Álvaro García Linera: Pánico global y horizonte aleatorio
Incorporamos a nuestro blog del amasijo artículos de reflexión acerca de los muy difíciles momentos por los que transita la población mundial en este 2020 de gran crisis y, como se menciona en esta nota, de "angustiosa contingencia del porvenir".
PÁNICO
GLOBAL Y HORIZONTE ALEATORIO
Álvaro
García Linera [1]
Hemos
entrado en tiempos paradójicos propios de una sociedad mundial en transición.
Tiempos de inestabilidad generalizada en la que los horizontes compartidos se
diluyen y nadie sabe si lo que viene mañana es la repetición de lo de ahora, o
un nuevo orden social más preocupado por el bienestar de las personas… o el
abismo. La angustiosa contingencia del porvenir es la única certidumbre.
Y
es que ahora no estamos ante los azares regulares de la cotidianidad, como por
ejemplo, cuando tomábamos un metro para dirigirnos al trabajo y no podíamos
prever con quiénes nos encontraríamos en el vagón o si llegaríamos a tiempo. La
incertidumbre actual es más profunda, es de destino, porque uno no sabe en
realidad cuándo volverá a tomar el metro, si tendrá trabajo al cual dirigirse
o, llegado el extremo, si estaremos vivos para entonces. Lo de hoy es pues un
derrumbe absoluto del horizonte de las sociedades en la que la aleatoriedad del
porvenir es de tal naturaleza que todo lo imaginable, incluida la nada, pudiera
suceder.
Un
diminuto virus de entre los cientos de miles que existen está llevando a que
más de 2.600 millones de personas suspendan sus actividades regulares, que una
gran parte de los trabajos con los que la gente reproduce sus condiciones de
existencia esté paralizada, y que los gobiernos implementen estados de
excepción sobre la posibilidad de desplazarse y agruparse. Un pánico global se
ha apoderado de los medios de comunicación y una niebla de sospecha sobre el
otro cercano, portador de la enfermedad, quiere encumbrarse en el espíritu de
la época.
Las
imposturas de la globalización
Y
lo paradójico resulta del hecho que en momentos de exaltación de la
globalización de los mercados financieros, de las cadenas de suministros, de la
cultura de masas y de las redes, el principal cuidado que se despliegue ante
una enfermedad globalizada sea el aislamiento individual. Es como una confesión
de derrota de esos mercados globales y sus sacerdotes ante la necesaria
persistencia de los Estados, la sanidad pública y las familias como núcleos
imprescindibles de socialidad y protección. De ahí que resulte hasta grotesco
ver a los profetas del libre comercio y del “Estado mínimo” que ayer exigían
derribar las fronteras nacionales y deshacerse de los “costosos” sistemas de derechos
sociales (salud, educación, jubilación y otros), salir ahora a aplaudir el
cierre profiláctico de las fronteras y exigirle al Estado medidas más drásticas
para atender a los ciudadanos y reactivar las economías nacionales.
Que
la euforia globalizadora como destino final de la humanidad solo se aferre al
encierro individual y que la única organización política prevaleciente ante la
emergencia de una enfermedad global, resultante del propio curso de la
globalización, solo sea el Estado, habla de una farsa sin atenuantes. Algo anda
mal en esa paradoja: o bien la globalización como proyecto político-económico
fue y es una estafa colectiva para el rédito de pocos o bien las sociedades aún
no comprenden las “virtudes” del mundo global, lo que equivale a decir a si la
realidad no se acomoda a la retórica, la que está fallando es la realidad y no
la retórica sobre esa realidad. La verdad es que no hay respuesta globalizada a
un drama global y ahí ya existe una sentencia histórica sobre una época aciaga.
Se
trata en definitiva de un descomunal fracaso de la globalización tal como hasta
ahora se la ha construido y, sobre todo, del discurso político que la acompañó
y de las ideologías normativas que la secundaron.
Claro,
si se globalizan los mercados de acciones, pero no la protección social; si se
globalizan las cadenas de suministros, pero no el libre desplazamiento de las
personas; si se globalizan las redes sociales, pero no los salarios ni las
oportunidades, entonces la globalización es más una coartada de unos cuantos
países, de unas cuantas personas para imponer su dominio, su poder y su
cultura, que una verdadera integración universal de los logros humanos en
beneficio de todos.
