martes, noviembre 28, 2017

Raúl González Tuñón: «Cantata para nuestros muertos»

En "Demanda contra el olvido", de 1963.




sábado, noviembre 25, 2017

Hilda Doolitle (HD): De su libro Trilogía


En su libro Trilogía, Hilda Doolittle (H.D.), siguiendo la cosmovisión esbozada ya en su novela Palimpsest, y mediante la técnica de las imágenes yuxtapuestas, identifica Londres y Karnak. El libro está dividido en tres movimientos, constituidos por series de dísticos agrupados en sucesiones de diferentes series. Según aclara Louis L. Martz  en el prólogo del libro H.D. Selected Poems (Edited by Martz), la primera parte,"No caen las murallas", escrita en 1942, es preparatoria y exploratoria, una afirmación de la creencia; parte de una inmersión en lo oscuro, pero también se sostiene la creencia de que "la eternidad existe". El Londres de la guerra es como Troya después de su incendio, también como Pompeya después de la erupción del Vesubio, pero siempre hay algo que se salva y que nos hace sacar provecho de la desgracia. 
El descubrimiento del secreto de Isis viene en la segunda parte, "Tributo a los ángeles", que comienza bajo la dirección del mítico Hermes Trimegisto, el padre de la lengua y fundador de la antigua cultura egipcia. Este movimiento se inicia con elementos tomados del capítulo 21 del Apocalipsis y del Corpus Hermeticum
"El florecimiento de la vara", tercera parte,  trata de la redención: cuenta cómo María Magdalena ha obtenido de Gaspar, uno de los Magos, la jarra con la que ungió los pies de Cristo. Se trata de un relato de sanación dirigido no sólo a Londres sino a todas las "ciudades humeantes" de Europa, durante la Segunda Guerra. Las fuentes que la poeta menciona son la Carta a los Hebreos 9,4 e Isaías 11,1Las versiones en español de los poemas que transcribimos corresponden a diversos traductores.




(33)
Midamos la derrota
en términos de pan y de carne,

y los continentes
en la expresión relativa

de los campos de trigo; no enseñemos
lo que mal aprendimos

y no nos benefició;
no preparemos

pociones curativas a los muertos
ni inventemos

colores nuevos
para ojos ciegos.




(39) 
Hemos recibido demasiados dogmas
y muy pocas garantías,
demasiados: más no se ha demostrado
lo suficiente que esto, esto, esto
es herejía: sé y siento
el significado que ocultan las palabras;
son anagramas, criptogramas,
pequeños estuches, adecuados
para incubar mariposas



[41]
Sirio:
¿qué misterio es este?
eres semilla,
grano junto a la arena,
plantado en el surco
negro como el plomo.
Sirio:
¿qué misterio es este?
te has ahogado
en el río;
los riachuelos de la primavera
empujan las compuertas del agua.
Sirio:
¿qué misterio es este?
donde el calor quiebra y agrieta
el desierto de arena,
tú eres una neblina
de nieve: blancas, diminutas flores.


[43] 
Pero no caen las murallas,
no entiendo por qué;
hay un ssss-silbido,
una nueva dimensión,
desconocida, del relámpago;
estamos indefensos,
polvo y pólvora anegan los pulmones,
nuestros cuerpos chocan
al cruzar las puertas desgoznadas,
ceden los dinteles
formando un aspa;
caminamos sin descanso
bajo un aire leve
que se espesa en niebla cegadora,
entonces nos apartamos
sin demora, porque ni del aire
podemos fiarnos,
denso donde habría de ser fino
y tenue
donde las alas se separan y abren,
y el éter
pesa más que el suelo,
y el suelo se comba
como en un naufragio;
no conocemos reglas
por las que guiarnos,
somos navegantes, exploradores
de lo desconocido,
lo no registrado;
carecemos de mapa;
quizá arribemos a puerto,
a cielo.

De "No caen las murallas", primer libro de Trilogía. 
--------------------


24) 

Cada hora, cada momento
tiene su específico Espíritu acompañante;

la manecilla del reloj, minuto a minuto,
golpetea en torno a su órbita prescrita;

pero esta curiosa perfección mecánica
no debería separar sino antes bien relacionar

nuestra vida, este eclipse temporal,
con aquella otra...

(25) 
...vida de la no necesidad
de la luna de brillar en él,

pues golpeteaba minuto a minuto
(el reloj en mi cabecera,

con su pálido, luminoso disco)
cuando la Dama tocó;

yo hablaba informalmente
con amigos en la otra habitación,

cuando vimos la estancia de afuera
hacerse más ligera –y en el umbral

no había tal puerta
(se trataba de un sueño, desde luego),

y ella estaba ahí de pie,
en realidad, al doblar la escalera.

