El murciélago no es un pájaro, si se quiere. Pero puede enseñarle a volar a todos los pájaros. Un pichón de paloma, se diría que rema, que golpea el agua, tal es el ruido que hace con las alas. Al murciélago no se lo oye. Se diría que toma el vuelo como una tela, con las manos.
Con su pico largo y su cabeza de torpedero, el cuervo es un cobarde negro. En la India, un cuarto de hora antes de la puesta de sol, se vuelve voraz, juega el todo por el todo, y viene a echarse encima del pedazo de pan que le ofrece una niñita tímida. Esa temeridad sólo dura un momento, luego vuela de prisa a su nido, un nido duro y hecho sin gusto. Hay decenas y decenas de millones de cuervos en la India.
Diez minutos después, viene el murciélago, aquí, allá, ¿dónde?, el silencioso enloquecido, con sus alas que no pesan nada y que ni hacen suspirar el aire. Se oye un picaflor; un murciélago, no. Nunca atraviesa un espacio en línea recta. Sigue los cielorrasos, los corredores, las paredes, hace escalas. Luego se cuelga de una rama como para dormir. Y la luna silenciosa lo alumbra.
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Uno se distrae mirando los pájaros. Se van, vuelven, dan volteretas; son unos intrigantes.
La cotorra entiende el vuelo de otra manera. El vuelo es el paso de un punto a otro en línea recta. Las cotorras siempre están de prisa, el timón bien recto (tienen la cola muy larga y fuerte) van sin volver la cabeza, casi siempre de a dos, no apartándose ni por el viento ni por la sombra y siempre charlatanas.
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El palomo es un obseso sexual. Desde que traga un bocado y repone un poco sus fuerzas, lo vuelve a poseer su demonio. Tiene un estertor (¿quién ha podido llamar eso un arrullo?), un estertor espeso, que turbaría a un ermitaño. En seguida la hembra responde, responde siempre, aunque no desee que se le acerque todavía, con un estertor que la inunda, que es más grande que ella, y pesado, obeso.
Y vuelan, más barullentos que un par de botas.
India
Los milanos son grandes inútiles. Mientras pueden utilizar los vientos, y estar de haraganes, menos mal.
Hasta los cuervos que tienen miedo de todo, atacan a los milanos. He visto una pareja que no encontraba dónde acomodarse. En los árboles, los pajaritos la atacaban. De lo alto de las azoteas, la desalojaban los cuervos.
Un ratón perseguido por un gato, puede escapar. Con una mangosta en los talones, le queda todavía una chispa de esperanza.
Pero si un cuervo, encaramado en una rama, lo ha visto, se acabó. Zambullendo casi perpendicularmente, o si el follaje no se presta, deslizándose en línea oblicua, o casi horizontalmente, llega, ya está, lo levanta. Por más que corra el ratón, es como si a un hombre que corriera bien, lo persiguiera un aeroplano. Está perdido. Está irrevocablemente perdido.
Malasia
Los pechirrojos son más livianos y mejor formados que los gorriones, de plumaje apretado que ningún viento puede levantar.
Tienen una especialidad. Desde que se juntan dos en una rama (y cuando hay uno, al rato hay dos) uno se retira (¡oh, apenas!) lateralmente en la rama y sin volver la cabeza.
El otro también cambia de lugar (¡oh, apenas!) como el primero, 5 o 6 mm.
Así pasan las horas. Pues hay más de una rama en un árbol. Cuando la rama ha agotado todas las posibilidades de ese juego, ¡a la siguiente!
Y nada del piar tan feo de los gorriones; a veces, y es raro, un pequeño «tac...» para demostrar que ahí están. Y aunque chiquito, no tiene esa agitación epiléptica de la cabeza que hace parecer tan tontos a los gorriones y tan extraños.
Cuando está solo, se queda sumamente quieto, y como «ocupado», aunque no haga absolutamente nada.
Zoológico de Saigón
El jabirú no come al pez que se defiende.
Lo traga muerto. Lo agarra y vuelve a cerrar su pico sobre él, en la cabeza, en el cuerpo, lo tira, lo recoge, lo vuelve a tirar hasta que sobreviene la muerte.
Hay el jabirú prudente y el jabirú imprudente.
El jabirú imprudente que se contenta con una apariencia de muerte (y cuidado con las espinas del pescado que se agita vivo en el estómago) es el que lleva el pez sobre los guijarros, y ahí le da picotazos hasta inmovilizarlo. Entonces lo come. Pero no hay jabirú con experiencia que no sepa que un peZ que no se mueva entre los guijarros, puede bien no estar muerto, y ser, pues, todavía peligroso, por eso el jabirú prudente lo remoja en el agua, para cerciorarse, y en efecto, muy a menudo, el pez vive, y con una lentitud sin esperanza, trata de escapar al sitio, y a la muerte. También sucede que un jabirú no puede sacar un pez del agua, aunque lo haya golpeado muchas veces, pero cada vez vuelve a caer. Entonces de golpe, harto, agita inmensas alas ruidosas sobre el estanque y se pregunta, y uno se pregunta, y los demás pájaros se preguntan lo que va a suceder.
De Un bárbaro en Asia
Traducción y prólogo: Jorge Luis Borges
Etiquetas: HENRI MICHAUX, Poetas