domingo, noviembre 12, 2017

Onelio Jorge Cardoso*: EL CABALLO DE CORAL


Gracias Gerardo Ciriani


Éramos cuatro a bordo y vivíamos de pescar langostas.
El Eumelia tenía un solo palo y cuando de noche un
hombre llevaba entre las manos o las piernas el mango
del timón, tres dormíamos hacinados en el oscuro castillo
de proa y sintiendo cómo con los vaivenes del
casco nos llegaba el agua sucia de la cala a lamernos
los tobillos.
Pero éramos cuatro obligados a aquella vida, porque
cuando un hombre coge un derrotero y va echando
cuerpo en el camino ya no puede volverse atrás. El
cuerpo tiene la configuración del camino y ya no puede
en otro nuevo. Eso habíamos creído siempre, hasta
que vino el quinto entre nosotros y ya no hubo manera
de acomodarlo en el pensamiento. No tenía razón ni
oficio de aquella vida y a cualquiera de nosotros le
doblaba los años. Además era rico y no había por qué
enrolarlo por unos pesos de participación. Era una
cosa que no se entiende, que no gusta, que un día salta
y se protesta después de haberse anunciado mucho en
las miradas y en las palabras que no se quieren decir.
Y al tercer día se dijo, yo por mí, lo dije:
—Mongo, ¿qué hace el rico aquí?, explícalo.
—Mirar el fondo del mar.
—Pero si no es langostero.
—Mirarlo por mirar.
—Eso no ayuda a meter la presa en el chapingorro.
—No, pero es para nosotros como si ya se tuviera la
langosta en el bolsillo vendida y cobrada.
—No entiendo nada.
—En buenas monedas, Lucio, en plata que rueda y
se gasta.
—¿Paga entonces?
—Paga.
—¿Y a cuánto tocamos?
—A cuanto queramos tocar.
Y Mongo empezó a mirarme fijamente y a sonreír
como cuando buscaba que yo entendiera, sin más palabras,
alguna punta pícara de su pensamiento.
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—¿Y sabe que a veces estamos algunas semanas sin
volver a puerto?
—Lo sabe.
—¿Y que el agua no es de nevera ni de botellón con
el cuello para abajo?
—Lo sabe.
—¿Y que aquí no hay dónde dormir que no sea tabla
pura y dura?
—También lo sabe y nada pide, pero guárdate algunas
preguntas, Lucio, mira que en el mar son como los
cigarros, luego las necesitas y ya no las tienes.
Y me volvió la espalda el patrón cuando estaba empezando
a salir sobre El Cayuelo el lucero de la tarde.
Aquella noche yo pensé por dónde acomodaba el
hombre en mi pensamiento. Mirar, cara al agua, cuando
hay sol y se trabaja, ¿acaso no es bajar el rostro
para no ser reconocido de otro barco? ¿Y qué puede
buscar un hombre que deja la tierra segura, y los dineros
seguros? ¿Qué puede buscar sobre el pobre Eumelia
que una noche de éstas se lo lleva el viento norte
sin decir adonde? Me dormí porque me ardían los ojos
de haber estado todo el día mirando por el fondo de la
cubeta y haciendo entrar de un culatazo las langostas
en el chapingorro. Me dormí como se duerme uno
cuando es langostero, desde el fondo del pensamiento
hasta la yema de los dedos.
Al amanecer, como si fuera la luz, hallé la respuesta;
otro barco de más andar ha de venir a buscarlo. A
Yucatán irá, a tierra de mexicanos, por alguna culpa de
las que no se tapan con dinero y hay que poner agua,
tierra y cielo por medio. Por eso dice el patrón que
tocaremos a como queramos tocar. Y me pasé el día
entero boca abajo sobre el bote, con Pedrito a los remos
y el Eumelia anclado en un mar dulce y quieto,
sin brisa, dejando mirarse el cielo en él.
—El hombre ha hecho lo mismo que tú; todo el día
con la cabeza para abajo mirando el fondo —dijo sonriendo
Pedrito, y yo, mientras me restregaba las manos
para no mojar el segundo cigarro del día, le pregunté:
—¿No te parece que espera un barco?
—¿Qué barco?