(26) 
Uno de nosotros dijo, qué extraño,
ella está ahí de pie en realidad,

me pregunto: ¿qué la habrá traído?
y otro de nosotros dijo:

¿tendremos algún poder
nosotros tres juntos,

que actúa como una especie de imán
que atrae lo sobrenatural?

(pero todo era lo suficientemente natural,
según acordamos);

no sé lo que dije
o si dije algo,

pues antes de que pudiera hablar,
me di cuenta de que había estado soñando,

que yacía despierta ahora en mi cama,
que esa luz tan luminosa

era la carátula fosforescente
de mi pequeño reloj

y el leve golpeteo
provenía de las agujas.

(27)
Y sin embargo de sutil manera
ella estaba ahí más que nunca,

como si milagrosamente se hubiera
relacionado con el tiempo ahí,

lo cual no es cosa fácil
incluso para el experimentado extraño,

de quien no debemos olvidarnos
pues hay quien recibe a los ángeles de improviso.

(31) 
Pero nada de esto, nada de esto
la sugiere tal como yo la vi,

aunque posiblemente nos aproximemos
a cierta parte de su fresca bondad

en la graciosa gentileza
de las doncellas marinas de mármol en Venecia,

que ascienden por la escalinata del altar
en Santa Maria dei Miracoli,

o la aclamamos
con otro nombre en Viena,

Maria von dem Schnee
Nuestra Señora de la Nieve

(32) 
Pues en verdad puedo decir
que sus velos eran blancos como la nieve,

nada más pleno sobre la tierra
los puede superar en blanco; puedo decir

que lucía bellísima, lucía hermosa,
iba engalanada con un manto

hasta los talones, pero no iba
sujeto con un lazo de oro,

no había oro, ningún color,
no había resplandor en la tela

ni sombra de hilván y bastilla
cuando se dejaba caer; ella no lucía

ninguno de sus atributos de costumbre;
el Niño no la acompañaba.

(41) 
Llevaba un libro, ya sea para decirnos
que era uno de nosotros, con nosotros,

o para sugerir que estaba satisfecha
con nuestra ofrenda, un atributo a los Ángeles;

y aunque hablaron los campanili,
Gabriel, Azrael,

aunque los campanili respondieron,
Rafael, Uriel,

aunque una distante nota sobre el agua
redobló Anael y Miguel,

fue implícita desde un principio
otra, profunda, innombrada, resurgente campana

que respondió, soñando a través de todos:
recuerda, donde nunca hubo

necesidad para que la luna brillara...
no vi templo alguno.

(42) 
Algunos nombran a esa campana tan profunda
Zadkiel, la bondad de Dios,

él es regente de Júpiter
o Zeus padre o Teus padre,

Teus, Dios; Dios el padre, padre dios
o el Ángel dios padre,

él mismo, el cielo aún en casa en una estrella
cuyo color es amatista,

cuya vela se enciende en violeta profundo
con las demás.

(43) 
Y el punto del espectro
donde todas las luces son una sola

es blanco y blanco no es una falta de color,
tal como se nos enseña desde niños,

sino un todo color;
donde las flamas se mezclan

y las alas se encuentran, donde ganamos
el arca de la perfección,

estamos satisfechos, estamos felices,
comenzamos de nuevos;
Yo ví a Juan. Soy testigo
de las alas de arco iris, del alcance del cielo

y los muros de color,
las columnas de jaspe;
pero cuando la joya
se derrite en el crisol,
no encontramos cenizas, cenizas de rosa,
una alta vasija y un báculo de lirio,
no un vas spirituale,
no una rosa mystica siquiera
sino un racimo color de rosa de jardín
o un rostro como rosa de Navidad.
He aquí el florecimiento del cayado,
es el florecimiento de la leña quemada,
donde, Zadkiel, nos detenemos a dar gracias
por levantarnos de nuevo de entre los muertos y vivir.

* De Tribute to angels, segundo libro de Trilogía
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(2)
Voy donde amo y soy amada
hacia la nieve;

Voy hacia aquello que amo
sin ningún pensamiento de deber o piedad;

Voy hacia donde pertenezco, inexorable,
como la lluvia que no ha cesado de caer

hacia los surcos; he dado
o podría haber dado

vida al grano;
pero si éste no crece o madura

con la lluvia de la hermosura,
la lluvia retornará a la nube,

quien cosecha afila su acero sobre piedra;
pero éste no es nuestro campo,

no lo hemos sembrado;
impiadosos, impiadosos, dejemos

el sitio de la calavera
para aquellos que lo compusieron.