Se
trata de una manera mutilada de globalizar la sociedad que, al tiempo de generar
más desigualdades e injusticias, debilita los mecanismos de protección y
cuidado creados a lo largo de décadas por los diferentes Estados nacionales.
Hoy
vemos que los mercados financieros no curan enfermedades globales, solo
intensifican sus efectos en los más débiles; hoy vemos que el libre comercio ha
llevado a un retroceso en las condiciones de igualdad similares a las de
inicios del siglo XX. Según Piketty, el 1 % de los más ricos de Estados Unidos,
quienes el año 1975 llegaron a concentrar el 20 % de la propiedad del total de
los activos inmobiliarios, profesionales y financieros, al año 2018 han
aumentado su participación hasta en un 40 %, similar al año 1920; hoy sabemos
que ninguna institución global tiene la más mínima posibilidad de cohesionar las
voluntades sociales para enfrentar las adversidades globales, en cambio el
Estado sí lo viene logrando. Es como si la “mano invisible” de Smith no solo
fuese inservible para los cuidados de la humanidad, sino más peligrosa que la
propia pandemia. Y es que la globalización hasta ahora funciona como un modo de
acrecentar ganancias privadas de las empresas grandes del mundo, en contraparte
es inútil para promover la protección de las personas.
La
actual epidemia no es la primera de carácter global. Ya se han presentado otras
desde el inicio del mercado mundial a principios del siglo XVI, durante la
colonización de América cuando la viruela redujo entre el 70 y 80 % de la
población originaria; luego, en distintos lugares del planeta las infecciones
del cólera, de la gripe rusa en el siglo XIX, la gripe española, la gripe
aviar, el VIH, recientemente el SARS 1, H1N1 y demás.
Las
enfermedades globales emergen de los modos de subsunción formal y real de la
naturaleza viva a la racionalidad de la producción mercantil que fracturan los
procesos, regulados en la transmisión de enfermedades entre distintas especies
animales. Subsunción formal, cuando se presiona a la pequeña economía agraria a
internarse cada vez más en bosques y áreas ecológicamente autosostenibles para
mercantilizar la flora y la fauna; subsunción real, cuando la producción
plenamente capitalista impone ilimitadamente en los bosques modos de trabajo
agrícolas extensivos articulados a los mercados de los commodities. En ambos
casos la interface entre la vida silvestre y los seres humanos que se regulaba
gradualmente durante décadas y siglos a través de la difusión en pequeñas
comunidades, ahora se comprime en días o semanas en gigantescos conglomerados
humanos, estallando en contagios fulminantes, masivos y devastadores.
Detrás
de cada pandemia está una manera de definir la riqueza social como ilimitada
acumulación privada de dinero y bienes materiales y que, por tanto, convierte a
la naturaleza, con sus componentes de seres vivos e inanimados, en una simple
masa de materia prima susceptible de ser procesada, depredada y financiarizada.
Es un modo enceguecido de producir cada vez más dinero, pero impotente para
producir un modo global para proteger a las personas y mucho menos a la
naturaleza. El resultado es un orden dominante de sociedad que no comprende que
su compulsiva manera de devorar la naturaleza en el altar de la ganancia es una
manera de devorarse a sí misma.
Que
los mercados y las instituciones globales ahora se escuden detrás de las
legitimidades estatales para intentar contener los demonios destructivos que
esta forma de globalización ha desatado es la constatación de un doble fracaso:
de las instituciones globales para proponer factibles respuestas globales para
proteger la salud de las personas de todos los países; y de los mercados
globales para impedir el descalabro económico mundial acelerado por la
pandemia.
Al
estancamiento económico de los últimos años ahora le sigue la recesión global,
es decir, un decrecimiento de las economías locales que va a llevar a un cierre
viral de empresas, al despido de millones de trabajadores, a la destrucción del
ahorro familiar, al aumento de la pobreza y el sufrimiento social. Y nuevamente
los sacerdotes de la globalización, insuflados en su mezquindad, se cruzan de
brazos a la espera de que los Estados nacionales gasten sus últimas reservas,
hipotequen el futuro de al menos dos generaciones para contener el enojo
popular y atemperar el desastre que los arquitectos de la globalización han
ocasionado.
