viernes, febrero 15, 2013

Marina Tsvietáieva, Mi madre y la música




Cuando en vez del tan deseado, previamente decidido, casi ordenado hijo varón Alexandr, nací solamente yo, mi madre, tras haberse tragado  orgullosa un suspiro, dijo: «Por lo menos será músico».” (…)

“Después de una madre así, solo me quedaba una cosa: convertirme en poeta. Para hacer uso del don que ella ―me había dado, y que me habría asfixiado o me habría convertido en una transgresora de todas las leyes humanas." (…)


«Intenso el calor. Intenso el azul del cielo. La música de las moscas y el martirio. El piano está junto a la ventana, como intentando —sin esperanza alguna y con toda su torpeza de elefante— salir a través de ella, por donde ya ha entrado como un ser de carne y hueso el jazmín». (...)

"El sudor chorrea, los dedos están rojos –toco  con todo mi cuerpo, con todas mis fuerzas, que no son  pocas, con todo mi peso, toda mi presión y, sobre  todo, toda mi aversión por el piano. Veo la  muñeca, que cuando mamá era niña debía  mantenerse en una sola línea (¡de tensión!)  con el codo y la primera articulación de los dedos  y tan inmóvil que no se derramara el café hirviendo  (¡aprecien la perfidia!) de una taza de porcelana  de Sèvres puesta encima, o no rodara un rublo  de plata, y que ahora que yo soy  niña -ha de mentenerse en perpetuo movimiento  de soltura en una alternancia de inclino  y abandono, para que la mano que toca, en conjunto  con el codo, la muñeca y las yemas de los  dedos, parezca un cisne que bebe." (...)

"(...)Mi madre se alegraba de mi oído y, sin proponérselo, me elogiaba por él, pero inmediatamen­te después de cada «¡Bravo!» que se le escapaba, añadía con frialdad: «Por lo demás, no es mérito tuyo. El oído – viene de Dios». Así se me quedó grabado para siempre, que el mérito no es–mío, que el oído- viene de Dios. Esto me preservó tanto de la arrogancia como de la no confianza en mí misma, de cualquier tipo de petulancia en el arte–ya que el oído viene de Dios. «Lo tuyo es–el empeño, porque todo don divino puede ser arruinado»–decía mi madre por encima de mi cabeza de cuatro años, que evidentemente no comprendía y–por eso– lo retenía todo de ma­nera que luego fuese imposible borrarlo. Y si no arruiné mi oído, no sólo no lo arruiné yo: no permití a la vida que lo arruinara ni lo asfixiara (¡y cómo lo intentó!); de esto también es responsa­ble mi madre. Si con mayor frecuencia las madres dijeran cosas incomprensibles a sus hijos, estos hijos, al crecer, no sólo comprenderían más, sino que actuarían con mayor seguridad. Al niño no hay que explicarle nada, al niño hay que hechizarlo. Y mientras más enigmáticas sean las palabras del hechizo más profundamente arraiga­rán en él, más indiscutiblemente actuarán: «Padre nuestro que estás en los cielos…»
Con el piano–con el do–re–mi– puesto en te­clas también hice amistad de inmediato. Resultó que yo tenía una mano sorprendentemente flexible. «¡Cinco años, y ya casi alcanza la octava, con un poquito más que la abra!-decía mamá, alargando con la voz la distancia que faltaba, y, para que yo no presumiera–: Aunque, ¡también sus pies son así!» suscitando en mí con estos «pies» la vaga pero aguda tentación de probar alguna vez a alcanzar la octava con el pie (¡más aún cuando yo era la única de entre todos los niños que podía separar los dedos del pie en forma de abanico!), cosa que, sin embargo, jamás me atreví no digamos a hacer, ni siquiera a pensar con seriedad, puesto que «el piano es sagrado», y no se puede poner nada encima de él, no sólo los pies, ni siquiera los libros. En cuanto a los periódicos, mi madre, con la altiva perseverancia de un mártir, cada mañana, sin decir una sola palabra a papá, que invariable e inocentemente los había colocado allí, los retiraba–relegaba– del piano."

* Marina Tsvietáieva, Mi madre y la música.  Traduc. Selma Ancira.

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