(5)Satisfechos, insatisfechos,
saciados o entumecidos de hambre,

he aquí la urgencia eterna,
la desesperación, el deseo de equilibrar

la variante eterna;
tú percibes este llamado insistente,

esta demanda de un cierto instante,
la vocación de gozar, de vivir,

no el mero afán de perdurar,
la vocación de vuelo, de consecución,

la vocación de reposo tras un largo vuelo;
pero ¿quién conoce la desesperada urgencia

de esos otros –verdaderos tal vez ahora
míticos pájaros—que buscan, infructuosos, reposo

hasta que se desploman desde el punto más alto de
la espiral
o caen del centro mismo de un círculo cada vez más estrecho?

pues ellos recuerdan, recuerdan, al mecerse y revolotear
lo que existió una vez –recuerdan, recuerdan—

ellos no se desviarán –han conocido la bienaventuranza
el fruto que satisface –han retornado—

¿y si las islas se perdiesen? ¿si las aguas
cubrieran las Hespérides? Mejor es que recuerden—

recuerden las manzanas doradas del árbol;
Oh, no los compadezcas, mientras los ves caer uno por uno,

pues caen exhaustos, adormecidos, ciegos,
pero en un cierto éxtasis,

pues de ellos es el hambre
del Paraíso.

27 
Y Gaspar (pues sin duda era mercader)
al principio no la reconoció;

era frágil, delgada, no llevaba pulseras
ni ningún otro adorno, y con el chal

envolviendo su cabeza y sus hombros
no se hacía notar, no parecía

una sirvienta llevando un recado, sino alguien
de confianza, de parte de una gran dama;

la discreción en persona
con su túnica oscura y su tocado;

Gaspar no la reconoció
hasta que el chal se le cayó al suelo,

y reconoció entonces no sólo a María
tal como decían las estrellas (Venus en ascendente

o Venus en conjunción con Júpiter
o comoquiera que él llamase a estos fuegos errantes),

sino que, cuando vio la luz de su cabello
igual que luna llena sobre un río perdido,

Gaspar
recordó.

*De "La floración de la vara", tercer libro de Trilogía.

domingo, noviembre 19, 2017

Henri Michaux**: Poema: exorcismo por ardid*: una vez más

Poema: exorcismo por ardid*
Por Henri Michaux**

Harto extraordinario sería que de los miles de sucesos que acaecen cada año resultase una armonía perfecta. Siempre hay algunos que se atragantan, y que uno guarda dentro de sí, hirientes.
Una de las cosas que pueden hacerse: el exorcismo.
Toda situación es dependencia y cientos de dependencias. Sería inaudito que resultase de esto una satisfacción sin tacha o que un hombre pudiera, por muy activo que fuese, combatirlas a todas eficazmente en la realidad.
Una de las cosas que pueden hacerse: el exorcismo.
El exorcismo, reacción de poder, a modo de ataque con ariete, es el auténtico poema del prisionero. En el lugar mismo del sufirmiento y la manía se introduce tal exaltación, tan magnífica violencia, unidas al martillear de las palabras, que el daño se disuelve progresivamente y lo reemplaza una aérea ira demoníaca --¡maravilloso estado!
Muchos poemas contemporáneos, poemas de liberación, obran también uno de los efectos del exorcismo; mas un exorcismo por ardid. Por ardid de la naturaleza subconsciente que se defiende mediante una elaboración imaginativa apropiada: los sueños. Por ardid premeditado o tanteante, que busca su punto de aplicación óptimo: los sueños diurnos.
No sólo los sueños sino una infinidad de pensamientos son "para salir del apuro", e incluso sistemas filosóficos que se creían algo muy distinto fueron sobre todo exorcisantes.
Efecto liberador semejante, pero naturaleza por completo diferente.
Nada en ella de ese impulso de saeta, fogoso y como suprahumano del exorcismo. Nada de esa especie de torreta de bombardeo que se forma en los momentos en que el objeto que hay que rechazar se ha tornado casi eléctricamente presente y es mágicamente combatido.
Esta ascensión vertical y explosiva constituye uno de los momentos culminantes de la existencia. Por muchas veces que aconseje uno tal ejercicio a quienes viven a pesar suyo en dependencia desgraciada, siempre serán pocas. Pero resulta difícil encender el motor; solamente logra hacerlo la cuasi desesperación.
Como sabe el buen entendedor, los poemas del comienzo de este libro no están en absoluto escritos por odio a esto o aquello, sino para liberarse de infleuncias.
La mayoría de los textos que siguen son, en cierto modo, exorcismos por ardid. Su razón de ser: mantener en jaque a los poderes circundantes del mundo hostil.


