Miércoles, noviembre 26, 2008
Oscar
Masotta: «Roberto Artl, yo mismo» *: Primera Parte
Después
de mucho buscar, por fin encontré el texto completo de «Roberto Artl, yo
mismo», que Oscar Masotta leyera con motivo de la presentación de su libro Sexo
y traición en Roberto Artl, incluido en la edición del centro Editor de Amérca
Latina, del año 1982, y excluido –vaya a saber por qué– en posteriores
ediciones, incluso en una muy reciente. El texto es extenso, sí, por eso, para
facilitar su lectura, me pareció conveniente dividirlo en partes, que ustedes
podrán ir leyendo en los siguientes posts.
«Yo he escrito este libro, que
ahora Jorge Álvarez publica bajo el título de Sexo y traición en Roberto Arlt (título comercialmente atractivo,
elegido ex profeso; pero también el más sencillamente descriptivo de su
contenido) hace ocho años atrás. Y cuando Álvarez me invitó a que presentara yo
mismo a mi propio libro, me sentía ya lo suficientemente alejado de él y pensé
que podría hacerlo. Pensé en ese tiempo transcurrido, esa distancia que tal vez
me permitiría una cierta objetividad para juzgar(me); pensé que el tiempo
transcurrido había convertido a mi propio libro en un «extraño» para mí mismo.
No era totalmente así.
Pero en el hecho de tener que
ser yo mismo quien ha de presentar a mi propio libro, hay una situación
paradojal de la que debiera, al menos, sacar provecho.
En primer lugar, podría
preguntarme por lo ocurrido entre 1958 y 1965; o bien, y ya que fui yo quien
escribió aquel libro, ¿qué ha pasado en mí durante y a lo largo del transcurso
de ese tiempo?
En segundo lugar, podría
reflexionar sobre las causas que hicieron que durante ese tiempo yo escribiera
bastante poco.
Y en tercer lugar, y si es
cierto que los productos de la actividad individual no se separan de la
persona, podría hacerme esta pregunta: ¿quién era yo, entonces, cuando escribí
ese libro?; y también: ¿qué pienso yo en el fondo y de verdad sobre ese libro?
Mi juicio sobre mi propio
libro: yo diría que se trata de un libro relativamente bueno. Relativamente: es
decir, con respecto a los otros escritos sobre Arlt. Es que son malos. Pero los
juicios de valor, a este nivel, no son interesantes…
¿Pero volvería yo a escribir
ese libro, ahora, si no estuviera ya escrito? Bien, creo que no podría hacerlo.
Entre otras cosas, porque hoy soy un poco menos ignorante que entonces, más
cauteloso. Y seguramente: una cierta indigencia cultural, de formación, con respecto
a los instrumentos intelectuales que realmente manejaba, estoy seguro, fueron
entonces el motor que no sólo me impulsó a planear el libro, sino que me
permitió escribirlo.
Pero no es que no esté de
acuerdo con lo que hoy acepto [88] publicar. Y además, también estoy seguro, de
no haber escrito aquel libro, y de escribirlo hoy, no escribiría un libro
mejor.
Pero me pongo en el lugar de
ustedes que me están escuchando.
¿Sobre qué estoy hablando? O
bien: ¿de qué me estoy confesando? Pues bien: de nada.
Si acepto publicar un libro
que escribí hace varios años atrás es porque ese libro es bueno, para mí. Y lo
es porque a mi entender cumple con el requisito sin el cual no hay crítica en
literatura: acompaña las intuiciones del autor y trata de explicitarlas, a otro
nivel y con otro lenguaje. Pero debo decirlo: cuando escribí el libro yo no era
un apasionado de Arlt sino de Sartre.
Y habiendo leído a Sartre no
solamente no era difícil encontrar lo fundamental de las intuiciones de Arlt (o
mejor: de esa única intuición que define y constituye su obra), sino que era
imposible no hacerlo. Lean ustedes el Saint Genét de Sartre y lean después El
juguete rabioso. El punto crítico, culminante, de esa novela que tengo por un
gran libro, es el final. Después de leer a Sartre será difícil encontrar el
sentido de ese final, tan aparentemente sorprendente.
¿Por qué Astier se convertía
tan repentinamente en un delator? En fin, yo diría, mi libro sobre Arlt ya
estaba escrito. Y en un sentido yo no fui esencial a su escritura: cualquiera
que hubiera leído a Sartre podría haber escrito ese libro.
Pero al revés, la factura del
libro, su escritura, me depararía algunas sorpresas. Entre la programación del
libro y el libro como resultado, no todo estaba en Sartre.
Y lo que no estaba en Sartre
estaba en mí. No en mi «talento» (no hablo de eso): me refiero a las tensiones
que viniendo de la sociedad operaban sobre mí a la vez que no se diferenciaban
de mí, y de cuya conciencia (una cierta incompleta conciencia) extraje, creo,
esa certeza que me acompaña desde hace más de quince años.
Que efectivamente, tengo algo
que decir. Escribir el libro me ayudó, textualmente, a descubrir el sentido de
la existencia de la clase a la que pertenecía, la clase media. Una banalidad.