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—¡Vete tú a ponerle el nombre, qué sé yo! Acaso de
matrícula de Yucatán.
Los ojos azules de Pedrito se me quedaron mirando,
inocentemente, con sus catorce años de edad y de mar:
—No sé lo que dices.
—Querrá irse de Cuba.
—Dijo que volvía a puerto, que cuando se vayan las
calmas arribará a la costa de nuevo.
—¿Tú lo oíste?
—¡Claro!, se lo dijo a Mongo: “Mientras no haya
viento estaré con ustedes, después volveré a casa”.
—¡Cómo!
—El acuerdo es ése, Lucio, volverlo a puerto cuando
empiecen aunque sean las brisas del mediodía.
Luego el hombre no quería escapar, y era rico. Hay
que ser langostero para comprender que estas cosas no
se entienden; porque hasta una locura cualquiera piensa
uno hacer un día por librarse para siempre de las
noches en el castillo de proa y los días con el cuerpo
boca abajo.
Le quité los remos y nos fuimos para el barco sin
más palabras.
Cuando pasé por frente de la popa miré; estaba casi
boca abajo. No miró nuestro bote ni pareció siquiera
oír el golpe de los remos y sólo tuvo una expresión de
contrariedad cuando una onda del remo vino a deshacer
bajo su mirada el pedazo de agua clara por donde
metía los ojos hasta el fondo del mar.
Uno puede hacer sus cálculos con un dinero por venir,
pero hay una cosa que importa más: saber por qué
se conduce un hombre que es como un muro sin sangre
y con los ojos grandes y con la frente despejada.
Por eso volví a juntarme con el patrón:
—Mongo. ¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Por qué paga?
Mongo estaba remendando el jamo de un chapingorro
y entreabrió los labios para hablar, pero sólo le
salió una nubecita del cigarro que se partió en el aire
enseguida.
—¿No me estás oyendo?—insistí.
—Sí.
—¿Y qué esperas para contestar?
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—Porque sé lo que vas a preguntarme y estoy pensando
de qué manera te puedo contestar.
—Con palabras.
—Sí, palabras, pero la idea…
Se volvió de frente a mí y dejó a su lado la aguja de
trenzar.
Yo me mantuve unos segundos esperando y al fin
quise apurarlo:
—La pregunta que yo hago no es nada del otro
mundo ni de éste.
—Pero la respuesta sí tiene que ver con el otro
mundo, Lucio —me dijo muy serio y cuando yo cogí
aire para decir mi sorpresa fue que Pedrito dio la voz:
—¡Ojo, que nos varamos!
Nos echamos al mar y con el agua al cuello fuimos
empujando el vientre del Eumelia hasta que se recobró
y quedó de nuevo flotando sobre un banco de arenilla
que giraba sus remolinos. Mongo aprovechó para registrar
el vivero por si las tablas del fondo, y a mí me
tocó hacer el almuerzo. De modo y manera que en
todo el día no pude hablar con el patrón. Mas, pude
ver mejor el rostro del hombre y por primera vez
comprendí que aquellos ojos, claros y grandes, no se
podían mirar mucho rato de frente. No me dijo una
palabra, pero se tumbó junto a la barra del timón y se
quedó dormido como una piedra. Cuando vino la noche
el patrón lo despertó y en la oscuridad sorbió sólo
un poco de sopa y se volvió a dormir otra vez.
Estaba soplando una brisita suave que venía de los
uveros de El Cayuelo y fregué como pude los platos en
el mar para ir luego a la proa donde el patrón se había
tumbado panza arriba bajo la luna llena. No le dije casi
nada, empecé por donde había dejado pendiente la cosa:
—La pregunta que yo hago no es nada del otro
mundo ni de éste.
Sonrió blandamente bajo la luna. Se incorporó sin
palabras y mientras prendía su tabaco, habló iluminándose
la cara a relámpagos.
—Ya sé lo que puedo contestarte, Lucio, siéntate.
Pegué la espalda al palo de proa y me fui resbalando
hasta quedar sentado.
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—Escúchame, piensa que no está bien de la cabeza
y que le vuelve el cuerpo a su dinero por estar aquí.
—¿Cabecibajo todo el día mirando el agua?
—El fondo.
—El agua o el fondo, ¿no es un disparate?
