jueves, junio 17, 2010

Marcel Proust: La pálida madrépora*


"Indudablemente, en esos años pasados no sólo era la visión total del grupo la que carecía de perfecta nitidez, como noté yo el día antes, sino el grupo mismo. Entonces esas niñas eran aún muy jovencitas y se hallaban en ese grado elemental de formación en que la personalidad no puso aún a cada rostro su sello. Estaban todas apretadas unas contra otras, como esos organismos primitivos en los que el individuo no existe por sí mismo y está constituido antes por el polípero que por cada uno de los pólipos que entran en su composición. A veces una de las niñas empujaba a la que tenía al lado y la hacía caerse al suelo, y entonces una risa alocada, que parecía la sola manifestación de su vida personal, las agitaba a todas simultáneamente, borrando y confundiendo aquellos rostros indecisos y parleros en la masa de un racimo único, tembloroso y chispeante. En un retrato viejo que luego, andando el tiempo, me dieron ellas, y que he conservado, su tropa infantil constaba ya del mismo número de figurantas que la .procesión femenina que habían de constituir más adelante; y se da uno cuenta de que ya entonces debían de formar las chiquillas en la playa un manchón particular que atraería la atención; pero, en dicho retrato sólo se las puede distinguir individualmente por medio del razonamiento, dejando campo libre a todas las transformaciones posibles durante la juventud, hasta ese límite en que las formas reconstituidas invaden ya otra personalidad que es menester diferenciar asimismo, personalidad cuyo lindo rostro tiene probabilidades, gracias a la concomitancia de una buena estatura y un pelo rizado, de haber sido antaño esa bolita gesticulante y avellanada que nos presenta el retrato viejo; y como la distancia recorrida en poco tiempo por los caracteres físicos de cada muchacha privaba de un criterio seguro para distinguirlos, y además como ya entonces estaba muy marcado en ellas aquello que de común y colectivo tenían, solía ocurrir a sus mejores amigas que en ese retrato las confundían unas con otras, hasta el punto que para decidir las dudas había que recurrir a un detalle de indumento que según alguna de ellas era exclusivamente suyo. Desde aquel tiempo, tan diferente del día en que me las encontré yo en el paseo, tan diferente, pero no muy distante, acostumbraban entregarse a la risa, como pude ver la anterior mañana; pero esa risa no era ya aquella intermitente y casi espasmódica de la infancia, aquella risa en la que antes se hundían a cada momento sus cabecitas para volver a surgir después, al modo de los bloques de pececillos del Vivonne, que se dispersaban y desaparecían por un instante y se juntaban en seguida; ahora sus fisonomías eran ya dueñas de sí; los ojos se clavaban en el blanco que perseguían, y el día antes fue lo indeciso y tembloroso de mi percepción primera lo que confundió indistintamente –como hacía la hilaridad de antaño y la fotografía descolorida– las esporas, ahora individualizadas y desunidas, de la pálida madrépora. "


*Fragmento extractado de: "A la sombra de las muchachas en flor", En busca del tiempo perdido. Galerna. Traducc.: Pedro Salinas.

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