*Prefacio del libro Adversidades, exorcismos. Traducc. Jorge Riechman. Editorial Poesía Cátedra, Madrid, 1988.

**Poeta y pintor francés de origen belga. Entre sus libros se cuentan: Quien fui (1924), Ecuador (1929), Un bárbaro en Asia (1932), Paz en los quebrantes (1959), El infinito turbulento (1957), Conocimiento en el abismo (1961), Las grandes pruebas del espíritu (1966). Murió el 19 de octubre de 1984.

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viernes, noviembre 17, 2017

Libro Recomendado: Pampa Stalingrado de Flavia Soldano


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martes, noviembre 14, 2017

Cienvolando presenta


lunes, noviembre 13, 2017

Hilos Editora: Celia Gourinski


Gracias María Mascheroni

Informa el Consejo  Editorial de Hilos Editora que se está trabajando con la obra completa de la gran poeta argentina Celia Gourinski

"La poesía es una llaga necesaria. Es un espléndido parto doloroso: surge del conocimiento por ese deseo, un acto de amor con amor con muerte con odio con densidad. También es Mutación: nace un engendro –la obra- y crece hasta convertirse en un solo ser con dos cabezas, dos sexos, un cuerno y alas, clamando por parir a su padre. Cundo lo logra le da el beso de adiós a su progenitor-creado y se desprende mientras lo mata, mientras sonríe con entraña, su nuevo Nombre.

La poesía es un no tener más remedio.

Cordón umbilical que relaciona y confunde al hombre con lo sagrado"


