Bruscamente,
no, a la fuerza, a la fuerza, no pude más, no pude continuar. Alguien
dijo, No puede permanecer ahí. No podía permanecer allí y no podía
continuar. Describiré el lugar, carece de importancia. La cima, muy
llana, de una montaña, no, de una colina, pero tan salvaje, tan salvaje,
basta. Fango, brezo hasta las rodillas, imperceptibles senderos de
ovejas, erosiones profundas. Fue en el hueco de una de ellas donde me
tendí, al abrigo del viento. Hermoso panorama, sin la niebla que lo
velaba todo, valles, lagos, planicie, mar. ¿Cómo continuar? No era
necesario empezar, sí, era necesario. Alguien dijo, quizá el mismo. ¿Por
qué ha venido? Hubiera podido quedarme en mi rincón, al calor, al
abrigo de la humedad, no podía. Mi rincón, lo describiré, no, no puedo.
Simplemente, no puedo nada más, como suele decirse. Digo al cuerpo,
¡Vamos, arriba!, y siento el esfuerzo que realiza, para obedecer, cual
vieja carnaza caída, en mitad de la calle, que ya no hace, que aún hace,
antes de renunciar. Digo a la cabeza, déjalo tranquilo, quédate
tranquila, cesa de respirar, después jadea a más y mejor. Me siento
lejos de esas historias, no debería ocuparme de ellas, no necesito nada,
ni ir más lejos, ni quedarme en donde estoy, todo me resulta
verdaderamente indiferente. Debería volverme, del cuerpo, de la cabeza,
dejar que se arreglen, dejar que se acaben, no puedo, sería necesario
que sea yo quien se acabe. Ah sí, diríase que somos más de uno, sordos
todos, ni siquiera, unidos de por vida. Otro dijo, o el mismo, o el
primero, todos tienen la misma voz, todos los mismos pensamientos.
Debiera haberse quedado en su casa. Mi casa. Querían que regresara a mi
casa. Mi morada. Sin niebla, con buenos ojos, con un catalejo, la vería
desde aquí. No se trata de simple fatiga, no estoy simplemente fatigado,
a pesar de la ascensión. Tampoco de que quiera permanecer aquí. Había
oído, debí haber oído hablar del panorama, el mar allá lejos, de plomo
repujado, el llano llamada de oro tan frecuentemente cantado, los
repetidos lomos, los lagos glaciares, los humos de la capital, no se
hablaba de otra cosa. A ver, ¿quiénes son esa gente? ¿Me han seguido,
precedido, acompañado? Estoy en la excavación que los siglos han cavado,
siglos de mal tiempo, tendido cara al suelo negruzco donde se estanca,
lentamente bebida, un agua azafranada. Están arriba, alrededor, como en
el cementerio. No puedo levantar la vista hacia ellos, lástima. No veré
sus rostros. Las piernas quizás, inmersas en el brezo. ¿Me ven ellos,
qué pueden ver de mí? Quizá ya no haya nadie, quizá se hayan ido,
asqueados. Escucho y son los mismos pensamientos lo que oigo, quiero
decir los mismos de siempre, curioso. Decir que en el valle brilla el
sol, en un cielo desmelenado. ¿Desde cuándo estoy aquí? Qué pregunta, me
la planteo con frecuencia. Y con frecuencia he sabido responder. Una
hora, un mes, un año, cien años, según qué entendía por aquí, por mí,
por estar, y ahí dentro nunca he ido a buscar nada extraordinario, ahí
dentro nunca he cambiado gran cosa, poco había aquí con aspecto de
cambiar. O decía, No debe hacer mucho tiempo, no lo habría soportado.