Cuando
la pujanza global era evidente, ella tenía muchos padres, cada cual más
enardecido respecto a la fingida superioridad histórica del libre mercado. Y
ahora que la recesión mundial asoma las orejas, ella se presenta como huérfana
y sin responsables. Y tendrá que ser el vapuleado Estado el que intente salir
al frente para atenuar los terribles costos sociales de una orgía económica de
pocos.
Regreso
del Estado
Ciertamente
asistimos y asistiremos a una revalorización general del Estado, tanto en su
función social-protectiva, como económica financiera. Ante las nuevas
enfermedades globales, pánicos sociales y recesiones económicas, solo el Estado
tiene capacidad organizativa y la legitimidad social como para poder defender a
los ciudadanos.
Estamos
ante un momento de regresión colectiva a los miedos sociales que, a decir de
Elías, son los fundamentos de las construcciones estatales. Pero por ahora solo
el Estado, bajo su forma integral gramsciana de aparato administrativo y
sociedad civil politizada y organizada, puede orientar voluntades sociales
hacia acciones comunes y sacrificios compartidos que van a requerir las
políticas públicas de cuidado ante la pandemia y la recesión económica.
Bajo
estas circunstancias, el Estado aparece como una comunidad de protección ante
los riesgos de muerte y crisis económica. Y si bien es cierto que el destino de
muchos ha de depender de la decisión de pocos que monopolizan las decisiones
estatales, y por eso Marx hablaba de una “comunidad ilusoria”, estas decisiones
habrán de ser efectivas para crear un cuerpo colectivo unificado en su
determinación de sobreponerse a la adversidad siempre y cuando logre dialogar
con las esperanzas profundas de las clases subalternas.
Incluso
la recesión global halla en el Estado nacional a la única realidad social capaz
de reorganizar la flecha temporal del flujo de la riqueza de las naciones para
adelantar hoy a todos lo que se producirá mañana, a fin de dar un empujón a los
ingresos laborales, al consumo interno, a la generación estatal de empleo y al
crédito productivo.
Cuánto
durará este re-torno al Estado, es difícil saberlo. Lo que sí está claro es que
por un largo tiempo ni las plataformas globales, ni los medios de comunicación,
ni los mercados financieros ni los dueños de las grandes corporaciones tienen
la capacidad de articular asociatividad y compromiso moral similar a los
Estados. Que esto signifique un regreso a idénticas formas de estado de
bienestar o desarrollista de décadas atrás no es posible porque existe unas
interdependencias técnico económicas que ya no pueden dar marcha atrás para
erigir sociedades autocentradas en el mercado interno y el asalariamiento
regular. Pero, sin Estado social preocupado por el cuidado de las condiciones
de vida de las poblaciones seguiremos condenados a repetir estos descalabros
globales que agrietan brutalmente a las sociedades y las dejan al borde del
precipicio histórico.
Las
formas emergentes de Estado tendrán que combinar una revalorización del mercado
interno, la protección social ampliada a asalariados, no asalariados y formas
híbridas de trabajo autónomo, profundas políticas de democratización de la
propiedad y las decisiones sobre el futuro, con la articulación controlada de
las distintas cadenas de suministros mundiales, la fiscalización radical de los
flujos financieros e inmediatas acciones de protección del medioambiente
planetario.
Ahora,
otra de las paradojas del tiempo de bifurcación aleatoria como el actual es el
riesgo de un regreso pervertido del Estado bajo la forma de keynesianismos
invertidos y de un totalitarismo del big data como novísima tecnología de
contención de las clases peligrosas. Si el regreso del Estado es para utilizar
dinero público, es decir, de todos, para sostener las tasas de rentabilidad de
unos pocos propietarios de grandes corporaciones no estamos ante un Estado
social protector, sino patrimonializado por una aristocracia de los negocios,
como ya sucedió durante todo el periodo neoliberal que nos ha llevado a este
momento de descalabro societal.
Y
si el uso del big data es irradiado desde el cuidado médico de la sociedad a la
contrainsurgencia social, estaremos ante una nueva fase de la biopolítica
devenida ahora en data-política, que de la gestión disciplinaria de la vida en
fábricas, centros de reclusión y sistemas de salud pública pasa al control
algorítmico de la totalidad de los actos de vida, comenzando por la historia de
sus desplazamientos, de sus relaciones, de sus elecciones personales, de sus
gustos, de sus pensamientos y hasta de sus probables acciones futuras,
convertido ahora en datos de algún algoritmo que “mide” la “peligrosidad” de
las personas; hoy peligrosidad médica; mañana peligrosidad cultural; pasado
mañana peligrosidad política.