Celia Gourinski

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domingo, noviembre 12, 2017

Onelio Jorge Cardoso*: EL CABALLO DE CORAL


Gracias Gerardo Ciriani


Éramos cuatro a bordo y vivíamos de pescar langostas.
El Eumelia tenía un solo palo y cuando de noche un
hombre llevaba entre las manos o las piernas el mango
del timón, tres dormíamos hacinados en el oscuro castillo
de proa y sintiendo cómo con los vaivenes del
casco nos llegaba el agua sucia de la cala a lamernos
los tobillos.
Pero éramos cuatro obligados a aquella vida, porque
cuando un hombre coge un derrotero y va echando
cuerpo en el camino ya no puede volverse atrás. El
cuerpo tiene la configuración del camino y ya no puede
en otro nuevo. Eso habíamos creído siempre, hasta
que vino el quinto entre nosotros y ya no hubo manera
de acomodarlo en el pensamiento. No tenía razón ni
oficio de aquella vida y a cualquiera de nosotros le
doblaba los años. Además era rico y no había por qué
enrolarlo por unos pesos de participación. Era una
cosa que no se entiende, que no gusta, que un día salta
y se protesta después de haberse anunciado mucho en
las miradas y en las palabras que no se quieren decir.
Y al tercer día se dijo, yo por mí, lo dije:
—Mongo, ¿qué hace el rico aquí?, explícalo.
—Mirar el fondo del mar.
—Pero si no es langostero.
—Mirarlo por mirar.
—Eso no ayuda a meter la presa en el chapingorro.
—No, pero es para nosotros como si ya se tuviera la
langosta en el bolsillo vendida y cobrada.
—No entiendo nada.
—En buenas monedas, Lucio, en plata que rueda y
se gasta.
—¿Paga entonces?
—Paga.
—¿Y a cuánto tocamos?
—A cuanto queramos tocar.
Y Mongo empezó a mirarme fijamente y a sonreír
como cuando buscaba que yo entendiera, sin más palabras,
alguna punta pícara de su pensamiento.
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—¿Y sabe que a veces estamos algunas semanas sin
volver a puerto?
—Lo sabe.
—¿Y que el agua no es de nevera ni de botellón con
el cuello para abajo?
—Lo sabe.
—¿Y que aquí no hay dónde dormir que no sea tabla
pura y dura?
—También lo sabe y nada pide, pero guárdate algunas
preguntas, Lucio, mira que en el mar son como los
cigarros, luego las necesitas y ya no las tienes.
Y me volvió la espalda el patrón cuando estaba empezando
a salir sobre El Cayuelo el lucero de la tarde.
Aquella noche yo pensé por dónde acomodaba el
hombre en mi pensamiento. Mirar, cara al agua, cuando
hay sol y se trabaja, ¿acaso no es bajar el rostro
para no ser reconocido de otro barco? ¿Y qué puede
buscar un hombre que deja la tierra segura, y los dineros
seguros? ¿Qué puede buscar sobre el pobre Eumelia
que una noche de éstas se lo lleva el viento norte
sin decir adonde? Me dormí porque me ardían los ojos
de haber estado todo el día mirando por el fondo de la
cubeta y haciendo entrar de un culatazo las langostas
en el chapingorro. Me dormí como se duerme uno
cuando es langostero, desde el fondo del pensamiento
hasta la yema de los dedos.
Al amanecer, como si fuera la luz, hallé la respuesta;
otro barco de más andar ha de venir a buscarlo. A
Yucatán irá, a tierra de mexicanos, por alguna culpa de
las que no se tapan con dinero y hay que poner agua,
tierra y cielo por medio. Por eso dice el patrón que
tocaremos a como queramos tocar. Y me pasé el día
entero boca abajo sobre el bote, con Pedrito a los remos
y el Eumelia anclado en un mar dulce y quieto,
sin brisa, dejando mirarse el cielo en él.
—El hombre ha hecho lo mismo que tú; todo el día
con la cabeza para abajo mirando el fondo —dijo sonriendo
Pedrito, y yo, mientras me restregaba las manos
para no mojar el segundo cigarro del día, le pregunté:
—¿No te parece que espera un barco?
—¿Qué barco?
25
—¡Vete tú a ponerle el nombre, qué sé yo! Acaso de
matrícula de Yucatán.
Los ojos azules de Pedrito se me quedaron mirando,
inocentemente, con sus catorce años de edad y de mar:
—No sé lo que dices.
—Querrá irse de Cuba.
—Dijo que volvía a puerto, que cuando se vayan las
calmas arribará a la costa de nuevo.
—¿Tú lo oíste?
—¡Claro!, se lo dijo a Mongo: “Mientras no haya
viento estaré con ustedes, después volveré a casa”.
—¡Cómo!
—El acuerdo es ése, Lucio, volverlo a puerto cuando
empiecen aunque sean las brisas del mediodía.
Luego el hombre no quería escapar, y era rico. Hay
que ser langostero para comprender que estas cosas no
se entienden; porque hasta una locura cualquiera piensa
uno hacer un día por librarse para siempre de las
noches en el castillo de proa y los días con el cuerpo
boca abajo.
Le quité los remos y nos fuimos para el barco sin
más palabras.
Cuando pasé por frente de la popa miré; estaba casi
boca abajo. No miró nuestro bote ni pareció siquiera
oír el golpe de los remos y sólo tuvo una expresión de
contrariedad cuando una onda del remo vino a deshacer
bajo su mirada el pedazo de agua clara por donde
metía los ojos hasta el fondo del mar.
Uno puede hacer sus cálculos con un dinero por venir,
pero hay una cosa que importa más: saber por qué
se conduce un hombre que es como un muro sin sangre
y con los ojos grandes y con la frente despejada.
Por eso volví a juntarme con el patrón:
—Mongo. ¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Por qué paga?
Mongo estaba remendando el jamo de un chapingorro
y entreabrió los labios para hablar, pero sólo le
salió una nubecita del cigarro que se partió en el aire
enseguida.
