Hecho de tiempo y circunstancia, lo extemporáneo del lenguaje poético es su propio exilio.Me gustaría recordar la concepción de Wallace Stevens acerca de la poesía: “La imagen desnuda y la imagen como símbolo son el contraste: la imagen sin sentido y la imagen como sentido. Cuando se usa la imagen para sugerir algo más, es secundaria. La poesía, como algo imaginativo, consiste en algo más de lo que yace en la superficie”. Hoy, muchos libros que pretenden ser “poesía”, no trascienden ese discurso que yace en la superficie. Por eso me alegro ante La muda encarnación. Lenguaje poético que atraviesa el límite de la lógica –que representa nuestra necesidad de coherencia, es decir, de certeza— y de la decepción –encarnada en nuestra percepción de que la vida es algo más que una fórmula exacta, de que hay algo que se nos escapa de las manos. El hecho poético transcurre precisamente en ese lugar, en lo inasible, y esa inasibilidad nos perturba, nos emociona, nos ilumina al desencajarnos, porque nos devuelve nuestro propio sentido, lo pone en juego, para volver a perderlo, lo pone en riesgo. El hecho poético sucede en el riesgo. El lenguaje de María del Carmen Colombo, desde Blues del amasijo hasta cierta parte de este libro, es esgrimido como un cuchillo que provoca temor, porque hiere. Es un lenguaje punzante, donde la palabra no es celebratoria; tampoco blasfema: una estética de la provocación, que aleja al lenguaje del “bien decir”, del purismo, y lo utiliza como dialecto de la degradación. Es el lenguaje de la corrupción, de la suciedad, esa palabra que nos recuerda nuestra identidad. Hay algo idealizado: lo que no se posee. Ni la belleza de una estética gozosa, yo diría transparente, ni la luminosidad del territorio, limitado por la carencia de los sujetos. Eso idealizado, que se mira como “esas cosas que nunca se alcanzan”, ese mundo ´ancho y ajeno´ también es lo odiado, paraíso que nos devuelve al infierno adonde estamos sumergidos. Por eso ese lenguaje es sarcasmo, burla. El rencor del oprimido… también puede ser cruel. De ahí la necesidad del arma (cuchillo o lenguaje) para resarcirse, para ´compadrear`; de ahí también la necesidad de la música peculiar de ese lenguaje, que no es sinfónica, sino baile para excitar el cuerpo. La provocación del cuerpo erotizado. Hay la necesidad de pensar a la mujer como “lo materno”, entendiéndola como pasivo y sufrido vientre de la sumisión. Los binomios caballo/vaca, gallo/gallina así lo reflejan. La feminidad está pensada como lo innombrable, el no-lenguaje, un cuerpo ponedor. Al decir que la mujer es “eso”, su diferencia, su identidad queda abolida y se mitifica la maternidad, se la sacraliza, trabajando un territorio idealizado.Ese lenguaje connota una dicotomía formal: lo sagrado/lo profano, o una informal: paraíso/infierno. El purgatorio no es necesariamente el tercer término de esta dualidad, sino la feminidad, que es la irrupción –la encarnación de toda una cultura muda ante esto. La muda encarnación, entonces, tiene el valor de un oxímoron. Triste yovaca/gimes tu condición/de alverre: dar//vueltas y vueltas/ la que no fue/ alrededor de la casa/de la pampa oscura/ la que no pudo/ ser la que no/ alverre vaca.Al promediar el libro aparece un elemento que no estaba antes. Desaparece la concepción idealizada del “afuera”. Ese afuera, ese “mundo real” ya no pesa sobre la palabra. Es la palabra la que puede travesarlo, la que lo trastoca. Ya no hay sujeción; la palabra se vuelve metáfora. La palabra encarna. Ya no el lenguaje ob sceno --es decir, puesto en escena--, sino la transformación de diversos contextos. Al apropiárselos, surgen nuevas voces, nuevos colores que no estaban antes: aparece otra territorialidad. La palabra designa nuevos ámbitos; así resurge el barrio de la infancia sin pintoresquismos, sin sentimentalismo, sin idealización: es no es; es otra cosa: es metáfora poética. Aparece Brueghel; un Brueghel amable, el de los chicos jugando en la calle. Está Bosch, ¿cuál de los Bosch del tríptico? Seguramente o el tercero, el del mundo maquinal; seguramente el primero, más cercano al paraíso animal, a la fábula: calle de los dibujos/Bosch y Brueghel/una atmósfera familiar// percherones/locomotoras/remolcadores// pitan y resoplan/ tiran/cargados de bolsas/románicas de cúpulas/de ropa enormes/como iglesias/son imágenes escenas/ tiernas lecturas/ de humilde condición// una época de ocres/chapas otoñales/ en árboles sin techo// los chicos pían Bosch/resoplan Brueghel/pajaritos sobre ramas/de románicos ranchos//son imágenes tiernas/de condición percherones/remolcadores/locomotoras//en los dibujos/ de la calle// humildes padre Bosch/madre Brueghel/encuadernados como carros/en galpones ilustran/una atmósfera una época/familiar En otro poema, las cuencas vacías de los ciegos de Baudelaire iluminan la mirada de una chica que “ve”, a su pesar, la escena de la sordidez. El dolor de esa mirada queda suspendido del canto de un madre; la voz, ya no canción de cuna, ya no arrullo, alienta la exclusión. El horror de la realidad simbolizado en la herida que abren las palabras. Su ferocidad queda flotando; ya no puede borrarse, vuelto metáfora de la traición, y de la pérdida. Bosch, Brueghel, Baudelaire, no reducidos a epitafios de epígrafes, no convocados para sostener con su grandeza la impericia del lenguaje. Deseados, transformados, encarnados. Al apropiárselos, María del Carmen Colombo busca su propia voz. Lo contrario de la impostura; no se instala en la pseudo comodidad que proporciona una retórica lograda, o manejada con astucia. Hay dolor; también, la alegría del lenguaje. Me llevó a Rimbaud, que escribió: “me encanallo todo lo que puedo porque quiero ser poeta”. Encanallarse, para Rimbaud, significa no deberse a la sociedad, a costa de satisfacerse con una escritura subjetiva, insípida; significa llegar a lo desconocido descomponiendo todos los sentidos. Significa quedarse solo, adentrarse en el camino individual. Encanallarse: lo contrario de la abyección. Al apropiárselos, María del Carmen Colombo encuentra su propia voz. Creo que a esta altura ya sabe lo que eso significa, porque escribió este libro, porque escribió el bellísimo poema final del libro: “… ella/ cree en la eficacia/ del vacío… --escribe— y representa/la escena pensada por dios/para salvarnos”. Así termina este libro, con la esperanza en el principio. Porque Dios concibe a la criatura humana plenamente personificada con su voz individual, indeducible, irrepetible. Para que la literatura se vuelva irrespirable tiene que tener tanta respiración interna como sólo puede darse en la incomodidad, e la soledad, en el inconformismo. Aliviar el ego individual con un hallazgo solo conduce a la asfixia; aspirar a u lenguaje que conmueva, que descoloque tanto al lector como a quien lo escribe implica, irremediablemente, una travesía de absoluta, inalienable libertad y, por consiguiente, de desamparo. No es el camino más fácil, pero sí el más gozoso.*Revista Último Reino, julio 1993, pp. 25 a 29
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