Oigo los chorlitos, significa que cae la tarde, que cae la noche, pues
los chorlitos son así, gritan al llegar la noche, tras permanecer mudos
durante toda la tarde. Así, así es entre criaturas salvajes y de tan
corta vida, en relación a la mía. Y esta otra pregunta, que me es
conocida, Por qué he venido, que no tiene respuesta, de modo que
respondía, Para variar, o, No soy yo, o. Es el azar, o incluso, para
ver, o en fin, la edad del fuego. Es el destino, siento que llega, la
pregunta no me hallará desprevenido. Todo es ruido, negra turba saturada
que aún debe beber, marejada de helechos gigantes, brezo con simas en
calma donde se ahoga el viento, mi vida y sus viejos estribillos. Para
ver, para variar, no, está visto, todo visto, hasta llenarse los ojos de
legañas, ni a la intemperie, el mal está hecho, el mal fue hecho, un
día que salí, a rastras de mis pies hechos para ir, para dar pasos, que
había dejado ir, que me arrastraron hasta aquí, por eso vine. Y lo que
hago, lo esencial, resoplo, diciéndome, con palabras como de humo, no
puedo quedarme, no puedo irme, veamos qué ocurre. ¿Y como sensación?
Dios mío, no puedo quejarme, es él, pero con sordina, como bajo la
nieve, menos el calor, menos el sueño, las sigo bien, todas las voces,
todas las partes, bastante bien, el frío me gana, también la humedad, en
fin lo supongo, estoy lejos. Mis reumatismos, no pienso en ellos, no me
hacen sufrir más que los de mi madre, cuando la hacían sufrir. Ojo
paciente y fijo, a flor de esta cabeza huraña de roñoso, ojo fiel, es su
hora, quizá sea su hora. Estoy arriba y estoy aquí, tal como me veo,
encenagado, los ojos cerrados, la oreja pegada formando ventosa contra
la multitud que chupa, estamos de acuerdo, todos de acuerdo, en el
fondo, desde siempre, nos queremos, nos lamentamos, pero ay, nada
podemos. Seguro, dentro de una hora será demasiado tarde, dentro de
media hora será de noche, y aun, no es seguro, entonces qué, qué no es
seguro, absolutamente seguro, que la noche impide cuanto permite el día,
a quienes saben apañárselas, a quienes quieren apañárselas, y pueden,
aún pueden intentarlo. La niebla se disipará, lo sé, por mucho que uno
esté desprevenido, el viento refrescará, al caer la noche, y el cielo
nocturno cubrirá la montaña, con sus luminarias, los astros, que me
guiarán, una vez más, guiarán mis pasos, esperemos la noche. Todo se
enreda, los tiempos enredan, antes sólo había estado, ahora estoy
siempre, dentro de unos instantes aún no estaré, penando en mitad de la
vertiente, o entre los helechos que rodean el bosque, son los alerces,
no intento comprender, nunca más intentaré comprender, como suele
decirse, de momento estoy aquí, desde siempre, para siempre, ya no
temeré a las palabras importantes, no son importantes. No recuerdo haber
venido, nunca podré irme, mi pequeño mundo, tengo los ojos cerrados y
siento en la mejilla el humus áspero y húmedo, mí sombrero ha caído, no
ha caído lejos o el viento se lo ha llevado lejos. Lo apreciaba mucho.
Ora es la mar, ora la montaña, a veces ha sido el bosque, la ciudad,
también el llano, también probé en el llano, me he dejado por muerto en
todos los rincones, de hambre, de vejez, acabado, ahogado, y después sin
razón, muchas veces sin razón, por hastío, rebifa, un último suspiro, y
los aposentos, de mi hermosa muerte, en la cuna, hundiéndose bajo mis
penates, y siempre refunfuñando, las mismas frases, las mismas
historias, las mismas preguntas y respuestas, ingenuo, basta, al límite
de mi mundo de ignorante, jamás una imprecación, no tan tonto, o quizá
no recuerde. Sí, hasta el final, en voz baja, meciéndome, haciéndome
compañía y siempre atento, atento a las viejas historias, como cuando mi
padre sentándome en sus rodillas, me leía la de Joe Breem, o Breen,
hijo de un torrero, noche tras noche, durante todo el invierno. Era un
cuento, un cuento para niños, transcurría en un peñón, en medio de la
tempestad, la madre había muerto y las gaviotas se despachurraban contra
el fanal, Joe se tiró al agua, es cuanto recuerdo, un cuchillo entre
los dientes, hizo lo que tenía que hacer y regresó, es cuanto recuerdo
esta noche, terminaba bien, empezaba mal y terminaba bien, todas las
noches, una comedia, para niños.