Pero esa banalidad me había acompañado desde mi nacimiento. Pensando sobre Arlt
descubría el sentido de mis conductas actuales y de mis conductas pasadas: que
dura y crudamente habían estado determinadas por mi origen social. Y uso la
palabra «determinación» en sentido restringido pero fuerte.
¿El «mensaje» de Arlt? Bien, y
exactamente: que en el hombre de la clase media hay un delator en potencia, que
en sus conductas late la posibilidad de la delación.
Es decir: que desde el punto
de vista de las exigencias lógicas de coherencia, que pesan sobre toda
conducta, [89] existe algo así como un tipo de conducta privilegiada, a la vez
por su sentido y por ser la más coherente para cada grupo social, y que si ese
grupo es la clase media, esa conducta no será sino la conducta de delación.
Actuar es vehiculizar ciertos
sistemas inconscientes que actúan en uno, y que están inscriptos en uno al
nivel del cuerpo y la conducta, sobre ciertos carriles fijados por la sociedad.
Actuar es, a cada momento, a cada instante de nuestra vida, como tener que
resolver un problema de lógica. En cuanto a los términos de ese problema: están
dos veces a la vista (aunque no para quienes lo soportan), son dos
«observables».
Por un lado la sociedad nos
enseña, y por otro lado estamos llamados, solicitados, constreñidos, todo a la
vez, a resolver cuestiones que el medio social nos plantea.
Solamente que esas cuestiones
difícilmente pueden ser resueltas en la perspectiva de lo que se nos ha
enseñado, de lo que ha sido sellado en nosotros por la sociedad: y la relación
que va de uno a otro término, en sociedades enfermas como las nuestras, es una
relación absurda (habría que precisar qué se entiende por esto) o directamente
contradictoria.
Pero como la capacidad lógica
del hombre es infinita, siempre es posible resolver problemas imposibles: hay
gente que lo hace. Son los enfermos mentales.
En este sentido la enfermedad
mental es absolutamente lo contrario a lo que una literatura envejecida,
burguesa, nos ha querido hacer entender.
Es exactamente lo opuesto a la
incoherencia. Es más bien la puesta en práctica de la máxima exigencia de
lógica y razón.
En este sentido digo,
entonces, que la delación -y Arlt tiene razón- no constituye sino el tipo
lógico de acto preferencial, en cuanto a la coherencia que arrastra, para
conductas individuales determinadas por un preciso grupo social. Y solamente
habría que hacer esta salvedad.
Que cuando hablamos de lógica
y coherencia aquí, nos referimos menos a una lógica pensada por el individuo
que se enferma, que a una lógica que -no hay otro modo de decirlo- se piensa en
el enfermo mental. Y en cuanto a la relación entre conducta mórbida y conducta
de delación: la tesis es de Arlt. Y es profundamente verdadera.
Pero esto no significa
moralizar; y lo que se quiere decir no es que un delator «no es más» que un
enfermo mental. Sino exactamente al revés, contra moralizar, puesto que lo que
Arlt denuncia es a la sociedad que produce delatores. En cuanto a la conexión
entre lógica y coherencia por un lado, y enfermedad mental o delación por el
otro, es cierto que necesitaría una larga explicación.
Pero esa explicación existe,
no es difícil, es cierta, y yo [90] no hago metáforas. Pero relean ustedes a
Arlt. Él, como novelista, tenía en cambio que usar metáforas. ¿No recuerdan
ustedes aquellas que en sus novelas se refieren a esa necesidad «geométrica»,
«matemática» o propia del «cálculo infinitesimal», que el que humilla descubre
como en negativo, y en el corazón del acto, en el momento mismo que lo planea,
o un instante antes de su realización?
Después de estas breves
reflexiones se justifica tal vez un poco más que hable de mí. ¿Quién era yo
cuando escribí ese libro? O para forzar la sintaxis: ¿qué había de aparecer en
aquel libro de lo que era yo…? » (Sigue.)
Oscar
Masotta: «Roberto Artl, yo mismo»*: Segunda Parte
«Pueden ustedes reírse: pero
ya entonces, en 1957, estaba yo un poco loco. Es decir, que pesaban sobre mí un
conjunto de estructuras, un pasado, que se contradecían, las que yo intentaba
estúpida e inconscientemente resolver.
Es cierto, no lo sé todo sobre
mí mismo, y no entiendo del todo el sentido de aquél modo de resolver mis
contradicciones que fue para aquel entonces escribir sobre Arlt. Pero de
cualquier modo no carezco de una cierta conciencia aguda de algunos de los
términos contradictorios.
Pensemos por ejemplo en el
«estilo», en la prosa de mi libro. Ya he dicho que al nivel de las ideas el
libro estaba fuertemente influenciado por Sartre. Ahora bien, en lo que hace a
la prosa, la influencia viene de Merleau-Ponty.
Yo había leído entonces todo
lo que Merleau-Ponty había escrito, y me fascinaba ese estilo elegante, esa
prosa consciente de su cadencia y de su ritmo, esa sobre o infra-conciencia del
desenvolvimiento temporal de las palabras, ese gusto por el «tono» o por la
«voz», esas insistencias de un fraseo a veces monotemático que entiende
investigar las ideas acariciando las palabras. Amaba entonces esa prosa.
