Oliverio Girondo: Interlunio
A Norah Lange
Aguafurte de Spilimbergo |
Lo
veo, recostado contra una pared, los ojos casi fosforescentes, y a los pies,
una sombra más titubeante, más andrajosa que la de un árbol.
¿Cómo
explicar su cansancio, ese aspecto de casa manoseada y anónima que sólo conocen
los objetos condenados a las peores humillaciones?...
¿Bastaría
con admitir que sus músculos prefirieron relajarse a soportar la cercanía de un
esqueleto capaz de envejecer los trajes recién estrenados?... ¿O tendremos que persuadirnos
de que su misma artificialidad terminó por darle
la apariencia de un maniquí arrumbado en una trastienda?...
Las
pestañas arrasadas por el clima malsano de sus pupilas, acudía al café donde
nos reuníamos, y acodado en un extremo de la mesa, nos miraba como a través de
una nube de insectos.
Es
indudable que sin necesidad de un instinto arqueológico desarrollado, hubiera
sido fácil verificar que no exageraba, desmesuradamente, al describir la
fascinante seducción de sus atractivos, con la impudicia y la impunidad con que
se rememora lo desaparecido... pero las arrugas y la
pátina que corroían esos vestigios le proporcionaban una decrepitud tan
prematura como la que sufren los edificios públicos.
Aunque
por lo común permanecía horas enteras en silencio, a veces lográbamos que
relatara algún episodio de su vida, que recitase algún poema de Corbière o de Mallarmé.
¡Nunca era más temible su cercanía!... Entre la incesante
humareda del cigarrillo, su voz —llena de hollín— resonaba como si fuese
emitida por una chimenea, y mientras su inmovilidad adquiría la borrosa
impavidez del retrato de alguien que ya nadie recuerda, su dentadura postiza se
obstinaba en inventar las sonrisas menos oportunas. En vano pretendíamos vivir
el contenido de algún verso. Tras el silencio de cada estrofa: su aliento de cama
deshecha, el temor de que su esqueleto cometiese algún
ruido, de que su barba creciera con el mismo susurro con que crece la barba de
los muertos... Y ya en esa pendiente resbaladiza, bastaba un gesto, una mirada,
para que descubriéramos su semejanza con esos pares de medias
que se hospedan sobre los roperos de los hoteles, con esos cuellos que se
retuercen junto a ellas, tan desesperadamente, que nos sugieren ideas de
suicidio.
De
resistirnos a esos excesos, por otra parte, ¿hubiéramos logrado contemplar la maraña de sus arrugas sin
imaginarnos todas las noches perdidas, todos los rumores huecos y desvalidos
que, al estratificarse con una lentitud
de estalactita, le habían formado unos repliegues de cansancio que ni la misma
muerte conseguiría planchar?...
Para
recorrerlas de un extremo al otro sin perderme, yo, por lo menos, me veía
forzado a examinarlas con el mismo detenimiento con que se siguen las rutas en
un plano y, demasiado absorbido por sus accidentes, rara vez lograba escuchar
lo que decía. Hasta en las oportunidades en que nos encontrábamos solos, cuando
no perdía frases enteras, me llegaban con tantas intermitencias como las que
suben a nuestra ventana, descuartizadas por todos los ruidos de la calle. ¡Era
inútil que reconcentrase mi atención!... Siempre se me extraviaba alguna
palabra, alguna partícula tan esencial, que antes de contestarle debía realizar
un esfuerzo equivalente al de traducir un documento cifrado. Aderezada con la
misma premeditación de esos platos que llegan momificados a la mesa, su
dialéctica —por lo demás— no estimulaba
excesivamente mi apetito, pues al abuso de la paradoja unía el empeño de citar
cuantos libros habían fomentado su temible habilidad en el manejo de la rima, de
la que exhibía, con sobrada frecuencia, un muestrario de versos tan manoseados
como los sobres en que los borroneaba.
