sábado, mayo 07, 2011

Raúl González Tuñón*: Blues de las cosas viejas

                      Las cosas viejas, tris, entrañables, sin voz y sin color, tienen secretos...
                                                                 José Asunción Silva

I

¿Quién piensa en los instantes
que quedaron fijados en las fotografías?
Tiempo que fue y deviene.
Morir no es destruirse.
¿Quién piensa en los retratos
de aquellos que partieron
y hoy miran cómo crece la vida de los otros,
cómo sube la muerte?

Morir es transformarse.

Vida que fue memoria vencedora
de tiempos y de olvidos.
Retratos familiares, solos, indiferentes
o de extraña presencia palpitante.
Retratos de los novios, disfuminadas sepias,
fotografía grande de la boda;
ese traje de un día, nupcial evanescente
que se arrumba en un cofre,
igual que en otro cofre ese otro traje
de un día, la mortaja.

Figuras de los próceres que fueron
y ahora son sólo nombres de calles desteñidas,
perdidas, desvaídas
en la ciudad inexorable.
Figuras de posturas o tamaños distintos.
Fotos tomadas a su hora,
o ausente el ser querido,
manos fieles las deshojan de un álbum
para exponer, como si fuera viva,
su muerte inapelable.

II

Amo las cosas viejas que habitan el silencio
como antiguos fantasmas en vastos caserones
de hierba abandonada y de rejas caídas,
solos, vacíos, sin después.
Calles, plazas, mansiones con historia
o con la historia simple, sencilla, prodigiosa
de lo que fue humano acontecer.
Palomares que un gallo de veleta corona,
molinos que ahora yacen en amargas arenas,
restos de enormes quintas,
la sola puerta derramada y muerta,
reverberos inútiles, patios que nadie cruza,
algún aljibe ahora seco y mudo,
donde estuvo la casa familiar y fragante.
Parques, losas, portales, balaustradas
descascaradas y llovidas.
Cofres ya sin secretos, violines sin cintura,
lápida que los yuyos invadieron,
con la mitad de un nombre; calesitas
que se mueren de a poco en los baldíos.
Encajes de Bruselas o de Brujas la Muerta
yacentes en el último cajón que oliera a espliego
de la vetusta cómoda que no reclama nadie.
Espejo cuya luna devoró tantas horas,
tanta hoja de almanaque arrancada a la vida,
el primer baile, el velatorio... Espejo
que trasciende ya dulces, ya tristes sugestiones,
como esos objetos que de tanto mirarlos
ya no importan
y sin embargo en ellos, como soñara Rodenbach,
a su modo perduran reflejados los antiguos semblantes:
"Los ausentes queridos sobreviven en ellos".
Sombrillas, abanicos de otros días,
arrumbados en sórdidos desvanes,
saudosos de otros soles, otras lluvias
otros suspiros de clavel del aire...
Ventanas de otras épocas, todavía asomadas
a horizontes ingenuos de inefables postales.
Un insistente clima de nostalgia y recuerdo.
Un sentido, una música, una plural fragancia.
Maniquíes desnudos,
medallas de perfiles ya borrados,
retratos y paisajes que detienen el tiempo,
cosas viejas, dejadas, escondidas, colgadas,
como si fueran su fotografía.

Y como sobre el arpa de Bécquer, polvorienta,
pero inmortal
o como sobre el féretro sin cruz
de José Asunción Silva, el colombiano
(que se hizo trazar con un lápiz azul
un círculo en el pecho,
para que el tiro no fallara...)
la sombra de una sombra.
La sombra de "una sola sombra larga".

*Raúl González Tuñón (Buenos Aires, 1905-1974).
Del libro: A la sombra de los barrios amados (Editorial Lautaro, Buenos Aires, 1957).

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