—¿Y qué importa si un hombre paga por su disparate?
—Importa.
¿Por qué?
De pronto yo no sabía por qué, pero le dije algo como
pude:
—Porque no basta sólo con tener un dinero ajeno al
trabajo, uno quiere saber qué inspira la mano que lo da.
—La locura, suponte.
—¿Y es sano estar con un loco a bordo de cuatro
tablas?
—Es una locura especial, Lucio, tranquila, sólo irreconciliable
con el viento.
Aquello otra vez, y me enderecé para preguntarle:
—¿Qué juega el viento aquí, Mongo? Ya me lo dijo
Pedrito. ¿Por qué quiere el mar como una balsa?
—Lo digo: locura, Lucio.
—¡No! —le contesté levantando la voz, y miré
hacia popa enseguida seguro de haberlo despertado,
pero sólo vi sus pies desnudos que se salían de la sombra
del toldo y los bañaba la luna. Luego, cuando me
volví a Mongo vi que tenía toda la cara llena de risa:
—¡No te asustes, hombre! Es una locura tonta y paga
por ella. Es incapaz de hacer daño.
—Pero un hombre tiene que desesperarse por otro
—le dije rápido y comprendí que ahora sí había podido
contestar lo que quería.
—Bueno, pues te voy a responder: el hombre cree
que hay alguien debajo del mar.
—¿Alguien?
—Un caballo.
—¡Cómo!
—Un caballo rojo, dice, muy rojo como el coral.
Y Mongo soltó una carcajada demasiado estruendosa,
tanto que no me equivoqué; de pronto entre nosotros
estaba el hombre y Mongo medio que se turbó
preguntando:
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—¿Qué pasa paisano, se le fue el sueño?
—Usted habla del caballo y yo no miento, yo en estas
cosas no miento.
Me fui poniendo de pie poco a poco porque no le
veía la cara. Solamente el contorno de la cabeza contra
la luna y aquella cara sin duda había de estar molesta a
pesar de que sus palabras habían sonado tranquilas;
pero no, estaba quieto el hombre como el mar. Mongo
no le dio importancia a nada, se puso mansamente de
pie y dijo:
—Yo no pongo a nadie por mentiroso, pero no buscaré
nunca un caballo vivo bajo el mar —y se deslizó
enseguida a dormir por la boca cuadrada del castillo de
proa.
—No, no lo buscará nunca —murmuró el hombre—
y aunque lo busque no lo encontrará.
—¿Por qué no? —dije yo de pronto como si Mongo
no supiera más del mar que nadie, y el hombre se ladeó
ahora de modo que le dio la luna en la cara.
—Porque hay que tener ojos para ver. “El que tenga
ojos vea.”
—¿Ver qué, ver qué cosa?
—Ver lo que necesitan ver los ojos cuando ya lo
han visto todo repetidamente.
Sin duda aquello era locura; locura de la buena y
mansa…
Mongo tenía razón, pero a mí no me gusta ganar dinero
de locos ni perder el tiempo con ellos. Por eso
quise irme y di cuatro pasos para la popa cuando el
hombre volvió a hablarme:
—Oiga, quédese; un hombre tiene que desesperarse
por otro.
Eran mis propias palabras y sentí como si tuviera
que responder por ellas:
—Bueno, ¿y qué?
—Usted se desespera por mí.
—No me interesa si quiere pasarse la vida mirando
el agua o el fondo.
—No, pero le interesa saber por qué.
—Ya lo sé.
—¿Locura?
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—Sí; locura.
El hombre empezó a sonreír y habló dentro de su
sonrisa:
—Lo que no se puede entender hay que ponerle algún
nombre.
—Pero nadie puede ver lo que no existe. Un caballo
está hecho para el aire con sus narices, para el viento
con sus crines y las piedras con sus cascos.
—Pero también está hecho para la imaginación.
—¡¡Qué!!
—Para echarlo a correr donde le plazca al pensamiento.

—Por eso usted lo pone a correr bajo el agua.
—Yo no lo pongo, él está bajo el agua; lo veo pasar
y lo oigo. Distingo entre la calma el lejano rumor de
sus cascos que se vienen acercando al galope desbocado
y luego veo sus crines de algas y su cuerpo rojo
como los corales, como la sangre vista dentro de la
vena sin contacto con el aire todavía.