—¿No me estás oyendo?—insistí.
—Sí.
—¿Y qué esperas para contestar?
26
—Porque sé lo que vas a preguntarme y estoy pensando
de qué manera te puedo contestar.
—Con palabras.
—Sí, palabras, pero la idea…
Se volvió de frente a mí y dejó a su lado la aguja de
trenzar.
Yo me mantuve unos segundos esperando y al fin
quise apurarlo:
—La pregunta que yo hago no es nada del otro
mundo ni de éste.
—Pero la respuesta sí tiene que ver con el otro
mundo, Lucio —me dijo muy serio y cuando yo cogí
aire para decir mi sorpresa fue que Pedrito dio la voz:
—¡Ojo, que nos varamos!
Nos echamos al mar y con el agua al cuello fuimos
empujando el vientre del Eumelia hasta que se recobró
y quedó de nuevo flotando sobre un banco de arenilla
que giraba sus remolinos. Mongo aprovechó para registrar
el vivero por si las tablas del fondo, y a mí me
tocó hacer el almuerzo. De modo y manera que en
todo el día no pude hablar con el patrón. Mas, pude
ver mejor el rostro del hombre y por primera vez
comprendí que aquellos ojos, claros y grandes, no se
podían mirar mucho rato de frente. No me dijo una
palabra, pero se tumbó junto a la barra del timón y se
quedó dormido como una piedra. Cuando vino la noche
el patrón lo despertó y en la oscuridad sorbió sólo
un poco de sopa y se volvió a dormir otra vez.
Estaba soplando una brisita suave que venía de los
uveros de El Cayuelo y fregué como pude los platos en
el mar para ir luego a la proa donde el patrón se había
tumbado panza arriba bajo la luna llena. No le dije casi
nada, empecé por donde había dejado pendiente la cosa:
—La pregunta que yo hago no es nada del otro
mundo ni de éste.
Sonrió blandamente bajo la luna. Se incorporó sin
palabras y mientras prendía su tabaco, habló iluminándose
la cara a relámpagos.
—Ya sé lo que puedo contestarte, Lucio, siéntate.
Pegué la espalda al palo de proa y me fui resbalando
hasta quedar sentado.
27
—Escúchame, piensa que no está bien de la cabeza
y que le vuelve el cuerpo a su dinero por estar aquí.
—¿Cabecibajo todo el día mirando el agua?
—El fondo.
—El agua o el fondo, ¿no es un disparate?
—¿Y qué importa si un hombre paga por su disparate?
—Importa.
¿Por qué?
De pronto yo no sabía por qué, pero le dije algo como
pude:
—Porque no basta sólo con tener un dinero ajeno al
trabajo, uno quiere saber qué inspira la mano que lo da.
—La locura, suponte.
—¿Y es sano estar con un loco a bordo de cuatro
tablas?
—Es una locura especial, Lucio, tranquila, sólo irreconciliable
con el viento.
Aquello otra vez, y me enderecé para preguntarle:
—¿Qué juega el viento aquí, Mongo? Ya me lo dijo
Pedrito. ¿Por qué quiere el mar como una balsa?
—Lo digo: locura, Lucio.
—¡No! —le contesté levantando la voz, y miré
hacia popa enseguida seguro de haberlo despertado,
pero sólo vi sus pies desnudos que se salían de la sombra
del toldo y los bañaba la luna. Luego, cuando me
volví a Mongo vi que tenía toda la cara llena de risa:
—¡No te asustes, hombre! Es una locura tonta y paga
por ella. Es incapaz de hacer daño.
—Pero un hombre tiene que desesperarse por otro
—le dije rápido y comprendí que ahora sí había podido
contestar lo que quería.
—Bueno, pues te voy a responder: el hombre cree
que hay alguien debajo del mar.
—¿Alguien?
—Un caballo.
—¡Cómo!
—Un caballo rojo, dice, muy rojo como el coral.
Y Mongo soltó una carcajada demasiado estruendosa,
tanto que no me equivoqué; de pronto entre nosotros
estaba el hombre y Mongo medio que se turbó
preguntando:
28
—¿Qué pasa paisano, se le fue el sueño?
—Usted habla del caballo y yo no miento, yo en estas
cosas no miento.
Me fui poniendo de pie poco a poco porque no le
veía la cara. Solamente el contorno de la cabeza contra
la luna y aquella cara sin duda había de estar molesta a
pesar de que sus palabras habían sonado tranquilas;
pero no, estaba quieto el hombre como el mar. Mongo
no le dio importancia a nada, se puso mansamente de
pie y dijo:
—Yo no pongo a nadie por mentiroso, pero no buscaré
nunca un caballo vivo bajo el mar —y se deslizó
enseguida a dormir por la boca cuadrada del castillo de
proa.
—No, no lo buscará nunca —murmuró el hombre—
y aunque lo busque no lo encontrará.
—¿Por qué no? —dije yo de pronto como si Mongo
no supiera más del mar que nadie, y el hombre se ladeó
ahora de modo que le dio la luna en la cara.
—Porque hay que tener ojos para ver. “El que tenga
ojos vea.”
—¿Ver qué, ver qué cosa?
—Ver lo que necesitan ver los ojos cuando ya lo
han visto todo repetidamente.
Sin duda aquello era locura; locura de la buena y
mansa…
Mongo tenía razón, pero a mí no me gusta ganar dinero
de locos ni perder el tiempo con ellos. Por eso
quise irme y di cuatro pasos para la popa cuando el
hombre volvió a hablarme:
—Oiga, quédese; un hombre tiene que desesperarse
por otro.
Eran mis propias palabras y sentí como si tuviera
que responder por ellas:
—Bueno, ¿y qué?
—Usted se desespera por mí.
—No me interesa si quiere pasarse la vida mirando
el agua o el fondo.
—No, pero le interesa saber por qué.
—Ya lo sé.
—¿Locura?
29
—Sí; locura.
El hombre empezó a sonreír y habló dentro de su
sonrisa:
—Lo que no se puede entender hay que ponerle algún
nombre.
—Pero nadie puede ver lo que no existe. Un caballo
está hecho para el aire con sus narices, para el viento
con sus crines y las piedras con sus cascos.
—Pero también está hecho para la imaginación.
—¡¡Qué!!
—Para echarlo a correr donde le plazca al pensamiento.

