martes, mayo 27, 2008
. Lectura y análisis
. Práctica intensiva de la escritura
. La palabra del otro como generadora de textos
. Voces y resonancias.
. Propuestas estéticas
Individual o en grupos
Coordina: María del Carmen Colombo
Solicitar entrevista al 15-60-255595
o escribir a:colombomc@fibertel.com.ar
lunes, mayo 26, 2008
Katherine Mansfield: Sopla el viento
Repentinamente... horriblemente... ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado... es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras... sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.
-¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!
A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.
-¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás! -grita alguien. Y después la voz de Bogey:
-Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero.
¡Qué horrible es la vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto.
-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente?
-No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase.
-¡Regresa de inmediato!
No lo hará. No lo hará. Odia a su madre.
-¡Vete al infierno! -grita, y corre calle abajo.
En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen, llega el lamento del mar: “¡Ah... ah... !”
Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están cerradas; entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La chica-que-está-antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDoweIl. El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa.
-Siéntate -le dice. Siéntate en un rincón del sofá, damita.
Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamente... pero hay algo... ¡Oh, qué tranquilo está todo aquí!
Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos... hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Rubinstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos.
-¡No, no! -dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se sonroja! ¡Qué ridícula!
Ahora la chica-que-está-antes se ha ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba abajo muy suavemente, esperándola. ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella.
-¿Empiezo con las escalas? -pregunta ella, retorciéndose las manos-. También tenía unos arpegios.
Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, de repente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven.
-Vamos a hacer algo del viejo maestro -dice.
Pero por qué le habla con tanta amabilidad... con tantísima amabilidad... y como si se conocieran desde muchísimo tiempo atrás, y lo supieran todo uno de otro.
Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece recién lavada.
-Estamos aquí -dice el señor Bullen.
Oh, esa voz amable. Oh, ese movimiento: en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores...
-¿Hago la repetición?
-Sí, pequeña.
Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba abajo en el pentagrama como negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no llorará... no tiene por qué llorar...
-¿Qué te pasa, pequeña?
El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un poquitito en él, pone su mejilla contra la áspera tela.
-La vida es tan horrible -murmura, pero no siente en absoluto que sea horrible. Él dice algo acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es una mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto... para siempre...
De repente la puerta se abre y aparece Marie Swanson que ha llegado horas antes de su clase.
-Toca el alegretto un poco más rápido -dice el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de arriba abajo una vez más.
-Siéntate en el rincón del sofá, damita -le dice a Marie.
El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todos esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela por la chimenea ¿Alguien le ha escrito poemas al viento...? “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”... ¡Qué tontería!
-¿Eres tú, Bogey?
-Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguanto más.
-Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso!
El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo. Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios calientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos pronto.
-Esto es mejor, ¿no es cierto?
-Agárrate de mi brazo -dice Bogey.
No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad, por el asfalto que zigzaguea y junto al que crece salvaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Oscurece... empieza a oscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo.
-¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más!
El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra, absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo.
A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas.
-¡Más rápido! ¡Más rápido!
Ya está muy oscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces: una en el mástil y otra en la popa.
-Mira, Bogey. Mira allí.
Un gran vapor negro que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla.
-... ¿Quiénes son?
-... Son hermanos.
-Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está el reloj del correo dando la hora por última vez. Allí está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós...
Ahora la oscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero, ahora el barco se ha ido.
El viento... el viento.
-¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!
A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.
-¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás! -grita alguien. Y después la voz de Bogey:
-Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero.
¡Qué horrible es la vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto.
-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente?
-No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase.
-¡Regresa de inmediato!
No lo hará. No lo hará. Odia a su madre.
-¡Vete al infierno! -grita, y corre calle abajo.
En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen, llega el lamento del mar: “¡Ah... ah... !”
Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están cerradas; entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La chica-que-está-antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDoweIl. El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa.
-Siéntate -le dice. Siéntate en un rincón del sofá, damita.
Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamente... pero hay algo... ¡Oh, qué tranquilo está todo aquí!
Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos... hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Rubinstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos.
-¡No, no! -dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se sonroja! ¡Qué ridícula!
Ahora la chica-que-está-antes se ha ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba abajo muy suavemente, esperándola. ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella.
-¿Empiezo con las escalas? -pregunta ella, retorciéndose las manos-. También tenía unos arpegios.
Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, de repente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven.
-Vamos a hacer algo del viejo maestro -dice.
Pero por qué le habla con tanta amabilidad... con tantísima amabilidad... y como si se conocieran desde muchísimo tiempo atrás, y lo supieran todo uno de otro.
Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece recién lavada.
-Estamos aquí -dice el señor Bullen.
Oh, esa voz amable. Oh, ese movimiento: en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores...
-¿Hago la repetición?
-Sí, pequeña.
Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba abajo en el pentagrama como negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no llorará... no tiene por qué llorar...
-¿Qué te pasa, pequeña?
El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un poquitito en él, pone su mejilla contra la áspera tela.
-La vida es tan horrible -murmura, pero no siente en absoluto que sea horrible. Él dice algo acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es una mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto... para siempre...
De repente la puerta se abre y aparece Marie Swanson que ha llegado horas antes de su clase.
-Toca el alegretto un poco más rápido -dice el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de arriba abajo una vez más.
-Siéntate en el rincón del sofá, damita -le dice a Marie.
El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todos esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela por la chimenea ¿Alguien le ha escrito poemas al viento...? “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”... ¡Qué tontería!
-¿Eres tú, Bogey?
-Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguanto más.
-Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso!
El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo. Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios calientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos pronto.
-Esto es mejor, ¿no es cierto?
-Agárrate de mi brazo -dice Bogey.
No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad, por el asfalto que zigzaguea y junto al que crece salvaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Oscurece... empieza a oscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo.
-¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más!
El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra, absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo.
A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas.
-¡Más rápido! ¡Más rápido!
Ya está muy oscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces: una en el mástil y otra en la popa.
-Mira, Bogey. Mira allí.
Un gran vapor negro que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla.
-... ¿Quiénes son?
-... Son hermanos.
-Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está el reloj del correo dando la hora por última vez. Allí está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós...
Ahora la oscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero, ahora el barco se ha ido.
El viento... el viento.
sábado, mayo 24, 2008
Osvaldo Soriano: Aquel peronismo de juguete
Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.
miércoles, mayo 21, 2008
Pier Paolo Pasolini: Autopresentación
Yo me incorporé al cine recién terminada la guerra, entre otras cosas, porque era muy joven, pero también porque no tenía la preparación necesaria. Mis trabajos literarios habían visto la luz en un momento que podemos describir como un “segundo período de la postguerra”. Más tarde nació lo que podemos llamar el “nuevo realismo”, como consecuencia del sentimiento antifascista existente, y éste sentimiento ha guiado mi trabajo.
Razones de tipo personal me pusieron en contacto con el cine, primero como guionista y ahora como director. Mis antiguas experiencias de estudiante -años en los que vi films de Chaplin, Eisenstein y Dreyer- no estaban olvidadas cuando me puse a dirigir mi primer largometraje. Estos directores y otros de esa época, como Renoir y Clair, hicieron mucho para desarrollar mis primeros gustos.
De niño ya pensaba en ser director. Después lo olvidé... vino la guerra y otras muchas cosas. Quedó aquella primera vocación, a la que renuncié al paso de los años. Después, habiendo vuelto casualmente al cine, renació mi primera pasión y la pude realizar... También sucedía que escribía guiones que no resultaban como yo imaginaba: eran buenos films, como La notte brava y Morte de un amico, pero no eran lo que yo quería.
Mi paso a la dirección no ha sido debido, como alguien ha dicho, a la necesidad de expresar mi mundo, mis personajes, por medio de las imágenes y con una virulencia y una fuerza mayor que la que podría conseguir con la literatura. No es ésta la cuestión, no sé si la imagen es más fuerte que la palabra, a veces es lo contrario. Más bien diría que al renovar la técnica, he renovado mi inspiración, como sucede a menudo. He querido iniciar un diálogo más amplio, visto que la novela se extiende hoy en Italia a unas cien mil personas como máximo. El cine inicia un diálogo infinitamente más amplio y más popular.
Es obvio que existe una gran diferencia entre el estilo narrativo de la palabra escrita y el de la representación visual. Esperando hacer film, no deseaba explotar nuevos horizontes, sino simplemente expresar mis ideas con una nueva técnica. Pero no al estilo “nouvelle vague”. No quería ser “nueva ola”. Quería que el cine significara para mí lo que ciertos dialectos significaron en mis poesías y novelas.
No creo haber sentido nuevas exigencias expresivas cuando he cogido la cámara cinematográfica; podría hablar mejor de dificultades técnicas nuevas, porque en realidad el expresarse es siempre la misma cosa. La única grave dificultad que un escritor debe afrontar para expresarse “rodando”, es que en el cine no existe la metáfora, mientras que la literatura consiste prácticamente en una serie de metáforas, más o menos concentradas, más o menos rápidas, separadas o inmediatas. En el cine todo esto no existe. También le falta, con la metáfora, en el sentido convencional de la palabra, todas las figuras retóricas. Las únicas figuras retóricas que literatura y cine tienen en común, son las de tipo más infantil, musical, ingenuo y primitivo, es decir la anáfora, la reiteración... Esto hace pensar que, en el fondo, el cine más que a una novela o a un cuento, puede ser equiparado con la poesía. Su musicalidad es más poética que narrativa. Además, la metáfora, en el sentido convencional de la palabra, no se puede emplear, es un medio extrañísimo, cuyo nombre probablemente todavía no existe, por el cual la metáfora puede ser impuesta al espectador sin ser representado. Este medio de expresión es simplemente un hecho aproximativo. En este sentido, aquí se encuentra el posible acercamiento del arte de filmar al arte de escribir, que, primeramente, parecía imposible. Por eso, repito, cuando me he puesto a trabajar con la cámara, no he advertido una gran diferencia con el escribir. Desde el principio me he dado cuenta de la falta de la metáfora literaria, de la metáfora tal como estamos acostumbrados a aceptarla corrientemente; después he comprendido que esta metáfora puede ser conseguida a través de una forma de expresión que la haga nacer en la mente del espectador, y éste es un mecanismo que es nuevo prácticamente y del que no me he dado cuenta hasta que he comenzado a hacer cine.
Al iniciar mi primer film sentí la misma sensación excitante que cuando escribí mi primer poema siendo pequeño. Poder expresarse uno mismo cinematográficamente, es más inmediato que hacerlo a través de la novela. Cuando se escribe un libro uno está encerrado en una habitación, frente a la máquina de escribir, mientras que, haciendo cine, uno está fuera, en la calle, al aire libre, con la gente alrededor, que discute y que ríe. En el terreno de la creación, es la forma más adecuada, sobre todo en el aspecto externo.
El cine es, indudablemente, un medio de expresión más directo que el libro, más asequible a la masa. El film italiano ha sido un factor importante en el panorama de la postguerra. El neorrealismo existía ya en la poesía, en la novela y en la pintura; pero en la pantalla encontró su más elocuente y vital medio de expresión. Mientras que la mayor parte de la literatura italiana tenía su tradición, de la que resultaba difícil liberarse, el cine, siendo un medio de expresión nuevo, podía adaptarse más fácilmente a las necesidades expositivas del período postbélico. El neorrealismo era descubierto, extraído de la realidad de cada día, de las circunstancias sociales del momento, reflejo de la Italia recién salida de una guerra que había arañado su corazón y su piel. Las otras artes no estaban preparadas para mostrar esta realidad. Este trabajo recayó en el cine, que fue capaz de adaptarse a la nueva fisonomía de su país, que estaba esperando encontrar un medio artístico para poder expresarse. Inevitablemente, los jóvenes artistas que surgieron en aquel período escogieron el cine como vehículo perfecto para exponer sus ideas, pues les ofrecía las más excitantes posibilidades.
El mayor problema del escritor es descubrir la línea divisoria que hay entre la tendencia realista y la corriente todavía existente del decadentismo. En Visconti existe la tendencia a observar la realidad circundante a través del ojo del marxismo, pero al mismo tiempo conserva las influencias del gusto por las tradicionales maneras del arte “decadente” de sus primeros tiempos, con toda la secuela de refinamiento, escapismo y amor por lo barroco. Estos elementos todavía aparecen en Rocco e i suoi fratelli, en donde, a despecho de la claridad de su tesis, emplea magníficamente un refinamiento que solamente puede ser definido como decadente-burgués y aristocrático, en flagrante contradicción con el tema realista del film. En cuanto a Fellini, literariamente hablando, ha tomado la misma dirección que los “decadentistas” que se movían entre el sabor provinciano y el catolicismo. El “decadentismo” es, en efecto, una forma de escapismo interior, una forma de manifestarse a través de la exploración mística. Si Fellini ha llegado a este punto solamente ahora, se explica por el hecho de que en Italia ha habido una cierta resistencia al clericalismo.
Es difícil, sin embargo, hablar de la existencia de un realismo maduro en la Italia de hoy. El neorrealismo ha terminado. Fue un movimiento racional y humanístico, inspirado en los sentimientos que vivieron los italianos a la caída del fascismo. Esta creación realista fue gradualmente abandonada para, en lugar de seguir manteniendo los principios de la Resistencia, caer en un conformismo reaccionario. Esta circunstancia fue la causa inevitable de la ausencia de la literatura en el cine.
Nuestra época encontrará su propio realismo cuando el artista adopte la postura crítica que ha abandonado. Esto llevará tiempo, pero, por fortuna, en toda Italia un gran número de hombres están trabajando en esta dirección.
Existe, como no, una evidente tendencia hacia el erotismo, que en algún director serio como Fellini, revela una inclinación por el misticismo, en completa contracción con lo que yo considero el realismo necesario a nuestra época.
Para mi primer film, escogí el tema de los “teddy-boys” romanos, el mundo de la juventud en los suburbios de Roma, que ya traté en mi novela Una vida violenta y en el guión de La notte brava. Aquí debo decir que estoy de acuerdo con Moravia cuando dijo que un novelista está siempre escribiendo la misma novela. Creo que esto es debido a una inevitable inclinación, que siente el artista a través de su vida, por un mismo tema. En mi novela Una vita violenta, exponía una típica historia del subproletariado romano (verdaderamente, lo que puede ser definido como subproletariado existe en Roma y en el Sur de Italia, ya que en el Norte es donde se encuentra el genuino proletariado). Un muchacho sin conciencia ni moral, al que le preocupa solamente aquello que se relaciona con él -sus necesidades instintivas: dormir, comer y hacer el amor- salva su alma gracias a la experiencia político-social. En el film apunto al lado contrario. Es otro caso del subproletariado. Básicamente, los dos chicos no son diferentes entre sí. La diferencia es puramente psicológica, aunque ambos luchen por salvar su alma. Pero el héroe del film se salva no por su experiencia político-social, sino a través de una experiencia individual más espiritual: el amor. Esta variante justifica en cierto modo mi insistencia sobre el mismo tema.
Es difícil confrontar mi anterior obra literaria con mi primer film. Referido a Una vida violenta, desde el punto de vista ideológico, Accattone (1) representa un paso atrás. Una vida violenta era la denuncia de un mundo, de un modo de vivir, de una plaga espantosa que dañaba a la Italia del “buen vivir”; era también una indicación no solo implícita sino explícita de una perspectiva en la esperanza, digámoslo así... Uno de sus personajes, como Accattone en cierto modo, encontraba claramente la forma de superar su condición, de salvarse a través de una experiencia política. En Accattone parece que este mundo no tiene salida, ni perspectivas de ningún género. En Accattone, la proximidad de una esperanza no se entrevé explícitamente, esta todo incorporado, dentro del film, a la expresión poética del film. Y esto me ha sucedido porque poseía menos el lenguaje cinematográfico que el literario. Para mostrar un problema explícitamente, es necesario poseer la técnica de manera absoluta porque si no queda solo el puro problema queda la estructura. Al elegir el asunto del film, al desarrollarlo, al hacer el guión, sabía que un problema como el de Una vida violenta, es decir la elección de un partido en el cual inscribirse y por el cual luchar aún confusamente, no podría hacerlo, porque técnicamente temía no tener la fuerza suficiente para superar el problema, y no hacer poesía o por lo menos literatura. Por eso no me atreví, en mi primer film, a afrontar explícitamente un problema de tipo social. En Accattone este problema no es afrontado directamente, pero si indirectamente. No hay nadie que, después de haber visto mi film, no elabore dentro de sí un problema de tipo político y social. La afirmación de anarquía de mis personajes y de mi mismo me parece un poco insensata. Si anarquía corresponde a irracionalidad (y un escritor tiene fuerte dosis de irracionalidad, porque si no la tuviera no escribiría), entonces, evidentemente, algo anárquico hay, pero es una anarquía digamos prehistórica, biológica, que no tiene nada que ver con La actividad verdadera y lúcida de un escritor. Considero Accattone, desde un punto de vista ideológico, estrechamente ideológico, un poco como un paso atrás, un ligero retroceso hacia Ragazzi di vita, una novela de pura denuncia sin una solución afrontada explícitamente. Han dicho que hay ciertas analogías entre el personaje de Accattone y el personaje de Sin Aliento. No lo creo; hay ciertas diferencias. El personaje de Godard es un personaje burgués, inconsciente, un anárquico puro, sin posibilidad de salvarse ni en cuanto a parte de una sociedad. La diferencia es enorme. Se puede sostener, un poco paradójicamente, que el personaje de Godard es un personaje que vive prácticamente la misma vida que Accattone, pero la vive posteriormente, superando la experiencia de Accattone, como si ya la hubiera vivido antes; aunque, considerándolo fríamente, me parece imposible que uno pueda vivir una experiencia subproletaria y que después ésta experiencia pueda transformarse en burguesa... Es un poco difícil... No se trata solo de ambientes distintos, se trata solo de ambientes distintos, se trata de clases sociales distintas. Según mi opinión, es imposible hacer una comparación entre dos productos tan puros como son dos clases sociales. El determinismo socialista no existe en un hombre libre que, a través de la conciencia política y social, va más allá de la propia clase, hasta cierto punto al menos; pero cuando los dos productos sociales son tan puros como Accattone y el personaje de Godard, entonces son dos personajes sin posibilidad alguna de relación entre ellos, o sólo relacionados externamente. Se puede decir que los dos pertenecen a un mundo moderno, en el cual la comunicación es difícil porque existe la angustia; es un mundo existencialista, en el que la angustia hace imposible la comunicación en el sentido clásico de la palabra. Pero la angustia es una situación típicamente burguesa... El subproletariado tiene otro tipo de angustia, una angustia prehistórica respecto a la angustia existencialista burguesa, históricamente determinada. En Accattone he estudiado este tipo de angustia prehistórica respecto a la nuestra, existencial, de tipo kierkergardiano o sartriano. De ahí este sentido de la muerte, precristiano prácticamente, aunque condicionado al catolicismo supersticioso y mortuorio. Se trata de otra angustia. Solo un análisis marxista de la angustia, es actual. No basta con atestiguar, como hace Antonioni. Este director expresa la angustia de un personaje burgués, pero lo expresa como un diapasón. Pone la angustia en sus personajes y la expresa tal cual es, sin tener una conciencia ideológica. Por esto el espectador sale sin haber aprendido nada, porque asiste a una angustia no expresada como problema; y entonces, sale enriquecido con una nueva sensibilidad, con un nuevo trozo de mundo, pero no sale enriquecido con una nueva problemática. Antonioni no es ideológicamente consciente de aquello que expresa.