En mi libro sobre Arlt
intentaba esa prosa, me esforzaba por establecerme en ella, o en que ella se
estableciera en mí. Quiero decir: que la imitaba. Y esto no es malo en sí
mismo, ni me ocasiona hoy problemas de conciencia, puesto que imitar una prosa
es la mejor manera de apresar desde adentro el pensamiento del autor, o como dice
el mismo Merleau-Ponty, aprender a pensar lo informulado por el pensamiento,
ese lugar todavía vacío hacia el que toda formulación tiende y que es el
verdadero «objeto» del pensamiento. No, lo malo estaba en otra cosa.
Piensen: una prosa que, como
la de Merleau-Ponty, se basa sobre todo en el tono, en la «altura» de la voz,
no es sino la prosa de un refinado. Supone un alto grado de cultura, la
inscripción en una tradición cultural precisa, es decir, otros tipos de prosa
pertenecientes a escritores lejanos y cercanos en el tiempo [91],
con los que ella misma forma sistema, oponiéndose y diferenciándose de unas,
semejándose a otras.
Una prosa de refinado: una
prosa de «tonos». Y se podría pensar en una analogía con la lengua china.
Efectivamente: en las lenguas chino-tibetanas los tonos de la frase no son
usados como en las nuestras para expresar sentimientos, sino que sirven para
nombrar objetos.
Ahora bien, ese tipo de lengua
aparece históricamente en sociedades muy jerarquizadas. La estructura propia de
un orden social muy regimentado parece ser complementaria de la lengua de
tonos. Una lengua de tonos, en una sociedad democrática, así, sería un
impensable. Si se hiciera la experiencia de juntar una cosa con la otra el
resultado tal vez sería alguna aberración: tal vez una sociedad de idiotas.
Ahora bien, con mi libro
pasaba algo parecido. Imagínense: emplear una prosa de «tonos» para hablar
sobre Roberto Arlt. Claro que Merleau-Ponty había usado esa prosa para escribir
sobre Hemingway. Pero yo no era Merleau-Ponty.
Y la relación que va desde
Merleau-Ponty a Hemingway no es homóloga a la que iba de mí a Arlt. Y no me
refiero al valor de los autores ni me comparo a quien tengo por uno de los
autores más importantes de nuestro tiempo.
Quiero decir, que entre yo y
las novelas de Arlt había una relación más estrecha, más igualitaria, que entre
un alto profesor universitario parisino, y que hablaba por lo mismo, y con
derecho, desde la cumbre de la cultura (y no ironizo) y un hombre con las
características de Hemingway.
Arlt y yo habíamos salido de
la misma salsa, conocimos los mismos ruidos y los mismos olores de la misma
ciudad, caminamos por las mismas calles, soportamos seguramente los mismos
miedos económicos…
Brevemente: apoyándome en
Sartre y en Merleau-Ponty yo escribía entonces sobre Arlt. ¿Cómo decirlo?
Cuando escribía mi libro en verdad me sentía un poco exótico. Y textualmente,
puesto que ¿qué es lo exótico sino el resultado de la unión de sistemas
simbólicos que tienen poco que ver unos con otros? Pero aún aquí, y aunque con
otra significación, aquél exotismo me colocaba en la línea de Arlt.
¿Esa imagen sobre mí mismo
(prosa de «tonos» para escribir sobre Arlt) no tenía acaso mucho que ver con
esa foto que se conserva de Arlt en África, vestido con ropas nativas pero
calzado con unos enormes y evidentes botines?
Dicho de otra manera: un día
me encontré con que ya el libro estaba escrito. Es decir, que me encontré con
que ya algo había sido hecho en mí, o que se había hecho ya algo de mí, tal vez
sin mí. ¿Quién era yo?
En 1960 iba a comenzar a
conocerme: de la noche a la mañana mi salud mental se quiebra y una insufrible
enfermedad [92] «cae» sobre mí. Me veo convertido entonces, y de la noche a la
mañana, en un objeto social: hago la experiencia de lo que significa, en
sociedades como las nuestras, ser un enfermo mental. Hago esa experiencia, como
se dice, desde adentro. Enfermo, no puedo ya seguir escribiendo.
Tampoco puedo leer. Fue la
miseria de aquella enfermedad, mezcla de histeria y de neurosis de angustia, y
también la miseria real, los habitantes de una parte del espacio de tiempo que
va desde el momento que escribí aquel libro a la fecha de su publicación.
Enfermo (aunque con el cuerpo
sano) me veía obligado a pasarme las horas, los días, los meses, con la cara
contra la almohada, oliendo el neutro y espantoso olor a las sábanas (me
parecía espantoso: lo era) regando de saliva el género. ¿Cuánto tardaría en
idiotizarme por completo? No podía leer, no podía trabajar, no podía estudiar,
no podía escribir. No podía nada, salvo atender a ese pánico psicótico que me
habitaba.
Tenía miedo de todo, de
cualquier cosa, de ver, por ejemplo, brotar el agua del agujero de una canilla.
¿Y los otros? Yo temía que se aburrieran pronto y que me mandaran al demonio.
Temía, digo, puesto que quería curarme y necesitaba de ellos, «apoyarme» en
ellos.
Mi mujer (esto antes de
mandarme al demonio) me explicaba, con la mejor voluntad, que puesto que yo
quería curarme era seguro que me curaría. Pero yo entonces me acordaba de esas
historias clínicas de esquizofrénicos que también se quieren curar y que no lo
logran jamás.