La
irreductibilidad del cuerpo
La
realidad es que el cuerpo, los trazos del cuerpo en el espacio-tiempo social
siempre han sido el obsesivo destino de todas las relaciones de poder y hoy lo
es de manera absoluta. Decía Valery, en uno de sus diálogos, que lo más
profundo de las personas es la piel y no se equivocaba. En la piel del cuerpo
están grabados los códigos de la sociedad y por eso lo que más se extraña en el
encierro es el encuentro de cuerpos, la acción de los cuerpos cercanos, el
lenguaje de los cuerpos que nos hablan y nos educan sin tomar conciencia de ello.
Así
pues, pareciera que también estamos enterrando en la angustia del encierro la
cara tecnicista de la utopía liberal del individualismo autosuficiente que
pretendía sustituir la realidad social por la realidad virtual. Es que los
cuerpos, sus interacciones son y seguirán siendo imprescindibles para la
creación de sociedad y de humanidad. Ahora sabemos que los empleos virtuales,
el “teletrabajo”, importantes y en aumento, no son el modo predominante de la
generación de riqueza de las naciones; que la fuerza de trabajo es siempre una
composición de esfuerzo físico y mental; que las sociedades nacionales se
paralizan si no hay actividad humana corporal interactuando con otras
corporeidades. Es como si la piel y el cuerpo fueran fuerzas productivas de la
sociedad en general y de las formas de comunidad en particular, comenzando por
la familiar, nacional y mundial.
Un
like en el Facebook es una convergencia cerrada de inclinaciones que no produce
algo nuevo más que el incremento contable de adherencias anónimas. Una asamblea
en cambio es una permanente construcción social-corporal de conocimientos
prácticos y experiencias comunes.
El
desasosiego y sensación de mutilación con las que la gente reacciona ante el
necesario y temporal encierro revela que el cuerpo no es meramente un estorboso
receptáculo de un cerebro capaz de dar el salto a la virtualidad absoluta. No,
el cuerpo no es un cajón de neuronas organizadas; el cuerpo es la prolongación
del cerebro en la misma medida que el cerebro es la prolongación del cuerpo y,
por tanto, los mecanismos de conocimiento, de invención, de afectos y de acción
social son actividades integrales de todo el cuerpo en su vinculación con otros
cuerpos, con la humanidad entera y la naturaleza entera.
El
cuerpo es, pues, un lugar privilegiado de conocimiento social y de producción
de la sociedad.
Que
los límites de la virtualidad global forzada saquen a la luz el valor de las
experiencias del cuerpo es también otra de las paradojas del tiempo ambiguo. Y
si bien es probable que de aquí a unos años esta experiencia angustiante sea
olvidada, muchos saldrán a las calles con el cuello doblado hacia el celular,
pero podrán hacerlo porque la gente está ahí, a la mano, interactuando con uno
mismo, a través de las miradas y los gestos del cuerpo, aunque nuestra
conciencia esté en el diálogo del wasap. Pero también es probable que la
desesperación por el encuentro con los otros vuelva a manifestarse
recurrentemente si es que no sabemos sacar ahora las lecciones de este tipo de
globalización mezquina que no se preocupa ni por la gente común ni por la
naturaleza en común; y quizá el pavor se convierta en un estado permanente de
la convivencia social.
Los
seres humanos somos seres globales por naturaleza y nos merecemos un tipo de
globalización que vaya más allá de los mercados y los flujos financieros.
Necesitamos una globalización de los conocimientos, del cuidado médico, del
tránsito de las personas, de los salarios de los trabajadores, del cuidado de
la naturaleza, de la igualdad entre mujeres y hombres, de los derechos de los
pueblos indígenas, es decir, una globalización de la igualdad social en todos
los terrenos de la vida, que es lo único que enriquece humanamente a todos.
