Mark Strand: Me va a encantar el siglo veintiuno
La cena se enfriaba. Los invitados, con la expectativa de que los encuentros
fuesen de la manera acostumbrada –rápidos, impersonales, azarosos–, estaban
tirados por los cuartos. Las papas estaban duras y las chauchas,
blandas. La carne… No había carne. El sol de invierno había
fuesen de la manera acostumbrada –rápidos, impersonales, azarosos–, estaban
tirados por los cuartos. Las papas estaban duras y las chauchas,
blandas. La carne… No había carne. El sol de invierno había
teñido de amarillo los olmos y las casas;
los ciervos iban calle abajo como refugiados; y en la entrada, los gatos
se estaban calentando sobre el capot de un auto. Un hombre, entonces,
vino y me dijo: “Aunque el pasado me encantaba, su oscuridad,
su peso que nada nos enseña, su pérdida, su todo
que no nos pide nada, me va a encantar aun más el siglo veintiuno,
porque en él veo a alguien en pantuflas y bata, pobre y de ojos marrones,
que marcha por la nieve sin dejar detrás suyo ni siquiera una huella”.
“Ah”, dije yo, poniéndome el sombrero. “Ah”.
los ciervos iban calle abajo como refugiados; y en la entrada, los gatos
se estaban calentando sobre el capot de un auto. Un hombre, entonces,
vino y me dijo: “Aunque el pasado me encantaba, su oscuridad,
su peso que nada nos enseña, su pérdida, su todo
que no nos pide nada, me va a encantar aun más el siglo veintiuno,
porque en él veo a alguien en pantuflas y bata, pobre y de ojos marrones,
que marcha por la nieve sin dejar detrás suyo ni siquiera una huella”.
“Ah”, dije yo, poniéndome el sombrero. “Ah”.
* Mark Strand (Norteamérica, 1934), poeta, traductor y editor. Premio Pulitzer 1999.
*Poema incluido en el libro del mismo nombre (Ed. Gog y Magog), traducido por el poeta argentino Ezequiel Zaindenweg.
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