Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg: Fragmento de “El Libro negro"*
Bráilov, mi patria
chica
(…)
Una gélida noche
de febrero los hombres de la Gestapo y los policías rodearon Bráilov. La
masacre comenzó antes del alba. Según uno de los policías al que interrogué
personalmente, apenas se trataba de la primera Aktion. Cada uno de los agentes
recibió la orden de desalojar dos o tres apartamentos habitados por judíos y
conducirlos hasta el punto de reunión establecido en la Plaza del mercado de
Bráilov. En caso de encontrarse con alguien que no fuera capaz de andar por su
cuenta o que se negara a hacerlo, debían matarlo allí mismo, si bien cuidándose
de no hacer mucho ruido. Las armas a utilizar eran las bayonetas, las culatas
de los fusiles y los puñales.
Los culatazos
dados a la puerta de casa despertaron a mi padre a las seis de la mañana. Dos
policías irrumpieron de pronto en la habitación.
―¡Todos
fuera! ¡A la plaza!
¡Deprisa!
―Mi
mujer está
enferma ―explicó mi padre―.
No puede levantarse de la cama.
―Ya
decidiremos nosotros quién
puede o no puede levantarse ―replicó uno de los
policías.
Mi padre fue
sacado de casa a culatazos. Mientras mi hermana Roza se vestía apresuradamente
alcanzó a ver que uno de los policías avanzaba hacia mi madre empuñando un
puñal. Mi hermana hizo ademán de correr en socorro de nuestra madre, pero una
lluvia de culatazos cayó sobre su cabeza y la empujó hacia la calle descalza y
a medio vestir. Roza cayó al suelo; mi padre consiguió levantarla a duras penas
y la ayudó a llegar hasta el punto de reunión, ubicado frente a la iglesia que
se alza en la Plaza del mercado.
Era hacia allí que
conducían a los judíos de Bráilov. Mas no a todos. A muchos los mataron en sus
propias casas, como a mi madre. La familia Bakaléinik tampoco llegó al punto de
reunión. Un policía los asesinó a todos con una sola ráfaga de ametralladora.
Los obligó a formar una hilera frente a la casa, los hizo caer a todos, y así
ganó una apuesta que había hecho con otro policía.
Después de hora y
media verificando sus listas, los alemanes anunciaron que trescientas personas
permanecerían en la ciudad ―fundamentalmente,
sastres, zapateros, palafreneros y sus familias―
para brindar servicio al ejército
alemán, mientras
que los demás
serían
fusilados. La enorme procesión
de los condenados se puso en camino severamente guardada por los convoyes que
la acompañaban. A mi padre y a mi hermana les tocó marchar a la cabeza de la
columna. Los seguía Oskar Shmarián, un joven de dieciséis años, pariente
nuestro, que había venido desde Kiev a pasar las vacaciones en Bráilov. Cuando
llegó a la altura de la farmacia, la columna se detuvo de pronto. El jefe de la
policía recordó que había olvidado convocar a Iosif Shwartz, quien vivía a las
afueras de Bráilov, junto al cementerio ortodoxo. Enviaron a un policía a buscarlo.
Apenas unos minutos más tarde llegaron Schwartz y su mujer. Les correspondió a
ellos encabezar la fúnebre marcha durante aquel último tramo.
La multitud
avanzaba en silencio. Todos iban concentrados en sus propios pensamientos,
observaban por última vez el paisaje natal, se despedían de él, decían adiós a
la vida. Y de pronto se escuchó una canción alzándose sobre la columna. Una voz
joven y aguda entonó una canción sobre las bondades de la patria, la vastedad
de sus tierras, la belleza de sus bosques, sus ríos y sus mares, la pureza de
su aire tan grato a los pulmones. Era mi hermana Roza quien cantaba.
He interrogado a
muchos testigos y verificado una y otra vez que todo sucedió así en realidad.