A
pesar de que mi desgano la ingiriese a pequeños trozos, no tardé en enterarme,
sin embargo, de una cantidad de anécdotas más o menos turbias de su vida: la bancarrota
—con suicidio y demás accesorios— de su padre; su
tránsito por dos o tres empleos; la necesidad de irse comiendo los gemelos, el
frac, el sobretodo; los primeros síntomas del hambre —pequeños escalofríos en
la espalda, pequeños calambres sordos y desesperantes—; mil sucesos en todos
los meridianos, en todos los ambientes, hasta llegar
a Buenos Aires, que —según él— ¡era algo maravilloso!... la única ciudad del
mundo donde se podía vivir sin trabajar y sin dinero, porque resultaba rarísimo
efectuar una sangría con éxito negativo, hasta en las billeteras
más exangües.
Aunque
aquejada de una anemia crónica, la mía no hubiese podido rectificarlo, si bien
es cierto que adoptaba algunas medidas preventivas para impedir que sus extracciones
fuesen demasiado cuantiosas y frecuentes.
Más
que por debilidad, soportaba ese régimen extenuante debido a que me divertía el
contraste entre su habitual escepticismo y su entusiasmo hiperbólico por el
país. Es así cómo, antes de embarcarse para la Argentina, ya se la representaba
como una enorme vaca con un millón de ubres rebosantes de leche, y cómo a los
pocos días de ambular por Buenos Aires, había comprendido que, a pesar de su
apariencia de ciudad bombardeada, la pampa acababa de aproximarse al río para
parirla.
“Europa
es como yo —solía decir— algo podrido y exquisito; un Camembert con ataxia
locomotriz. Es inútil untarla con malos olores. La tierra ya no da más. Es demasiado
vieja. Está llena de muertos. Y lo que es peor aún,
de muertos importantes. En vano se trata de eludirlos. Se tropieza con ellos en
todas partes. No hay un umbral, un picaporte que no hayan desgastado. Se vive
bajo los mismos techos donde vivieron y donde han muerto. Y por mucho que nos
repugne —¡no queda otro remedio!— hay que
repetir sus gestos, sus palabras, sus actitudes. Sólo un hombre capaz de usar
un ala de cuervo sobre la frente, como Barrès, pudo deleitarse en aprender a
fornicar en los cementerios.
“Aquí,
en cambio, la tierra es limpia y sin arrugas. Ni un camposanto, ni una cruz. Se
puede galopar una vida sin encontrar más muerte que la nuestra. Y si
tropezamos, por casualidad, con un cadáver, es tan humilde que no molesta a
nadie. Vive una muerte anónima; una muerte del mismo tamaño
que la pampa.
“En
la ciudad, la vida no es menos libre. Por todas partes corre un aire de
improvisación que nos permite ensayar cualquier postura. Ustedes se quejan de
su fealdad. ¡Pero la esperanza dispone de tantos terrenos baldíos!... Con
decirle que, de haber nacido aquí, yo mismo me sentiría tentado por hacer
algo... ¡Y vaya usted a saberlo!... Hasta quizás llegase a convencerme de que
el sudor es una segregación tan respetable como se pretende. Yo la prefiero, en
todo caso, a las ciudades europeas, tan acabadas, tan perfectas que no
consienten que se mueva una piedra. Sus cornisas nos proporcionan excelentes
modales. Tarde o temprano terminan por colocarnos un chaleco de fuerza.
Imposible cometer un error de sintaxis, desperezarse, agarrar un florero
y hacerlo añicos contra el suelo.”
Estas
arremetidas, y otras equivalentes, adquirían un acento menos retórico, sin
embargo, al referir algún episodio de su vida. Acaso por esa circunstancia o por el estado lamentable en
que se hallaba, espero reproducir, con bastante fidelidad, el que me relató la
última vez que nos encontramos.