Mamma Roma se asemeja más al Tommaso Puzzilli de Una vida violenta que a Accattone. Los hombres pueden dividirse en tres grandes tipos; digamos más bien razas, ya que no somos racistas. La raza europea protestante, la raza europea católica y la raza de las áreas deprimidas. En Italia veinte o veinticinco millones de habitantes pertenecen todavía a esta última raza: la “raza gris”, como decía Carlo Levi hablando de Accattone. El color gris del sol sobre la ardiente suciedad de la miseria. Tres cuartos de la población del mundo viven en este estado inferior, tostándose al sol como felices animales. Mamma Roma es casi de este color, único emblema del subproletariado ciudadano de origen agrario. Ella posee a la perfección las reglas y las leyes del bajo mundo que vive eternamente en la periferia, y tiene, al mismo tiempo, una desesperada aspiración al centro: a la vida de los ricos, de los buenos, de los “blancos”. El amor por su hijo, un hijo ilegítimo, bastardo, un tierno cachorro de gente pobre, la ha llevado, a pesar suyo, a vivir una experiencia que trasciende las normas de su destino. Va más allá de él, y alcanza una conciencia moral y social, que es sólo un grito, es verdad, pero un grito que, espero, molestará e irritará a las masas pertenecientes a la raza superior.
En realidad Mamma Roma tiene explícitamente, de una manera casi tosca, primitiva, una cierta problemática moral que se desarrolla por grados. En principio, está su “angustia mortal” que comparte con Accattone, está su alegría sin historia (también esto le asemeja a Accattone)... Hay ya en ella algo del otro mundo, es decir de nuestro mundo burgués, en otra palabra, un ideal de “pequeña burguesía”. Cuando coge al hijo y le lleva a Roma, a su casa, sabe muy bien lo que quiere; tiene ya una ideología, equivocada naturalmente, confusa: ideología de “pequeña burguesía” que le llega precisamente del mundo burgués, asimilada a través de los medios de difusión que todos conocemos... la televisión, las apuestas deportivas, las novelas, el cine... Por eso en ella hay ya algo que en Accattone no había; la presencia del mundo burgués en sus “ideales”. Cuando habla de la nueva casa al hijo, cuando le aconseja los amigos que de ahora en adelante deberá frecuentar, cuando trata de enseñarle el modo de comportarse, etcétera... trata de ponerse, sea de una manera desordenada y basta, al nivel de aquello que según ella es la verdadera vida, es decir la vida del mundo “bien”; en otros términos, el ideal, la moral “pequeño burguesa”, la idea del bienestar de la “pequeña burguesía”.
Provista de esta ideología, se adentra en el peligro de la nueva vida y nace el caos; porque de la contaminación entre la ideología “pequeño burguesa” y su experiencia de prostituta, no puede nacer más que el caos. Y aquí comienza la confusión, comienza el hundimiento de sus esperanzas, el fallo de su nueva vida con el hijo.
El primer momento de este fallo está representado por la visita al sacerdote; con esta iniciativa, se une a su vago ideal un primer apunte de problemática moral, es decir, el sentido de la propia responsabilidad, hasta ahora totalmente ajeno; ni como prostituta, ni como pequeña burguesa, podía pensar ser de algún modo responsable; ésta era una reflexión sobre sí misma que no podía tener. El sacerdote, bastante inteligente, bastante humano, le da la primera noticia de una problemática moral típica del mundo católico-burgués.
Este primer momento de problemática moral no basta; es un simple “flatus vocis” en ella. En principio, no sirve para nada, y decide hacer el chantaje para poder dar al hijo una sistematización de “pequeño burgués”, precisamente sirviéndose de sus conocimientos y de su experiencia de prostituta. Pero, cuando más tarde, también falla el chantaje -y llora viendo al hijo trabajar en un empleo que ella ha obtenido de un modo sórdido, casi abyecto- entonces, la pulga que el sacerdote le había metido en la oreja comienza a hacerse sentir, su primera toma de conciencia comienza a trabajar dentro de ella. Por eso -en el segundo largo paseo por la calle de las prostitutas- dirá para sí, poco más o menos: “Cierto, la responsabilidad probablemente es mía, el padre tiene razón, pero si yo hubiera nacido en otro mundo, si mi padre hubiera sido otro, mi madre otra, mi ambiente otro, probablemente yo también hubiera sido otra”.
Así comienza a desarrollarse este sentido de la responsabilidad de la propia persona, ligado al propio ambiente, del que le había hablado al sacerdote.
El film prosigue y, al final, en el guión explícitamente, en el film implícitamente, este desarrollo de la responsabilidad se extiende a la sociedad entera. El guión termina con un grito: “¡Los responsables, los responsables!”. El film acaba simplemente con Mamma Roma frente a la blanca ciudad que tiene delante: es una especie de mirada silenciosa entre dos mundos lejanos, incomunicables, como si fuesen dos mundos distintos.
Prácticamente, el elemento que diferencia este film de Accattone, es una problemática moral que en mi primera obra no había, porque Accatone estaba completamente solo. En Mamma Roma la temática de la responsabilidad tiene estos tres momentos: la responsabilidad individual, la responsabilidad ambiental y la responsabilidad de la sociedad. En el guión, todo esto resultaba claro y explícito; naturalmente, cuando después se trabaja, cuando se llevan las propias ideas y las propias imágenes al film, ciertas cosas desaparecen, otras permanecen: el film es siempre otra cosa distinta del guión. La temática de la responsabilidad queda más dentro de los personajes, está menos explícita. Aunque creo que ésta lo bastante expresada para diferenciar substancialmente a Mamma Roma de Accattone.
No creo ser neorrealista. He tenido presente, entre los textos que más amo, los de Rossellini, el Rossellini de Francesco giullare di Dio (que me parece su obra maestra, además de Roma, cittá aperta). Pero no me parece haber seguido, en general, el estilo neorrealista. Me he dedicado, al menos consciente e intencionadamente, a los clásicos; pensaba más en Dreyer, aunque puede ser que esto no se advierta. No me parece que en mis films haya momentos documentales y líricos, que son, en el fondo la parte más importante de los films neorrealistas.
Para mí la elección de la música es un residuo de la contaminación lingüística que existía en las novelas. Esta aproximación -verdadera contaminación- de una música metafísica, refinada, como la de Bach y Vivaldi, a las imágenes, corresponde en la novela, a la unión del dialecto con un lenguaje literario, que para mí es una derivación de Proust y de Joyce. La música es el último elemento de esta contaminación y es un poco exterior el film.
En Accattone elegí tres motivos de Bach: uno era “el motivo del amor” que aparecía siempre en las relaciones entre Accattone y Stella; otro era “el motivo de la muerte” y era el dominante (una muerte más o menos redimida); después era “el motivo del mal misterioso” y lo empleé en el momento en que Accattone roba la cadenita a su hijo y cuando Amore está en la cárcel.
También en Mamma Roma he elegido motivos conductores para los personajes y para sus problemas. Aunque la música de este film es menos visible, porque, en cierto sentido, en Accattone era más lógica... Para mí la música en el film no tiene un verdadero sentido emotivo, pero es siempre favorecedora, ya sea del diálogo o de la imagen: la música es indudablemente el tercer elemento del film.
Después he hecho La ricotta, cuya acción se desarrolla en un estudio cinematográfico durante el rodaje de una superproducción sobre la vida de Cristo. Y es uno de los episodios del film Ropopag.
Apenas acabé la primera lectura del Evangelio según San Mateo (un día de octubre de 1963, en Asís), sentí la inmediata necesidad de “hacer algo”: sentí una energía terrible, casi física, casi manual. Era el “aumento de vitalidad” de que habla Berenson y que se concreta generalmente en un esfuerzo de comprensión crítica de la obra, en una exégesis, en un trabajo que la ilustre y transforme el primer ímpetu pregramatical de entusiasmo o conmoción en una contribución lógica, histórica.
¿Qué podría hacer yo por San Mateo? No sé, pero algo tenía que hacer; no era posible permanecer inactivo tras tal emoción, que pocas veces había sentido tan estéticamente profunda.
He dicho “emoción estética”, y lo he dicho sinceramente porque bajo este aspecto se ha presentado, prepotente, visionario, el aumento de vitalidad. La mezcla, en el texto, de violencia mítica (hebraica, en un sentido casi racial y provincial de la palabra) y de cultura práctica, proyectaba en mi imaginación una doble serie de mundos figurativos, a veces conectados entre sí: el fisiológico, brutalmente vivo, del tiempo bíblico -tal como lo había descubierto en los viajes a la India o en las costas árabes de África- y el reconstruido por la cultura figurativa del Renacimiento italiano, desde Masaccio a los manieristas negros.
Pensad en el primer encuadre “figura de María próxima a ser madre”: ¿se puede escapar a la sugestión de la Madonna de Piero della Francesca, aquella niña de pelo rubio, o acaso apenas rojizo, sin cejas casi, con el vientre cuyo perfil tiene la misma castidad que el perfil de un collado de los Apeninos? Y, poco después, el lugar en que José se retira a descansar, ¿no es uno de aquellos lugares polvorientos, con cabras, que he visto en los pueblos egipcios de los alrededores de Assuán o al pie de los volcanes violetas de Aden?
Pero, repito, en el fondo era algo mucho más violento todavía lo que me apremiaba. Era la figura de Cristo, como la ve Mateo. Y aquí debería dejar mi vocabulario estético-periodístico.
Quiero solamente añadir que nada me parecía más contrario al mundo moderno que la figura de Cristo, suave en el corazón, pero “nunca” en la razón, decidido en el ejercicio de su libertad, como voluntad verificadora de la propia religión, y como desprecio continuo de la contradicción y del escándalo. Siguiendo al pie de la letra las “aceleraciones estilísticas” de San Mateo, la funcionalidad de su relato, la abolición de los tiempos cronológicos, las elipsis de la historia (el estupendo, interminable, sermón de la montaña), la figura de Cristo debería tener, al fin, la misma violencia que una resistencia: algo que contradiga radicalmente la vida tal como se está adaptando al hombre moderno, su gris orgía de cinismo, brutalidad práctica, conformismo, compromiso, glorificación de la propia identidad en la masa, rencor teológico sin religión...
Razones de tipo personal me pusieron en contacto con el cine, primero como guionista y ahora como director. Mis antiguas experiencias de estudiante -años en los que vi films de Chaplin, Eisenstein y Dreyer- no estaban olvidadas cuando me puse a dirigir mi primer largometraje. Estos directores y otros de esa época, como Renoir y Clair, hicieron mucho para desarrollar mis primeros gustos.
De niño ya pensaba en ser director. Después lo olvidé... vino la guerra y otras muchas cosas. Quedó aquella primera vocación, a la que renuncié al paso de los años. Después, habiendo vuelto casualmente al cine, renació mi primera pasión y la pude realizar... También sucedía que escribía guiones que no resultaban como yo imaginaba: eran buenos films, como La notte brava y Morte de un amico, pero no eran lo que yo quería.
Mi paso a la dirección no ha sido debido, como alguien ha dicho, a la necesidad de expresar mi mundo, mis personajes, por medio de las imágenes y con una virulencia y una fuerza mayor que la que podría conseguir con la literatura. No es ésta la cuestión, no sé si la imagen es más fuerte que la palabra, a veces es lo contrario. Más bien diría que al renovar la técnica, he renovado mi inspiración, como sucede a menudo. He querido iniciar un diálogo más amplio, visto que la novela se extiende hoy en Italia a unas cien mil personas como máximo. El cine inicia un diálogo infinitamente más amplio y más popular.
Es obvio que existe una gran diferencia entre el estilo narrativo de la palabra escrita y el de la representación visual. Esperando hacer film, no deseaba explotar nuevos horizontes, sino simplemente expresar mis ideas con una nueva técnica. Pero no al estilo “nouvelle vague”. No quería ser “nueva ola”. Quería que el cine significara para mí lo que ciertos dialectos significaron en mis poesías y novelas.
No creo haber sentido nuevas exigencias expresivas cuando he cogido la cámara cinematográfica; podría hablar mejor de dificultades técnicas nuevas, porque en realidad el expresarse es siempre la misma cosa. La única grave dificultad que un escritor debe afrontar para expresarse “rodando”, es que en el cine no existe la metáfora, mientras que la literatura consiste prácticamente en una serie de metáforas, más o menos concentradas, más o menos rápidas, separadas o inmediatas. En el cine todo esto no existe. También le falta, con la metáfora, en el sentido convencional de la palabra, todas las figuras retóricas. Las únicas figuras retóricas que literatura y cine tienen en común, son las de tipo más infantil, musical, ingenuo y primitivo, es decir la anáfora, la reiteración... Esto hace pensar que, en el fondo, el cine más que a una novela o a un cuento, puede ser equiparado con la poesía. Su musicalidad es más poética que narrativa. Además, la metáfora, en el sentido convencional de la palabra, no se puede emplear, es un medio extrañísimo, cuyo nombre probablemente todavía no existe, por el cual la metáfora puede ser impuesta al espectador sin ser representado. Este medio de expresión es simplemente un hecho aproximativo. En este sentido, aquí se encuentra el posible acercamiento del arte de filmar al arte de escribir, que, primeramente, parecía imposible. Por eso, repito, cuando me he puesto a trabajar con la cámara, no he advertido una gran diferencia con el escribir. Desde el principio me he dado cuenta de la falta de la metáfora literaria, de la metáfora tal como estamos acostumbrados a aceptarla corrientemente; después he comprendido que esta metáfora puede ser conseguida a través de una forma de expresión que la haga nacer en la mente del espectador, y éste es un mecanismo que es nuevo prácticamente y del que no me he dado cuenta hasta que he comenzado a hacer cine.
Al iniciar mi primer film sentí la misma sensación excitante que cuando escribí mi primer poema siendo pequeño. Poder expresarse uno mismo cinematográficamente, es más inmediato que hacerlo a través de la novela. Cuando se escribe un libro uno está encerrado en una habitación, frente a la máquina de escribir, mientras que, haciendo cine, uno está fuera, en la calle, al aire libre, con la gente alrededor, que discute y que ríe. En el terreno de la creación, es la forma más adecuada, sobre todo en el aspecto externo.
El cine es, indudablemente, un medio de expresión más directo que el libro, más asequible a la masa. El film italiano ha sido un factor importante en el panorama de la postguerra. El neorrealismo existía ya en la poesía, en la novela y en la pintura; pero en la pantalla encontró su más elocuente y vital medio de expresión. Mientras que la mayor parte de la literatura italiana tenía su tradición, de la que resultaba difícil liberarse, el cine, siendo un medio de expresión nuevo, podía adaptarse más fácilmente a las necesidades expositivas del período postbélico. El neorrealismo era descubierto, extraído de la realidad de cada día, de las circunstancias sociales del momento, reflejo de la Italia recién salida de una guerra que había arañado su corazón y su piel. Las otras artes no estaban preparadas para mostrar esta realidad. Este trabajo recayó en el cine, que fue capaz de adaptarse a la nueva fisonomía de su país, que estaba esperando encontrar un medio artístico para poder expresarse. Inevitablemente, los jóvenes artistas que surgieron en aquel período escogieron el cine como vehículo perfecto para exponer sus ideas, pues les ofrecía las más excitantes posibilidades.
El mayor problema del escritor es descubrir la línea divisoria que hay entre la tendencia realista y la corriente todavía existente del decadentismo. En Visconti existe la tendencia a observar la realidad circundante a través del ojo del marxismo, pero al mismo tiempo conserva las influencias del gusto por las tradicionales maneras del arte “decadente” de sus primeros tiempos, con toda la secuela de refinamiento, escapismo y amor por lo barroco. Estos elementos todavía aparecen en Rocco e i suoi fratelli, en donde, a despecho de la claridad de su tesis, emplea magníficamente un refinamiento que solamente puede ser definido como decadente-burgués y aristocrático, en flagrante contradicción con el tema realista del film. En cuanto a Fellini, literariamente hablando, ha tomado la misma dirección que los “decadentistas” que se movían entre el sabor provinciano y el catolicismo. El “decadentismo” es, en efecto, una forma de escapismo interior, una forma de manifestarse a través de la exploración mística. Si Fellini ha llegado a este punto solamente ahora, se explica por el hecho de que en Italia ha habido una cierta resistencia al clericalismo.
Es difícil, sin embargo, hablar de la existencia de un realismo maduro en la Italia de hoy. El neorrealismo ha terminado. Fue un movimiento racional y humanístico, inspirado en los sentimientos que vivieron los italianos a la caída del fascismo. Esta creación realista fue gradualmente abandonada para, en lugar de seguir manteniendo los principios de la Resistencia, caer en un conformismo reaccionario. Esta circunstancia fue la causa inevitable de la ausencia de la literatura en el cine.
Nuestra época encontrará su propio realismo cuando el artista adopte la postura crítica que ha abandonado. Esto llevará tiempo, pero, por fortuna, en toda Italia un gran número de hombres están trabajando en esta dirección.
Existe, como no, una evidente tendencia hacia el erotismo, que en algún director serio como Fellini, revela una inclinación por el misticismo, en completa contracción con lo que yo considero el realismo necesario a nuestra época.
Para mi primer film, escogí el tema de los “teddy-boys” romanos, el mundo de la juventud en los suburbios de Roma, que ya traté en mi novela Una vida violenta y en el guión de La notte brava. Aquí debo decir que estoy de acuerdo con Moravia cuando dijo que un novelista está siempre escribiendo la misma novela. Creo que esto es debido a una inevitable inclinación, que siente el artista a través de su vida, por un mismo tema. En mi novela Una vita violenta, exponía una típica historia del subproletariado romano (verdaderamente, lo que puede ser definido como subproletariado existe en Roma y en el Sur de Italia, ya que en el Norte es donde se encuentra el genuino proletariado). Un muchacho sin conciencia ni moral, al que le preocupa solamente aquello que se relaciona con él -sus necesidades instintivas: dormir, comer y hacer el amor- salva su alma gracias a la experiencia político-social. En el film apunto al lado contrario. Es otro caso del subproletariado. Básicamente, los dos chicos no son diferentes entre sí. La diferencia es puramente psicológica, aunque ambos luchen por salvar su alma. Pero el héroe del film se salva no por su experiencia político-social, sino a través de una experiencia individual más espiritual: el amor. Esta variante justifica en cierto modo mi insistencia sobre el mismo tema.