Mis pesquisas, profundas y escrupulosas, me han permitido establecer que la
escena fue tal y como aquí la describo. Antes mi hermana nunca había dado
muestras de que le gustara cantar. Aquella horrible mañana había pasado dos
horas descalza y a medio vestir bajo un frío inclemente. En aquella etapa de la
marcha sus pies estaban helados. Me pregunto qué la movió a cantar. Y, sobre
todo, de dónde extrajo las fuerzas para realizar aquel último acto de veras
heroico.
Un policía le
ordenó callar, pero mi hermana continuó cantando como si no lo hubiera
escuchado. Se escucharon dos disparos. Mi padre levantó del suelo el cadáver de
su única hija y llevó aquella preciosa y sagrada carga durante el kilómetro y
medio que aún le quedaba por recorrer hasta el lugar de la ejecución.
Cuando la columna
de condenados llegó a la fosa abierta, se le ordenó al primer grupo que se
desvistiera y colocara la ropa en el lugar señalado para ello. Después, se les
ordenó tumbarse en el fondo de la fosa. Mi padre colocó con cuidado el cuerpo
de mi hermana en la fosa y comenzó a desvestirse. Una docena de carretas
llegaron desde el pueblo para transportar la ropa a los almacenes de la
policía. En ese instante se produjo un incidente junto a la fosa. La joven Liza
Perkel se negó a desvestirse y exigió que la fusilaran vestida. Los verdugos se
abalanzaron sobre ella: le propinaron culatazos, hincaron las bayonetas en su
cuerpo. Liza consiguió agarrar del cuello a un hombre de la Gestapo y cuando
este intentó apartarla le clavó los dientes en una mano. El alemán pegó un
grito y sus compinches acudieron a socorrerlo. Eran numerosos y todos estaban
armados hasta los dientes, pero la joven no se rindió.
Al intentar
arrancarle el vestido, los verdugos la echaron a tierra. Por un instante, Liza
consiguió liberar una pierna y pegó una patada en la cara con todas sus fuerzas
a otro hombre de la Gestapo. Entonces el comandante Kraft decidió poner «orden»
en persona: se acercó mientras repartía órdenes. Liza se levantó del suelo a
duras penas. Le sangraba la boca; su vestido estaba hecho jirones. Haciendo
gala de un increíble aplomo, esperó a que el comandante llegara ante ella y le
lanzó un escupitajo a la cara.
Se escucharon
varios disparos. Liza Perkel murió de pie. Esperó la muerte luchando. ¿Qué
resistencia podía ofrecer una joven desarmada a toda una multitud de verdugos?
¡Y aun así los alemanes no consiguieron doblegarla! [Pudo cumplir su último
deseo: los alemanes fueron incapaces de someterla. Podían matarla ―armas
les sobraban para hacerlo―, pero doblegar su
voluntad, hacerla renunciar a su dignidad y privarla de su honor era algo que
no estaba en sus manos hacer.]
Mi padre decidió
aprovechar el momento de distracción del comandante, los policías y los hombres
de la Gestapo y al percatarse de la presencia allí de una campesina a la que
había curado alguna vez, le dijo en un susurro: «Gorpina, esconda a este niño»
y empujó a Oskar Shmarián hacia el montón de ropa. La campesina lo cubrió
rápidamente con un abrigo y lo cargó en una de las carretas en las que se
llevaban la ropa. El niño permaneció unos quince minutos oculto bajo la maraña
de abrigos hasta que la carreta se puso en marcha alejándose del lugar de la
ejecución. La campesina escondió al niño durante unos días y lo proveyó de
ropa. Muy pronto Oskar se enroló en un destacamento de partisanos. Oskar vive
aún y fue de sus labios que escuché los pormenores de la muerte de mi familia:
llegó a ver el instante en que murió mi padre. En el último instante de su
vida, mi padre consiguió hacer lo que creyó justo y necesario: salvó a un
vengador más, a un joven que luchó implacablemente para salvar a nuestro pueblo
del fascismo.
(…)
* El libro negro, de Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg (Galaxia Gutenberg, 2012, 1.225 pp.; traducción de Jorge Ferrer).
** Extractado de: http://www.eltonodelavoz.com
Etiquetas: Vasili Grossman
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