Recuerdo
que fue en uno de esos cafés que no pegan los ojos. Las sillas ya se habían
trepado a las mesas para desentumecerse las patas, mientras que —con un gesto
que ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín sobre
las baldosas humedecidas.
Sentado
ante una pequeña copa que contenía un menjunje con cierto aspecto de colirio,
un hombre parecía dudar entre ingerirlo o lavarse con él una pupila. De toda su
persona trascendía un fracaso tan auténtico y definitivo
que,
inmediatamente, lo reconocí. Su palidez de vidrio esmerilado, su barba tejida
por una araña, su chambergo descolorido y sucio le daban no sé qué semejanza
con esos faroles que nadie se ocupa de apagar y que sufren la luz despiadada
de la mañana.
Es
posible que, en el primer momento, aparentase no advertir mi presencia, pero al
hallarme junto a él, bajó la cabeza y me extendió una mano algosa, sin
esqueleto. Una vez más experimenté un sobresalto idéntico al que produce el insospechado
contacto de unos guantes que yacen en un
bolsillo.
Enjugué la humedad con que impregnó la mía, y aproximé una silla. Era evidente
que lo importunaba.
Mientras
cambiábamos las primeras palabras, sus miradas rozaban los objetos en un vuelo
tajeante y volvían a sumergirse en sus pupilas, sin perturbar el reflejo de las
luces que se trasuntaban en ellas, como en un charco. Urgía sustraerlo de ese
marasmo. Con la mayor crueldad posible le
dije que lo encontraba mal, que debía de hallarse muy enfermo. La argucia
alcanzó el éxito esperado. De un solo sorbo terminó el whisky que habíamos
pedido, y después de dejar caer los brazos de la mesa:
“¡No
puedo más! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy desesperado!...”
Estrangulada,
ronca, parecía que su voz saliese de atrás de una cortina. Como si la
descorriera de pronto, me preguntó:
“¿A
usted nunca lo han martirizado los ruidos?... ¡No! ¡Estoy seguro que no! ¡Es
algo horrible! ¡Horrible!...”
La
evidente desproporción entre la causa y el efecto de su padecimiento, quizás me
hiciera sonreír. En todo caso, recién entonces me miró por primera vez, para
proseguircon cierto dejo de rencor:
“¡No!
¡Estoy seguro que no! Usted no puede comprenderme. Para eso necesitaría ser
como yo. No tener nada de dónde agarrarse. Hasta hace poco yo poseía esto —agregó,
extrayendo un pequeño frasco que, a través de la suciedad
de la etiqueta, delataba su procedencia farmacéutica—. ¡Esto!, que para mí era
todo. Pero ya no me queda nada, absolutamente nada.” Y antes de necesitar insinuarle
que se explicara: “Al principio fue el vecino de arriba.
De noche siempre resulta emocionante escuchar unos pasos sobre el techo. Por
poco acompasados que parezcan, ¡adquieren una solemnidad!... Es como si llamaran
a la puerta de una casa donde no vive nadie. Cada vez
más pesados, cada vez más próximos a mi cabeza, yo los sentía derrumbarse de un
extremo al otro del cielo raso, hasta convencerme de que terminarían por
achatármela a martillazos.
“Averigüé
quién vivía en la pieza de arriba. Resultó ser un estudiante que se paseaba,
leyendo, gran parte de la noche. Como el estado de mi cuenta y mis relaciones
con el hotelero alejaban la posibilidad de cualquier reclamo, decidí entenderme
con él, directamente. La gestión obtuvo un resultado satisfactorio. Durante
varios días, el cielo raso permaneció mudo. De vez en cuando, un portazo, un
grito que subía por el hueco de la escalera; pero esos ruidos eran discontinuos,
me dejaban descansar. Entre uno y otro existían grandes agujeros de silencio y
de felicidad.