Era seguro: yo era un
esquizofrénico.
¿Pero tiene sentido que un
autor hable de sus enfermedades, que las use para «racionalizar» sobre su vida,
para justificarse? No sé bien, y sólo recuerdo ahora a un escritor que a veces
lo hace (y dejo de lado el exaltamiento pueril de la locura a lo Alex Guinsberg):
es George Bataille.
Recuerdo su tono, bajo y
lento, en el prólogo de un libro en el que relata el tiempo real, el suyo, de
la redacción del libro. Dice que una enfermedad, a la que no nombra, le
dificulta las cosas, le obliga a escribir lentamente.
Un tono quejoso: y no estaba
mal, porque servía al menos para recordar al lector que un libro ha sido hecho
con el tiempo real, cotidiano, del escritor. De cualquier modo, y tratándose de
quejas: yo prefiero reservarme el derecho para mi vida privada.
Pero mi enfermedad está ahí
-estuvo ahí- y tal vez no es malo, ahora, reflexionar sobre ella. En ese
sentido, la experiencia de la enfermedad -la mía- podría resumirse así: padecer
algo que se hizo afuera de uno, la experiencia de «soportar» algo.
Pero aun en el interior mismo
de esa experiencia había un nido de víboras: ¿yo, que amaba a Sartre [93], cómo
podía olvidar que uno «hace» su enfermedad?
Recordaba entonces un párrafo
de Merleau-Ponty sobre el Greco: las deformaciones de las figuras que pintaba,
no podían ser explicadas a partir del astigmatismo que el artista padecía, sino
al revés, las figuras explicaban su astigmatismo, revelaban el carácter
«intencional» de la enfermedad.
El Greco había hecho su
astigmatismo para explorar el mundo a su manera. Su arte y su enfermedad no
eran más que dos aspectos de una misma cosa, dos manifestaciones de un mismo
«estilo» de vivir y de comprometerse en el mundo.
Pero en el momento mismo en
que soportaba mi enfermedad, en que ella no se traducía más que en mi
imposibilidad de vivir, en el momento en que me veía arrancado de mi trabajo,
trabado y presa de la mirada de los otros, arrastrado por añadidura a la
miseria económica, ¿cómo entender que yo «había hecho» (y por lo mismo,
querido) todo eso? Uno hace su enfermedad, ¿pero qué podía sacar yo ahora de
eso que yo había hecho de mí? No entendía nada. Era un infierno.» (Sigue.)
*Texto tomado de Sexo y
traición en Roberto Arlt. Centro Editor de América Latina. Buenos Aires: 1982. Publicado
por maria del carmen colombo en 11/26/2008 08:52:00 PM
Oscar
Masotta: «Roberto Artl, yo mismo»: Tercera Parte
«De vez en cuando, y en medio
del tiempo de mis pánicos, de mis obsesiones, de mi aislamiento, me repetía una
frase de Freud: «la enfermedad mental es inútil». Fantaseaba que con el
reconocimiento de su inutilidad tal vez me curaría. Como no podía leer, y
encerrado, caminaba, incansablemente, caminaba. Tenía el mundo reducido a
imágenes despedazadas metido dentro de los ojos.
Para comprender algo hay que
pensarlo todo, ¿pero cómo pensar algo cuando no se comprendía nada? Poco a
poco. Tenía que «darme tiempo».
Ante todo: ¿qué era lo que
había ocasionado la enfermedad? Eso estaba a la vista: la muerte de mi padre.
Se lo podría decir así: cuando supe que él iba a morir, yo ya no pude vivir
más. ¿Cómo dos amantes? Tal vez, pero nuestro amor había estado escondido (y no
ironizo).
Mi padre no tuvo una muerte
dura: fue una muerte como la que él siempre había deseado. En esto fue un
hombre con suerte, murió en su cama. Y además tuvo otra ventaja, puesto que
siempre había temido a la muerte: no darse cuenta que se moría.
Estaba en la cama, conversando
de cualquier cosa, enfermo de leucemia (pero él lo ignoraba) y sonriendo tal
vez, cuando lo sorprendió la muerte. Sonriendo digo, puesto que cuando lo vi en
el cajón y envuelto en sus mortajas, tenía un rictus de tranquilidad y de
alegría en la boca.
Para entonces yo ya había
enfermado, y habría preferido no acercarme al cajón: pero mis parientes me
arrastraron a él. No puedo olvidar la impresión que me causó su rostro: por
detrás de [94] la insobornable certeza de que yo amaba esa cara, una mezcla de
indignación y repulsión…
Ahora ya está, me decía, este
hombre ha terminado y se ha llevado con él y de una buena vez al empleado
bancario, sus «miedos de fin de mes» (como decía Arlt), los rasgos pusilánimes
de su carácter, su ignorancia, su mala fe ideológica, su ceguera y su cobardía,
su antisemitismo.
Durante más de una
interminable hora y media tuve que simular, ante la mirada vigilante de mis
parientes, junto a la dura realidad de la carne muerta de mi padre. Yo no amo a
los muertos, pero como me obligaban a simular respeto, sentí, además recuerdo,
que tampoco respetaba ese cadáver, ya que me acordaba del hombre, y lo execraba.