Es difícil confrontar mi anterior obra literaria con mi primer film. Referido a Una vida violenta, desde el punto de vista ideológico, Accattone (1) representa un paso atrás. Una vida violenta era la denuncia de un mundo, de un modo de vivir, de una plaga espantosa que dañaba a la Italia del “buen vivir”; era también una indicación no solo implícita sino explícita de una perspectiva en la esperanza, digámoslo así... Uno de sus personajes, como Accattone en cierto modo, encontraba claramente la forma de superar su condición, de salvarse a través de una experiencia política. En Accattone parece que este mundo no tiene salida, ni perspectivas de ningún género. En Accattone, la proximidad de una esperanza no se entrevé explícitamente, esta todo incorporado, dentro del film, a la expresión poética del film. Y esto me ha sucedido porque poseía menos el lenguaje cinematográfico que el literario. Para mostrar un problema explícitamente, es necesario poseer la técnica de manera absoluta porque si no queda solo el puro problema queda la estructura. Al elegir el asunto del film, al desarrollarlo, al hacer el guión, sabía que un problema como el de Una vida violenta, es decir la elección de un partido en el cual inscribirse y por el cual luchar aún confusamente, no podría hacerlo, porque técnicamente temía no tener la fuerza suficiente para superar el problema, y no hacer poesía o por lo menos literatura. Por eso no me atreví, en mi primer film, a afrontar explícitamente un problema de tipo social. En Accattone este problema no es afrontado directamente, pero si indirectamente. No hay nadie que, después de haber visto mi film, no elabore dentro de sí un problema de tipo político y social. La afirmación de anarquía de mis personajes y de mi mismo me parece un poco insensata. Si anarquía corresponde a irracionalidad (y un escritor tiene fuerte dosis de irracionalidad, porque si no la tuviera no escribiría), entonces, evidentemente, algo anárquico hay, pero es una anarquía digamos prehistórica, biológica, que no tiene nada que ver con La actividad verdadera y lúcida de un escritor. Considero Accattone, desde un punto de vista ideológico, estrechamente ideológico, un poco como un paso atrás, un ligero retroceso hacia Ragazzi di vita, una novela de pura denuncia sin una solución afrontada explícitamente. Han dicho que hay ciertas analogías entre el personaje de Accattone y el personaje de Sin Aliento. No lo creo; hay ciertas diferencias. El personaje de Godard es un personaje burgués, inconsciente, un anárquico puro, sin posibilidad de salvarse ni en cuanto a parte de una sociedad. La diferencia es enorme. Se puede sostener, un poco paradójicamente, que el personaje de Godard es un personaje que vive prácticamente la misma vida que Accattone, pero la vive posteriormente, superando la experiencia de Accattone, como si ya la hubiera vivido antes; aunque, considerándolo fríamente, me parece imposible que uno pueda vivir una experiencia subproletaria y que después ésta experiencia pueda transformarse en burguesa... Es un poco difícil... No se trata solo de ambientes distintos, se trata solo de ambientes distintos, se trata de clases sociales distintas. Según mi opinión, es imposible hacer una comparación entre dos productos tan puros como son dos clases sociales. El determinismo socialista no existe en un hombre libre que, a través de la conciencia política y social, va más allá de la propia clase, hasta cierto punto al menos; pero cuando los dos productos sociales son tan puros como Accattone y el personaje de Godard, entonces son dos personajes sin posibilidad alguna de relación entre ellos, o sólo relacionados externamente. Se puede decir que los dos pertenecen a un mundo moderno, en el cual la comunicación es difícil porque existe la angustia; es un mundo existencialista, en el que la angustia hace imposible la comunicación en el sentido clásico de la palabra. Pero la angustia es una situación típicamente burguesa... El subproletariado tiene otro tipo de angustia, una angustia prehistórica respecto a la angustia existencialista burguesa, históricamente determinada. En Accattone he estudiado este tipo de angustia prehistórica respecto a la nuestra, existencial, de tipo kierkergardiano o sartriano. De ahí este sentido de la muerte, precristiano prácticamente, aunque condicionado al catolicismo supersticioso y mortuorio. Se trata de otra angustia. Solo un análisis marxista de la angustia, es actual. No basta con atestiguar, como hace Antonioni. Este director expresa la angustia de un personaje burgués, pero lo expresa como un diapasón. Pone la angustia en sus personajes y la expresa tal cual es, sin tener una conciencia ideológica. Por esto el espectador sale sin haber aprendido nada, porque asiste a una angustia no expresada como problema; y entonces, sale enriquecido con una nueva sensibilidad, con un nuevo trozo de mundo, pero no sale enriquecido con una nueva problemática. Antonioni no es ideológicamente consciente de aquello que expresa.
Mamma Roma se asemeja más al Tommaso Puzzilli de Una vida violenta que a Accattone. Los hombres pueden dividirse en tres grandes tipos; digamos más bien razas, ya que no somos racistas. La raza europea protestante, la raza europea católica y la raza de las áreas deprimidas. En Italia veinte o veinticinco millones de habitantes pertenecen todavía a esta última raza: la “raza gris”, como decía Carlo Levi hablando de Accattone. El color gris del sol sobre la ardiente suciedad de la miseria. Tres cuartos de la población del mundo viven en este estado inferior, tostándose al sol como felices animales. Mamma Roma es casi de este color, único emblema del subproletariado ciudadano de origen agrario. Ella posee a la perfección las reglas y las leyes del bajo mundo que vive eternamente en la periferia, y tiene, al mismo tiempo, una desesperada aspiración al centro: a la vida de los ricos, de los buenos, de los “blancos”. El amor por su hijo, un hijo ilegítimo, bastardo, un tierno cachorro de gente pobre, la ha llevado, a pesar suyo, a vivir una experiencia que trasciende las normas de su destino. Va más allá de él, y alcanza una conciencia moral y social, que es sólo un grito, es verdad, pero un grito que, espero, molestará e irritará a las masas pertenecientes a la raza superior.
En realidad Mamma Roma tiene explícitamente, de una manera casi tosca, primitiva, una cierta problemática moral que se desarrolla por grados. En principio, está su “angustia mortal” que comparte con Accattone, está su alegría sin historia (también esto le asemeja a Accattone)... Hay ya en ella algo del otro mundo, es decir de nuestro mundo burgués, en otra palabra, un ideal de “pequeña burguesía”. Cuando coge al hijo y le lleva a Roma, a su casa, sabe muy bien lo que quiere; tiene ya una ideología, equivocada naturalmente, confusa: ideología de “pequeña burguesía” que le llega precisamente del mundo burgués, asimilada a través de los medios de difusión que todos conocemos... la televisión, las apuestas deportivas, las novelas, el cine... Por eso en ella hay ya algo que en Accattone no había; la presencia del mundo burgués en sus “ideales”. Cuando habla de la nueva casa al hijo, cuando le aconseja los amigos que de ahora en adelante deberá frecuentar, cuando trata de enseñarle el modo de comportarse, etcétera... trata de ponerse, sea de una manera desordenada y basta, al nivel de aquello que según ella es la verdadera vida, es decir la vida del mundo “bien”; en otros términos, el ideal, la moral “pequeño burguesa”, la idea del bienestar de la “pequeña burguesía”.
Provista de esta ideología, se adentra en el peligro de la nueva vida y nace el caos; porque de la contaminación entre la ideología “pequeño burguesa” y su experiencia de prostituta, no puede nacer más que el caos. Y aquí comienza la confusión, comienza el hundimiento de sus esperanzas, el fallo de su nueva vida con el hijo.
El primer momento de este fallo está representado por la visita al sacerdote; con esta iniciativa, se une a su vago ideal un primer apunte de problemática moral, es decir, el sentido de la propia responsabilidad, hasta ahora totalmente ajeno; ni como prostituta, ni como pequeña burguesa, podía pensar ser de algún modo responsable; ésta era una reflexión sobre sí misma que no podía tener. El sacerdote, bastante inteligente, bastante humano, le da la primera noticia de una problemática moral típica del mundo católico-burgués.
Este primer momento de problemática moral no basta; es un simple “flatus vocis” en ella. En principio, no sirve para nada, y decide hacer el chantaje para poder dar al hijo una sistematización de “pequeño burgués”, precisamente sirviéndose de sus conocimientos y de su experiencia de prostituta. Pero, cuando más tarde, también falla el chantaje -y llora viendo al hijo trabajar en un empleo que ella ha obtenido de un modo sórdido, casi abyecto- entonces, la pulga que el sacerdote le había metido en la oreja comienza a hacerse sentir, su primera toma de conciencia comienza a trabajar dentro de ella. Por eso -en el segundo largo paseo por la calle de las prostitutas- dirá para sí, poco más o menos: “Cierto, la responsabilidad probablemente es mía, el padre tiene razón, pero si yo hubiera nacido en otro mundo, si mi padre hubiera sido otro, mi madre otra, mi ambiente otro, probablemente yo también hubiera sido otra”.
Así comienza a desarrollarse este sentido de la responsabilidad de la propia persona, ligado al propio ambiente, del que le había hablado al sacerdote.
El film prosigue y, al final, en el guión explícitamente, en el film implícitamente, este desarrollo de la responsabilidad se extiende a la sociedad entera. El guión termina con un grito: “¡Los responsables, los responsables!”. El film acaba simplemente con Mamma Roma frente a la blanca ciudad que tiene delante: es una especie de mirada silenciosa entre dos mundos lejanos, incomunicables, como si fuesen dos mundos distintos.
Prácticamente, el elemento que diferencia este film de Accattone, es una problemática moral que en mi primera obra no había, porque Accatone estaba completamente solo. En Mamma Roma la temática de la responsabilidad tiene estos tres momentos: la responsabilidad individual, la responsabilidad ambiental y la responsabilidad de la sociedad. En el guión, todo esto resultaba claro y explícito; naturalmente, cuando después se trabaja, cuando se llevan las propias ideas y las propias imágenes al film, ciertas cosas desaparecen, otras permanecen: el film es siempre otra cosa distinta del guión. La temática de la responsabilidad queda más dentro de los personajes, está menos explícita. Aunque creo que ésta lo bastante expresada para diferenciar substancialmente a Mamma Roma de Accattone.
No creo ser neorrealista. He tenido presente, entre los textos que más amo, los de Rossellini, el Rossellini de Francesco giullare di Dio (que me parece su obra maestra, además de Roma, cittá aperta). Pero no me parece haber seguido, en general, el estilo neorrealista. Me he dedicado, al menos consciente e intencionadamente, a los clásicos; pensaba más en Dreyer, aunque puede ser que esto no se advierta. No me parece que en mis films haya momentos documentales y líricos, que son, en el fondo la parte más importante de los films neorrealistas.
Para mí la elección de la música es un residuo de la contaminación lingüística que existía en las novelas. Esta aproximación -verdadera contaminación- de una música metafísica, refinada, como la de Bach y Vivaldi, a las imágenes, corresponde en la novela, a la unión del dialecto con un lenguaje literario, que para mí es una derivación de Proust y de Joyce. La música es el último elemento de esta contaminación y es un poco exterior el film.
En Accattone elegí tres motivos de Bach: uno era “el motivo del amor” que aparecía siempre en las relaciones entre Accattone y Stella; otro era “el motivo de la muerte” y era el dominante (una muerte más o menos redimida); después era “el motivo del mal misterioso” y lo empleé en el momento en que Accattone roba la cadenita a su hijo y cuando Amore está en la cárcel.
También en Mamma Roma he elegido motivos conductores para los personajes y para sus problemas. Aunque la música de este film es menos visible, porque, en cierto sentido, en Accattone era más lógica... Para mí la música en el film no tiene un verdadero sentido emotivo, pero es siempre favorecedora, ya sea del diálogo o de la imagen: la música es indudablemente el tercer elemento del film.
Después he hecho La ricotta, cuya acción se desarrolla en un estudio cinematográfico durante el rodaje de una superproducción sobre la vida de Cristo. Y es uno de los episodios del film Ropopag.
Apenas acabé la primera lectura del Evangelio según San Mateo (un día de octubre de 1963, en Asís), sentí la inmediata necesidad de “hacer algo”: sentí una energía terrible, casi física, casi manual. Era el “aumento de vitalidad” de que habla Berenson y que se concreta generalmente en un esfuerzo de comprensión crítica de la obra, en una exégesis, en un trabajo que la ilustre y transforme el primer ímpetu pregramatical de entusiasmo o conmoción en una contribución lógica, histórica.
¿Qué podría hacer yo por San Mateo? No sé, pero algo tenía que hacer; no era posible permanecer inactivo tras tal emoción, que pocas veces había sentido tan estéticamente profunda.
He dicho “emoción estética”, y lo he dicho sinceramente porque bajo este aspecto se ha presentado, prepotente, visionario, el aumento de vitalidad. La mezcla, en el texto, de violencia mítica (hebraica, en un sentido casi racial y provincial de la palabra) y de cultura práctica, proyectaba en mi imaginación una doble serie de mundos figurativos, a veces conectados entre sí: el fisiológico, brutalmente vivo, del tiempo bíblico -tal como lo había descubierto en los viajes a la India o en las costas árabes de África- y el reconstruido por la cultura figurativa del Renacimiento italiano, desde Masaccio a los manieristas negros.
Pensad en el primer encuadre “figura de María próxima a ser madre”: ¿se puede escapar a la sugestión de la Madonna de Piero della Francesca, aquella niña de pelo rubio, o acaso apenas rojizo, sin cejas casi, con el vientre cuyo perfil tiene la misma castidad que el perfil de un collado de los Apeninos? Y, poco después, el lugar en que José se retira a descansar, ¿no es uno de aquellos lugares polvorientos, con cabras, que he visto en los pueblos egipcios de los alrededores de Assuán o al pie de los volcanes violetas de Aden?
Pero, repito, en el fondo era algo mucho más violento todavía lo que me apremiaba. Era la figura de Cristo, como la ve Mateo. Y aquí debería dejar mi vocabulario estético-periodístico.
Quiero solamente añadir que nada me parecía más contrario al mundo moderno que la figura de Cristo, suave en el corazón, pero “nunca” en la razón, decidido en el ejercicio de su libertad, como voluntad verificadora de la propia religión, y como desprecio continuo de la contradicción y del escándalo. Siguiendo al pie de la letra las “aceleraciones estilísticas” de San Mateo, la funcionalidad de su relato, la abolición de los tiempos cronológicos, las elipsis de la historia (el estupendo, interminable, sermón de la montaña), la figura de Cristo debería tener, al fin, la misma violencia que una resistencia: algo que contradiga radicalmente la vida tal como se está adaptando al hombre moderno, su gris orgía de cinismo, brutalidad práctica, conformismo, compromiso, glorificación de la propia identidad en la masa, rencor teológico sin religión...
Pier Paolo Pasolini: La luz de Caravaggio
Todo lo que yo puedo saber acerca de Caravaggio es lo que dijo sobre él Longhi. Es verdad que Caravaggio fue un gran inventor, y por tanto un gran realista. ¿Pero qué inventó Caravaggio? Para responder a esta pregunta, que no me planteo por pura retórica, no puedo más que remitirme a Roberto Longhi. Caravaggio inventó, primero: un nuevo modo que según la terminología cinematográfica se denomina “profílmico”, y con esto entiendo todo lo que está delante de la cámara cinematográfica: es decir, Caravaggio inventó todo un mundo a poner delante del caballete en su estudio: tipos nuevos de personas, en el sentido social y caracterológico, tipos nuevos de objetos, tipos nuevos de paisajes.
Segundo: inventó una nueva luz: sustituyó la luz universal del Renacimiento platónico por una luz cotidiana y dramática. Tanto los nuevos tipos de personas y de cosas como el nuevo tipo de luz, Caravaggio los inventó porque los vio en la realidad. Se dio cuenta de que a su alrededor -excluidos por la ideología cultural vigente desde hacía casi dos siglos- había hombres que no eran horas del día, formas de iluminación lábiles pero absolutas, que nunca habían sido reproducidas y al haberse alejado cada vez más del uso y de la norma, habían acabado siendo escandalosas y, por lo tanto, olvidadas. Tanto que probablemente los pintores, y en general los hombres hasta Caravaggio probablemente no las veían siquiera.
La tercera cosa que inventó Caravaggio es un diafragma (también él luminoso, pero de una luminosidad artificial que pertenece sólo a la pintura y no a la realidad) que separa tanto a él, el autor, como a nosotros, los espectadores, de sus personajes, de sus naturalezas muertas, de sus paisajes. Este diafragma, que traspone las cosas pintadas por Caravaggio en un universo separado, en cierto sentido muerto, al menos respecto de la vida y del realismo con que esas cosas habían sido percibidas y pintadas, ha sido estupendamente explicado por Roberto Longhi con la suposición de que Caravaggio pintaba mirando sus figuras reflejadas en un espejo. Tales figuras eran las que Caravaggio había elegido de la realidad, descuidados aprendices de frutero, mujeres del pueblo jamás tomadas en consideración, etc., y también ellas estaban inmersas en esa luz real de una hora cotidiana concreta, con todo su sol y toda su sombra: y sin embargo…, sin embargo, dentro del espejo todo parece como suspendido, como con un exceso de verdad, un exceso de evidencia, que lo hace parecer muerto.
Puedo amar críticamente la opción realista de Caravaggio de recortar en los personajes y en los objetos el mundo a pintar; puedo amar, aún más, críticamente, la invención de una nueva luz donde hacer acaecer los inmóviles acontecimientos. Sin embargo, en cuanto al realismo se precisa una buena dosis de historicismo para identificarlo en toda su imponencia: al no ser yo un crítico de arte, y viendo las cosas desde una perspectiva histórica falsa y escueta, en definitiva a mí el realismo de Caravaggio me parece un hecho bastante normal, superado a lo largo de los siglos por otras, nuevas formas de realismo. En cuanto a la luz, puedo apreciar su invención estupendamente dramática, pero por una forma estética mía particular -debida quién sabe a qué maniobras de mi subconsciente- no amo las invenciones de formas. Un nuevo modo de percibir la luz me entusiasma mucho menos que un nuevo modo de percibir, pongamos, la rodilla de una virgen bajo el manto o el escorzo del primer plano de un santo: amo las invenciones y las aboliciones de los claroscuros, de las geometrías, de las composiciones. Ante el caos luminoso de Caravaggio me quedo admirado pero un poco distanciado (si es mi opinión estrictamente personal lo que aquí se quiere conocer). La que me entusiasma es la tercera invención de Caravaggio: es decir, el diafragma luminoso que hace de sus figuras unas figuras apartadas, artificiales, como reflejadas en un espejo cósmico. Aquí los rasgos populares y realistas de los rostros se pulimentan en una caracterología mortuoria, y así la luz, aun estando tan empapada del instante del día en el que está captada, se fija en una grandiosa máquina cristalizada. No sólo el Baco joven está enfermo, sino también su fruta. Y no sólo el Baco joven, sino todos los personajes de Caravaggio están enfermos, ellos, que deberían ser por definición vitales y sanos, tienen, en cambio, la piel deslucida por una cenicienta palidez de muerte.
