Ondean los girasoles, lentos señalando el punto por el que el sol desaparecerá, cubierto por capas sucesivas de nubes blancas, ocres, azules, como los ríos que se deslizan ágiles desde la cumbre de los montes adonde fueron a parar las miradas de ella, la más amada, la más deseada, la más ardiente en la calidez de los vientos, geografía inexplicable que sondea la noche en busca de las palabras que se han ido a encontrar una boca que las diga.
Boca encendida, flameante espada que destruye ataduras hechas de flores, de sombras, de acero, ataduras rígidas asfixiando las manos que un día dibujaron tu cuerpo con trazos de carbón y carmín, turquesa y ópalo flotando en los sueños que sueñan los insomnes en sus noches blancas de amapola, congoja traída en pequeños cofres de madera y bronce, alucinadas y absurdas melodías atravesadas por aves salvajes en estampida.
A lo lejos te pienso, callada, los ojos cerrados mirando hacia adentro, pequeña pausa para ensayar la muerte, implorada, impetrada, logrado premio para soportar la vida monótona, hueca, vacía, como la tarde, la noche, los días, los naranjos, quizá.
I
No, no estoy en falta. Es el viento que se niega a empujar las velas para que puedas alejarte de estas costas que ya no tienen nada que ofrecer.
O quizá sea eso lo que has imaginado.
Porque aquí están las flores, aún suenan los bronces que guían a la Banda de Arribeños mientras recorren las calles del pueblo. Quedan las miradas asombradas y las palomas que soltaron ayer los internos de la Clínica del Sol.
Hay un rumor subterráneo, sordo, apenas perceptible, que parece quisiera avisar que no ha llegado todavía el momento indicado para que te alejes. Pero nunca has sabido escuchar, y decidiste partir ahora, en este momento en que los vientos han decidido tomarse una pausa, breve o persistente, quién pudiera saberlo...
II
Ni los dioses lo hubieran dispuesto así, para acallar tus ganas de huir: borrar las olas al mar, quitar las nubes del cielo, lustrar los pastos para que brillen en el crepúsculo, abrir una ventana para que ella cante, anudar en tu cuello un relicario, encender tres velas en el altar mayor, tañir lentas las ocho campanadas, como si fuera un día cualquiera, como si no importase que estés aquí, como si fuera lo mismo tu ausencia cuando llegue la noche.
III
Más que nada, el silencio es lo que se siente.
Un silencio frío, bordeado de encajes y de velos negros, un silencio pálido que invade cada sitio donde debiste estar.
Porque a pesar del viento y de la promesa de hicieron los dioses, a pesar de la vida y de la muerte, a pesar de todo, cuando la última estrella se dibujó tras del faro, tu barco partió, rozando apenas la espuma...
El silencio está dispuesto, golpea y golpea sin pausa, girando sobre sí mismo, vano intento que a veces logra avanzar, para reunir fuerzas y seguir avanzando, entre vetas de tierra, piedra, arena, fango, roca.
Como un trépano enloquecido tu recuerdo traspasa mi memoria y la tarde se viste de luces. Son los dorados de las llamas que un día te ocultaron, son las sombras que se estiran cuando llega la noche, caminantes huidizas que quisieran librarse del peso de estar unidas a un cuerpo, sombras que quisieran apoderarse de los sonidos repetidos por la cascada que cada día dice su canción entre los árboles, las rocas y el silencio.
Está dispuesto el mantel, la mesa está servida para que por una vez los huérfanos puedan conocer la dulzura de dormirse entre brazos suaves, mientras las horas golpean y golpean, envolviendo el día y la noche, atravesando escalones de sueño.
Vuelan hacia el Norte las garzas oscuras, huyendo del frío. Son flechas lanzadas hacia las nubes, mensaje cifrado sobre una página azul, para ser develado por un profeta que anuncia los hechos escondidos en la eterna espiral del futuro.
Me detengo y te miro. Es como si no te hubiese conocido nunca, como si nunca hubiesen estado juntas tu sombra y la mía…
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