Se había excitado visiblemente y sentí ganas de
volverle la espalda. Pero en secreto yo había advertido
una cosa: que es lindo ver pasar un caballo así, aunque
sea en palabras y ya se le quiere seguir viendo, aunque
siga siendo en palabras de un hombre excitado. Este
sentimiento, desde luego, tenía que callarlo, porque
tampoco me gustaba que me ganara la discusión.
—Está bien que se busque un caballo porque no tiene
que buscarse el pan.
—Todos tenemos necesidad de un caballo.
—Pero el pan lo necesitan más hombres.
—Y todos el caballo.
—A mí déjeme con el pan porque es vida perra la
que llevamos.
—Hártate de pan y luego querrás también el caballo.
Quizás yo no podía entender bien pero hay una zona
de uno en la cabeza o una luz relumbrada en las palabras
que no se entienden bien, cuya luz deja un relámpago
suficiente. Sin embargo, era una carga más pesada
para mí que echarme todo el día boca abajo tras la
langosta. Por eso me fui sin decir nada, con paso rápido
que no permitía llamar otra vez, ni mucho menos
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volverme atrás.
Como siempre, el día volvió a apuntar por encima
de El Cayuelo y el viento a favor trajo los chillidos de
las corúas. Yo calculé encontrarme a solas con Mongo
y se lo dije ligero, sin esperar respuesta, mientras entraba
con Pedrito en el bote:
—Olvídate de la parte mía, no le quito dinero al
hombre.
Y nos fuimos a lo mismo de toda la vida: al agua
transparente, el chapingorro y el fondo sembrado de
hierbas, donde por primera vez me eché a reír de pronto
volviendo la cabeza a Pedrito:
—¿Qué te parece —le dije—, qué te parece si pesco
en el chapingorro un caballo de coral?
Sus ojos inocentes me miraron sin contestar, pero de
pronto me sentí estremecido por sus palabras:
—Cuidado, Lucio, que el sol te está calentando demasiado
la cabeza.
“El sol no, el hombre”, pensé sin decirlo y con un
poco de tristeza no sé por qué.
Pasaron tres días, como siempre iguales y como
siempre el hombre callado comiendo poco y mirando
mucho, siempre inclinado sobre la borda sin hacerle
caso a aquellas indirectas de Vicente que había estado
anunciando en sus risitas y que acabaron zumbando en
palabras:
—¡Hey!, paisano, más al norte las algas del fondo
son mayores, parece que crecen mejor con el abono
del animalito.
Aquello no me parecía una crueldad, sino una torpeza.
Antes yo me reía siempre con las cosas de Vicente,
pero ahora aquellas palabras eran tan por debajo y
tristes al lado de la idea de un caballo rojo, desmelenado,
libre, que pasaba haciendo resonar sus cascos en
las piedras del fondo, y tanto me dolían que a la otra
noche me acerqué de nuevo al hombre aunque dispuesto
a no ceder.
—Suponga que existe, suponga que pasa galopando
por debajo. ¿Qué hace con eso? ¿Cuál es su destino?
—Su destino es pasar, deslumbrar, o no tener destino.
—¿Y vale el suplicio de pasarse los días como usted
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se los pasa sólo por verlo correr y desvanecerse?
—Todo lo nuevo vale el suplicio, todo lo misterioso
por venir vale siempre un sacrificio.
—¡Tonterías, no pasará nunca, no existe, nadie lo ha
visto!
—Yo lo he visto y lo volveré a ver.
Iba a contestarle, pero le estaba mirando los ojos y
me quedé sin hablar. Tenía una fuerza tal de sinceridad
en su mirada y una nobleza en su postura que no me
atreví a desmentirlo. Tuve que separar la mirada para
seguir sobre su hombro el vuelo cercano de un alcatraz
quien de pronto cerró las alas y se tiró de un chapuzón
al mar.
El hombre me puso entonces su mano blanda en el
hombro:
—Usted también lo verá, júntese conmigo esta tarde.
Le tumbé la mano casi con rabia por decirme aquello.
A mí no me calentaba más la cabeza; que lo hiciera el
sol que estaba en su derecho pero él no, él no tenía que
hacerme mirar visiones ni de éste ni del otro mundo.