Segundo: inventó una nueva luz: sustituyó la luz universal del Renacimiento platónico por una luz cotidiana y dramática. Tanto los nuevos tipos de personas y de cosas como el nuevo tipo de luz, Caravaggio los inventó porque los vio en la realidad. Se dio cuenta de que a su alrededor -excluidos por la ideología cultural vigente desde hacía casi dos siglos- había hombres que no eran horas del día, formas de iluminación lábiles pero absolutas, que nunca habían sido reproducidas y al haberse alejado cada vez más del uso y de la norma, habían acabado siendo escandalosas y, por lo tanto, olvidadas. Tanto que probablemente los pintores, y en general los hombres hasta Caravaggio probablemente no las veían siquiera.
La tercera cosa que inventó Caravaggio es un diafragma (también él luminoso, pero de una luminosidad artificial que pertenece sólo a la pintura y no a la realidad) que separa tanto a él, el autor, como a nosotros, los espectadores, de sus personajes, de sus naturalezas muertas, de sus paisajes. Este diafragma, que traspone las cosas pintadas por Caravaggio en un universo separado, en cierto sentido muerto, al menos respecto de la vida y del realismo con que esas cosas habían sido percibidas y pintadas, ha sido estupendamente explicado por Roberto Longhi con la suposición de que Caravaggio pintaba mirando sus figuras reflejadas en un espejo. Tales figuras eran las que Caravaggio había elegido de la realidad, descuidados aprendices de frutero, mujeres del pueblo jamás tomadas en consideración, etc., y también ellas estaban inmersas en esa luz real de una hora cotidiana concreta, con todo su sol y toda su sombra: y sin embargo…, sin embargo, dentro del espejo todo parece como suspendido, como con un exceso de verdad, un exceso de evidencia, que lo hace parecer muerto.
Puedo amar críticamente la opción realista de Caravaggio de recortar en los personajes y en los objetos el mundo a pintar; puedo amar, aún más, críticamente, la invención de una nueva luz donde hacer acaecer los inmóviles acontecimientos. Sin embargo, en cuanto al realismo se precisa una buena dosis de historicismo para identificarlo en toda su imponencia: al no ser yo un crítico de arte, y viendo las cosas desde una perspectiva histórica falsa y escueta, en definitiva a mí el realismo de Caravaggio me parece un hecho bastante normal, superado a lo largo de los siglos por otras, nuevas formas de realismo. En cuanto a la luz, puedo apreciar su invención estupendamente dramática, pero por una forma estética mía particular -debida quién sabe a qué maniobras de mi subconsciente- no amo las invenciones de formas. Un nuevo modo de percibir la luz me entusiasma mucho menos que un nuevo modo de percibir, pongamos, la rodilla de una virgen bajo el manto o el escorzo del primer plano de un santo: amo las invenciones y las aboliciones de los claroscuros, de las geometrías, de las composiciones. Ante el caos luminoso de Caravaggio me quedo admirado pero un poco distanciado (si es mi opinión estrictamente personal lo que aquí se quiere conocer). La que me entusiasma es la tercera invención de Caravaggio: es decir, el diafragma luminoso que hace de sus figuras unas figuras apartadas, artificiales, como reflejadas en un espejo cósmico. Aquí los rasgos populares y realistas de los rostros se pulimentan en una caracterología mortuoria, y así la luz, aun estando tan empapada del instante del día en el que está captada, se fija en una grandiosa máquina cristalizada. No sólo el Baco joven está enfermo, sino también su fruta. Y no sólo el Baco joven, sino todos los personajes de Caravaggio están enfermos, ellos, que deberían ser por definición vitales y sanos, tienen, en cambio, la piel deslucida por una cenicienta palidez de muerte.
Pasolini: Breve nota sobre la poesía popular friulana
Quien parte en tren o en coche de Venecia y se dirige hacia el norte por el interior del Véneto, llega a Friul sin darse cuenta. Sólo si tiene un gran conocimiento de esos lugares podrá distinguir el color diferente del aire y de los campos, el tono distinto de la cultura rural y de los pequeños centros urbanos, cuyas plazuelas, por otra parte, pertenecen a un ambiente cultural véneto.
Después, al entrar en el corazón de la región, el extranjero podrá apreciar sus intensos caracteres originales: pero por ahora, nada más cruzar el Livenza y a la vista del Tagliamento, la única diferencia verdadera con el Véneto es la lengua. Aunque podrá reconocer en ella algún antiguo fonema: pues con el extranjero el indígena preferirá expresarse en un incierto italiano o mejor en un véneto por él mismo llamado bastardo, que es la lengua utilizada por la pequeña burguesía local. Trilingüismo, por tanto; y si después se añade que en muchas zonas fronterizas están en uso dialectos eslavos o alemanes, se deberá hablar incluso de plurilingüismo.
Parece imposible que una región que se presenta tan clara, desde el más lejano horizonte orlado por las crestas de los Prealpes, hasta el más pequeño detalle de acequias o bosquecillos tallares, sea, culturalmente, tan oscura. Y precisamente en su organismo más interno, la lengua. En torno a la cual no se ha llegado aún a un resultado científico definitivo: en efecto, el más glorioso hijo de esta tierra, Ascoli, sostenía la autonomía lingüística del friulano, como importante patrimonio de una lengua genérica e hipotéticamente hablada en una “Ladinia” que se extendería desde el cantón suizo de los Grisones (dialecto romanche), a través de algunos valles dolomíticos (dialectos gardenese y fassano), hasta llegar a Istria (perteneciendo Trieste, hasta hace un siglo, al área lingüística friulana). En cambio, según teorías más recientes elaboradas por Battisti, no se trataría de una lengua, sino de un dialecto alpino, que, junto a otros análogos, formaría una larga área marginal, y por lo tanto arcaica y conservadora, de los dialectos septentrionales, véneto y lombardo.
También la poesía popular friulana, como la lengua, es todavía una cuestión sin resolver: si bien ha quedado de algún modo resuelta la cuestión de la poesía popular en sí. De la que, en el fondo, sólo están claros algunos datos, mientras que cualquier deducción de la enorme complejidad de éstos se mantiene hipotética. De todos modos, el “misterio” de la poesía popular friulana es, en el caso particular, un pequeño misterio que hace referencia a la relación de ésta con el sistema, históricamente y dentro de ciertos límites bastante bien definido, de la otra poesía popular que se canta en Italia.
Las cosas, reducidas a un esquema de conveniencia, son más o menos así: Costantino Nigra dividía la poesía popular italiana en dos ramas: la lírica monostrófica típica de las regiones centro-meridionales, y la narrativa pluristrófica típica de las regiones nórdicas. Es cierto que las más recientes investigaciones han demostrado la coexistencia de estos dos tipos métricos (o, si se prefiere, étnicos) en toda la Península: pero la distinción de Nigra, como esquema, es más que válida. En cualquier caso, hay excepciones en la general regularidad métrica y estilística del muy irregular mundo poético popular; y hacen referencia a las islas: no ya a Sicilia, que, desde nuestro punto de vista, no es isla o área marginal, es centro, sino a Cerdeña, con sus métricamente misteriosos mutos, y Córcega, con sus vòceri; y a ellas se suma precisamente Friul, con sus vilotis.
A primera vista el profano tendría dificultad para reconocer en los cuatro octosílabos con rima alterna de la villotta (villanesca) friulana caracteres muy claros de excepcionalidad: de hecho, si poseyese el oído especial que ha de tener el coleccionista de cantos, advertiría desde Venecia hacia arriba, en la llanura véneta que se esfuma en Friul, la presencia de las villanescas que son los equivalentes de los rispetti o de los strambotti centro-meridionales trasladados al norte: con endecasílabos, por tanto, y rimas no necesariamente alternas. Y quien tienen práctica en los estilos populares sabe bien qué abismo separa un endecasílabo de un octosílabo para un repetidor o difusor de poesía popular: hasta el punto de excluir, teóricamente, con bastante tranquilidad, la coincidencia de la importación de un canto con su traducción; y de deducir, por tanto, una distinta vía migratoria del canto popular friulano, si no su absoluta originalidad.
A este marco, “por exclusión”, se añade también la ausencia o al menos la determinante inopia -en esta región, donde está la antigua capital de los lombardos, Cividale, y donde a principios del siglo XIV no faltó una periférica cultura trovadoresca- de los cantos narrativos, característicos precisamente de la Lombardía de entonces y de la zona cultural occitana, que incluye el norte de Italia en una geografía imaginaria que comprendería Provenza y Cataluña. Sí, se ha encontrado alguna raíz de canto narrativo pluristrófico, en condiciones desastrosas; y el reciente descubrimiento de algún fragmento interpolado de la Donna lombarda, no ha dejado de suscitar polémicas. Pero esto no incide en la figura de la poesía popular friulana, o sea, por definición, del dominio de la brevísima villotta. Brevedad métrica, que por otra parte se hace profunda en la intimidad de los contenidos, y vasta en la melodía: para expresar cómo se canta un espíritu a veces ciegamente melancólico, melancólico como pueden serlo ciertas cimas solitarias prealpinas, de noche, en invierno; y a veces, por el contrario, rebosante de una alegría abrumadoramente tosca, desgañitada, de la que se llenan plazuelas y huertos en las tardes con olor a pino, en las noches templadas.
Después, al entrar en el corazón de la región, el extranjero podrá apreciar sus intensos caracteres originales: pero por ahora, nada más cruzar el Livenza y a la vista del Tagliamento, la única diferencia verdadera con el Véneto es la lengua. Aunque podrá reconocer en ella algún antiguo fonema: pues con el extranjero el indígena preferirá expresarse en un incierto italiano o mejor en un véneto por él mismo llamado bastardo, que es la lengua utilizada por la pequeña burguesía local. Trilingüismo, por tanto; y si después se añade que en muchas zonas fronterizas están en uso dialectos eslavos o alemanes, se deberá hablar incluso de plurilingüismo.
Parece imposible que una región que se presenta tan clara, desde el más lejano horizonte orlado por las crestas de los Prealpes, hasta el más pequeño detalle de acequias o bosquecillos tallares, sea, culturalmente, tan oscura. Y precisamente en su organismo más interno, la lengua. En torno a la cual no se ha llegado aún a un resultado científico definitivo: en efecto, el más glorioso hijo de esta tierra, Ascoli, sostenía la autonomía lingüística del friulano, como importante patrimonio de una lengua genérica e hipotéticamente hablada en una “Ladinia” que se extendería desde el cantón suizo de los Grisones (dialecto romanche), a través de algunos valles dolomíticos (dialectos gardenese y fassano), hasta llegar a Istria (perteneciendo Trieste, hasta hace un siglo, al área lingüística friulana). En cambio, según teorías más recientes elaboradas por Battisti, no se trataría de una lengua, sino de un dialecto alpino, que, junto a otros análogos, formaría una larga área marginal, y por lo tanto arcaica y conservadora, de los dialectos septentrionales, véneto y lombardo.
También la poesía popular friulana, como la lengua, es todavía una cuestión sin resolver: si bien ha quedado de algún modo resuelta la cuestión de la poesía popular en sí. De la que, en el fondo, sólo están claros algunos datos, mientras que cualquier deducción de la enorme complejidad de éstos se mantiene hipotética. De todos modos, el “misterio” de la poesía popular friulana es, en el caso particular, un pequeño misterio que hace referencia a la relación de ésta con el sistema, históricamente y dentro de ciertos límites bastante bien definido, de la otra poesía popular que se canta en Italia.
Las cosas, reducidas a un esquema de conveniencia, son más o menos así: Costantino Nigra dividía la poesía popular italiana en dos ramas: la lírica monostrófica típica de las regiones centro-meridionales, y la narrativa pluristrófica típica de las regiones nórdicas. Es cierto que las más recientes investigaciones han demostrado la coexistencia de estos dos tipos métricos (o, si se prefiere, étnicos) en toda la Península: pero la distinción de Nigra, como esquema, es más que válida. En cualquier caso, hay excepciones en la general regularidad métrica y estilística del muy irregular mundo poético popular; y hacen referencia a las islas: no ya a Sicilia, que, desde nuestro punto de vista, no es isla o área marginal, es centro, sino a Cerdeña, con sus métricamente misteriosos mutos, y Córcega, con sus vòceri; y a ellas se suma precisamente Friul, con sus vilotis.
A primera vista el profano tendría dificultad para reconocer en los cuatro octosílabos con rima alterna de la villotta (villanesca) friulana caracteres muy claros de excepcionalidad: de hecho, si poseyese el oído especial que ha de tener el coleccionista de cantos, advertiría desde Venecia hacia arriba, en la llanura véneta que se esfuma en Friul, la presencia de las villanescas que son los equivalentes de los rispetti o de los strambotti centro-meridionales trasladados al norte: con endecasílabos, por tanto, y rimas no necesariamente alternas. Y quien tienen práctica en los estilos populares sabe bien qué abismo separa un endecasílabo de un octosílabo para un repetidor o difusor de poesía popular: hasta el punto de excluir, teóricamente, con bastante tranquilidad, la coincidencia de la importación de un canto con su traducción; y de deducir, por tanto, una distinta vía migratoria del canto popular friulano, si no su absoluta originalidad.
A este marco, “por exclusión”, se añade también la ausencia o al menos la determinante inopia -en esta región, donde está la antigua capital de los lombardos, Cividale, y donde a principios del siglo XIV no faltó una periférica cultura trovadoresca- de los cantos narrativos, característicos precisamente de la Lombardía de entonces y de la zona cultural occitana, que incluye el norte de Italia en una geografía imaginaria que comprendería Provenza y Cataluña. Sí, se ha encontrado alguna raíz de canto narrativo pluristrófico, en condiciones desastrosas; y el reciente descubrimiento de algún fragmento interpolado de la Donna lombarda, no ha dejado de suscitar polémicas. Pero esto no incide en la figura de la poesía popular friulana, o sea, por definición, del dominio de la brevísima villotta. Brevedad métrica, que por otra parte se hace profunda en la intimidad de los contenidos, y vasta en la melodía: para expresar cómo se canta un espíritu a veces ciegamente melancólico, melancólico como pueden serlo ciertas cimas solitarias prealpinas, de noche, en invierno; y a veces, por el contrario, rebosante de una alegría abrumadoramente tosca, desgañitada, de la que se llenan plazuelas y huertos en las tardes con olor a pino, en las noches templadas.
Pier Paolo Pasolini
Ya he hablado y escrito sobre lo que entiendo, a nivel semiológico, en el cine, por el plano-secuencia. Se trata de una acción que se desarrolla íntegramente en una sola toma, con la cámara fija en un punto, dotada nada más que de su movimiento particular -panorámicas a los costados o hacia arriba y abajo- y que tiene, a mi parecer, la característica de ser el más naturalista de los medios técnicos o figuras retóricas a que apela el lenguaje cinematográfico. Por ejemplo, si alguien quisiera filmarnos ahora, a nosotros, aquí, alrededor de la mesa de este hotel, y apelara al medio más naturalista, usaría el plano-secuencia. Ubica en un punto cualquiera a la cámara y toma enteramente esta charla, lo que hablamos y hacemos, sin moverse, en el sentido de que ese es el punto fijo desde el cual se mirará todo.
La única operación subjetiva es elegir el punto de vista. Una vez elegido este punto de vista -que es el de la cámara- todo lo que él va a representar es la realidad. Pero en el momento en que el cameraman elaborase otros -ya sea primeros planos de cada uno de nosotros, detalles de nuestras manos, de la mesa y después los montara-, entonces ya no sería una operación naturalista. En este caso estaría manipulando la realidad, estilizándola.
La sustancia del cine
Yo pienso que aún el cine -no desde un punto de vista estético y estilístico, sino desde un punto de vista puramente semiológico- es un plano-secuencia infinito. En este sentido, tiene las mismas características de la realidad. Porque, nuestra vida, ¿qué es? Una realidad -proceso de acciones, palabras, movimientos, etc.- que es idealmente tomada por una cámara, una realidad que no puede captarse sino a través de un plano-secuencia infinito. Por eso, el plano-secuencia, desde el punto de vista estilístico, es la forma más naturalista de representar la realidad; pero, desde el punto de vista semiológico, es la sustancia misma del cine.
Pienso que todos los autores encontraron un lenguaje que va más allá del naturalismo. Más todavía: el naturalismo, en la práctica no existe. Aún en el más naturalista de los films; aún tomando como ejemplo al neorrealismo italiano de la primera época (Ladrones de Bicicletas, etc.), en el que el plano secuencia adquiere la mayor importancia -justamente el ideal del neorrealismo era representar a la realidad tal como aparece a nuestros ojos-; aún en esos films se puede ver que son naturalistas en la intención, y, en cierto grado, también en la realización; pero, en el fondo, objetivamente, no lo son porque siempre está presente la manipulación del autor. Sin ir más lejos, la elección de los actores es ya un acto creativo; y esto elimina al naturalismo del cine.
Luego, el naturalismo no existe; más bien, es un ideal inalcanzable. Todo autor lo supera de diversas maneras, lo quiera o no.
Espectáculo y consumo
Un acto teatral, por ejemplo, es un típico plano-secuencia. Pero a pesar de haber escrito una obra, yo al teatro siempre lo odié. El teatro, en Italia, es horrible. Por otro lado, los hechos demuestran que la ópera, en este momento, no es sentida por el público. Al igual que el teatro, está en crisis -porque el teatro en Italia siempre estuvo en crisis.
El teatro, en realidad, en un principio fue un privilegio de las cortes y después de la gran burguesía. Lo mismo sucedió con la ópera. Pero en el momento en que se dio una democratización total y a las playas empezaron a concurrir no sólo los grandes señores sino también millones de personas, del mismo modo ahora los consumidores de espectáculos ahora son muchísimos más. Luego, como consecuencia, esos dos espectáculos de privilegiados, decayeron. Sin embargo, el teatro tiene la posibilidad de resurgir en cuanto se opone a la cultura de masas. Este nunca podrá ser un medio masivo; presupone que deben existir actores y espectadores de carne y hueso: no puede ser hecho en serie; por grande que pueda ser el número de espectadores -exagerando, 100 o 200 mil- siempre serán individuos, nunca serán masa.
Esto es lo que opone, contradictoriamente, con la cultura que se consume en nuestros días. Por eso podrá resurgir sólo como una especie de protesta. Una protesta casi física contra la cultura masiva. Pero en lo que hace a la ópera, ignoro si podrá ocurrir algo semejante. Mientras una obra de teatro puede montarse con toda simplicidad, una ópera necesita de una excesiva complejidad.