Pero las cosas estaban así: mi
padre había muerto y yo había «hecho» una enfermedad, en «ocasión» de esa
muerte. Y desde el día que «caí» enfermo (fue de la noche a la mañana) me tuve
que olvidar de golpe de Merleau-Ponty y de Sartre, de las ideas y de la
política, del «compromiso» y de las ideas que había forjado sobre mí mismo.
Tuve entonces que buscarme un psicoanalista. Y me pasé un año discutiendo con
él, sobre si mi enfermedad era una histeria o una esquizofrenia.
Yo entonces confundía el
aislamiento que padecía con el aislamiento como conducta de corte con lo real,
y como no podía o no quería observarme desde afuera, afirmaba que estaba
esquizofrénico. Al cabo acepté la opinión de mi analista.
Aparté los índices somáticos,
una sordera creciente, un horrible y continuo silbido que taladraba mis oídos
desde el interior de mi cabeza, la perturbación de mi equilibrio: mi
psicoanalista tenía razón. La tendencia a la seducción como rasgo constante de
mi conducta, la representación, la teatralización del sufrimiento, la tendencia
al chantaje.
Yo aceptaba: era un pavo que
debía tragarse todas las nueces. La discusión, sin embargo, no terminaba: se me
ocurría que el analista observaba bien el lado representación de mis conductas,
pero que extremaba el juicio sobre él.
En el fondo yo sentía que me
quería hacer creer lo que yo temía. Que yo no era más que un farsante. Pero
entonces -en su presencia, o en la soledad- yo me rebelaba. Me decía entonces
que no era del todo así, puesto que ahí estaba ese trabajo sobre Arlt, y que el
trabajo no es farsa.
Después comprendí que lo que
pasaba era que mi analista usaba conmigo la técnica neoanalista de la
frustración. Pero cuando me frustraba yo me ponía de pronto intransigente, y en
cambio de responder con una reacción regresiva (según el esquema técnico que
seguramente usaba) me ponía lúcido con respecto a él, no le perdonaba lo que
mis ojos veían, su ceguera con respecto a las [95] determinantes de clase, de
trabajo y de dinero, que pesaban tanto sobre él como sobre mí.
Cuando me frustraba, yo en
cambio de regresar hacia mis estructuras arcaicas, progresaba, hacia el
marxismo. La situación no tenía salida, y en medio de un análisis en el que
había puesto las esperanzas de la cura, me aburría. Es cierto que no se podía
culpar al psicoanalista ni al psicoanálisis de mi imposibilidad de salir
adelante.
Pero en mis choques con ese
hombre todo se ponía en juego. De pronto me encontraba despreciándolo tanto
como a mi padre. ¿Pero no revelaba tal cosa la constitución de un lazo de
transferencia? No sabía nada. Recuerdo que una vez le pregunté por quién
votaba. Me contestó que por los socialistas de Ghioldi. Por favor, no me diga
más, le dije. Era suficiente y ridículo. ¿Y yo esperaba la cura de ese hombre?
Estaba solo.
Finalmente mandé «vis à vis»,
como dicen los franceses, al psicoanálisis y al psicoanalista, a la histeria y
a mis discusiones de psiquiatría social con el analista. Iba aprendiendo y
comenzaba a curarme. La enfermedad había puesto al descubierto la ligazón con
mi padre, y la ligazón de esa ligazón con el dinero.
Durante la enfermedad me había
hecho adulto de un golpe, había hecho la experiencia de la dura realidad del
dinero. El dinero existe y vale. Y esa prostituta, como le dice Marx, fue «el
lugar» donde me hice adulto porque supe lo que era la vergüenza.
Si uno no tiene dinero, o se
muere de hambre o lo pide. Yo, como elegía vivir, a cada instante, lo pedía.
Después no podía devolverlo. Tenía entonces que explicarme ante quienes me lo
habían prestado.
A veces me creían, a veces se
reían un poco paternalmente de mí, a veces se enfurecían. En una oportunidad
alguien a quien yo quería bastante llega a mi casa y con violencia me comunica
que quería el dinero que le debía, o se llevaría mi máquina de escribir: tuve
que pagarle con libros.
También tuve que pedir dinero
al Fondo de las Artes: leyeron mis trabajos y me lo dieron. Era lamentable: yo
sentía que era como pedir limosna. Entre mis amigos, algunos me juzgaban. Es
que para pedir ese dinero, tenía que pedir antes «cartas de presentación»: una
vez a Murena. Ese hombre, personalmente cortés y bueno, no me lo niega, y yo
uso entonces su prestigio, ideológicamente aceptable en los medios oficiales,
para no morirme de hambre. Explico esto a mis amigos, pero ellos no dejan de
juzgarme: la cortesía, y la bondad, incluso, la bondad que significaba en
Murena el dejarse usar ideológicamente, no son más que virtudes individuales.
Las que ama la derecha. Tenían razón. Pero en esos momentos yo estaba más cerca
del cálculo infinitesimal que de la razón, me parecía más a un personaje de
Arlt que a mí mismo. [96] O a mí mismo más que a ninguna otra cosa. ¿Pero quién
era yo?
Según el entonces rector de la
Universidad de Buenos Aires, Rizieri Frondizi, yo había muerto. Quiero decir:
que había fallecido. Es que mientras se encontraba en sus funciones le pedí
también a él una carta de presentación para el Fondo de las Artes.
