La infancia es una música obstinada en manos de la poeta María del Carmen Colombo. Antes de escribir y leer, aprendió a tocar el piano, como Magdalena, la niña protagonista de su bellísima primera nouvelle El cuaderno de música (Cienvolando). La supuesta distancia de la tercera persona, como espejada en la lejanía, deviene proximidad íntima a la manera del “yo es otro” de Arthur Rimbaud. “Lo que empezó como un juego se transformó en una fastidiosa obligación. Y después en un estado de necesidad que la impulsaba a tocar durante horas. Parecía que alguien quería sonar a través de ella. ¿Mozart? ¿Chopin? Sentía en su cuerpo la fuerza de una posesión. Alguien, o Algo, dirigía sus manos, las hacía volar sobre el teclado, muchas veces en contra de su voluntad. De ese estado de trance pasaba al agotamiento. Casi como una médium después de una sesión”. El poder de la vida para Magdalena –a la futura poeta los padres le decían que “lloraba como una Magdalena”– está en la música y en las palabras. “Ahora, sentada frente al piano y mientras acaricia el teclado, se le ocurre que la música era algo así como una flecha, lanzada por las cuerdas ni bien apretaba las teclas con sus dedos. Una flecha esperanzada –se dice–, como toda flecha, en dar en el blanco, en herir a su presa. Así fue entonces, hasta que descubrió que la música, su música, a nadie iba a encontrar en el camino, que su trayectoria solo iba a conducirla a sí misma. Y es por eso que un círculo ocupa ahora el lugar de la flecha, un círculo de sueño, un círculo mágico”.
MARÍA DEL CARMEN COLOMBO HABLA DE SU NOUVELLE EL CUADERNO DE MÚSICA
“El libro para mí es una voz que te está hablando”
La poeta y narradora logra momentos memorables en su ficción. De la mano del personaje Magdalena, pianista como ella, potencia en imágenes literarias el universo sonoro de las experiencias de la infancia.
En el prólogo de El cuaderno de música, el poeta Eduardo Mileo plantea que para Magdalena “la música será su amuleto, su talismán contra la desgracia”. “Un oráculo al que acudirá cuando el viento traiga la inundación, y con ella, sus sonidos. Desordenados, percusivos, una música de destrucción. Sonidos que traen nuevas voces desesperadas y cadáveres que, como los pájaros de una sola pata, inundarán su pentagrama. Entonces habrá que hacer borrón y cuenta nueva. Escribir la partitura de una nueva vida. Crear la nueva vida que nos devuelve la música”. Los elegantes dedos de las manos de Colombo se despliegan como un abanico de sentimientos cuando pulsa en el aire las teclas de un piano imaginario. Este año también se editó una Antología poética en la colección “Poetas contemporáneos” del Fondo Nacional de las Artes que incluye, además de una sección con inéditos, poemas de La edad necesaria (1979), Blues del amasijo (1985), Blues del amasijo y otros poemas (1972), La muda encarnación (1993) y La familia china (2000). “El personaje de Magdalena tiene que ver conmigo; busqué una tercera persona después de haber probado con una primera persona”, cuenta la poeta y narradora en la entrevista con PáginaI12. “Yo hice un taller con Hebe Uhart que me desasnó. Tuve que leer y aprender mucho porque después de La familia china me quedó un deseo de narrar. La idea de narrar para mí era como llenar la página de letras; pero no quería hacer prosa poética, quería escribir narrativa”.
–¿”El cuaderno de música” es una novela sobre la música de la infancia?
–Sí, es algo así. Me quedó una nouvelle en tres partes en las que, contando el aprendizaje de esta chica y sus experiencias con el piano, estaba contando mi aprendizaje para ingresar en otro género, que es la narrativa. En la primera parte, hay fragmentos que a veces tienen que ver entre sí, pero a veces no. Después en “Pequeño concierto” hay historias en base a anécdotas que tienen el nombre de una pieza musical. Al final, en “Primavera en mitad de invierno”, título de un verso de T.S.Eliot –“esta primavera no entra en el contrato del tiempo”–, hay un tiempo que sería el de la ficción, que no figura en el almanaque. Y ahí hago dos narraciones más largas que suceden en primavera. Cuando empecé a narrar, no podía salir de los fragmentos, pero después me fui animando a contar historias un poco más extensas. Parece que se me soltó el hilo y pude, por fin, contar una historia. Ahora me siento escritora.
–¿Por qué? ¿Antes no era escritora?
–No sé, qué se yo… Poeta sí me siento… Me gustan los desafíos y me gusta aprender.