Lingüística y cine
Lo que he hecho y escrito sobre el plano-secuencia no es un ensayo sobre estética sino sobre lingüística. Cuando hablo de cine en prosa y de cine poético, hago una distinción lingüística. Nunca he afirmado que haya que hacer tal o cual tipo de cine.
Nosotros, en literatura, distinguimos el lenguaje de la prosa del lenguaje de la poesía. Nos basta abrir un libro para saber de qué se trata. La poesía tiene sus reglas -rima, disposición tipográfica, ciertas palabras que se pueden unir sólo en poesía (por ejemplo, no sé si sucederá lo mismo en el español, nosotros, poéticamente, en vez de bambino decimos fanciullo, etc.)-; la prosa, otras; y esto, que también se da en el cine, hasta ahora no había sido estudiado. Por ejemplo, visto en la moviola -que es donde se debe estudiar este aspecto-, pienso que mi cine es de prosa poética -si es que realmente quisiéramos establecer un género.
Mis films no están hechos como poesía. El cine poético se caracteriza por un cierto tipo de montaje y por ciertos movimientos de cámara extremadamente expresivos. Los míos no son como ciertos films de Godard o del Underground: expresivos en extremo, con violentos ataques de imágenes, deformaciones de la realidad, etc. Creo que mis films carecen de esa expresividad aguda, excesiva en la poesía; más bien siempre están relacionados con cierto orden, con cierto movimiento rítmico típico de la prosa, pero de una prosa poética.
Patrimonio burgués
Pienso que todo el cine es burgués. Y por una razón: lo hace siempre la burguesía. No he visto nunca a ningún obrero o campesino haciendo cine. Y el que hacemos nosotros se debe a que somos privilegiados. Por eso considero que el cine de Godard o de Bergman, además de ser burgués porque los autores lo son por formación, gusto, privilegio, etc., lo es también por su contenido. Todos sus films se refieren a los problemas de la burguesía.
Ahora bien; yo no puedo hacer un cine proletario o para proletarios. La historia que se desarrolla es una historia burguesa. Quiero decir: una historia que se desarrolla normalmente. O mejor aún; podemos decir que la historia se identifica con la lucha de clases contra la burguesía. Pero esta burguesía es siempre protagonista. Es decir, más que un cine para proletarios, mejor sería hablar de un cine para intelectuales burgueses de izquierda.
Cine y política
Sostengo que el cine no es un arma de acción inmediata, de agitación. Lo considero al mismo nivel de la poesía o de la literatura más alta. Y éstas nunca fueron agitadoras, pragmáticas; han sido siempre mediatas. El cine también es así. Pero esto no quita que en alguna oportunidad un director no pueda efectuar intervenciones directas. Es decir, lo mismo que un poeta, en cierto momento, puede escribir un artículo político de agitación.
Pero, a mi criterio, estos son momentos contingentes. No puede ser esa la característica del cine. Además, ese cine de agitación, revolucionario en el sentido propiamente pragmático de la acción, es pura utopía. Una vez hecho, ¿quién lo ve? Desgraciadamente, el cine tiene como característica establecer una relación entre el autor y un número enorme de gente. Este es un fenómeno típico del cine. El cine pragmático y revolucionario sólo puede ser clandestino; por lo tanto, debe ser proyectado marginalmente, perdiendo así su característica más importante.
Ideología y cine
En cuanto al valor ideológico que le encuentro al cine, más allá de la expresión individual -y como ya lo he dicho muchas veces-, es que no creo que sea un fenómeno puramente estético. a priori, lo considero como cualquier obra literaria: fundamentalmente, un fenómeno político no inmediato, sino mediato. Y ese es el fin político de mi cine: hacer pensar, meditar, para intervenir en la realidad de una manera particular.
Los jóvenes
En Italia, actualmente, hay una nueva corriente de realizadores. Lo que proponen está influenciado por Godard. Porque el neorrealismo italiano pasó a Francia -sobre todo a través de la mistificación intelectual de Rossellini-, y allí encontró a la nouvelle vague y a Godard. Después retornó a nuestro país, por eso los jóvenes han sido influenciados por este regreso del neorrealismo, filtrado a través de Godard. Pero los más nuevos, en este momento, tal vez están más influenciados por el Underground americano, al cual yo no quiero nada porque me parece un tipo de cine evasivo, formalístico.
Efectivamente, se ha cortado todo tipo de relación entre el neorrealismo y las nuevas generaciones. Aunque lo que haya dicho pueda parecer un esquema, creo que las cosas fueron realmente así. A través de Rossellini, el neorrealismo pasó a Francia, fue mistificado y llevado a nivel burgués: los personajes ya no son proletarios sino personajes de la vida cotidiana burguesa. Allí fue manejado por Godard. Cuando volvió de Francia, influenció a realizadores como Bertolucci y Bellochio.
*Artículo extraído de Adversus.org. Publicado en la revista El escarabajo de oro, Nº 41, noviembre de 1970, Buenos Aires.
La única operación subjetiva es elegir el punto de vista. Una vez elegido este punto de vista -que es el de la cámara- todo lo que él va a representar es la realidad. Pero en el momento en que el cameraman elaborase otros -ya sea primeros planos de cada uno de nosotros, detalles de nuestras manos, de la mesa y después los montara-, entonces ya no sería una operación naturalista. En este caso estaría manipulando la realidad, estilizándola.
La sustancia del cine
Yo pienso que aún el cine -no desde un punto de vista estético y estilístico, sino desde un punto de vista puramente semiológico- es un plano-secuencia infinito. En este sentido, tiene las mismas características de la realidad. Porque, nuestra vida, ¿qué es? Una realidad -proceso de acciones, palabras, movimientos, etc.- que es idealmente tomada por una cámara, una realidad que no puede captarse sino a través de un plano-secuencia infinito. Por eso, el plano-secuencia, desde el punto de vista estilístico, es la forma más naturalista de representar la realidad; pero, desde el punto de vista semiológico, es la sustancia misma del cine.
Pienso que todos los autores encontraron un lenguaje que va más allá del naturalismo. Más todavía: el naturalismo, en la práctica no existe. Aún en el más naturalista de los films; aún tomando como ejemplo al neorrealismo italiano de la primera época (Ladrones de Bicicletas, etc.), en el que el plano secuencia adquiere la mayor importancia -justamente el ideal del neorrealismo era representar a la realidad tal como aparece a nuestros ojos-; aún en esos films se puede ver que son naturalistas en la intención, y, en cierto grado, también en la realización; pero, en el fondo, objetivamente, no lo son porque siempre está presente la manipulación del autor. Sin ir más lejos, la elección de los actores es ya un acto creativo; y esto elimina al naturalismo del cine.
Luego, el naturalismo no existe; más bien, es un ideal inalcanzable. Todo autor lo supera de diversas maneras, lo quiera o no.
Espectáculo y consumo
Un acto teatral, por ejemplo, es un típico plano-secuencia. Pero a pesar de haber escrito una obra, yo al teatro siempre lo odié. El teatro, en Italia, es horrible. Por otro lado, los hechos demuestran que la ópera, en este momento, no es sentida por el público. Al igual que el teatro, está en crisis -porque el teatro en Italia siempre estuvo en crisis.
El teatro, en realidad, en un principio fue un privilegio de las cortes y después de la gran burguesía. Lo mismo sucedió con la ópera. Pero en el momento en que se dio una democratización total y a las playas empezaron a concurrir no sólo los grandes señores sino también millones de personas, del mismo modo ahora los consumidores de espectáculos ahora son muchísimos más. Luego, como consecuencia, esos dos espectáculos de privilegiados, decayeron. Sin embargo, el teatro tiene la posibilidad de resurgir en cuanto se opone a la cultura de masas. Este nunca podrá ser un medio masivo; presupone que deben existir actores y espectadores de carne y hueso: no puede ser hecho en serie; por grande que pueda ser el número de espectadores -exagerando, 100 o 200 mil- siempre serán individuos, nunca serán masa.
Esto es lo que opone, contradictoriamente, con la cultura que se consume en nuestros días. Por eso podrá resurgir sólo como una especie de protesta. Una protesta casi física contra la cultura masiva. Pero en lo que hace a la ópera, ignoro si podrá ocurrir algo semejante. Mientras una obra de teatro puede montarse con toda simplicidad, una ópera necesita de una excesiva complejidad.
Lingüística y cine
Lo que he hecho y escrito sobre el plano-secuencia no es un ensayo sobre estética sino sobre lingüística. Cuando hablo de cine en prosa y de cine poético, hago una distinción lingüística. Nunca he afirmado que haya que hacer tal o cual tipo de cine.
Nosotros, en literatura, distinguimos el lenguaje de la prosa del lenguaje de la poesía. Nos basta abrir un libro para saber de qué se trata. La poesía tiene sus reglas -rima, disposición tipográfica, ciertas palabras que se pueden unir sólo en poesía (por ejemplo, no sé si sucederá lo mismo en el español, nosotros, poéticamente, en vez de bambino decimos fanciullo, etc.)-; la prosa, otras; y esto, que también se da en el cine, hasta ahora no había sido estudiado. Por ejemplo, visto en la moviola -que es donde se debe estudiar este aspecto-, pienso que mi cine es de prosa poética -si es que realmente quisiéramos establecer un género.
Mis films no están hechos como poesía. El cine poético se caracteriza por un cierto tipo de montaje y por ciertos movimientos de cámara extremadamente expresivos. Los míos no son como ciertos films de Godard o del Underground: expresivos en extremo, con violentos ataques de imágenes, deformaciones de la realidad, etc. Creo que mis films carecen de esa expresividad aguda, excesiva en la poesía; más bien siempre están relacionados con cierto orden, con cierto movimiento rítmico típico de la prosa, pero de una prosa poética.
Patrimonio burgués
Pienso que todo el cine es burgués. Y por una razón: lo hace siempre la burguesía. No he visto nunca a ningún obrero o campesino haciendo cine. Y el que hacemos nosotros se debe a que somos privilegiados. Por eso considero que el cine de Godard o de Bergman, además de ser burgués porque los autores lo son por formación, gusto, privilegio, etc., lo es también por su contenido. Todos sus films se refieren a los problemas de la burguesía.
Ahora bien; yo no puedo hacer un cine proletario o para proletarios. La historia que se desarrolla es una historia burguesa. Quiero decir: una historia que se desarrolla normalmente. O mejor aún; podemos decir que la historia se identifica con la lucha de clases contra la burguesía. Pero esta burguesía es siempre protagonista. Es decir, más que un cine para proletarios, mejor sería hablar de un cine para intelectuales burgueses de izquierda.
Cine y política
Sostengo que el cine no es un arma de acción inmediata, de agitación. Lo considero al mismo nivel de la poesía o de la literatura más alta. Y éstas nunca fueron agitadoras, pragmáticas; han sido siempre mediatas. El cine también es así. Pero esto no quita que en alguna oportunidad un director no pueda efectuar intervenciones directas. Es decir, lo mismo que un poeta, en cierto momento, puede escribir un artículo político de agitación.
Pero, a mi criterio, estos son momentos contingentes. No puede ser esa la característica del cine. Además, ese cine de agitación, revolucionario en el sentido propiamente pragmático de la acción, es pura utopía. Una vez hecho, ¿quién lo ve? Desgraciadamente, el cine tiene como característica establecer una relación entre el autor y un número enorme de gente. Este es un fenómeno típico del cine. El cine pragmático y revolucionario sólo puede ser clandestino; por lo tanto, debe ser proyectado marginalmente, perdiendo así su característica más importante.
Ideología y cine
En cuanto al valor ideológico que le encuentro al cine, más allá de la expresión individual -y como ya lo he dicho muchas veces-, es que no creo que sea un fenómeno puramente estético. a priori, lo considero como cualquier obra literaria: fundamentalmente, un fenómeno político no inmediato, sino mediato. Y ese es el fin político de mi cine: hacer pensar, meditar, para intervenir en la realidad de una manera particular.
Los jóvenes
En Italia, actualmente, hay una nueva corriente de realizadores. Lo que proponen está influenciado por Godard. Porque el neorrealismo italiano pasó a Francia -sobre todo a través de la mistificación intelectual de Rossellini-, y allí encontró a la nouvelle vague y a Godard. Después retornó a nuestro país, por eso los jóvenes han sido influenciados por este regreso del neorrealismo, filtrado a través de Godard. Pero los más nuevos, en este momento, tal vez están más influenciados por el Underground americano, al cual yo no quiero nada porque me parece un tipo de cine evasivo, formalístico.
Efectivamente, se ha cortado todo tipo de relación entre el neorrealismo y las nuevas generaciones. Aunque lo que haya dicho pueda parecer un esquema, creo que las cosas fueron realmente así. A través de Rossellini, el neorrealismo pasó a Francia, fue mistificado y llevado a nivel burgués: los personajes ya no son proletarios sino personajes de la vida cotidiana burguesa. Allí fue manejado por Godard. Cuando volvió de Francia, influenció a realizadores como Bertolucci y Bellochio.
*Artículo extraído de Adversus.org. Publicado en la revista El escarabajo de oro, Nº 41, noviembre de 1970, Buenos Aires.
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Si querés podés entrar a www.barcelonareview.com
para disfrutar de la lectura de los textos de la
poeta española M. Cinta Montagut
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sábado, mayo 17, 2008
La ciencia imposible de ser único
Fragmento de La Cámara Lúcida
de Roland Barthes
28
Así iba yo mirando, solo en el apartamento donde ella acababa de morir,
bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco
en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí.
La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: «Avanza un poco, que se te vea»; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana, unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura de follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chenneviéres-sur-Marne).
Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro,
la ingenua posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente,
sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como el Bien del Mal de la niña histérica, de la muñeca melindrosa que juega a papás y mamás, todo esto conformaba la imagen de una inocencia soberana
(si se quiere tomar esta palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»), todo esto había convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. En esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre sin haberla heredado de nadie; ¿cómo aquella bondad pudo salir de padres imperfectos que la amaron mal, en resumidas cuentas: de una familia? Su bondad estaba precisamente fuera de juego, no pertenecía a ningún sistema, o por lo menos se situaba en el límite de una moral (evangélica, por ejemplo); nada podría definirla mejor que ese rasgo (entre otros): nunca, en toda nuestra vida en común, nunca me hizo una sola «observación». Esta circunstancia extrema y particular, tan abstracta en relación con una imagen, estaba no obstante presente en el rostro que tenía en la fotografía que yo acababa de encontrar. «Ninguna imagen justa, justo una imagen», dice Jean-Luc Godard. Pero mi pesadumbre pedía una imagen justa, una imagen que fuese al mismo tiempo justicia y justeza: justo una imagen, pero una imagen justa. Tal era para mí la fotografía del Invernadero.
Por una vez la fotografía me daba un sentimiento tan seguro como el recuerdo,
tal como lo sintió Proust cuando, agachándose un día para descalzarse, percibió en su memoria el rostro de su abuela de verdad, «cuya realidad viviente volví a encontrar por vez primera en un recuerdo involuntario y completo». El oscuro fotógrafo de Chenneviéres-sur-Marne había sido el mediador de una verdad, al igual que Nadar dando de su madre (o de su mujer, no se sabe) una de las más bellas fotos del mundo; había producido una foto surerogatoria, que ofrecía más de lo que cabía esperar de la esencia técnica de la fotografía. 0 también (pues intento enunciar esta verdad), esa Fotografía del Invernadero constituía para mí algo así como las últimas notas que escribiese Schumann antes de hundirse, ese primer Canto del Alba que concuerda a la vez con la esencia de mi madre y con la tristeza que su muerte produce en mí; sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre, y cuya supresión o alteración parcial, inversamente, me había remitido a las fotos de ella que me habían dejado insatisfecho. Aquellas fotos, que la fenomenología llamaría objetos «cualesquiera», no eran más que analógicas, suscitando tan sólo su identidad, no su verdad; pero la Fotografía del Invernadero, en cambio, era perfectamente esencial, certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único.
de Roland Barthes
28
Así iba yo mirando, solo en el apartamento donde ella acababa de morir,
bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco
en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí.
La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: «Avanza un poco, que se te vea»; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana, unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura de follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chenneviéres-sur-Marne).
Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro,
la ingenua posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente,
sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como el Bien del Mal de la niña histérica, de la muñeca melindrosa que juega a papás y mamás, todo esto conformaba la imagen de una inocencia soberana
(si se quiere tomar esta palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»), todo esto había convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. En esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre sin haberla heredado de nadie; ¿cómo aquella bondad pudo salir de padres imperfectos que la amaron mal, en resumidas cuentas: de una familia? Su bondad estaba precisamente fuera de juego, no pertenecía a ningún sistema, o por lo menos se situaba en el límite de una moral (evangélica, por ejemplo); nada podría definirla mejor que ese rasgo (entre otros): nunca, en toda nuestra vida en común, nunca me hizo una sola «observación». Esta circunstancia extrema y particular, tan abstracta en relación con una imagen, estaba no obstante presente en el rostro que tenía en la fotografía que yo acababa de encontrar. «Ninguna imagen justa, justo una imagen», dice Jean-Luc Godard. Pero mi pesadumbre pedía una imagen justa, una imagen que fuese al mismo tiempo justicia y justeza: justo una imagen, pero una imagen justa. Tal era para mí la fotografía del Invernadero.
Por una vez la fotografía me daba un sentimiento tan seguro como el recuerdo,
tal como lo sintió Proust cuando, agachándose un día para descalzarse, percibió en su memoria el rostro de su abuela de verdad, «cuya realidad viviente volví a encontrar por vez primera en un recuerdo involuntario y completo». El oscuro fotógrafo de Chenneviéres-sur-Marne había sido el mediador de una verdad, al igual que Nadar dando de su madre (o de su mujer, no se sabe) una de las más bellas fotos del mundo; había producido una foto surerogatoria, que ofrecía más de lo que cabía esperar de la esencia técnica de la fotografía. 0 también (pues intento enunciar esta verdad), esa Fotografía del Invernadero constituía para mí algo así como las últimas notas que escribiese Schumann antes de hundirse, ese primer Canto del Alba que concuerda a la vez con la esencia de mi madre y con la tristeza que su muerte produce en mí; sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre, y cuya supresión o alteración parcial, inversamente, me había remitido a las fotos de ella que me habían dejado insatisfecho. Aquellas fotos, que la fenomenología llamaría objetos «cualesquiera», no eran más que analógicas, suscitando tan sólo su identidad, no su verdad; pero la Fotografía del Invernadero, en cambio, era perfectamente esencial, certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único.
miércoles, mayo 14, 2008
Bruno Shultz*: Las tiendas de color canela
En esa época del año en que los días son más cortos y somnolientos, apresados entre los ribetes abrigados del alba y del crepúsculo, cuando la ciudad se ramificaba en laberintos de noches invernales, de cuya torpeza apenas alcanzaban a rescatarla las demasiado cortas mañanas, mi padre estaba ya sometido, extraviado, entregado a otra esfera...