”Al
poco tiempo, sin embargo, las precauciones de mi vecino se convirtieron en un
suplicio más torturante que el anterior. Tendido sobre la cama, lo veía,
durante horas enteras, ir de un lado al otro, como si el techo de la habitación
fuese traslúcido. El cuidado con que abría un cajón o colocaba la pipa sobre su
escritorio, llegó a exacerbarme hasta el extremo de tener que ahogar, en la almohada,
un alarido de impaciencia. Creí que se ensañaba en prolongar mi angustia, que se
valía de la menor distracción para inventar pequeños ruidos disimulados e imprevisibles.
Los más traicioneros se descolgaban, como arañas, del cielo raso, y después de
erizar los pelos de la alfombra, se reproducían en los rincones, detrás del
ropero, abajo de la cama. A fuerza de ejercitarme, no tardé mucho en percibir,
desde mi quinto piso — simultáneamente y con la mayor nitidez— las
conversaciones de la gente que pasaba por la vereda, el trino de una canilla en
el patio del fondo,
los ronquidos de todos los cuartos del hotel. Aunque después de acecharlos
semanas enteras terminé por conocer el horario y las costumbres de la mayor
parte de los ruidos, siempre surgía alguno imposible de localizar antes
de encontrarlo adentro de mi cabeza. ¡Era peor zambullirse bajo las
frazadas!... A medida que se adormecían los de afuera, cuantos se alojaban en
mi interior se iban despertando, uno por uno, y no contentos con clavarme sus
dientes de laucha recién nacida, se aglomeraban en mi vientre hasta
proporcionarme una sensación tal de gravidez que, por absurdo que parezca, creía
estar en vísperas de tener un hijo.
”Una
noche de exasperación decidí salir a la calle. Preveía lo que me aguardaba, el
efecto que me producirían los chirridos del tráfico, pero cualquier cosa era
preferible a permanecer en mi cuarto. En la esquina, tomé el primer tranvía que
pasó. Lo que fue aquello no puede describirse.
Creí
que de un momento a otro la cabeza se me partiría a pedazos, pero la misma intensidad
del dolor acabó por recubrirme de una indiferencia tan tupida que, cuando el tranvía
se detuvo para emprender el regreso, me sorprendió
encontrarme en los suburbios.
”Las
capitales europeas carecen de límites precisos, se amalgaman y se confunden con
los pueblos que las circundan.
Buenos
Aires, en cambio, en ciertos parajes por lo menos, termina bruscamente, sin
preámbulos. Algunas casas diseminadas, como dados sobre un tapete verde, y de pronto:
el campo, un campo tan auténtico como cualquiera.
Parecería
que el arrabal no se animara a distanciarse del adoquinado. Y si un almacén
corre ese riesgo, se tiene que enfrentar con la pampa. Durante la noche, sobre
todo, basta internarse algunas cuadras para que ninguna luz nos acompañe. De la
ciudad no queda más que un cielo ruborizado.
”Del
sitio en que me dejó el tranvía tardé pocos minutos para hallarme en pleno
campo. ¡Jamás experimentaré una plenitud semejante! A medida que mi cerebro se
iba impregnando, como si fuese una esponja, de un silencio elemental
y marítimo, saboreaba la noche, me nutría de ella, a pedacitos, sin
condimentos, al natural, deleitado en disociar su gusto a lechuga, su
carnosidad afelpada... el dejo picante de las estrellas.
”Ha
de haber influido, probablemente, la angustia de los días anteriores. De
cualquier modo que fuera, bastaría, por sí solo, ese instante, para justificar
y darle una razón de ser a mi existencia. Se requiere haber pasado momentos muy
duros antes de poder sentir algo parecido.”
Por
evidente que fuese la intención despectiva de la última frase, no quise
interrumpirlo.