Mientras no acontezca eso, como tránsito a una globalización de los derechos
sociales, es imprescindible un Estado social plebeyo que no solo proteja a la
población más débil, que amplíe la sanidad pública, los derechos laborales y
reconstruya metabolismos mutuamente vivificantes con la naturaleza; sino que
además democratice crecientemente la riqueza material y el poder sobre ella,
por tanto, también la política, el modo de tomar decisiones que deberán ir cada
vez más de abajo hacia arriba y cada vez menos de arriba hacia abajo, en un
tipo de Estado integral que permita ir irradiando la democrática asociatividad
molecular de la sociedad sobre el propio Estado.
Universidad
en tiempos de caos planetario
Finalmente,
la universidad pública es parte del Estado; de hecho, es una de sus
instituciones más importantes en la formación de las múltiples legitimidades
estatales y no estatales: universaliza la educación regular, distribuye los
bienes educativos en la sociedad, construye capilaridades para el surgimiento
de nuevos oficios y, por sobre todo, produce conocimiento social y modos de
integración intelectual, lógica y moral de la sociedad con el Estado.
En
tiempos neoliberales, a la par con el desmoronamiento del Estado social, las
élites abrazaron vías de legitimación externas, las tecnocracias de
universidades del norte, los consultores de organismos internacionales que se
dedicaron a crear una liturgia en torno a las bondades de la expropiación de
recursos públicos y la externalización del excedente económico nacional. Ello
trajo una cadena de desprecios coloniales hacia el conocimiento local y las
universidades públicas.
Ninguna
sociedad es capaz de autodeterminarse, esto es de definir por sí misma su
destino, sin producción de conocimiento de sí y del mundo. Por ello las
universidades tienen hoy un doble reto: ampliar su capacidad de generación de
conocimiento propio, esto es no solo repetir y difundir lo que otros han hecho
en otras partes del mundo. Ciertamente el acceso a otros conocimientos locales
es imprescindible para producir cosas nuevas; pero lo que sucede en cada patria
ni es la validación empírica de lo que otros han teorizado en otros lugares ni
mucho menos la “desviación” temporal de un destino al que hay que apegarse
tarde o temprano.
Hay
que tener la osadía de producir nuevos conocimientos, nuevas estructuras conceptuales
que vuelvan inteligible esta huracanada de acontecimientos anteriormente
inexistentes que sean capaces de dialogar con esquemas conceptuales producidos
en otras partes del mundo y, también, de explicar de mejor manera, con
categorías más lógicas, lo que sucede acá y lo que acontece también en esas
otras zonas del planeta. Hoy es un momento excepcional para las ciencias
sociales por la propia excepcionalidad de todo lo que viene aconteciendo en
todos lados y en todos los terrenos de la experiencia social.
La
sociedad latinoamericana a lo largo de su historia pasada y presente ha dado
ejemplos de una inigualable audacia política y social para impugnar las
múltiples relaciones de poder, para producir combinaciones institucionales
novedosas, para levantar formas de acción colectiva vanguardistas muchas de las
cuales sirven como ejemplo o referente de otras sociedades del mundo; y lo
mismo debería suceder con la producción de conocimiento y teoría social. De
hecho, eso ya viene sucediendo, solo que nos falta ver con mayor atención a lo
que pasa en nuestro horizonte interior como fuente también de conocimiento
universal.
Encima,
contamos con una forma de proceder más plural y de cierta manera cosmopolita
intelectualmente. A diferencia de las academias de los países centrales en la
que cada universidad prestigiosa y cada intelectual reconocido, fruto del
previsible efecto de competencia de las posiciones intelectualmente dominantes,
practican un silencioso desprecio por lo que se produce en otras naciones, en una
suerte de vergonzoso nacionalismo intelectual; en nuestros países, en cambio,
existe una avidez, a veces sobredimensionada, por conocer la producción
académica de otros países, especialmente si son dominantes. Esto que en
principio es un lastre, fácilmente es y puede ser una gran ventaja si sumamos
una irrefrenable pasión por lo propio, incluido lo propio continental. A eso es
lo que finalmente podríamos llamar como producción de conocimiento universal
mucho más potente que muchos conocimientos regionalistas y localistas
dominantes que hoy simulan ser universales por el solo hecho del efecto, en la
teoría, de la posición económicamente dominante en el planeta de los lugares
donde se producen esos conocimientos.