—Por eso usted lo pone a correr bajo el agua.
—Yo no lo pongo, él está bajo el agua; lo veo pasar
y lo oigo. Distingo entre la calma el lejano rumor de
sus cascos que se vienen acercando al galope desbocado
y luego veo sus crines de algas y su cuerpo rojo
como los corales, como la sangre vista dentro de la
vena sin contacto con el aire todavía.
Se había excitado visiblemente y sentí ganas de
volverle la espalda. Pero en secreto yo había advertido
una cosa: que es lindo ver pasar un caballo así, aunque
sea en palabras y ya se le quiere seguir viendo, aunque
siga siendo en palabras de un hombre excitado. Este
sentimiento, desde luego, tenía que callarlo, porque
tampoco me gustaba que me ganara la discusión.
—Está bien que se busque un caballo porque no tiene
que buscarse el pan.
—Todos tenemos necesidad de un caballo.
—Pero el pan lo necesitan más hombres.
—Y todos el caballo.
—A mí déjeme con el pan porque es vida perra la
que llevamos.
—Hártate de pan y luego querrás también el caballo.
Quizás yo no podía entender bien pero hay una zona
de uno en la cabeza o una luz relumbrada en las palabras
que no se entienden bien, cuya luz deja un relámpago
suficiente. Sin embargo, era una carga más pesada
para mí que echarme todo el día boca abajo tras la
langosta. Por eso me fui sin decir nada, con paso rápido
que no permitía llamar otra vez, ni mucho menos
30
volverme atrás.
Como siempre, el día volvió a apuntar por encima
de El Cayuelo y el viento a favor trajo los chillidos de
las corúas. Yo calculé encontrarme a solas con Mongo
y se lo dije ligero, sin esperar respuesta, mientras entraba
con Pedrito en el bote:
—Olvídate de la parte mía, no le quito dinero al
hombre.
Y nos fuimos a lo mismo de toda la vida: al agua
transparente, el chapingorro y el fondo sembrado de
hierbas, donde por primera vez me eché a reír de pronto
volviendo la cabeza a Pedrito:
—¿Qué te parece —le dije—, qué te parece si pesco
en el chapingorro un caballo de coral?
Sus ojos inocentes me miraron sin contestar, pero de
pronto me sentí estremecido por sus palabras:
—Cuidado, Lucio, que el sol te está calentando demasiado
la cabeza.
“El sol no, el hombre”, pensé sin decirlo y con un
poco de tristeza no sé por qué.
Pasaron tres días, como siempre iguales y como
siempre el hombre callado comiendo poco y mirando
mucho, siempre inclinado sobre la borda sin hacerle
caso a aquellas indirectas de Vicente que había estado
anunciando en sus risitas y que acabaron zumbando en
palabras:
—¡Hey!, paisano, más al norte las algas del fondo
son mayores, parece que crecen mejor con el abono
del animalito.
Aquello no me parecía una crueldad, sino una torpeza.
Antes yo me reía siempre con las cosas de Vicente,
pero ahora aquellas palabras eran tan por debajo y
tristes al lado de la idea de un caballo rojo, desmelenado,
libre, que pasaba haciendo resonar sus cascos en
las piedras del fondo, y tanto me dolían que a la otra
noche me acerqué de nuevo al hombre aunque dispuesto
a no ceder.
—Suponga que existe, suponga que pasa galopando
por debajo. ¿Qué hace con eso? ¿Cuál es su destino?
—Su destino es pasar, deslumbrar, o no tener destino.
—¿Y vale el suplicio de pasarse los días como usted
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se los pasa sólo por verlo correr y desvanecerse?
—Todo lo nuevo vale el suplicio, todo lo misterioso
por venir vale siempre un sacrificio.
—¡Tonterías, no pasará nunca, no existe, nadie lo ha
visto!
—Yo lo he visto y lo volveré a ver.
Iba a contestarle, pero le estaba mirando los ojos y
me quedé sin hablar. Tenía una fuerza tal de sinceridad
en su mirada y una nobleza en su postura que no me
atreví a desmentirlo. Tuve que separar la mirada para
seguir sobre su hombro el vuelo cercano de un alcatraz
quien de pronto cerró las alas y se tiró de un chapuzón
al mar.
El hombre me puso entonces su mano blanda en el
hombro:
—Usted también lo verá, júntese conmigo esta tarde.