“Desde
ese día —agregó, ya sin ninguna jactancia— repetí el mismo itinerario todas las
noches. Las sucesivas, sin embargo, no fueron tan dichosas. Me fastidiaba el
roce esmerilado de mis pasos sobre la tierra, la testarudez con que los
insectos taladraban el silencio. Llegué a persuadirme de que el silbido de los
grillos poseía una intención agresiva —y lo que resultaba muchísimo más indignante—
que los sapos se reían de mí.
”A
pesar de todo, durante un mes y medio reincidí en esas excursiones. Cualquier
cosa resultaba preferible a seguir soportando la caja de resonancias en que se
había transformado mi cuarto. Hace unos días aconteció un hecho, sin embargo,
que me obligó a abandonarlas para siempre.
”Era
una noche magnífica—prosiguió con una voz más turbia y dolorida—. Desde que me
alejé de la ciudad advertí que ningún ruido me molestaba. En el primer instante
temí que hubieran terminado por ensordecerme. Al contrario. Los oía con una
nitidez extraordinaria, pero sin dolor, sin sobresaltos.
Ignoro cuántas cuadras caminé la embriaguez y el alivio de esta comprobación.
En un cierto momento, mis piernas se rehusaron a dar un paso más. Busqué un lugar
donde descansar y me acosté, de espaldas, al borde del camino.
”En
ninguna parte se encuentra un cielo tan rico en constelaciones. Al contemplarlo
de esa manera todo lo demás desaparece, y por muy poco que nos absorbamos en él,
se pierde hasta el menor contacto con la tierra. Es como si flotáramos, como si,
reclinados en una proa, mirásemos unas aguas tan serenas que inmovilizan el
reflejo de las estrellas.
”Diluido
en esa contemplación había logrado olvidarme hasta de mí mismo, cuando, de
repente, una voz pastosa pronunció mi nombre. Aunque estaba seguro de encontrarme
solo, la voz era tan nítida que me incorporé para comprobarlo. A los dos lados
del camino, el campo se extendía sin tropiezos. Uno que otro árbol perdido en
la inmensidad y, cerca mío, algunos cardos, entre los cuales divisé un bulto
que resultó ser una vaca echada sobre el pasto.
”Opté
por acostarme de nuevo, pero antes que pasara un minuto oí que la voz me decía:
”—¿No
te da vergüenza? ¿Cómo es posible? ¿Qué has hecho para llegar a ese estado? ¿Ya
ni siquiera puedes vivir entre la gente?
”Por
absurdo que resultase, era indudable que la voz partía del lugar donde se
encontraba la vaca. Con el mayor disimulo me di vuelta para observarla. La
claridad de la noche me permitía distinguir todos sus movimientos.
Después
de incorporarse y avanzar unos pasos se detuvo a pocos metros del sitio en que
me hallaba, para rumiar durante un momento lo que diría y proseguir con un tono
acongojado:
”—¡Hubieras
podido ser tan feliz!... Eres fino, eres inteligente y egoísta. ¿Pero qué has
hecho durante toda tu vida? Engañar, engañar... ¡nada más que engañar!... Y ahora
resulta lo de siempre; eres tú, el verdadero, el único
engañado.
¡Me dan unas ganas de llorar!... ¡Desde chico fuiste tan orgulloso!... Te
considerabas por encima de todos y de todo. De nada valía reprenderte. Crees
haber vivido más intensamente que nadie. Pero, ¿te atreverías a negarlo?, nunca
te has entregado. ¡Cuando pienso que prefieres
cualquier cosa a encontrarte contigo mismo! ¿Cómo es posible que puedas soportar
ese vacío?... ¿Por qué te empeñas en llenarlo de nada?... Ya no eres capaz de extender
una mano, de abrir los brazos. ¡Es verdaderamente desesperante!... ¡Me dan unas
ganas de llorar!...
“Cuando
calló, sin darme cuenta me levanté y di unos pasos hacia ella. Después de
mirarme con unos ojos humedecidos de ternura y de limpiarse la boca refregándosela
contra la paleta, sacó el pescuezo por encima del alambrado y estiró los labios
para besarme.
