Fernando Pessoa: Crónica de la vida que pasa
columna
del 05/04/1915*
Recientemente,
entre la polvareda de algunas campañas políticas, volvió a tomar relieve aquel
grosero hábito de polemista que consiste en no consentir a una criatura que
cambie de partido, una o más veces, o que se contradiga, frecuentemente. La
gente inferior que utiliza opiniones continúa empleando ese argumento como si
fuese despreciativo. Tal vez no sea tarde para establecer, sobre tan delicado
asunto del trato intelectual, la verdadera actitud científica.
Si hay
hecho extraño e inexplicable es que una criatura de inteligencia y sensibilidad
se mantenga siempre sentada sobre la misma opinión, siempre coherente consigo
misma. La continua transformación de todo se da también en nuestro cuerpo, y se
da consecuentemente en nuestro cerebro. ¿Cómo entonces, sino por enfermedad,
caer y reincidir en la anormalidad de querer pensar hoy lo mismo que se pensó
ayer, cuando no sólo el cerebro de hoy ya no es el de ayer, sino ni siquiera el
día de hoy es el de ayer? Ser coherente es una enfermedad, un atavismo, tal vez;
data de antepasados animales en cuyo estadio de evolución tal desgracia sería
natural.
La
coherencia, la convicción, la certeza, son, además de eso, demostraciones
evidentes –cuántas veces excusadas– de falta de educación. Es una falta de
cortesía para con los otros ser siempre el mismo a la vista de ellos; es
incomodarlos, afligirlos con nuestra falta de variedad.
Una
criatura de nervios modernos, de inteligencia sin cortinas, de sensibilidad
despierta, tiene la obligación cerebral de cambiar de opinión y de certeza
varias veces en el mismo día. Debe tener, no creencias religiosas, opiniones
políticas, predilecciones literarias, sino sensaciones religiosas, impresiones
políticas, impulsos de admiración literaria.
Ciertos
estados de alma de la luz, ciertas actitudes del paisaje tienen, sobre todo
cuando son excesivos, el derecho de exigir a quien está frente a ellos
determinadas opiniones políticas, religiosas y artísticas, aquellas que ellos
insinúen, y que variarán, como es de entender, conforme ese exterior varíe. El
hombre disciplinado y culto hace de su sensibilidad y de su inteligencia
espejos del ambiente transitorio: es republicano a la mañana, y monárquico al
crepúsculo; ateo bajo un sol descubierto y católico ultramontano a ciertas
horas de sombra y de silencio; y no pudiendo admitir sino Mallarmé a aquellos
momentos del anochecer ciudadano en que desabrochan las luces, debe sentir todo
simbolismo una invención de loco cuando, ante una soledad de mar, no supiere
más que de la Odisea.
Convicciones
profundas, sólo las tienen las criaturas superficiales. Los que no miran hacia
las cosas casi que las ven sólo para no tropezar con ellas, esos son siempre de
la misma opinión, son los íntegros y los coherentes. La política y la religión
gastan de esa leña, y es por eso que arden tan mal ante la Verdad y la Vida.
¿Cuando
despertaremos en la justa noción de que política, religión y vida social no son
más que grados inferiores y plebeyos de la estética: la estética de los que
todavía no la pueden tener? Sólo cuando una humanidad libre de los prejuicios
de la sinceridad y la coherencia haya acostumbrado a sus sensaciones a vivir
independientemente, se podrá conseguir algo de belleza, elegancia y serenidad
en la vida.
*Véase Críticas, ensayos, artículos y entrevistas, publicados por Ed. El Acantilado.
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