—Me basta con las langostas. No tengo necesidad
de otra cosa. —Y le volví la espalda, pero en el aire oí
sus palabras.
—Tiene tanta necesidad como yo. “Tiene ojos para
ver.”
Aquel día casi no almorcé, no tenía apetito. Además,
había empezado a correr en firme la langosta y
había mucho que hacer. Así que antes que se terminara
el reposo me fui con Pedrito en el bote y me puse a
trabajar hasta las cinco de la tarde en que ya no era
posible distinguir en el fondo ningún animalito regular.
Volvimos al barco y lo peor para mí, fue que los
tres: Vicente, Pedrito y Mongo, se fueron a la costa a
buscar hicacos. Yo me hubiera ido con ellos, pero no
los vi cuando se pusieron a remar. Me quedé en popa
remendando jamos y buscando cualquier trabajo que
no me hiciera levantar la cabeza y encontrar al hombre.
Estábamos anclados por el sur de El Cayuelo, en
el hongo. La calma era más completa que nunca. Ni
las barbas del limo bajo el timón del Eumelia se
movían. Sólo un aguijón verde ondeaba el cristal del
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agua tras la popa. El cielo estaba alto y limpio y el
silencio dejaba oír la respiración misma en el aire. Así
estaba cuando lo oí:
—¡Venga!
Se me cayó un jamo de la mano y las piernas quisieron
impulsarme, pero me contuve.
—¡Venga, que viene!
—¡Usted no tiene derecho a contagiar a nadie de su
locura!
—¿Tiene miedo de encontrarse con la verdad?
Aquello era mucho más de lo que yo esperaba. No
dije nada entonces. De una patada me quité la canasta
de enfrente y corrí a popa para tirarme a su lado.
—Yo no tengo miedo —le dije.
—¡Oiga… , es un rumor!
Aguanté cuanto pude la respiración y luego me volví
a él:
—Son las olas.
—No.
—Es el agua de la cala, las basuras que fermentan
allá abajo.
—Usted sabe que no.
—Es algo entonces, pero no puede ser eso.
—¡Óigalo, óigalo…, a veces toca en las piedras!
¿Qué oía yo? Y lo que oía, ¿lo estaba oyendo con
mis oídos o con los de él? No sé, quizás me ardía demasiado
la frente y la sangre me latía en las venas del
cuello.
—Ahora, mire abajo, mire fijo.
Era como si me obligara, pero uno pone los ojos
donde le da la gana y yo volví la cara al mar, sólo que
me quedé mirando una hoja de mangle que flotaba en
la superficie junto a nosotros.
—¡Viene, viene! —me dijo casi furiosamente, agarrándome
el brazo hasta clavarme las uñas, pero yo
seguí obstinadamente mirando la hoja de mangle. Sin
embargo, el oído era libre, no había dónde dirigirlo,
hasta que el hombre se estremeció de pies a cabeza y
casi gritó:
—¡Mírelo!
De un salto llevé los ojos de la hoja de mangle a la
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cara de él. Yo no quería ver nada de este mundo ni del
otro. Tenía que matarme si me obligaba, pero súbitamente
él se olvidó de mí; me fue soltando el brazo
mientras abría cada vez más los ojos, y en tanto yo, sin
quererlo, miraba pasar por sus ojos, reflejado desde el
fondo, un pequeño caballito rojo como el coral, encendido
de las orejas a la cola, y que se perdía dentro de
los propios ojos del hombre.
Hace algún tiempo de todo esto, y ahora de vez en
cuando voy al mar a pescar bonito y alguna que otra
vez langosta. Lo que no resisto es el pan escaso, ni
tampoco me resigno a que no se converse de cosas de
cualquier mundo, porque yo no sé si pasó galopando
bajo el Eumelia o si lo vi sólo en los ojos de él, creado
por la fiebre de su pensamiento que ardía en mi propia
frente. El caso es que mientras más vueltas le doy a las
ideas, más fija se me hace una sola: aquella de que el
hombre siempre tiene dos hambres.

1959

*Después de Rulfo y antes que Borges, murió el cubano Onelio Jorge Cardoso (1914-1986), conocido como "El cuentero Mayor".

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