La cena se enfriaba. Los invitados, con la expectativa de que los encuentros
fuesen de la manera acostumbrada –rápidos, impersonales, azarosos–, estaban
tirados por los cuartos. Las papas estaban duras y las chauchas,
blandas. La carne… No había carne. El sol de invierno había
fuesen de la manera acostumbrada –rápidos, impersonales, azarosos–, estaban
tirados por los cuartos. Las papas estaban duras y las chauchas,
blandas. La carne… No había carne. El sol de invierno había
teñido de amarillo los olmos y las casas;
los ciervos iban calle abajo como refugiados; y en la entrada, los gatos
se estaban calentando sobre el capot de un auto. Un hombre, entonces,
vino y me dijo: “Aunque el pasado me encantaba, su oscuridad,
su peso que nada nos enseña, su pérdida, su todo
que no nos pide nada, me va a encantar aun más el siglo veintiuno,
porque en él veo a alguien en pantuflas y bata, pobre y de ojos marrones,
que marcha por la nieve sin dejar detrás suyo ni siquiera una huella”.
“Ah”, dije yo, poniéndome el sombrero. “Ah”.
los ciervos iban calle abajo como refugiados; y en la entrada, los gatos
se estaban calentando sobre el capot de un auto. Un hombre, entonces,
vino y me dijo: “Aunque el pasado me encantaba, su oscuridad,
su peso que nada nos enseña, su pérdida, su todo
que no nos pide nada, me va a encantar aun más el siglo veintiuno,
porque en él veo a alguien en pantuflas y bata, pobre y de ojos marrones,
que marcha por la nieve sin dejar detrás suyo ni siquiera una huella”.
“Ah”, dije yo, poniéndome el sombrero. “Ah”.
* Mark Strand (Norteamérica, 1934), poeta, traductor y editor. Premio Pulitzer 1999.
*Poema incluido en el libro del mismo nombre (Ed. Gog y Magog), traducido por el poeta argentino Ezequiel Zaindenweg.
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