–Como advierte la narradora de “El cuaderno de música”, es verdad que es “una mujer de manos grandes”…
–Sí, heredo las manos de mi papá, pero el piano también me dio cierta flexibilidad. Antes de aprender a leer ya tocaba el piano. Me llevaron aprender a una profesora de barrio y aprendí fácilmente. El piano me fue acompañando toda la infancia y la adolescencia, hasta más o menos los treinta años. Yo tenía un piano, pero me separé y el piano quedó en mi ex casa… El cuaderno de música es un libro digno para mí; con eso me conformo porque la narrativa es un género muy difícil, no es lo mismo que la poesía, es otra cosa. Me hizo muy feliz escribir el libro. Que alguien me lo pidiera para editar no estaba en mis planes. Me dio una gran satisfacción sin buscarlo.
Hay momentos memorables en la nouvelle de Colombo, hallazgos narrativos de una formidable escritora y poeta que logra acunar las imágenes para potenciar el universo sonoro de las experiencias de la infancia. “Magdalena descubrió que cada objeto tenía un sonido propio, solo había que hacer silencio para distinguirlo. Con algunos, como la heladera, era muy fácil. Pero otros, como el caracol, había que llevarlos a la oreja –revela la narradora–. Con el tiempo pasó con los libros, cuando no entendía qué decían, suponía que era por el volumen demasiado bajo de la voz que hablaba en esas páginas. Entonces Magdalena acercaba su oreja a la página para escucharla mejor. Se quedaba dormida en el intento, sentada a la mesa de la cocina”. Sonríe y confirma que de niña creía que todos los objetos tenían un sonido. “Cuando no entendía algo, me ponía el libro en el oído, porque cada objeto tiene su propio lenguaje, su propia música o su propia voz. Me parecía que cuando no entendía algo es porque hablaba bajo y tenía que acercar la oreja. El libro para mí es una voz que te habla”.
–¿Por qué en “Mozart: marcha turca” Magdalena ve un afiche que pide “¡Libertad a Vallese!”?
–Felipe Vallese fue el primer desaparecido. Como en esa parte del libro se menciona el genocidio armenio por un vecino armenio, el hijo del zapatero que nos hablaba de las matanzas, cuando yo tocaba “La marcha turca” en un principio me provocaba pesadillas. Mi mamá me decía que eso había pasado en otro país y que acá nunca iba a pasar, que me quedara tranquila. Pero acá también hubo un genocidio. Yo recuerdo esos carteles con la cara achinada y los bigotes de Vallese… Lo curioso es que mi mamá hizo muchísimo para que yo estudiara piano: me pagaba los profesores, me mandó al conservatorio nacional, pero nunca me escuchaba tocar y no me decía nada. Magdalena siente que toca para nadie, que es un poco también el sentido de la escritura, que uno tiene un lector interior y nunca escribe solo porque está acompañado por una manifestación de gente: vivos, muertos, y por textos que va leyendo. Supongo que para alguien escribo, pero no he detectado el destinatario íntimo.
–En “Chopin: Vals del minuto” Magdalena toca el piano en una reunión de militantes políticos para “cubrir con sonidos las voces prohibidas”. ¿Es la recreación de una experiencia personal?
–Sí, por eso está dedicado a Mónica Valdés, que también es poeta y fue testigo de ese hecho. Mónica era militante del PCR (Partido Comunista Revolucionario), pero no tocaba el piano. Primero empecé a militar en el PCR y después, cuando me fui, pasé al peronismo. Yo nunca participé de una agrupación armada porque no estaba de acuerdo con la lucha armada. A través de una agrupación de telefónicos de (Julio) Guillán, donde estaban Germán Abdala y Víctor De Gennaro empezamos a trabajar con los gremios antivandoristas; ayudábamos en la organización de las agrupaciones antivandoristas para ganar los gremios.
–¿Cómo fue la experiencia del Grupo de Poesía El Ladrillo en los años 70?
–Hicimos muchas actividades con Vicente Muleiro, Jorge Boccanera y Adrián Desiderato, entre otros poetas, en lugares más populares. Íbamos a leer a clubes de barrio, lo que no quiere decir que descuidáramos nuestra poesía. Yo era la única mujer del grupo y no estaba tan comprometida todavía con la poesía. Escribir siempre escribí; el primer poema que publiqué, “Adiós en el 74” (ver recuadro) salió en El cronista comercial y me lo publicó Leónidas Lamborghini sin conocerme, porque un amigo le llevó el poema que escribí cuando murió Perón. Yo no le di mucha importancia. Lo escribí sentada en el cordón de la vereda, mientras esperaba en la cola del velatorio de Perón, al que nunca llegué a entrar. Sentir el compromiso con la poesía es darse cuenta de que uno entró en un terreno que tiene otras reglas. Ahora siento que eso es lo que soy: mi escritura. Sea mala o sea buena, quede o no quede. No importa, ¿comprendés? Es una apuesta en la que nadie te puede garantizar nada. Cuando escribo poesía, no entiendo lo que escribo.