Su cara y su cabeza entera se erizaban salvajemente en una pelambre gris cuyos mechones surgían de las verrugas de las orejas y de las fosas nasales, dándole el aspecto de un viejo zorro al acecho.
El olfato y el oído se le agudizaban. En la expresión de su rostro silencioso y tenso se veía que sus sentidos lo mantenían en contacto permanente con el mundo invisible de los rincones obscuros, los agujeros de los ratones, el vacío bajo el entarimado carcomido y los conductos de las chimeneas.
Todos los crujidos, los ruidos nocturnos, la vida secreta y rechinante de los pisos encontraban en él un observador tan vigilante como infalible, a la vez espía y cómplice. Esta tarea lo absorbía de tal manera que se enfrascaba completamente en esta esfera para nosotros inaccesible y de la cual ni siquiera intentaba informarnos.
A veces, cuando los caprichos de lo invisible se tornaban demasiado absurdos, no podía abstenerse de chasquear los dedos o reírse por lo bajo. Lanzaba miradas de complicidad al gato, también iniciado en los misterios de ese mundo, que levantaba su cabeza cínica y fría, cubierta de rayas, entrecerrando los ojos delgados y oblicuos, siempre sumido en la indiferencia y el aburrimiento.
En mitad del almuerzo podía ocurrírsele, de pronto, dejar el cubierto sobre la mesa, erguirse en actitud felina y escurrirse en puntas de pies hasta la puerta de la contigua habitación vacía y mirar con infinita precaución por el ojo de la cerradura. Volvía enseguida a la mesa, un poco avergonzado, con una sonrisa incómoda y los gruñidos y refunfuños del monólogo interior en el que estaba inmerso.
Por la tarde, para divertirlo un poco y distraerlo de sus morbosas investigaciones, mi madre lo llevaba a pasear. La acompañaba en silencio, sin resistencia, pero también sin convicción, distraído, ausente. Una vez lo llevamos al teatro.
Nos encontrábamos en esa vasta sala mal iluminada, llena de rumor somnoliento y de agitación desordenada. Pero luego de habernos abierto paso a través de la batahola, vimos al fondo emerger, como un nuevo firmamento, una enorme cortina azul pálido. Sobre ese ancho espacio de tela se destacaban grandes máscaras pintadas, rosas y mofletudas. Ese cielo ficticio se extendía y derramaba de un extremo al otro, inflado por un aliento de emociones y grandes gestos, por la atmósfera de ese universo artificial y brillante que se edificaba allá en el escenario, mientras se oía arrastrar los decorados. El estremecimiento que agitaba al telón, la palpitación que hacía crecer y vivir a las máscaras denunciaban la irrealidad de ese firmamento y evocaban, como en las crisis místicas, los centelleos del misterio.
Las máscaras parpadeaban, sus labios rojos murmuraban sin ruido y yo sabía que la tensión del misterio llegaría a su punto culminante: entonces el cielo hinchado reventaría develando cosas maravillosas.
Pero no me fue dado permanecer allí hasta ese momento. Mi padre comenzó a dar señales de inquietud, hurgó en sus bolsillos y nos dijo que había olvidado en casa su billetera, que contenía dinero y papeles importantes.
Después de una corta discusión con mi madre, en el curso de la cual la probidad moral de Adela fue objeto de una apreciación algo escueta, me propusieron que volviera a casa a buscar la billetera. En opinión de mi madre faltaba mucho aún para el comienzo del espectáculo y dada mi agilidad, podría estar de regreso a tiempo.
Salí a la noche coloreada por la iluminación del cielo. Era una de esas noches serenas en que la bóveda estrellada es tan extensa, tan ramificada, que parece haberse roto y dividido en un dédalo de cielos diferentes y numerosos, capaces de cubrir con sus campanas plateadas todas las aventuras, los carnavales y las rondas de todo un mes invernal.
Es una ligereza imperdonable enviar a un muchacho, en una noche así, a cumplir una misión urgente, porque las calles se multiplican, se embrollan y cambian de recorrido en las penumbras. En las profundidades de la ciudad se abren calles dobles –sosías de calles, si así puede decirse, calles engañosas y mentirosas. La imaginación aberrante y seducida recrea ilusorios planos de la ciudad que cree conocer, planos en los que esas vías tienen su lugar y su nombre, mientras que en la noche, en su inagotable fecundidad no puede más que continuar produciendo irreales configuraciones. Esas tentaciones de las noches invernales comienzan habitualmente por el inocente deseo de abreviar el recorrido tomando por un atajo; para escapar a un recorrido complicado se busca un trayecto inédito. Pero aquella vez fue diferente.
Apenas eché a andar me di cuenta de que había salido sin abrigo. Por un instante pensé en volver atrás, pero luego me pareció una pérdida de tiempo. La noche no era fría; por el contrario, estaba veteada por corrientes de extraña tibieza, por el aliento de una primavera irreal. La nieve se había hecho compacta, bajo la forma de blancos corderinos, un vellón suave e inocente con aroma de violetas. El cielo también se rizaba. La luna parecía desdoblarse y multiplicarse, exhibiendo todas sus posiciones y fases.
Esa noche el cielo develaba su estructura interna, exponiendo como sobre una mesa de autopsia las espirales y las volutas de la luz, el corte de los bloques azules, el plasma de los espacios, los tejidos de las divagaciones nocturnas...
Era imposible, en esas condiciones, seguir por la calle de la Muralla, o cualquiera otra de esas calles obscuras que rodean al Mercado, sin recordar que a esa hora tardía están abiertas todavía esas tiendas tan particulares y fascinantes que, por el color obcuro de sus revestimientos de madera llamaré las tiendas de color canela.
Esas casas realmente nobles, que cerraban muy tarde, habían sido siempre para mí objeto de fervientes ensoñaciones.
Su interior mal iluminado, oscuro y solemne, estaba impregnado de un fuerte olor de laca, de pinturas de incienso de especias de países lejanos, de mercaderías raras. Allí era posible encontrar luces de Bengala, estampillas de países desaparecidos hace mucho tiempo, estampas chinas, índigo, colofonia de Malabar, huevos de pájaros exóticos, loros y tucanes, salamandras y basiliscos, raíces de mandrágora, cajas de música de Nuremberg, homúnculos embotellados, microscopios y largavistas y, sobre todo, libros raros y especiales, viejos infolios llenos de grabados maravillosos y de historias deslumbrantes.
Recuerdo a esos viejos y dignos comerciantes que, con la vista baja, servían a sus clientes guardando un discreto silencio, prudentes, llenos de comprensión hacia sus deseos más secretos. Entre esos negocios había una librería donde una vez yo había visto unas ediciones prohibidas y publicaciones de círculos clandestinos que revelaban misterios tremendos y embriagadores.
Tan raras eran las ocasiones que tenía de visitar esos negocios, sobre todo contando con algún dinero en el negocios, que realmente no podía dejar escapar esta oportunidad, a despecho de la importante misión que me había sido confiada.
Bastaba, según mis cálculos, tomar cierta callecita y contar dos o tres transversales, para llegar a la zona de las tiendas nocturnas. Me alejaría de mi lugar de destino, pero podría recuperar el tiempo perdido volviendo por las salinas.
La necesidad de visitar las tiendas de color canela me daba alas. Después de haber cruzado oblicuamente la calle me eché a correr, cuidando sin embargo de no equivocar el camino. Crucé así tres o cuatro calles transversales, sin encontrar la que buscaba. Además, la apariencia misma del barrio no guardaba correspondencia con la imagen esperada. Las tiendas no aparecían. Avanzaba por una calle cuyas casas no tenían puertas de entrada y sólo mostraban ventanas herméticamente cerradas, enceguecidas por los reflejos del claro de luna.
Sin duda el frente de estas casas da sobre la calle que busco –pensé. Inquieto, apresuré el paso para llegar lo más rápido posible a terreno conocido. Estaba casi al final de la calle y me pregunté, turbado, adónde iría a parar. Desemboqué sobre una larga avenida con pocos edificios, muy larga y recta. Sentí de pronto el hálito de los grandes espacios. Bordeando la calle o en el fondo de los jardines se elevaban casas pintorescas, construcciones elegantes de gente rica. En los intervalos aparecían parques y huertos. El conjunto recordaba la parte baja de la calle Lesznianska. El resplandor de la luna, que se disolvía en mil escamas plateadas, era tan claro como el del día. Sólo los jardines y los parques ponían manchas sombrías en ese paisaje blanco.
Luego de un maduro examen de esas construcciones llegué a la convicción de que me hallaba frente a la parte trasera del liceo, que nunca había visto desde este lado. Me acerqué a una puerta que, para mi sorpresa, estaba abierta y daba sobre un vestíbulo iluminado. Entré y me hallé sobre una alfombra roja. Esperaba poder escabullirme a través del edificio sin ser descubierto y salir por la puerta delantera, lo que acortaría bastante mi camino.
Recordé que a esta hora debería hallarse allí el profesor Arendt dictando una de sus clases magistrales, a las que asistíamos en invierno poseídos por el noble entusiasmo por el dibujo que debíamos a ese excelente maestro.
Éramos unos pocos y estábamos como perdidos en la vasta sala sombría. Sobre las paredes se quebraban las sombras inmensas de nuestras cabezas iluminadas por pequeñas bujías que ardían en el cuello de unas botellas. A decir verdad no dibujábamos mucho durante esas horas suplementarias y el profesor era poco exigente con nosotros. Inclusive algunos traían almohadas de sus casas y se echaban sobre los bancos para echar un sueñito. Sólo dibujaban los más trabajadores, sentados cerca de las velas, dentro del círculo dorado de su resplandor.
Por lo común debíamos esperar largo rato al profesor, engañando a nuestro aburrimiento con somnolientas conversaciones. Por fin la puerta de su habitación se abría y él entraba, pequeño, con su hermosa barba, abundando en sonrisas esotéricas, discretas reticencias y exhalando cierto perfume de misterio. Rápidamente cerraba la puerta de su gabinete que, al abrirse un instante, había dejado escapar una multitud de sombras de yeso, de fragmentos antiguos, de dolorosas Níobes, Danaides o Tantálidas: todo un Olimpo estéril y triste que allí languidecía desde hacía años. A través de la penumbra de esa habitación, que ya era obscura en pleno día, ondeaban sueños de yeso, miradas vacías, óvalos palidecientes y meditaciones que se perdían en la ambigüedad. A menudo solíamos escuchar detrás de la puerta el silencio lleno de los suspiros y murmullos de esas ruinas que se desmoronaban entre telas de araña, de ese crepúsculo de los dioses que se disolvía hasta el hastío.
El profesor se paseaba, majestuoso, lleno de unción, a lo largo de los bancos desocupados, entre los cuales, formando pequeños grupos, dibujábamos en medio de los reflejos grisáseos de la noche de invierno. La atmósfera era apacible y adormecida. Aquí y allá algunos compañeros se preparaban para dormir. Las velas se consumían poco a poco sobre sus botellas. El profesor se absorbía en la contemplación de una profunda vitrina llena de viejos infolios, grabados e ilustraciones anticuadas. Con gestos misteriosos nos mostraba viejas litografías que representaban paisajes crepusculares, bosquecillos nocturnos, alamedas invernales, negras, en medio de pálidos espacios lunares.
Imperceptiblemente, el tiempo corría entre el sopor de nuestras conversaciones. En su fluir desigual, formaba a veces nudos en el transcurso de las horas, absorbiendo no se sabe dónde, largos intervalos de duración. Sorpresivamente, sin transición, nos hallábamos en camino de retorno, sobre el sendero blanco de nieve, entre setos paralelos de zarzas negras y secas. Recorríamos ese sendero erizado de sombra, rozando la pelambre de los brezos que crujían bajo nuestros pasos en la clara noche sin luna, en la luz lechosa e ilusoria de la madrugada. El blanco difuso de esta luz que rezumaba nieve, aire pálido, espacios lácteos, evocaba algún gris grabado en el que los espesos montes se hallaban trazados con profundos trazos negros. La noche repetía así esa serie de estampas nocturnas del profesor Arendt, cuyas fantasías desarrollaba.
Esta parte del parque, la más densa, estaba poblada de breñas velludas y masas de arbustos secos. Aquí y allá había huecos, nidos obscuros, profundos y aterciopelados, recorridos por gestos misteriosos y furtivas miradas de convivencia. En esos nidos uno se sentía bien y al abrigo. Allí nos sentábamos, metidos en nuestros abrigos de piel, sobre la nieve suave y tibia, partiendo nueces, en la que abundaba ese primaveral invierno. A través de los sotos se filtraban martas, comadrejas, mangostas, animalitos olfateantes que olían a piel curtida. Suponíamos que en nuestro gabinete de historia natural habría especímenes de estos animales que, aunque destripados y medio pelados, deberían sentir en su interior hueco, en noches como ésta, la voz atávica, el llamado del celo, y volverían a su lugar natal por un instante de una ilusoria existencia.
Pero poco a poco la fosforescencia de la nieve se enturbiaba y extinguía: se acercaba esa densa tiniebla que precede al alba. Algunos de nosotros se adormecían sobre la nieve; otros alcanzaban a tientas la puerta de sus casas y entraban a ciegas en aquellas habitaciones obscuras, en el sueño de sus padres y hermanos, en los profundos ronquidos en los que trataban de recuperar el tiempo perdido.
Dado el encanto que tenían para mí esas reuniones nocturnas, no podía esta vez dejar de echar un vistazo a la sala de dibujo, pero comprometiéndome a no emplear en ello más que un minuto. Sin embargo, luego de haber subido unos rechinantes escalones de cedro, vi que me encontraba en una parte desconocida para mí del edificio.
El solemne silencio que reinaba allí no se hallaba turbado por el más leve ruido. En esta ala del edificio los corredores eran más anchos y elegantes y estaban recubiertos de tapices de terciopelo. Los recodos estaban iluminados por pequeñas mariposas. Luego del último de estos recodos entré en un corredor aún más fastuoso. Sus muros eran arcadas vidriadas que daban a diversos aposentos. Se podía observar una serie de piezas alineadas, todas dispuestas con magnificencia. Pasando entre tapicerías de seda, espejos de marco dorado, muebles tapizados y arañas de cristal, la mirada se hundía en esos interiores lujosos y aterciopelados, repletos de remolinos coloreados y arabescos centelleantes, pimpollos de flores y guirnaldas entremezcladas. La profunda calma de esos salones vacíos sólo estaba animada por las miradas secretas que se intercambiaban los espejos y por el espanto de los arabescos que se desarrollaban en los frisos a lo largo de los muros y se perdían entre los ornamentos de estuco de los blancos techos.
Me detuve, embargado de respeto frente a tanta suntuosidad, comprendiendo que mi escapada nocturna me había conducido, de manera inesperada, al ala del director y frente a sus aposentos privados. Me quedé allí, endurecido y con el corazón palpitante, dispuesto a huir ante el menor ruido. Si me sorprendieran, ¿cómo justificar mi espionaje nocturno? En uno de esos profundos sillones forrados de terciopelo podía muy bien estar reposando la nieta del director, quien podía levantar la vista del libro que estaba leyendo y fijar en mí esos ojos negros, tranquilos, sibilinos que ninguno de nosotros podía soportar.
Pero me hubiera avergonzado retroceder a mitad de camino, abandonando mi plan. Por otra parte un silencio total reinaba en ese interior iluminado por una débil luz. A través de los vidrios de las arcadas percibía, en el otro extremo del salón, una puerta también vidriada que daba a una terraza. La calma que me rodeaba me dio ánimos. No me parecía demasiado arriesgado descender algunos escalones y saltar sobre la alfombra preciosa, para alcanzar la terraza, de donde podría pasar sin esfuerzo a la calle, bien conocida por mí.
Tal fue lo que hice. Bajé al salón, entre las altas palmas que se elevaban hacia los arabescos del techo y observé que me hallaba ya en terreno neutral, pues esta habitación carecía de muro exterior. Era una especie de vasta loggia, separada solo por una breve escalinata de la gran plaza de la ciudad, de la que constituía en realidad una prolongación un poco más elevada, al punto que algunos de los muebles se hallaban directamente sobre el pavimento. Descendí algunos escalones de piedra y me hallé en la calle.
Las constelaciones ya se habían puesto cabeza abajo; todas las estrellas se habían dado vuelta, pero la luna, hundida en un almohadón de nubéculas que iluminaba con su presencia invisible, parecía tener por delante aún una ruta infinita y, absorbida por complejos trámites celestes, no pensaba ya en la aurora.
En la calle se destacaban las masas sombrías de algunos coches de plaza, viejos y desquiciados, con aspecto de cangrejos o cucarachas estropeados y doblegados. Un cochero se inclinó hacia mí desde lo alto de su asiento; tenía una carita roja y bondadosa. "¿Damos una vuelta, joven señor?" –me preguntó. Subí, y tembló todo el cuerpo del coche, de múltiples articulaciones. Al punto partimos, sobre ligeras ruedas.
Pero, ¿quién puede, en semejante noche, confiarse a los imprevisibles caprichos de un cochero? Entre el chirrido de los ejes, el rechinar de la carrocería y el chasquido de la lona del techo, mi voz no conseguía hacerse oír. A todo lo que yo le decía para indicarle el camino respondía meneando la cabeza, en tanto daba vueltas por la ciudad, canturreando.
Frente a una taberna, un grupo de cocheros nos saludó con gestos amistosos. Mi cochero les respondió en tono jocoso; luego, sin detener el coche, me arrojó las riendas sobre las rodillas, saltó de su asiento y se reunió con sus camaradas. El caballo, un viejo y experto caballo de coche de plaza, dio vuelta la cabeza un instante y luego continuó su trote regular. En realidad, este caballo inspiraba más confianza y parecía más prudente que su dueño. Pero como yo no sabía conducir, debía someterme a su voluntad. Me llevó hasta una calle suburbana flanqueada de jardines. Poco a poco los jardines dejaron lugar a parques poblados de grandes árboles y más tarde, a verdaderos bosques.
Nunca olvidaré esa carrera luminosa en la noche más clara del invierno. La carta en colores del firmamento se había convertido en una enorme cúpula sobre la cual se acumulaban continentes y océanos fantásticos recortados por las líneas de los torbellinos y las corrientes estelares, trazos brillantes de la geografía celeste. El aire era ahora ligero y luminoso como una gasa plateada. De la nieve, lanosa como un vellón de astracán, salían anémonas temblorosas que se inclinaban con una chispa de claridad lunar en sus cálices. El bosque parecía totalmente iluminado por mil estrellas de claridad que el cielo de diciembre dejaba caer en profusión. El aire exhalaba un indecible perfume de primavera; olía a nieve y a violetas.