Le tumbé la mano casi con rabia por decirme aquello.
A mí no me calentaba más la cabeza; que lo hiciera el
sol que estaba en su derecho pero él no, él no tenía que
hacerme mirar visiones ni de éste ni del otro mundo.
—Me basta con las langostas. No tengo necesidad
de otra cosa. —Y le volví la espalda, pero en el aire oí
sus palabras.
—Tiene tanta necesidad como yo. “Tiene ojos para
ver.”
Aquel día casi no almorcé, no tenía apetito. Además,
había empezado a correr en firme la langosta y
había mucho que hacer. Así que antes que se terminara
el reposo me fui con Pedrito en el bote y me puse a
trabajar hasta las cinco de la tarde en que ya no era
posible distinguir en el fondo ningún animalito regular.
Volvimos al barco y lo peor para mí, fue que los
tres: Vicente, Pedrito y Mongo, se fueron a la costa a
buscar hicacos. Yo me hubiera ido con ellos, pero no
los vi cuando se pusieron a remar. Me quedé en popa
remendando jamos y buscando cualquier trabajo que
no me hiciera levantar la cabeza y encontrar al hombre.
Estábamos anclados por el sur de El Cayuelo, en
el hongo. La calma era más completa que nunca. Ni
las barbas del limo bajo el timón del Eumelia se
movían. Sólo un aguijón verde ondeaba el cristal del
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agua tras la popa. El cielo estaba alto y limpio y el
silencio dejaba oír la respiración misma en el aire. Así
estaba cuando lo oí:
—¡Venga!
Se me cayó un jamo de la mano y las piernas quisieron
impulsarme, pero me contuve.
—¡Venga, que viene!
—¡Usted no tiene derecho a contagiar a nadie de su
locura!
—¿Tiene miedo de encontrarse con la verdad?
Aquello era mucho más de lo que yo esperaba. No
dije nada entonces. De una patada me quité la canasta
de enfrente y corrí a popa para tirarme a su lado.
—Yo no tengo miedo —le dije.
—¡Oiga… , es un rumor!
Aguanté cuanto pude la respiración y luego me volví
a él:
—Son las olas.
—No.
—Es el agua de la cala, las basuras que fermentan
allá abajo.
—Usted sabe que no.
—Es algo entonces, pero no puede ser eso.
—¡Óigalo, óigalo…, a veces toca en las piedras!
¿Qué oía yo? Y lo que oía, ¿lo estaba oyendo con
mis oídos o con los de él? No sé, quizás me ardía demasiado
la frente y la sangre me latía en las venas del
cuello.
—Ahora, mire abajo, mire fijo.
Era como si me obligara, pero uno pone los ojos
donde le da la gana y yo volví la cara al mar, sólo que
me quedé mirando una hoja de mangle que flotaba en
la superficie junto a nosotros.
—¡Viene, viene! —me dijo casi furiosamente, agarrándome
el brazo hasta clavarme las uñas, pero yo
seguí obstinadamente mirando la hoja de mangle. Sin
embargo, el oído era libre, no había dónde dirigirlo,
hasta que el hombre se estremeció de pies a cabeza y
casi gritó:
—¡Mírelo!
De un salto llevé los ojos de la hoja de mangle a la
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cara de él. Yo no quería ver nada de este mundo ni del
otro. Tenía que matarme si me obligaba, pero súbitamente
él se olvidó de mí; me fue soltando el brazo
mientras abría cada vez más los ojos, y en tanto yo, sin
quererlo, miraba pasar por sus ojos, reflejado desde el
fondo, un pequeño caballito rojo como el coral, encendido
de las orejas a la cola, y que se perdía dentro de
los propios ojos del hombre.
Hace algún tiempo de todo esto, y ahora de vez en
cuando voy al mar a pescar bonito y alguna que otra
vez langosta. Lo que no resisto es el pan escaso, ni
tampoco me resigno a que no se converse de cosas de
cualquier mundo, porque yo no sé si pasó galopando
bajo el Eumelia o si lo vi sólo en los ojos de él, creado
por la fiebre de su pensamiento que ardía en mi propia
frente. El caso es que mientras más vueltas le doy a las
ideas, más fija se me hace una sola: aquella de que el
hombre siempre tiene dos hambres.

1959

*Después de Rulfo y antes que Borges, murió el cubano Onelio Jorge Cardoso (1914-1986), conocido como "El cuentero Mayor".

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