Y,
en segundo lugar, está el compromiso del estudiante, el profesor e investigador
con la sociedad. Frente a una lectura distorsionada de la recurrida
“neutralidad valorativa” que ilusiona hallar personas despojadas del conjunto
de valores, inclinaciones políticas y apegos morales que atraviesan sus
estructuras mentales, cosa que es ya en sí misma una valoración mágica del
mundo; es por demás evidente que el investigador no puede desprenderse de su
ser social ni de la trama de relaciones de poder que lo rodean. En estricto
sentido, por lo general, la fuerza interior de cada buena investigación radica
precisamente en la correcta administración de esa trama constitutiva del ser
social del investigador. Una consciencia de esas determinaciones para
inicialmente plantear el problema de investigación es el mejor punto de
partida. Pero esta consciencia implacable de los criterios valóricos que ayudan
a formular el hecho social a estudiar no puede ni servir para someter a las
mismas razones el proceso ni el resultado de la investigación, porque entonces
ya no se investiga, sino que se convalida algo que ya era sabido antes de la
investigación, y el hecho social no emerge de una articulación de causalidades
sino de deseos, anulando así el proceso de conocer.
La
pertinencia de los compromisos sociales del investigador han de estar al
momento de visibilizar los hechos a estudiar, al momento de formular las
preguntas sobre los hechos que habrá que resolver, porque cada manera de
ubicarse en el mundo habilita con mayor o menor evidencia un espacio de
infinitas preguntas enmarcadas en las expectativas y juicios que se tienen
sobre el curso del mundo.
La
lealtad a los compromisos, si estos son críticos sobre la realidad del mundo,
debe ponerse a prueba en la multidiciplinariedad y heterodoxia de las
herramientas conceptuales para adoptar, retorcer, fusionar e inventar aquellas
que mejor capten la dinámica de los acontecimientos. La propia investigación
necesariamente va a hacer brotar en su desarrollo conceptos y esquemas lógicos
que expresen de mejor manera las regularidades detectadas, y no hay que rehuir
a estas. Los modos de obtener y medir los datos de los procesos sociales
igualmente deberán adecuarse a cubrir la mayor parte de la cualidad del hecho
escudriñado, en tanto que la articulación lógica de los resultados deberá estar
guiada por la intensión de volver evidente, casi apodíctico, el flujo de las
causalidades, tanto lógicas como prácticas de las personas involucradas en el
hecho social. Así el compromiso social será tanto más válido por la fuerza
argumentativa de los hechos, que por la retórica
Conocimiento
social, el resurgimiento del Estado y los tiempos de incertidumbre estratégica
de las sociedades abren un espacio infinito de posibilidades de creatividad
social, de compromisos políticos y despliegue de herramientas académicas
capaces de contribuir la autorreflexión de la sociedad e impactar en políticas
públicas.
El
mundo se encuentra atrapado en un vórtice de múltiples crisis ambientales,
económicas, médicas y políticas que están licuando todas las previsiones sobre
el porvenir; y lo peor es que ello viene con un inminente riesgo de que se
impongan “soluciones” en las que las clases subalternas sean sometidas a
mayores penurias que las que ya se tolera hoy. Pero la condición de
subalternidad social o nacional tiene en ese torbellino planetario también un
momento de suspensión excepcional de las adhesiones activas hacia las
decisiones y caminos propuestos por las élites dominantes. El desasosiego
planetario por la fragilidad de horizontes a los cuales aferrarse es también de
las creencias dominantes, con lo que el sentido común se vuelve poroso,
apetente de nuevas certidumbres. Y si ahí, el pensamiento crítico, en general,
y la academia pública, en particular, ayudan a formular las preguntas del
quiebre moral entre dominantes y dominados, y coadyuvan a visibilizar las
herramientas de autoconocimiento social, entonces es probable que, en medio de
la contingencia del porvenir, se refuerce aquel curso sostenido en las
actividades de la comunidad, la solidaridad y la igualdad, que es el único
lugar donde los subalternos pueden emanciparse de su condición subalterna.
Solo
así el horizonte que emerja, sea el que sea o el nombre que quiera dársele,
será propio; el que la sociedad es capaz de darse a sí mismo; y por el que vale
la pena arriesgar todo lo que hasta hoy somos.
[1]
Conferencia inaugural del ciclo académico de las carreras de Sociología y
Antropología del Instituto de Altos Estudios Sociales, de la Universidad
Nacional de San Martín, Argentina, 30 de marzo de 2020.