Sentir sobre esta tierra
“No hay abandono más grande en este mundo
ni crimen imposible
que la indiferencia sobre nuestra condición”,
dijiste,
mientras el sol comenzaba su caída sinfín
y nada podíamos hacer para salvarlo.
Tu mirada brillaba con la luz
o eran tus ojos que iluminaban el paisaje:
dos barcas atadas en el muelle,
el agua mansa
y nosotros a la orilla
del río que parece canción.
De repente un pájaro,
un pájaro en busca de comida
y el sol cayendo detrás del horizonte,
yo mismo era el sol furioso que caía
con todo el peso de su ley,
me sumergía en el silencio de la tarde
para apagarme en el río inmenso.
Los peces me rodeaban,
me hablaban,
yo los comprendía,
hablaban en tu lengua,
expresaban tu pasión.
No hay conversación aquí.
Sólo hay palabras
que alguien ejecuta
y que el otro desea no oír.
Mientras tanto,
éste es el comienzo del instante
cuando con el padre
nos preparamos para pescar
y contemplamos la vida
desde lo opuesto.
El viento nos pasa por la cara,
como pasan las noches,
los días, las estrellas.
Y toda la belleza del mundo a nuestros pies,
el abandono más grande
que alguien pueda sentir sobre esta tierra.
En la zarza ardiente
Desde esta absoluta oscuridad
veo a mi padre despedirse
con esa dignidad propia
de quien conoció
el mundo y lo habitó.
Acompaño a mi padre
en el gesto de su despedida,
en esta vida de hospitales
donde todo pasado es presente
y el futuro
es nada más
que una conversación.
Atrás quedan
los días de la noche,
las palabras
que debían madurar
para ser ciertas;
queda en el camino
la expectativa
de lo que no sucedió,
la verdad de la belleza,
su cuerpo inaccesible.
Pero ahora es el silencio,
el silencio que grita
el silencio
en la voz del bosque.
Pero ahora es el deseo,
el deseo de que el tiempo
vuelva hacia atrás,
cuando el invierno todavía joven
encendía
su lámpara mágica
y alumbraba el camino
de nuestro alegre porvenir.
Las dos orillas
“Nuestras vidas son barcas en el tiempo
que navegan la memoria en desaparición”,
escribo,
mientras ahora la noche es un santuario
hasta que llegue el día.
No me dejes ir, tan solo,
hasta el país del sueño.
Puedo no volver
y así quedar anclado
en mitad de la vida.
No me dejes ir, por eso
tomo tu mano en la oscuridad
y creo que esa amarra
sostendrá mi cuerpo
entre las dos orillas.
(El sueño avanza en la noche
como un guerrero furioso
hasta el corazón.)
Y no me dejes ir, tan solo,
te lo pido,
acuérdate de mí
cuando vengas en tu reino.
Porque es noche y es siempre.
Porque puedo no volver
y tengo miedo.
*Enrique Solinas (Buenos Aires, 1969).
Es poeta,
docente y forma parte de diversos grupos de investigación sobre arte y
literatura. Publicó Signos oscuros
(1995), El gruñido (1997), El lugar del principio (1998), Jardín en Movimiento (2003) Noche de San Juan (2008), El gruñido y otros poemas ( Antología
poética, 2011), Corazón sagrado
(2014) y Barcas Sobre la zarza ardiente
(2016). En narrativa La muerte y su
conversación ( cuentos, 2007). Ha recibido diversos premios, como el 1er Premio Nacional Iniciación Bienio
1992/1993, el Subsidio Nacional de Creación de la Fundación Antorchas 1997 y la
Beca de Residencia Shanghái Writing Program 2014, otorgada por el gobierno de
China, entre otros. Su obra forma parte de antologías nacionales e
internacionales, siendo traducido al
inglés, al francés, al italiano, al griego, al portugués, al chino.
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