Marina Tsvietáieva, Mi madre y la música
“Cuando en vez del tan deseado, previamente decidido,
casi ordenado hijo varón Alexandr, nací solamente yo, mi madre, tras haberse
tragado orgullosa un suspiro, dijo: «Por
lo menos será músico».” (…)
“Después de una madre así, solo me quedaba una cosa:
convertirme en poeta. Para hacer uso del don que ella ―me había dado, y que me
habría asfixiado o me habría convertido en una transgresora de todas las leyes
humanas." (…)
«Intenso el calor. Intenso el azul del cielo. La música de las moscas y el martirio. El piano está junto a la ventana, como intentando —sin esperanza alguna y con toda su torpeza de elefante— salir a través de ella, por donde ya ha entrado como un ser de carne y hueso el jazmín». (...)
"El sudor chorrea, los dedos están rojos –toco con
todo mi cuerpo, con todas mis fuerzas, que no son pocas, con todo mi
peso, toda mi presión y, sobre todo, toda mi aversión por el piano. Veo
la muñeca, que cuando mamá era niña debía mantenerse en una sola
línea (¡de tensión!) con el codo y la primera articulación de los dedos y
tan inmóvil que no se derramara el café hirviendo (¡aprecien la
perfidia!) de una taza de porcelana de Sèvres puesta encima, o no rodara
un rublo de plata, y que ahora que yo soy niña -ha de mentenerse en
perpetuo movimiento de soltura en una alternancia de inclino y
abandono, para que la mano que toca, en conjunto con el codo, la muñeca y
las yemas de los dedos, parezca un cisne que bebe." (...)
"(...)Mi
madre se alegraba de mi oído y, sin proponérselo, me elogiaba por él, pero
inmediatamente después de cada «¡Bravo!» que se le escapaba, añadía con
frialdad: «Por lo demás, no es mérito tuyo. El oído – viene de Dios». Así se me
quedó grabado para siempre, que el mérito no es–mío, que el oído- viene de
Dios. Esto me preservó tanto de la arrogancia como de la no confianza en mí
misma, de cualquier tipo de petulancia en el arte–ya que el oído viene de Dios.
«Lo tuyo es–el empeño, porque todo don divino puede ser arruinado»–decía mi
madre por encima de mi cabeza de cuatro años, que evidentemente no comprendía
y–por eso– lo retenía todo de manera que luego fuese imposible borrarlo. Y si
no arruiné mi oído, no sólo no lo arruiné yo: no permití a la vida que lo
arruinara ni lo asfixiara (¡y cómo lo intentó!); de esto también es responsable
mi madre. Si con mayor frecuencia las madres dijeran cosas incomprensibles a
sus hijos, estos hijos, al crecer, no sólo comprenderían más, sino que
actuarían con mayor seguridad. Al niño no hay que explicarle nada, al niño hay
que hechizarlo. Y mientras más enigmáticas sean las palabras del hechizo más
profundamente arraigarán en él, más indiscutiblemente actuarán: «Padre nuestro
que estás en los cielos…»
Con el piano–con el do–re–mi– puesto en teclas también hice amistad de inmediato. Resultó que yo tenía una mano sorprendentemente flexible. «¡Cinco años, y ya casi alcanza la octava, con un poquito más que la abra!-decía mamá, alargando con la voz la distancia que faltaba, y, para que yo no presumiera–: Aunque, ¡también sus pies son así!» suscitando en mí con estos «pies» la vaga pero aguda tentación de probar alguna vez a alcanzar la octava con el pie (¡más aún cuando yo era la única de entre todos los niños que podía separar los dedos del pie en forma de abanico!), cosa que, sin embargo, jamás me atreví no digamos a hacer, ni siquiera a pensar con seriedad, puesto que «el piano es sagrado», y no se puede poner nada encima de él, no sólo los pies, ni siquiera los libros. En cuanto a los periódicos, mi madre, con la altiva perseverancia de un mártir, cada mañana, sin decir una sola palabra a papá, que invariable e inocentemente los había colocado allí, los retiraba–relegaba– del piano."
Con el piano–con el do–re–mi– puesto en teclas también hice amistad de inmediato. Resultó que yo tenía una mano sorprendentemente flexible. «¡Cinco años, y ya casi alcanza la octava, con un poquito más que la abra!-decía mamá, alargando con la voz la distancia que faltaba, y, para que yo no presumiera–: Aunque, ¡también sus pies son así!» suscitando en mí con estos «pies» la vaga pero aguda tentación de probar alguna vez a alcanzar la octava con el pie (¡más aún cuando yo era la única de entre todos los niños que podía separar los dedos del pie en forma de abanico!), cosa que, sin embargo, jamás me atreví no digamos a hacer, ni siquiera a pensar con seriedad, puesto que «el piano es sagrado», y no se puede poner nada encima de él, no sólo los pies, ni siquiera los libros. En cuanto a los periódicos, mi madre, con la altiva perseverancia de un mártir, cada mañana, sin decir una sola palabra a papá, que invariable e inocentemente los había colocado allí, los retiraba–relegaba– del piano."
* Marina
Tsvietáieva, Mi madre y la música. Traduc. Selma Ancira.
Etiquetas: Marina Tvestaiéva
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