Silvina Ocampo: El piano incendiado
Empecé por las fotografías: eran de 1950. Las miré con
horror, luego me conmovieron y llegué a ver a niños vestidos de blanco, con los
delantales recién planchados, en un teatro de posturas y movimientos. Miré mi
cara. Lo que más me gustó fueron los ojos. Tenían un color indefinido, azul,
verde, violeta. No puedo explayarme sobre el color de los ojos. Los ojos son lo
mejor que tenemos, pero el color desaparecía en esa foto borrosa. Qué lindos
ojos tenía entonces. Ahora se nota el tiempo, que arrugó los contornos de los
párpados y dejó el resto casi borrado. La foto de mi abuela, tan famosa por su
belleza, no tenía belleza alguna para mi gusto. Un vestido largo, que parecía
un batón, la cubría hasta los pies. El pelo, aparentemente rubio, trenzado, no
la favorecía. Pobre, cómo se enojaría si supiera que no me gusta este retrato.
La foto de papá era horrible, con esas manchas de humedad que lo afeaban; la de
mamá, en cambio, era tan preciosa que durante media hora la miré atentamente,
sin sacar los ojos de encima. Estaba acodada al balcón, sola, como si no
existiera otra persona que la quisiera; los ojos tristes, la boca entreabierta,
mirando más allá de donde es posible mirar. A medida que iba buscando nuevas
fotografías y que se alegraba el tiempo con polleras más cortas y pequeñas
travesuras en los tablones de las faldas, surgió de pronto Herminia, con ese
rostro que no dejaba saber si era buena o mala o simplemente distraída. Nada en
el rostro anticipaba la tristeza profunda que me trajo a lo largo de los años.
Pensé que era (como siempre pensé) perversa, pero no por su culpa, sino por la
culpa terrible del tiempo que va deformando lo bueno y caricaturizando lo malo.
Qué triste mundo nos unía y nos desunía. Qué haría yo para alejarme de su lado,
sino los subterfugios que Dios me ofrecía. Dediqué toda mi vida a quererla, sin
pedirle nada, ni siquiera el amor que no era amor sino atención, atención por
tal cosa o tal otra; y así fue cómo llegamos a una situación despareja, en que
ella reinaba sobre mí, porque, debo confesarlo, yo la odiaba. Poco a poco
advertí que la odiaba. No podía soportar que me tocara para pedirme un vaso de
agua o un terrón de azúcar; tampoco que me agradeciera por haberlos traído. El
odio subió en mí con su efervescencia, hasta el día en que Herminia (tal vez
por ser mayor que yo) se unió a una gente en un rincón de la casa donde había
un piano negro, de cola. Que un piano sea maligno no parece posible; el
nuestro, en ese momento, lo fue. En una mesa de vidrio había miles de vasos de
distintas bebidas. Lo primero que pensé fue cuál sería más inflamable. ¿Por qué
pensé eso?.
Herminia, con desenvoltura, se sentó frente al piano.
Salieron los acordes más armoniosos que oí en mi vida. Herminia, en vez de
mirar el piano, miraba a un joven a los ojos como si fuera la música. Entonces,
sin saber lo que hacía, me acerqué y le dije:
—Si sigues tocando el piano, lo incendio.
No parecieron oír mi voz. Apoyado en el piano, el
joven escuchaba con atención. Tan rápida como silenciosa, fui al antecomedor y
busqué una tela y un frasco de alcohol, algo para incendiar el piano. ¿Para qué
hice esto?. En el momento más íntimo, sin que nadie me viera, pensé colocar
dentro del piano, que tenía la tapa abierta, la tela empapada en alcohol. Pensé
incendiarla y esperar. Pero ahí estaban los vasos, las bebidas. Dejé caer el
alcohol de algunos vasos, rocié el piano. No tardó en arder, pero nadie lo
notó. Estaban entregados al deseo de oír. Por último alguien gritó:
—Se incendió algo en este cuarto. ¿No sienten olor a
quemado?
Nos asomamos para mirar el piano y vimos llamas
altísimas. Herminia y el joven se asomaron al balcón, abrieron todas las
ventanas, buscaron un balde con agua. Todo fue inútil. El piano se quemaba. Yo
me tiré al suelo y recé. Nadie me miraba, porque miraban el fuego. El fuego
ardía menos que yo. Entonces sucedió lo increíble. Herminia se arrodilló a mi
lado y me dijo:
—¿Te das cuenta?. Toqué el piano con tanta
pasión que se incendiaron las notas.
Advertí que el joven la tenía de la mano. Mi odio
creció, como crecen las plantas cuando han estado mucho tiempo sin agua y se
les da de beber.
Cuando se apagó el fuego (costó mucho trabajo
apagarlo) quedaron unas pocas notas que todavía sonaban, como si fuera en un
sueño.
Durante algún tiempo se habló del piano misterioso.
Nadie pensó que alguien lo había incendiado. Bastaba imaginar el resto, y
muchos lo imaginaban: la colilla de un cigarrillo, un fósforo encendido,
cualquier cosa. ¿No se incendian los campos enteros sin que nadie sepa por
qué?. Yo prefiero no imaginar nada y dejar que la gente siga suponiendo cosas
realmente absurdas. ¿Qué era lo que el piano tocaba y que podía por sus propios
medios incendiar?. Todo era Brahms, los valses de Brahms. Nunca sabré cuál era,
aunque podría hasta cantarlo, pero si lo canto alguien me contesta: "Esto
no es de Brahms" y, si lo canto a otra persona, dice que es Schumann o
Grieg, pero yo sigo con mi música dentro de mi oído, sin poder saber si es ésa
o si cantando desafino tanto que la gente no la reconoce. Qué bueno sería
reproducirla y que alguien me dijera: "Mirá, aquí la tengo, no busques
más”, sin saber que las notas se fueron en el fuego para siempre. Recordé sin
embargo las canciones serias, profundas, que duelen. Creo que nadie olvida ni
el aire de la voz que las canta ni el acompañamiento solo, triste, en el piano.
Creo que se trata de dos obras: una la voz, otra la voz del piano, que la
acompaña. Si alguien siente la gran tristeza de estas canciones sin resucitar,
no siente el valor de la música. Hay algo en el dolor tan idéntico al más gran
goce que sólo un músico puede apreciar, y por eso, cuando me piden de contar
toda la historia del piano incendiado, la cuento a mi modo. No fui yo quien lo
incendió, fue él mismo el que produjo fuego con sus acordes, y me dejó un
recuerdo tan lleno de amor que sólo así puedo contarlo de un modo más real y
más íntimo, más penetrante, ya que no puedo recurrir a la misma obra, pues
perdí su título, su partitura, todo lo que permitiría demostrar su grandeza, su
inimitable perfección. Pienso que a veces sólo con música puedo descubrirlo,
sin saber de qué autor es la melodía que recuerdo. Probablemente le cambio el
tono y la voz y siempre vuelvo a interpretar la auténtica melodía, dando con la
verdadera luz que la ilustra. No creo que el amor a la música sea único, como
tal vez no creo que la pintura de un cuadro se parezca a la de otro. En el
mundo de un cuadro o de una música, de ese mundo visual surge la faz del amor en
una resolución perfecta que da un goce inasible, como la luz que sale de una
composición lograda. Yo quisiera morir un día de la perfección de un cuadro o
de una música o de un poema.
En Cuentos completos.
Etiquetas: C. K. Williams, Juan Manuel Inchauspe, Mario Morales, Silvina Ocampo
1 Comments:
muy lindo cuento, espero que no haya sido verdad pobre piano!
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