“Inmóviles,
separados únicamente por una zanja estrecha, nos miramos en silencio. Pude caer
de rodillas, pero di un salto y eché a correr por el camino. En lo más profundo
de mí mismo se erguía la certidumbre de que la voz
que acababa de oír era la de mi madre.”
Fue
tal la emoción que puso en la última parte del relato que no me atreví a
sonreír. Como si se lo confiara a sí mismo agregó, después de un silencio:
“Y
lo peor es que la vaca, mi madre, tiene razón. Yo no soy, ni nunca he sido
nunca más que un corcho. Durante toda la vida he flotado, de aquí para allá,
sin conocer otra cosa que la superficie. Incapaz de encariñarme con nada,
siempre me aparté de los seres antes de aprender a quererlos. Y ahora, es
demasiado tarde. Ya me falta coraje hasta para ponerme las zapatillas.”
Como
si resonase en un cuarto desamueblado, su voz poseía un acento tan hueco que
busqué un gesto, una frase que lo acompañara. Pero se encontraba demasiado
solo.
Entre
su desamparo y mi silencio se iba interponiendo una niebla cada vez más espesa.
Sólo quedaba intentar que la mañana la disipase.
Ya
había pasado la hora más resbaladiza del amanecer, ese instante en que las
cosas cambian de consistencia y de tamaño, para fondear, definitivamente, en la
realidad.
Parados
sobre una pata, los árboles se sacudían el sueño y los gorriones, mientras,
extendido a lo largo de las calles, el asfalto iba perdiendo su coloración de
film sin revelar. Con un bostezo metalizado, los negocios reabrían sus puertas
y sus escaparates. En las veredas, en los zaguanes recién despiertos,
los ruidos adquirían una sonoridad adolescente.
De
vez en cuando, un carro soñoliento transportaba un pedazo de campo a la ciudad.
De todas partes venía hacia nosotros un olor a pan caliente, a tinta recién
salida de la imprenta.
El
uno al lado del otro, caminábamos sin pronunciar una palabra. La cabeza hundida
entre los hombros, el andar titubeante y sonámbulo, no me hubiera extrañado que
se desmoronase junto a un umbral, como esos trajes que, sin
ningún
motivo, se derrumban desde una percha. Su chambergo, su sobretodo, sus
pantalones parecían tan lacios, tan vacíos, que por un momento me resistí a
admitir que fueran sus pasos los que retumbaban en la vereda. Al pasar frente a
una lechería, una vieja nos acechó con una desconfianza
de miope, y casi al mismo tiempo, un perro se detuvo a mirarlo con tal
insistencia, que apresuré la marcha por temor a que se aproximara y lo
confundiese con un árbol. Demasiado pesada, demasiado densa, hubiera podido suponerse
que su sombra se negaba a seguirlo. ¿Le repugnaría convivir con él, soportar
constantemente su presencia?... Se me ocurrió que cualquier noche, al atravesar
una calle, al doblar una esquina, lo dejaría irse solo
para siempre. Cuando llegamos ante la puerta del hotel, me sometí a la sangría
de práctica y nos despedimos.
Desde
entonces no le he visto más. Hace algún tiempo, me aseguraron que, al retornar
a París, había publicado, con éxito, un libro de poesías. Recientemente,
alguien me enteró de que el espionaje ruso lo hizo fusilar después de encomendarle
una misión en China.
¿Cuál
de estas informaciones será exacta? Creo que nadie se atrevería a aseverarlo.
Acaso ya no quede de su persona más que un mechón de pelo, junto a una
dentadura postiza.
Es
muy posible que, acosado por el espanto de quedarse dormido, a estas horas se
encuentre en algún café, con el mismo cansancio de siempre... con un poco de
caspa sobre los hombros y una sonrisa de bolsillo gastado.
Esto
último es lo más probable. Su madre, la vaca, lo conocía bien.
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