Cuando le hago llegar el
pedido, a través de su secretaria, se niega, y dice que jamás había leído nada
mío. Pero además, extrañado, le pregunta que cómo era, que si yo no había
muerto. Tenía razón: es que yo había intentado suicidarme dos veces, y habrían
llegado seguramente a él algunos rumores sobre la cuestión (y les ruego a
ustedes que me excusen nuevamente: me refiero al impudor con que nombro la
palabra suicidio cuando ella se refiere a intentos reales míos).
Ante el relato de la
secretaria del Rector, me quedé impávido. Pensé entonces esa frase conocida:
«El relato de mi fallecimiento es considerablemente exagerado». Pero no pude
pronunciarla.
Pero no sé si entiende: no
estoy contando anécdotas. Sino mejor, contando algunas coordenadas reales de
una situación concreta, la mía. La enfermedad, a raíz de la muerte de mi padre,
la vergüenza, la vergüenza económica, la buena voluntad de mis intenciones
intelectuales, mis influencias intelectuales, las mejores, Sartre, la relación
de compromiso entre el sostenimiento de las ideas y la exigencia de coherencia
con uno mismo cuando se trata de jugar los roles en el interior de la sociedad
concreta, la relación personal al nivel más concreto cuando uno se relaciona
con otros intelectuales.
El desorden no es más que
aparente. Hay aquí pocas vías hacia las cuales todo converge, y desde donde
brota, seguramente, todo lo que nos determina. Y hay dos, fundamentales, que
están en la base del hombre concreto: el sexo y la economía. O como decía
Pavese: dinero, mujeres, prestigio. Yo no creo haber endurecido, ¿pero es que
hay otras cosas?
Los marxistas en general y los
comunistas en particular suelen tomar con ligereza la noción de alienación.
Pero la alienación no es una noción. Por lo mismo hay que comenzar ya a
entender de una buena vez la realidad que comenta esta vieja idea: la idea de
destino. Hay que arrancarles a los escritores de derecha el uso exclusivo que
hacen de ella.
Quien ha comenzado esa empresa
es Pavese. La muerte, la violencia, la locura, el hambre, el suicidio, existen
en el mundo, y están presentes en todos lados, aun ahí donde aparentemente no.
Por eso Rozitchner tiene razón cuando afirma con desprecio que hay más
filosofía en su libro sobre los invasores de Playa Jirón que en toda la
filosofía universitaria. [97]
A mi vuelta de los infiernos,
mientras de modo paulatino iba reintegrándome a la vida y a mi trabajo, a
medios que pagan mi trabajo y me permiten seguir escribiendo y leyendo, volvía
a encontrarme con mis amigos. Tuve entonces la alegría de comprobar qué cosa es
poder mirar a la gente en los ojos. Cuando estaba enfermo, no podía hacerlo. Y
cuando lo lograba, era sólo por esfuerzo: sostenía la mirada, que de por sí,
tendía a bajar. ¿No se han fijado ustedes que la gente que adquiere una
enfermedad mental adquiere al mismo tiempo una manera huidiza de mirar? A
veces, cuando miro a ciertos ojos, me parece saber de qué se trata. Pero ya no
es mi caso. Y dentro de poco mi caso no sea más que un cuento al que cualquiera
tendrá derecho a poner en duda.
Me reencontraba con mis
amigos: Correas, Sebreli, Lafforgue, Rozitchner, David Viñas, Ismael, Verón,
Marín, León Sigal. Durante mi estadía en el infierno los había visto poco.
Algunos, supe, me evitaban, tenían razón. Otros no pudieron acercarse a mí,
aunque tal vez lo deseaban.
Es que tenían miedo, no de mí,
sino de la imagen de ellos mismos que tal vez podrían descubrir, como en
espejo, en mí. También tenían razón. Otros respondían con la conducta inversa:
se acercaban y con una mezcla de piedad y lucidez me decían lo que era cierto:
que no había diferencia entre la enfermedad mía y la salud de ellos. También
tenían razón. Cuando yo me puse tratable, pienso, todos respiramos, y fue bueno
para todos volverse a tratar.
Reaparecían entonces para mí
las cuestiones fundamentales que ciñen la vida del intelectual contemporáneo: la
política y el Saber. No hablaré de ellas aquí. Con respecto a la primera, diré
que el problema de la militancia, al menos en la Argentina, aparece intocado.
La cuestión fundamental está en pie.
¿Debe o no un intelectual
marxista afiliarse al Partido Comunista? Yo no me he afiliado: primero, porque
los cuadros culturales del partido no resistirían mis objetivos intelectuales,
mis intereses teóricos.
El psicoanálisis, por ejemplo.
Y en segundo lugar porque hasta la fecha disiento con los análisis y las posiciones
concretas del P.C. Por estas razones no me he afiliado, y no sé si lo haré
algún día. Pero respeto a quienes lo hacen o lo han hecho. Pero además, ¿dónde
militar? ¿Con qué grupos trabajar? ¿Qué hacer?