–¿Es mejor no entender?
–No sé… pero me hace sufrir (risas). Además, siento un abismo porque escribo sin red. La poesía se escribe sin red, eso es lo que me pasa a mí. En cambio al escribir narrativa sentía que tenía más injerencia sobre el texto. ¿Por qué? Uno tiene la ilusión de que hay una red en la historia o el personaje, que da un control entrecomillas. En cambio la poesía es un vértigo. Hay poemas que los he entendido después de editados, me pasa eso como poeta. Tuve la ilusión de que en esa red narrativa podía flotar mejor.
–¿Cómo definiría su escritura poética? ¿En qué tradición de la poesía argentina la inscribiría?
–Yo empecé con la tradición de (Juan) Gelman, con lo que alguna vez se llamó el coloquialismo, pero cruzado con lo lírico. A mí me gusta que mis poemas tengan lirismo, aunque en los 90 fue muy rechazado. El lirismo es necesario para mí. Hay toda una poesía conversacional que deja de lado el lirismo, que no le gusta. Yo me defino en el cruce entre el coloquialismo y el lirismo.
–¿Viene de familia peronista o se hizo peronista por el antiperonismo de sus padres?
–Yo me hice peronista. Vengo de una familia muy antiperonista, no a nivel de militar en contra del peronismo, sino que tenía presente esa idea de los inmigrantes de que el peronismo era de “los cabecitas negras”. Toda mi familia era de River y yo salí de Boca (risas). Mi papá era muy amigo de (Ricardo) Balbín. Cuando no tuvo trabajo, durante la época de Perón, Balbín le prestó plata. Cuando fui a Ezeiza por el regreso de Perón, mi mamá me decía: “¿qué te da Perón? Si cuando tu padre no tuvo trabajo, fue Balbín el que nos dio la plata”. Yo le preguntaba a mi papá por qué era antiperonista, “si Perón te dio el aguinaldo, te dio las vacaciones”, pero él no me sabía contestar y lo ponía en un aprieto…
–Quizá tiene que ver con los imaginarios de clase, ¿no? Su padre se ubicaba en la clase media y veía al peronismo como “cosa de negros” y pobres.
–Sí, es así, no había forma de convencerlo. Tengo un hermano anarquista y hermanas radicales, pero yo salí peronista de principio a fin. Y kirchnerista también, porque creo que Néstor Kirchner le dio doce años más de vida no sólo al país entero, sino al peronismo. Acordate lo que era el peronismo en 2001, ahora volvimos otra vez a lo mismo, a gente que ha olvidado cuál es la columna vertebral ideológica del peronismo. Me parece que se es muy injusto cuando se lo trata a Kirchner de “ladrón”, con una moralina muy hipócrita, y no se le reconoce que gracias a él todavía puede el peronismo sacar la cabeza porque sino le hubiera pasado lo que le pasó al radicalismo en 2001. Vamos a ver qué queda de todas estas denuncias dentro de dos o tres años. Desde ya que no voy a defender a un ladrón, pero me parece que hay un ajuste de cuentas, una revancha.
La ficha
María del Carmen Colombo nació en Buenos Aires en 1950. Integró el grupo de Poesía El ladrillo y ha publicado La edad necesaria, Blues del amasijo, La muda encarnación y La familia china, entre otros poemarios. Leyó mucho a Alejandra Pizarnik y a Olga Orozco. “No sé si Alejandra hubiera existido sin Orozco… eso nunca se sabe. A Alejandra no la conocí, pero sí tuve el privilegio de conocer a Orozco”, cuenta la poeta que reconoce el impacto que le generaron las lecturas de Leónidas y Osvaldo Lamborghini. “De chica leía mucho a Baldomero Fernández Moreno y Alfonsina Storni. Me gusta leer poetas líricos como Saint-John Perse. De los latinoamericanos me interesan Jaime Sabines, Vicente Huidobro, y una poeta uruguaya extraordinaria que admiré siempre, poco reconocida, Suleika Ibáñez, que murió hace poco. Me gusta Juan Rulfo, siempre leí su obra como si fuera poesía”. De las poetas contemporáneas menciona a dos fundamentales: Irene Gruss y Diana Bellessi. Colombo ha recibido el Premio de Poesía V Centenario (1992) y una Mención Especial en el Premio Nacional de Poesía. Integra el consejo editorial de Hilos Editora y coordina talleres literarios desde 1980.
Para que puedan leer la entrevista a
Maria Del Carmen Colombo en que le cuenta a Silvina Friera sobre su nouvelle El cuaderno de música. Es una muy bella entrevista.