Habíamos llegado a un terreno accidentado. El contorno de las colinas erizadas de árboles desnudos, se alzaban al cielo como suspiros bienaventurados. Vi, sobre esos collados felices, grupos de gente que recolectaban en el césped y las malezas estrellas húmedas de nieve. La pendiente del camino se hacía cada vez más pronunciada, el caballo resbalaba y arrastrar el vehículo le costaba un gran esfuerzo. Me sentía feliz. Respiraba a pleno pulmón la brisa primaveral. Contra el petral del caballo se levantaba, cada vez más alta, una barrera de espuma nevada. El animal perforaba con gran dificultad esa masa fría y finalmente debió detenerse. Bajé del coche; con la cabeza gacha, el caballo respiraba penosamente. Apreté su cabeza contra mi pecho y vi que las lágrimas brillaban en sus grandes ojos negros. Entonces advertí en su vientre la mancha negra de una herida. "¿Por qué no me dijiste nada?", murmuré al borde de las lágrimas. El respondió: "Era por ti, amigo mío...". Y se volvió tan chico como un caballito de madera. Lo dejé allí. Me sentía maravillosamente feliz y ligero.
Me pregunté si iría a esperar el trencito local que llegaba hasta ese lugar o si volvería a pie a la ciudad. Por fin comencé a descender por un sendero que serpenteaba a través del bosque. Primero marché a pasos rápidos y elásticos; luego tomé impulso y me lancé a una carrera feliz que prontamente tomó la loca velocidad de un descenso en esquíes. Podía regular mi velocidad y mi dirección por medio de ligeros movimientos.
Cerca de la ciudad detuve esta carrera triunfal y retomé mi andar tranquilo de paseante. La luna continuaba muy alta. Las transformaciones del cielo, las metamorfosis de sus múltiples bóvedas en configuraciones cada vez más ingeniosas no habían concluido. Como un astrolabio de plata, descubría su mecanismo en esa noche mágica y dejaba ver en sus evoluciones infinitas las matemáticas resplandecientes de sus piñones y resortes.
A la altura del Mercado encontré a gente que, como yo, gozaba de ese tiempo excepcional. Todos estaban encantados por el espectáculo nocturno y elevaban sus miradas al cielo. Dejé de preocuparme por la billetera de mi padre. El, perdido en sus excentricidades, seguramente había olvidado su pérdida. Mi madre, por su parte, no me preocupaba.
En una noche así, única en el año, descienden hasta nosotros pensamientos felices, revelaciones, iluminaciones repentinas del espíritu divino. Uno se siente tocado por el dedo de Dios. Lleno de ideas y de inspiración, quería volver a casa, cuando me crucé con algunos compañeros de estudios con sus libros bajo el brazo. Habían salido demasiado temprano de la escuela, como despertados por la claridad de esa noche que no quería terminar.
Nos paseamos por una calle en pendiente abrupta en la que soplaba una brisa de violetas, sin estar seguros si todavía duraba esa mágica noche plateada de nieve o si ya estaba amaneciendo.
*Escritor polaco.
Su cara y su cabeza entera se erizaban salvajemente en una pelambre gris cuyos mechones surgían de las verrugas de las orejas y de las fosas nasales, dándole el aspecto de un viejo zorro al acecho.
El olfato y el oído se le agudizaban. En la expresión de su rostro silencioso y tenso se veía que sus sentidos lo mantenían en contacto permanente con el mundo invisible de los rincones obscuros, los agujeros de los ratones, el vacío bajo el entarimado carcomido y los conductos de las chimeneas.
Todos los crujidos, los ruidos nocturnos, la vida secreta y rechinante de los pisos encontraban en él un observador tan vigilante como infalible, a la vez espía y cómplice. Esta tarea lo absorbía de tal manera que se enfrascaba completamente en esta esfera para nosotros inaccesible y de la cual ni siquiera intentaba informarnos.
A veces, cuando los caprichos de lo invisible se tornaban demasiado absurdos, no podía abstenerse de chasquear los dedos o reírse por lo bajo. Lanzaba miradas de complicidad al gato, también iniciado en los misterios de ese mundo, que levantaba su cabeza cínica y fría, cubierta de rayas, entrecerrando los ojos delgados y oblicuos, siempre sumido en la indiferencia y el aburrimiento.
En mitad del almuerzo podía ocurrírsele, de pronto, dejar el cubierto sobre la mesa, erguirse en actitud felina y escurrirse en puntas de pies hasta la puerta de la contigua habitación vacía y mirar con infinita precaución por el ojo de la cerradura. Volvía enseguida a la mesa, un poco avergonzado, con una sonrisa incómoda y los gruñidos y refunfuños del monólogo interior en el que estaba inmerso.
Por la tarde, para divertirlo un poco y distraerlo de sus morbosas investigaciones, mi madre lo llevaba a pasear. La acompañaba en silencio, sin resistencia, pero también sin convicción, distraído, ausente. Una vez lo llevamos al teatro.
Nos encontrábamos en esa vasta sala mal iluminada, llena de rumor somnoliento y de agitación desordenada. Pero luego de habernos abierto paso a través de la batahola, vimos al fondo emerger, como un nuevo firmamento, una enorme cortina azul pálido. Sobre ese ancho espacio de tela se destacaban grandes máscaras pintadas, rosas y mofletudas. Ese cielo ficticio se extendía y derramaba de un extremo al otro, inflado por un aliento de emociones y grandes gestos, por la atmósfera de ese universo artificial y brillante que se edificaba allá en el escenario, mientras se oía arrastrar los decorados. El estremecimiento que agitaba al telón, la palpitación que hacía crecer y vivir a las máscaras denunciaban la irrealidad de ese firmamento y evocaban, como en las crisis místicas, los centelleos del misterio.
Las máscaras parpadeaban, sus labios rojos murmuraban sin ruido y yo sabía que la tensión del misterio llegaría a su punto culminante: entonces el cielo hinchado reventaría develando cosas maravillosas.
Pero no me fue dado permanecer allí hasta ese momento. Mi padre comenzó a dar señales de inquietud, hurgó en sus bolsillos y nos dijo que había olvidado en casa su billetera, que contenía dinero y papeles importantes.
Después de una corta discusión con mi madre, en el curso de la cual la probidad moral de Adela fue objeto de una apreciación algo escueta, me propusieron que volviera a casa a buscar la billetera. En opinión de mi madre faltaba mucho aún para el comienzo del espectáculo y dada mi agilidad, podría estar de regreso a tiempo.
Salí a la noche coloreada por la iluminación del cielo. Era una de esas noches serenas en que la bóveda estrellada es tan extensa, tan ramificada, que parece haberse roto y dividido en un dédalo de cielos diferentes y numerosos, capaces de cubrir con sus campanas plateadas todas las aventuras, los carnavales y las rondas de todo un mes invernal.
Es una ligereza imperdonable enviar a un muchacho, en una noche así, a cumplir una misión urgente, porque las calles se multiplican, se embrollan y cambian de recorrido en las penumbras. En las profundidades de la ciudad se abren calles dobles –sosías de calles, si así puede decirse, calles engañosas y mentirosas. La imaginación aberrante y seducida recrea ilusorios planos de la ciudad que cree conocer, planos en los que esas vías tienen su lugar y su nombre, mientras que en la noche, en su inagotable fecundidad no puede más que continuar produciendo irreales configuraciones. Esas tentaciones de las noches invernales comienzan habitualmente por el inocente deseo de abreviar el recorrido tomando por un atajo; para escapar a un recorrido complicado se busca un trayecto inédito. Pero aquella vez fue diferente.
Apenas eché a andar me di cuenta de que había salido sin abrigo. Por un instante pensé en volver atrás, pero luego me pareció una pérdida de tiempo. La noche no era fría; por el contrario, estaba veteada por corrientes de extraña tibieza, por el aliento de una primavera irreal. La nieve se había hecho compacta, bajo la forma de blancos corderinos, un vellón suave e inocente con aroma de violetas. El cielo también se rizaba. La luna parecía desdoblarse y multiplicarse, exhibiendo todas sus posiciones y fases.
Esa noche el cielo develaba su estructura interna, exponiendo como sobre una mesa de autopsia las espirales y las volutas de la luz, el corte de los bloques azules, el plasma de los espacios, los tejidos de las divagaciones nocturnas...
Era imposible, en esas condiciones, seguir por la calle de la Muralla, o cualquiera otra de esas calles obscuras que rodean al Mercado, sin recordar que a esa hora tardía están abiertas todavía esas tiendas tan particulares y fascinantes que, por el color obcuro de sus revestimientos de madera llamaré las tiendas de color canela.
Esas casas realmente nobles, que cerraban muy tarde, habían sido siempre para mí objeto de fervientes ensoñaciones.
Su interior mal iluminado, oscuro y solemne, estaba impregnado de un fuerte olor de laca, de pinturas de incienso de especias de países lejanos, de mercaderías raras. Allí era posible encontrar luces de Bengala, estampillas de países desaparecidos hace mucho tiempo, estampas chinas, índigo, colofonia de Malabar, huevos de pájaros exóticos, loros y tucanes, salamandras y basiliscos, raíces de mandrágora, cajas de música de Nuremberg, homúnculos embotellados, microscopios y largavistas y, sobre todo, libros raros y especiales, viejos infolios llenos de grabados maravillosos y de historias deslumbrantes.
Recuerdo a esos viejos y dignos comerciantes que, con la vista baja, servían a sus clientes guardando un discreto silencio, prudentes, llenos de comprensión hacia sus deseos más secretos. Entre esos negocios había una librería donde una vez yo había visto unas ediciones prohibidas y publicaciones de círculos clandestinos que revelaban misterios tremendos y embriagadores.
Tan raras eran las ocasiones que tenía de visitar esos negocios, sobre todo contando con algún dinero en el negocios, que realmente no podía dejar escapar esta oportunidad, a despecho de la importante misión que me había sido confiada.
Bastaba, según mis cálculos, tomar cierta callecita y contar dos o tres transversales, para llegar a la zona de las tiendas nocturnas. Me alejaría de mi lugar de destino, pero podría recuperar el tiempo perdido volviendo por las salinas.
La necesidad de visitar las tiendas de color canela me daba alas. Después de haber cruzado oblicuamente la calle me eché a correr, cuidando sin embargo de no equivocar el camino. Crucé así tres o cuatro calles transversales, sin encontrar la que buscaba. Además, la apariencia misma del barrio no guardaba correspondencia con la imagen esperada. Las tiendas no aparecían. Avanzaba por una calle cuyas casas no tenían puertas de entrada y sólo mostraban ventanas herméticamente cerradas, enceguecidas por los reflejos del claro de luna.
Sin duda el frente de estas casas da sobre la calle que busco –pensé. Inquieto, apresuré el paso para llegar lo más rápido posible a terreno conocido. Estaba casi al final de la calle y me pregunté, turbado, adónde iría a parar. Desemboqué sobre una larga avenida con pocos edificios, muy larga y recta. Sentí de pronto el hálito de los grandes espacios. Bordeando la calle o en el fondo de los jardines se elevaban casas pintorescas, construcciones elegantes de gente rica. En los intervalos aparecían parques y huertos. El conjunto recordaba la parte baja de la calle Lesznianska. El resplandor de la luna, que se disolvía en mil escamas plateadas, era tan claro como el del día. Sólo los jardines y los parques ponían manchas sombrías en ese paisaje blanco.
Luego de un maduro examen de esas construcciones llegué a la convicción de que me hallaba frente a la parte trasera del liceo, que nunca había visto desde este lado. Me acerqué a una puerta que, para mi sorpresa, estaba abierta y daba sobre un vestíbulo iluminado. Entré y me hallé sobre una alfombra roja. Esperaba poder escabullirme a través del edificio sin ser descubierto y salir por la puerta delantera, lo que acortaría bastante mi camino.
Recordé que a esta hora debería hallarse allí el profesor Arendt dictando una de sus clases magistrales, a las que asistíamos en invierno poseídos por el noble entusiasmo por el dibujo que debíamos a ese excelente maestro.
Éramos unos pocos y estábamos como perdidos en la vasta sala sombría. Sobre las paredes se quebraban las sombras inmensas de nuestras cabezas iluminadas por pequeñas bujías que ardían en el cuello de unas botellas. A decir verdad no dibujábamos mucho durante esas horas suplementarias y el profesor era poco exigente con nosotros. Inclusive algunos traían almohadas de sus casas y se echaban sobre los bancos para echar un sueñito. Sólo dibujaban los más trabajadores, sentados cerca de las velas, dentro del círculo dorado de su resplandor.
Por lo común debíamos esperar largo rato al profesor, engañando a nuestro aburrimiento con somnolientas conversaciones. Por fin la puerta de su habitación se abría y él entraba, pequeño, con su hermosa barba, abundando en sonrisas esotéricas, discretas reticencias y exhalando cierto perfume de misterio. Rápidamente cerraba la puerta de su gabinete que, al abrirse un instante, había dejado escapar una multitud de sombras de yeso, de fragmentos antiguos, de dolorosas Níobes, Danaides o Tantálidas: todo un Olimpo estéril y triste que allí languidecía desde hacía años. A través de la penumbra de esa habitación, que ya era obscura en pleno día, ondeaban sueños de yeso, miradas vacías, óvalos palidecientes y meditaciones que se perdían en la ambigüedad. A menudo solíamos escuchar detrás de la puerta el silencio lleno de los suspiros y murmullos de esas ruinas que se desmoronaban entre telas de araña, de ese crepúsculo de los dioses que se disolvía hasta el hastío.
El profesor se paseaba, majestuoso, lleno de unción, a lo largo de los bancos desocupados, entre los cuales, formando pequeños grupos, dibujábamos en medio de los reflejos grisáseos de la noche de invierno. La atmósfera era apacible y adormecida. Aquí y allá algunos compañeros se preparaban para dormir. Las velas se consumían poco a poco sobre sus botellas. El profesor se absorbía en la contemplación de una profunda vitrina llena de viejos infolios, grabados e ilustraciones anticuadas. Con gestos misteriosos nos mostraba viejas litografías que representaban paisajes crepusculares, bosquecillos nocturnos, alamedas invernales, negras, en medio de pálidos espacios lunares.
Imperceptiblemente, el tiempo corría entre el sopor de nuestras conversaciones. En su fluir desigual, formaba a veces nudos en el transcurso de las horas, absorbiendo no se sabe dónde, largos intervalos de duración. Sorpresivamente, sin transición, nos hallábamos en camino de retorno, sobre el sendero blanco de nieve, entre setos paralelos de zarzas negras y secas. Recorríamos ese sendero erizado de sombra, rozando la pelambre de los brezos que crujían bajo nuestros pasos en la clara noche sin luna, en la luz lechosa e ilusoria de la madrugada. El blanco difuso de esta luz que rezumaba nieve, aire pálido, espacios lácteos, evocaba algún gris grabado en el que los espesos montes se hallaban trazados con profundos trazos negros. La noche repetía así esa serie de estampas nocturnas del profesor Arendt, cuyas fantasías desarrollaba.
Esta parte del parque, la más densa, estaba poblada de breñas velludas y masas de arbustos secos. Aquí y allá había huecos, nidos obscuros, profundos y aterciopelados, recorridos por gestos misteriosos y furtivas miradas de convivencia. En esos nidos uno se sentía bien y al abrigo. Allí nos sentábamos, metidos en nuestros abrigos de piel, sobre la nieve suave y tibia, partiendo nueces, en la que abundaba ese primaveral invierno. A través de los sotos se filtraban martas, comadrejas, mangostas, animalitos olfateantes que olían a piel curtida. Suponíamos que en nuestro gabinete de historia natural habría especímenes de estos animales que, aunque destripados y medio pelados, deberían sentir en su interior hueco, en noches como ésta, la voz atávica, el llamado del celo, y volverían a su lugar natal por un instante de una ilusoria existencia.
Pero poco a poco la fosforescencia de la nieve se enturbiaba y extinguía: se acercaba esa densa tiniebla que precede al alba. Algunos de nosotros se adormecían sobre la nieve; otros alcanzaban a tientas la puerta de sus casas y entraban a ciegas en aquellas habitaciones obscuras, en el sueño de sus padres y hermanos, en los profundos ronquidos en los que trataban de recuperar el tiempo perdido.
Dado el encanto que tenían para mí esas reuniones nocturnas, no podía esta vez dejar de echar un vistazo a la sala de dibujo, pero comprometiéndome a no emplear en ello más que un minuto. Sin embargo, luego de haber subido unos rechinantes escalones de cedro, vi que me encontraba en una parte desconocida para mí del edificio.
El solemne silencio que reinaba allí no se hallaba turbado por el más leve ruido. En esta ala del edificio los corredores eran más anchos y elegantes y estaban recubiertos de tapices de terciopelo. Los recodos estaban iluminados por pequeñas mariposas. Luego del último de estos recodos entré en un corredor aún más fastuoso. Sus muros eran arcadas vidriadas que daban a diversos aposentos. Se podía observar una serie de piezas alineadas, todas dispuestas con magnificencia. Pasando entre tapicerías de seda, espejos de marco dorado, muebles tapizados y arañas de cristal, la mirada se hundía en esos interiores lujosos y aterciopelados, repletos de remolinos coloreados y arabescos centelleantes, pimpollos de flores y guirnaldas entremezcladas. La profunda calma de esos salones vacíos sólo estaba animada por las miradas secretas que se intercambiaban los espejos y por el espanto de los arabescos que se desarrollaban en los frisos a lo largo de los muros y se perdían entre los ornamentos de estuco de los blancos techos.
Me detuve, embargado de respeto frente a tanta suntuosidad, comprendiendo que mi escapada nocturna me había conducido, de manera inesperada, al ala del director y frente a sus aposentos privados. Me quedé allí, endurecido y con el corazón palpitante, dispuesto a huir ante el menor ruido. Si me sorprendieran, ¿cómo justificar mi espionaje nocturno? En uno de esos profundos sillones forrados de terciopelo podía muy bien estar reposando la nieta del director, quien podía levantar la vista del libro que estaba leyendo y fijar en mí esos ojos negros, tranquilos, sibilinos que ninguno de nosotros podía soportar.
Pero me hubiera avergonzado retroceder a mitad de camino, abandonando mi plan. Por otra parte un silencio total reinaba en ese interior iluminado por una débil luz. A través de los vidrios de las arcadas percibía, en el otro extremo del salón, una puerta también vidriada que daba a una terraza. La calma que me rodeaba me dio ánimos. No me parecía demasiado arriesgado descender algunos escalones y saltar sobre la alfombra preciosa, para alcanzar la terraza, de donde podría pasar sin esfuerzo a la calle, bien conocida por mí.