En lo que se refiere al Saber:
en estos años he «descubierto» a Lévi-Strauss, a la lingüística estructural, a
Jacques Lacan. Pienso que hay en estos autores una veta para plantear, en sus
términos profundos, el problema de la filosofía marxista. Lo que significa que
ya no estoy tan seguro sobre la utilidad de las posiciones filosóficas,
teóricas [98] ricas, sartreanas, como lo estaba hace ocho años atrás.
Es que en esos ocho años, al
nivel del saber, han pasado algunas cosas: entre otras, un cierto naufragio de
la fenomenología. Recién hoy comienzo a comprender que el marxismo no es, en
absoluto, una filosofía de la conciencia; y que, por lo mismo, y de manera
radical, excluye a la fenomenología.
La filosofía del marxismo debe
ser reencontrada y precisada en las modernas doctrinas (o «ciencias») de los
lenguajes, de las estructuras y del inconsciente.
En los modelos lingüísticos y
en el inconsciente de los freudianos. A la alternativa: ¿o conciencia o
estructura?, hay que contestar, pienso, optando por la estructura. Pero no es
tan fácil, y es preciso al mismo tiempo no rescindir de la conciencia (esto es,
del fundamento del acto moral y del compromiso histórico y político).
Cuando Alvarez me invitó a que
presentara mi libro, me fue difícil atinar en el primer momento a darme un tema
que no fuera banal. Ante todo, porque lo que estoy estudiando en este momento
es Freud, y no Arlt.
Por otra parte, hace tiempo
que no releo a Arlt. Además, lo que pienso sobre él lo he escrito en el libro.
¿De qué hablar? Creo que de alguna manera he disuelto el problema. Pero si he
hablado de mí, es porque estoy seguro que esta manera de hacerlo me acerca a
Arlt, me coloca en su línea.
Solo que al principio había
ideado hacerlo de otra manera. Pensé que muy bien podría aprovechar la ocasión
para reordenar algunas notas de un trabajo autobiográfico que tal vez escriba.
Tal vez, digo. Y les leeré a ustedes el comienzo de la redacción (y solo el
comienzo) de un libro, que, de escribirse alguna vez, ustedes releerán, en
algún sentido, puesto que habrán tenido una primera experiencia de su tono, de
su estilo, y para hablar como Barthes, también de su «escritura».
Leo:
¿Violencia o comunicación? Con
mayor o menor conciencia siempre supe que ésa era la alternativa. Esos dos
polos se hallan en todas partes, y si uno no los descubre a raíz de cada
cuestión, corre el peligro de convertirse en un ángel. Pero yo quería ser
histórico.
O bien: sabía que lo era.
¿Pero cómo convertirse en eso que uno es? No había otra manera que ésta: darse
una vocación. Lo hice a los veintiún años: sería escritor.
Salía del servicio militar,
donde había perdido un año, como se dice, limpiando caballos; mientras leía en
los momentos de descanso a Faulkner, a John Dos Passos, a Hemingway. Durante
ese año rumiaba también una novela que al año siguiente escribí, y que resultó
perfectamente mala.
Mientras la escribía,
recuerdo, pensaba en [99] mi edad y me decía, fuertemente ansioso, que con un
poco de suerte «publicaría antes de lo que lo habían hecho cualquiera de los
norteamericanos (Faukner, Dos Passos, Hemingway). No imaginaba entonces que
pasarían catorce años antes de poder publicar mi primer libro. Catorce años:
durante ese entretiempo aprendí a rumiar otro tipo de libros. Autobiografías.
¿Es que me sentía tan interesante para mí mismo?
En absoluto. Lo que ocurría
era que mi fe en la literatura se iba deteriorando. Quiero decir: lo que se
deterioraba era la aceptación de esa mala fe necesaria para creer en la palabra
escrita, o para escribir ficción.
Pero puesto que pensaba
todavía en escribir una autobiografía, mi fe no se había terminado de quebrar.
Es que me había salvado por la lectura. Si podía pensar en escribir no era a
causa de la vida, sino de los libros.
Dos ensayistas franceses me
sugerían el camino: Maurice Blanchot y Michel Leyris. Sobre todo la lectura de
un libro de este último: La edad del hombre.
Aprendí de él que para
defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas
que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los
demás. Y hay entre otras (puesto que si se redacta un panfleto político el
peligro es bastante inminente, policial y real) una manera de hacerlo.
Escribir sobre uno mismo. Para
desnudarse o para confesarse. Pero quien se confiesa se confiesa de algo, y
para hacerlo, es preciso un juicio retrospectivo, y negativo, sobre ese algo.
Confesarse, así, es
convertirse de alguna manera en un pasatista, y en un moralista. ¿Será éste mi
caso? Y por otra parte, es difícil sortear el peligro de la falta de peligro.
Es necesario decidirse entonces a sumarse en todos estos peligros para intentar
sortearlos.
Habrá entonces que comenzar
por el comienzo. Y si uno se quiere escritor el comienzo es su primer libro.
«Todo» comienza entonces a los veintiún años. Yo llenaba entonces, y trabajosamente,
las hojas de un grueso cuaderno «Avón» mientras que, manipulando palabras,
hacía una cierta experiencia del mundo, a cuyo sentido, o contenido, llamaré de
esta manera: lo siniestro. Esto significa: que quería ser escritor y que cuando
intentaba hacerlo encontraba que no conocía el nombre de las cosas.
