no había querido quedarse corta. Cigarrillos húngaros corrientes. Pero el primero que encendí fue buenísimo. Sentí un gran alivio. Primero pensé que me alegraba hacer esa faena a una casa que era excelente para encerrar en ella a niños, pero no a mí. Después descubrí que también se la había hecho a mi mujer y me parecía haberla pagado con la misma moneda. Porque, si no, ¿se habrían convertido mis celos en una curiosidad tan soportable? Me quedé tranquilo en aquel sitio fumando aquellos cigarrillos nauseabundos. Al cabo de una media hora recordé que tenía que huir de aquella casa donde Giovanna esperaba su compensación. Me quité los zapatos y salí al pasillo. La puerta de la habitación de Giovanna estaba cerrada y, por su respiración ruidosa y regular, me pareció que dormía. Subí con la mayor prudencia hasta el segundo piso, donde, detrás de la puerta aquella —orgullo del doctor Muli—, me puse los zapatos. Subí a un rellano y me puse a bajar las escaleras, despacio, para no despertar sospechas. Había llegado al rellano del primer piso, cuando una señorita, vestida de enfermera con cierta elegancia, me siguió para preguntarme, cortés:
—¿ Busca usted a alguien? --era mona y no me habría desagradado acabar a su lado los diez cigarrillos. Le sonreí un poco agresivo:
—¿No está en la casa el doctor Muli?
Ella abrió unos ojos como platos.
—A esta hora nunca está.
—¿Sabría decirme dónde podría encontrarlo ahora? Tengo en casa un enfermo que tiene necesidad de él.
Me dio, cortés, la dirección del doctor y yo la repetí varias veces para hacerle creer que quería recordarla. No me habría apresurado a irme, pero ella, fastidiada, me volvió la espalda. Sencillamente me echaban de mi prisión. Abajo una mujer me abrió, solícita, la puerta. No llevaba un céntimo encima y murmuré:
—Ya le daré la propina en otra ocasión. Nunca se puede conocer el futuro. En mi caso las cosas se repiten: no había que excluir la posibilidad de que volviera a pasar por allí. La noche era clara y cálida. Me quité el sombrero para sentir mejor la brisa de la libertad. Miré a las estrellas con admiración, como si acabara de conquistarlas. El día siguiente, lejos de la casa de salud, dejaría de fumar. De momento, en un café todavía abierto compré cigarrillos buenos, porque no podía acabar mi carrera de fumador con uno de aquellos cigarrillos de la pobre Giovanna. El camarero que me los dio me conocía y me los dejó fiados. Al llegar a mi villa toqué la campana con furia. Primero vino a la puerta la criada y después, al cabo de algún tiempo, mi mujer. La esperé con absoluta frialdad: «Parece como si estuviera el doctor Muli.» Pero, al reconocerme, mi mujer dejó oír en la calle desierta su risa tan sincera, que habría bastado para borrar cualquier duda. En casa me detuve a hacer un poco el inquisidor. Mi mujer, a la que prometí contar el día siguiente mis aventuras, que ella creía conocer, me preguntó:
—Pero, ¿por qué no te acuestas?
Para excusarme dije:
—Me parece que has aprovechado mi ausencia para cambiar de sitio ese armario. La verdad es que yo creo que en mi casa siempre están cambiando de sitio las cosas y también es cierto que mi mujer las cambia de sitio con mucha frecuencia, pero en aquel momento yo miraba todos los rincones para ver si estaba escondido el cuerpecito elegante del doctor Muli. Mi mujer me dio una buena noticia. Al volver de la casa de salud, se había encontrado con el hijo de Olivi, quien le había contado que el viejo estaba mucho mejor después de haber tomado una medicina prescrita por su nuevo médico. Al quedarme dormido, pensé que había hecho bien en abandonar la casa de salud, ya que disponía de todo el tiempo para curarme despacio. Además, mi hijo, que dormía en la habitación contigua, no se disponía aún, desde luego, a juzgarme ni a imitarme. No había la menor prisa.
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