Tal fue lo que hice. Bajé al salón, entre las altas palmas que se elevaban hacia los arabescos del techo y observé que me hallaba ya en terreno neutral, pues esta habitación carecía de muro exterior. Era una especie de vasta loggia, separada solo por una breve escalinata de la gran plaza de la ciudad, de la que constituía en realidad una prolongación un poco más elevada, al punto que algunos de los muebles se hallaban directamente sobre el pavimento. Descendí algunos escalones de piedra y me hallé en la calle.
Las constelaciones ya se habían puesto cabeza abajo; todas las estrellas se habían dado vuelta, pero la luna, hundida en un almohadón de nubéculas que iluminaba con su presencia invisible, parecía tener por delante aún una ruta infinita y, absorbida por complejos trámites celestes, no pensaba ya en la aurora.
En la calle se destacaban las masas sombrías de algunos coches de plaza, viejos y desquiciados, con aspecto de cangrejos o cucarachas estropeados y doblegados. Un cochero se inclinó hacia mí desde lo alto de su asiento; tenía una carita roja y bondadosa. "¿Damos una vuelta, joven señor?" –me preguntó. Subí, y tembló todo el cuerpo del coche, de múltiples articulaciones. Al punto partimos, sobre ligeras ruedas.
Pero, ¿quién puede, en semejante noche, confiarse a los imprevisibles caprichos de un cochero? Entre el chirrido de los ejes, el rechinar de la carrocería y el chasquido de la lona del techo, mi voz no conseguía hacerse oír. A todo lo que yo le decía para indicarle el camino respondía meneando la cabeza, en tanto daba vueltas por la ciudad, canturreando.
Frente a una taberna, un grupo de cocheros nos saludó con gestos amistosos. Mi cochero les respondió en tono jocoso; luego, sin detener el coche, me arrojó las riendas sobre las rodillas, saltó de su asiento y se reunió con sus camaradas. El caballo, un viejo y experto caballo de coche de plaza, dio vuelta la cabeza un instante y luego continuó su trote regular. En realidad, este caballo inspiraba más confianza y parecía más prudente que su dueño. Pero como yo no sabía conducir, debía someterme a su voluntad. Me llevó hasta una calle suburbana flanqueada de jardines. Poco a poco los jardines dejaron lugar a parques poblados de grandes árboles y más tarde, a verdaderos bosques.
Nunca olvidaré esa carrera luminosa en la noche más clara del invierno. La carta en colores del firmamento se había convertido en una enorme cúpula sobre la cual se acumulaban continentes y océanos fantásticos recortados por las líneas de los torbellinos y las corrientes estelares, trazos brillantes de la geografía celeste. El aire era ahora ligero y luminoso como una gasa plateada. De la nieve, lanosa como un vellón de astracán, salían anémonas temblorosas que se inclinaban con una chispa de claridad lunar en sus cálices. El bosque parecía totalmente iluminado por mil estrellas de claridad que el cielo de diciembre dejaba caer en profusión. El aire exhalaba un indecible perfume de primavera; olía a nieve y a violetas.
Habíamos llegado a un terreno accidentado. El contorno de las colinas erizadas de árboles desnudos, se alzaban al cielo como suspiros bienaventurados. Vi, sobre esos collados felices, grupos de gente que recolectaban en el césped y las malezas estrellas húmedas de nieve. La pendiente del camino se hacía cada vez más pronunciada, el caballo resbalaba y arrastrar el vehículo le costaba un gran esfuerzo. Me sentía feliz. Respiraba a pleno pulmón la brisa primaveral. Contra el petral del caballo se levantaba, cada vez más alta, una barrera de espuma nevada. El animal perforaba con gran dificultad esa masa fría y finalmente debió detenerse. Bajé del coche; con la cabeza gacha, el caballo respiraba penosamente. Apreté su cabeza contra mi pecho y vi que las lágrimas brillaban en sus grandes ojos negros. Entonces advertí en su vientre la mancha negra de una herida. "¿Por qué no me dijiste nada?", murmuré al borde de las lágrimas. El respondió: "Era por ti, amigo mío...". Y se volvió tan chico como un caballito de madera. Lo dejé allí. Me sentía maravillosamente feliz y ligero.
Me pregunté si iría a esperar el trencito local que llegaba hasta ese lugar o si volvería a pie a la ciudad. Por fin comencé a descender por un sendero que serpenteaba a través del bosque. Primero marché a pasos rápidos y elásticos; luego tomé impulso y me lancé a una carrera feliz que prontamente tomó la loca velocidad de un descenso en esquíes. Podía regular mi velocidad y mi dirección por medio de ligeros movimientos.
Cerca de la ciudad detuve esta carrera triunfal y retomé mi andar tranquilo de paseante. La luna continuaba muy alta. Las transformaciones del cielo, las metamorfosis de sus múltiples bóvedas en configuraciones cada vez más ingeniosas no habían concluido. Como un astrolabio de plata, descubría su mecanismo en esa noche mágica y dejaba ver en sus evoluciones infinitas las matemáticas resplandecientes de sus piñones y resortes.
A la altura del Mercado encontré a gente que, como yo, gozaba de ese tiempo excepcional. Todos estaban encantados por el espectáculo nocturno y elevaban sus miradas al cielo. Dejé de preocuparme por la billetera de mi padre. El, perdido en sus excentricidades, seguramente había olvidado su pérdida. Mi madre, por su parte, no me preocupaba.
En una noche así, única en el año, descienden hasta nosotros pensamientos felices, revelaciones, iluminaciones repentinas del espíritu divino. Uno se siente tocado por el dedo de Dios. Lleno de ideas y de inspiración, quería volver a casa, cuando me crucé con algunos compañeros de estudios con sus libros bajo el brazo. Habían salido demasiado temprano de la escuela, como despertados por la claridad de esa noche que no quería terminar.
Nos paseamos por una calle en pendiente abrupta en la que soplaba una brisa de violetas, sin estar seguros si todavía duraba esa mágica noche plateada de nieve o si ya estaba amaneciendo.
*Escritor polaco.
martes, mayo 13, 2008
XXXI Feria Provincial del Libro de Oberá
La Comisión Organizadora de la XXXI Edición de la Feria Provincial del Libro,a realizarse entre el 21 y el 29 de junio del presente año, invita a todos los escritores a presentar sus libros editados en el marco de esta Feria.
Para quienes les interese, a continuación van algunos datos:
.Los horarios de presentación de libros y de conferencias son, como de costumbre, de 18 a 20.
.El 30 de mayo es la última fecha para anotarse en el Programa.
. Este año la Feria estará dedicada a los 80 años de la Fundación de Oberá. También, se recordará el centenario de la muerte o nacimiento de varios escritores y artistas. Por ejemplo, el Poeta Horacio Romano.
. Para mayor información, escribir a: Rosa Ema Peruzzo de Moreira: quititaperuzzo@hotmail.com
Para quienes les interese, a continuación van algunos datos:
.Los horarios de presentación de libros y de conferencias son, como de costumbre, de 18 a 20.
.El 30 de mayo es la última fecha para anotarse en el Programa.
. Este año la Feria estará dedicada a los 80 años de la Fundación de Oberá. También, se recordará el centenario de la muerte o nacimiento de varios escritores y artistas. Por ejemplo, el Poeta Horacio Romano.
. Para mayor información, escribir a: Rosa Ema Peruzzo de Moreira: quititaperuzzo@hotmail.com
domingo, mayo 11, 2008
Ciclo de Lecturas
Ciclo Carne Argentina
Tercera temporada: "Llegando la Carne"
Leen en escena:
Ariel Magnus/Jimena Néspolo/Leo Maslíah
Martes 13 de mayo, 21.00
Bar de La Tribu [Lambaré 873]
Entrada libre
www.ciclocarneargentina.blogspot.com
Tercera temporada: "Llegando la Carne"
Leen en escena:
Ariel Magnus/Jimena Néspolo/Leo Maslíah
Martes 13 de mayo, 21.00
Bar de La Tribu [Lambaré 873]
Entrada libre
www.ciclocarneargentina.blogspot.com
sábado, mayo 10, 2008
Armonía Somers*: El perro**
Y ya no más que temer. Al fin, las propiedades que se pierden solas son las mejores, porque al menos expresaron su deslealtad natural, no anduvieron con rodeos. Así lo estaba razonando todo junto al cerco de la casilla, cuando, no por la sensibilidad plantar de la mujer, sino por las orejas del perro, supo que venía el tren. Como siempre el animal empezó a ensayar un avance con las patas de atrás, limándolas contra las piedras, a bien de estar en buenas condiciones para correr junto al convoy algunos metros ladrando a todo volumen. Las cosas habían principiado, pues, como siempre. De pronto, y tal el que asiste a las situaciones fulminantes de los sueños, pareció meterse por los ojos del hombre aquella imagen, el cocinero del tren arrojando ciertos comestibles por la ventanilla. El perro, con el hambre pudorosa que era el orden del día en la casa, dio sin embargo un vuelco moral en el orgullo y agarró por los aires lo que se le venía. Pero el tipo, al cual se habrían echado a perder por alguna razón las provisiones, empezó a tirar más y más cosas por la borda, y así el animal largó lo que portaba en la boca para ir por las siguientes, sin comerse ninguna y sin abandonar tampoco las otras. A todo lo que alcanzaron sus ojos, el tren seguía descargando su vientre descompuesto y el maldito perro agarra y deja las presas. Luego, ya no se vio más nada.
Aguardó toda la tarde. No, un perro es el último ser viviente que puede esperarse que nos traicione por el vislumbre de una nueva abundancia. Sin embargo fue así, aunque no estuviera escrito. Es que en materia de infidelidad puede sucedernos todo, dijo en la tarde vacía de resonancias, hasta que el perro abandone también el lugar donde ni la mujer ni el gallo se animaron a seguir tirando.
Era un final de jornada con anuncios visibles de tormenta. Y fue agarrándose a aquella pequeñez de orden meteorológico que logró el primer escape de la primera noche sin mujer, en base a los pensamientos de escasa importancia que revoloteaban en su aire. Cuando caían ya las primeras gotas, y se vio por el color del cielo que aquello iba a ser cosa de agua y viento, ató el caballo a la cerca lo más fuerte que pudo y penetró en la casilla, dispuesto a saborear a plena conciencia su refinada soledad de hombre que ya no tendrá a nadie para quien sacrificar las propias decisiones, aun la de abandonarlo todo para los que se arrojan sobre bienes mostrencos.
-Maldita esclavitud -dijo encendiendo la lámpara- malditos trastos acumulados. Uno pasa la mitad de la vida junta que junta. Y luego, un día que quiere montar aunque sea en pelo y largarse no puede. A veces sólo porque le dará cierto asco pensar que en el colchón donde se ha dormido vaya a instalarse un pueblo de lagartijas.
* "Armonía Somers", seudónimo de Armonía Liropeya Etchepare Locino (7 de octubre de 1914, Pando-1 de marzo de 1994, Montevideo: escritora y pedagoga de Uruguay.
** Historia en cinco tiempos.
Aguardó toda la tarde. No, un perro es el último ser viviente que puede esperarse que nos traicione por el vislumbre de una nueva abundancia. Sin embargo fue así, aunque no estuviera escrito. Es que en materia de infidelidad puede sucedernos todo, dijo en la tarde vacía de resonancias, hasta que el perro abandone también el lugar donde ni la mujer ni el gallo se animaron a seguir tirando.
Era un final de jornada con anuncios visibles de tormenta. Y fue agarrándose a aquella pequeñez de orden meteorológico que logró el primer escape de la primera noche sin mujer, en base a los pensamientos de escasa importancia que revoloteaban en su aire. Cuando caían ya las primeras gotas, y se vio por el color del cielo que aquello iba a ser cosa de agua y viento, ató el caballo a la cerca lo más fuerte que pudo y penetró en la casilla, dispuesto a saborear a plena conciencia su refinada soledad de hombre que ya no tendrá a nadie para quien sacrificar las propias decisiones, aun la de abandonarlo todo para los que se arrojan sobre bienes mostrencos.
-Maldita esclavitud -dijo encendiendo la lámpara- malditos trastos acumulados. Uno pasa la mitad de la vida junta que junta. Y luego, un día que quiere montar aunque sea en pelo y largarse no puede. A veces sólo porque le dará cierto asco pensar que en el colchón donde se ha dormido vaya a instalarse un pueblo de lagartijas.
* "Armonía Somers", seudónimo de Armonía Liropeya Etchepare Locino (7 de octubre de 1914, Pando-1 de marzo de 1994, Montevideo: escritora y pedagoga de Uruguay.
** Historia en cinco tiempos.
viernes, mayo 09, 2008
Casa del Escritor
El próximo sábado 10 de mayo, a las 18.30, leerán sus poemas el poeta de Quebec Jean-Marc Desgent y el poeta mexicano José Javier Villarreal. En la Casa del Escritor, dependiente de la Dirección del Libro y Promoción de la Lectura, Lavalleja 924, Capital.
miércoles, mayo 07, 2008
Para agendar
Bajo la Luna Editorial invita a la presentación de
LA MITAD DE LA VERDAD
Obra poética reunida
de Irene Gruss
a cargo de Horacio Zabaljáuregui
El jueves 15 de mayo, a las 19 y 30 horas
CASA DEL ESCRITOR
LAVALLEJA 924
Se ruega puntualidad.
Esta obra reunida –que incluye La luz en la ventana (1982), El mundo incompleto (1987), La calma (1991), Sobre el asma (1995), Solo de contralto (1997), En el brillo de uno en el vidrio de uno (2000) y La dicha (2004), junto a una serie de poemas inéditos agrupados bajo el título “Poemas irresueltos”– confirma el estilo peculiar con que la obra de Irene Gruss vincula vida y poesía, y ofrece la posibilidad de apreciar en su conjunto una voz indispensable de la poesía argentina contemporánea.
LA MITAD DE LA VERDAD
Obra poética reunida
de Irene Gruss
a cargo de Horacio Zabaljáuregui
El jueves 15 de mayo, a las 19 y 30 horas
CASA DEL ESCRITOR
LAVALLEJA 924
Se ruega puntualidad.
Esta obra reunida –que incluye La luz en la ventana (1982), El mundo incompleto (1987), La calma (1991), Sobre el asma (1995), Solo de contralto (1997), En el brillo de uno en el vidrio de uno (2000) y La dicha (2004), junto a una serie de poemas inéditos agrupados bajo el título “Poemas irresueltos”– confirma el estilo peculiar con que la obra de Irene Gruss vincula vida y poesía, y ofrece la posibilidad de apreciar en su conjunto una voz indispensable de la poesía argentina contemporánea.
Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar
El Instituto Cubano del Libro, la Casa de las Américas y la Fundación ALIA convocan a la séptima edición del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, creado por la prestigiosa escritora y traductora Ugnè Karvelis, con el objetivo de estimular a los narradores de Iberoamérica. El premio, que tiene una frecuencia anual, fue concebido además como un homenaje al gran escritor argentino, uno de los mayores de nuestra lengua.
Podrán participar todos los autores iberoamericanos con tres copias de un cuento inédito, de tema libre, cuya extensión no exceda las veinte cuartillas mecanografiadas a dos espacios y que no esté comprometido con otro concurso ni se encuentre en proceso editorial.
Los cuentos estarán firmados por sus autores, quienes incluirán sus datos de localización. Es admisible el seudónimo, siempre y cuando esté plenamente reconocido, pero será indispensable la identificación personal.
Las obras deberán ser enviadas,antes del 15 de junio de 2008 a: Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar. Instituto Cubano del Libro. Calle OReilly 4 esquina Tacón. Habana Vieja. CP 10100. Cuba; o a: Casa de las Américas. Calle 3ra, esquina Vedado. Plaza. Ciudad de La Habana. CP 10400. Cuba.
El jurado, integrado por destacados narradores y críticos, dará su fallo a finales de julio de 2008. Se otorgará un premio único e indivisible que consistirá en $1500 euros, la publicación del cuento premiado en La Letra del Escriba, así como su publicación en forma de libro junto con los relatos que obtengan menciones, volumen que se presentará en la Feria Internacional del Libro de La Habana de 2009.
La premiación se realizará en La Habana el 26 de agosto de 2008, aniversario del natalicio de Julio Cortázar. No se devolverán los originales concursantes.
Podrán participar todos los autores iberoamericanos con tres copias de un cuento inédito, de tema libre, cuya extensión no exceda las veinte cuartillas mecanografiadas a dos espacios y que no esté comprometido con otro concurso ni se encuentre en proceso editorial.
Los cuentos estarán firmados por sus autores, quienes incluirán sus datos de localización. Es admisible el seudónimo, siempre y cuando esté plenamente reconocido, pero será indispensable la identificación personal.
Las obras deberán ser enviadas,antes del 15 de junio de 2008 a: Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar. Instituto Cubano del Libro. Calle OReilly 4 esquina Tacón. Habana Vieja. CP 10100. Cuba; o a: Casa de las Américas. Calle 3ra, esquina Vedado. Plaza. Ciudad de La Habana. CP 10400. Cuba.
El jurado, integrado por destacados narradores y críticos, dará su fallo a finales de julio de 2008. Se otorgará un premio único e indivisible que consistirá en $1500 euros, la publicación del cuento premiado en La Letra del Escriba, así como su publicación en forma de libro junto con los relatos que obtengan menciones, volumen que se presentará en la Feria Internacional del Libro de La Habana de 2009.
La premiación se realizará en La Habana el 26 de agosto de 2008, aniversario del natalicio de Julio Cortázar. No se devolverán los originales concursantes.
domingo, mayo 04, 2008
LOS ESPACIOS VERDES PUBLICOS Y GRATUITOS NO SON NEGOCIABLES
Informamos a todos los vecinos del barrio Parque Chacabuco:
El jueves 15 de mayo, a las 1o, tendrá lugar en el Centro Cultural Adán Buenos Aires, ubicado bajo la autopista, la audiencia (reunión vecinal), convocada por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, con motivo de la construccción de la subida y de la bajada de la mencionada autopista en el Parque.
Anotarse en Avda de Mayo 591, 4 piso, de 11 a 18. Antes del 9 de mayo.
¡NO a la subida y a la bajada en el parque!
¡SÍ a la reparación urgente del predio y de nuestra pista de atletismo!
¡SÍ a una mejor calidad de vida!
¡JUNTOS Y UNIDOS DEBEMOS DEFENDER NUESTRO PARQUE!
La audiencia pública no legitima las obras
jueves, mayo 01, 2008
Para agendar
En el marco de la Feria del Libro de Buenos Aires, y con el auspicio del Gobierno de la Provincia de Santa Fe y el Ministerio de Innovación y Cultura, el próximo 6 de mayo, a las 18, en el estand 320-pabellón azul del gobierno de Santa Fe, se presentará el libro Las 40. Poetas Santafesina 1922-1981, de la escritora Concepción Bertone.
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