Que no conocía ninguna
palabra, por ejemplo que sirviera para distinguir el estilo a que pertenecía un
mueble. Y tampoco conocía el nombre de las partes de un edificio. Si el
personaje de mi novela bajaba por una escalera, y apoyaba la mano mientras lo
hacía, ¿dónde la apoyaba?
¿En la «baranda» o en la
«barandilla»? Y si el personaje miraba a través de un balcón, ¿Cómo nombrar
[100] a los «travesaños» del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez
«barrotes».
Pero me perdía entonces en el
sonido material de las palabras y me parecía grotesco y desmesurado llamar, por
ejemplo, «barrotes» a esos «travesaños». Y si me decidía por la palabra
«travesaños» me parecía de pronto pobremente descriptiva para contentarme con
ella.
Si mi personaje debía caminar
por la calle, y creía imprescindible envolverlo en la atmósfera propia de un
determinado momento del día, había que decir «que caminaba bajo los árboles».
¿Pero qué árboles? ¿»Pitas» o «cipreses»?
¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento de aquel
idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir. Tenía miedo.»
(Sigue.)
*
Texto tomado de Sexo y traición en Roberto Arlt. Centro Editor de América
Latina. Buenos Aires: 1982]. Publicado por maria del carmen
colombo en 11/26/2008 10:26:00 PM
Oscar
Masotta: » Roberto Artl, yo mismo»*: Última Parte
«Ese miedo nunca me ha
abandonado. O mejor: el miedo nunca me ha abandonado. Es aquél, ese miedo que
se reflejaba en una más que sugestiva fotografía de la época. Se ve en ella una
cara irregular y un poco mofletuda.
La nariz levemente torcida. La
frente, sin arrugas, pero con surcos, cae láccidamente sobre las cejas, las que
se juntan a la altura del comienzo de la nariz. La mirada, floja, como incapaz
de penetrar nada.
Y una mezcla de estupor y de
disgusto (de disgusto concreto, como si estuviese frente a un plato de comida
un poco repugnante) envuelve la zona de la boca, el labio inferior ancho y un
poco caído, una comisura lateral empujando al labio superior hacia arriba. Y
como todavía no había aprendido la ventaja que consiste en ocultar el tamaño de
las orejas llenando de cabello los costados de la cabeza, las orejas aparecían
en su tamaño natural, largas y un poco separadas.
Cuando vi por primera vez la
foto me acuerdo, me asusté bastante. No era que temiese a mi fealdad: la
conocía. Lo que me inquietaba era como la presencia en la foto de algún germen
congénito de anormalidad…
Esa sensación me acompañó durante
mucho tiempo. Aunque sospechaba que lo que temía congénito, no se originaba en
la naturaleza ni en la biología, sino en la cultura y en la sociedad. Esa
atmósfera vagamente mórbida de mi rostro de aquella fotografía tenía que ver
conmigo y con el dinero, con el dinero y con el trabajo, con el trabajo y con
el trabajo de mi padre, con el «status» de mi padre, con mi conciencia y con
mis deseos.
Me basta ahora mirar la parte
inferior de la fotografía para cerciorarme de ciertos datos que tienen que ver
con el origen de mis «rasgos de carácter» y también de mi temperamento. La ropa
que llevaba: un traje cruzado, oscuro, de franela, a rayas blancas.
Además, una camisa blanca y
una corbata oscura. Se dirá: un conjunto banal, en el cual es posible leer bastante
poco. Pero si se mira la [101] foto con cuidado se puede observar un cierto
corte de las solapas, que el saco se estrechaba en el pecho, que «cruzaba»
bastante más de lo normal.
En verdad -como yo decía-: un
saco de corte perfecto. Y lo era: lo había hecho Anselmo Spinelli. Pero ese
sastre no lo había hecho para mí: habrían sido necesarios más de dos sueldos
enteros de mi padre para pagarle la hechura. Ese traje, sobre mi cuerpo, era ya
una locura sociológica, por decirlo así. Yo lo había comprado -después de
rogarle para que me lo vendiera-a un compañero del servicio militar. El hijo de
un juez de la Capital y de una familia dueña de algunos campos en la provincia
de Buenos Aires.
Pero yo sabía todo esto. Sin
embargo, no podía dejar de despreciar a mi padre puesto que «carecía de buen
gusto». Y efectivamente: se vestía con el gusto mediocre de un bancario. Él me
contestaba que era cuestión de dinero. Pero yo sabía que no era así, o que era
una cuestión de dinero pero no en el sentido que lo entendía mi padre: mi padre
ignoraba los principios más generales de un dandismo a la inglesa que yo en
cambio me sabía de memoria.
Los había aprendido mirando,
fascinado, la ropa de Marcelo Sánchez Serondo (hijo) que había sido mi profesor
de Historia en la escuela secundaria. Yo no sabía entonces quién era en verdad
mi profesor de Historia.
Mientras despreciaba a mi
padre. En cuanto a la ropa inglesa, «clásica», todavía hoy me fascina. Y en
cuanto a la época de la foto, es seguro que todo esto no podía no desfigurarme,
no enfermarme, a la larga, o en aquel momento, ya, de algún modo…
*
Texto tomado de Sexo y traición en Roberto Arlt. Centro Editor de América
Latina. Buenos Aires: 1982].