viernes, febrero 01, 2013

T.S.Eliot: Qué es la poesía menor"....

Material extractado del blog La Biblioteca de Marcelo Leites (http://ustedleepoesia2.blogspot.com.ar/)


          No me propongo ofrecer, ni al comienzo ni al final, definición alguna de la «poesía menor». El peligro de una definición es que podría despertarnos la esperanza de zanjar, de una vez por todas, quiénes son los poetas «mayores» y quiénes los «menores». Luego, si intentáramos hacer dos listas, una de los poetas mayores de Inglaterra y otra de los menores, descubriríamos que dentro de cada una concordamos en pocos nombres, que sobre muchos más diferimos, y que no hay dos personas cuyas listas sean iguales; ¿de que serviría entonces la definición? Lo que podemos hacer en cambio, pienso, es tomar nota del hecho de que cuando calificamos a un poeta de «menor» queremos decir cosas diferentes según las épocas; podemos aclararnos las ideas acerca de cuáles son esas diferentes cosas, y evitar así la confusión y el malentendido. Como no cabe duda de que cada cual seguirá dando al término un significado distinto, tendremos que arreglárnoslas con él lo mejor posible, como con tantas palabras, y hacer el intento de no apretujar todo en una definición. Lo que me preocupa es disipar toda connotación despreciativa del término «poesía menor», junto con la insinuación de que la poesía menor es más fácil de leer, o menos digna de ser leída, que la «poesía mayor». La pregunta, simplemente, es: ¿qué tipos de poesía menor hay, y por qué debemos leerla?
  El abordaje más directo, creo, consiste en examinar los distintos tipos de antologías poéticas; porque una de las asociaciones del término «poesía menor» le da el significado de «clase de poemas que leemos nada más que en las antologías». Y, de paso, me alegra tener la ocasión de decir algo sobre los usos de las antologías, porque si comprendemos esos usos también podremos defendernos de los peligros —pues hay amantes de la poesía que son antoloadictos y no pueden leer poemas en ninguna otra forma. Claro que el valor primordial de las antologías, como el de toda la poesía, yace en la capacidad de dar placer; pero más allá de esto deben cumplir varios fines.
           Una clase de antología, que se defiende por sí misma, es la consistente en poemas de poetas jóvenes, que todavía no han publicado volúmenes o cuyos libros no son muy conocidos. Estas colecciones tienen un valor especial tanto para poetas como para lectores, ya representen el trabajo de un grupo de poetas con ciertos principios comunes, ya la unidad esté dada por el hecho de que todos los poetas son de la misma generación literaria. En general es deseable que el poeta joven pase por diversas etapas de publicidad antes de tener un librito para él solo. Primero, los periódicos; no los famosos, de circulación nacional —la única ventaja de ser publicado en ellos es para el poeta joven la guinea [o guineas] que pueda recibir en pago—, sino las pequeñas revistas dedicadas al verso contemporáneo que publican editores jóvenes: A menudo estas revistas parecen circular únicamente entre colaboradores reales y supuestos; su condición suele ser precaria, aparecen a intervalos regulares y su existencia es breve, pero su importancia colectiva es desproporcionada en relación a la oscuridad en que se debaten. Además del valor que tienen como experiencia para futuros editores —y los buenos editores literarios juegan un papel importante en la salud de la literatura—, le dan al poeta la ventaja de ver su trabajo impreso, compararlo con el de contemporáneos igualmente oscuros o levemente más conocidos, y recibir la atención y la crítica de quienes con mayor probabilidad comprenderán su modo de escribir. Porque cada poeta debe hacerse un lugar entre otros poetas, y dentro de su propia generación, antes de solicitar un público más amplio o de mayor edad. Estas revistas pequeñas también brindan a los interesados en publicar poesía un medio de seguir a los principiantes y observar su trayectoria. A continuación, un reducido grupo de escritores jóvenes, con ciertas afinidades o simpatías regionales mutuas, puede producir un volumen conjunto. Con frecuencia tales grupos se vinculan formulando una serie de principios o reglas, a las cuales habitualmente no se adhiere nadie; con el tiempo el grupo se desintegra, los miembros mas débiles desaparecen y los más fuertes despliegan estilos individuales. Pero el grupo y la antología grupal cumplen un objetivo útil: por lo común los poetas jóvenes no reciben mucha atención del público en general, lo que sin duda les conviene, pero necesitan el apoyo y la crítica mutuos y de otras pocas personas. Y, por último, están las antologías de nueva poesía más abarcadoras, compiladas de preferencia por editores jóvenes más independientes. Su valor radica en que dan al lector de poesía una idea de lo que está pasando, la posibilidad de estudiar los cambios temáticos y estilísticos, sin tener que recorrer numerosos periódicos o volúmenes separados; y sirven para dirigirle la atención ulterior a los progresos de los pocos poetas que le parezcan promisorios. Pero ni siquiera estas colecciones llegan al lector común, que como regla no sabrá de estos poetas hasta que hayan producido varios volúmenes y por consiguiente encontrado lugar en antologías que cubran períodos más amplios. Cuando mira uno de estos libros, tiende a juzgarlo con criterios que no deberían aplicarse: a juzgar lo promisorio como si fuera una ejecución madura, y a juzgar la antología, no por sus pocos poemas mejores, sino a lo sumo por el nivel medio.
  Las antologías de circulación más vasta son desde luego aquellas que, como el Oxford Book of English Verse, abarcan toda la literatura inglesa hasta la última generación; o las que se especializan en un período particular del pasado; o las que abarcan la historia de cierta etapa de la poesía inglesa; o las que se limitan a la poesía «moderna» de las últimas dos o tres generaciones, incluyendo los poetas vivos que hayan establecido cierta reputación. Estas últimas, claro, también cumplen parte de los fines de las antologías puramente contemporáneas. Pero, ciñéndonos por conveniencia a las antologías que solo incluyen obras de poetas muertos, preguntémonos qué utilidad puede esperarse que presten a los lectores.
  No cabe duda de que The Golden Treasury o el Oxford Book han introducido a mucha gente en Milton, Wordsworth o Shelley [no en Shakespeare: pero no esperamos trabar contacto con un poeta dramático a través de antologías). Pero yo no diría que quien haya leído a estos poetas y gozado de ellos, o de media docena más, en una antología, pero no haya tenido la curiosidad y el apetito de abordar sus obras completas, y averiguado al menos qué otra cosa podía gustarle, es un verdadero amante de la poesía. El valor de las antologías como introducción a la obra de los grandes poetas se acaba pronto; y no seguimos leyendo antologías por las selecciones de estos poetas, aunque tengan que estar allí. La antología también nos ayuda a descubrir si existen poetas menores cuya obra nos gustaría conocer mejor —poetas que no figuran tan conspicuamente en las historias de la literatura, que acaso no hayan influido en el curso de la literatura, poetas cuya obra no es necesaria en los esquemas abstractos de la educación literaria, pero cuya obra puede ejercer una fuerte atracción personal en ciertos lectores. Por cierto, yo pondría en duda la autenticidad del amor por la poesía de todo lector que no tenga afecto personal por la obra de uno o más de estos poetas sin importancia histórica; sospecharía que quien solo gusta de los poetas que los libros de historia coinciden en considerar más importantes probablemente no sea más que un estudiante concienzudo cuyas apreciaciones contienen poco de él mismo. Tal vez este poeta no sea importante, debería decir uno, desafiante, pero para mí su obra es buena. Como traba uno contacto con tal poesía, y si llega a trabarlo, es en gran medida cuestión de azar. Puede que en una biblioteca familiar haya un libro que alguien compró cuando lo publicaron, porque se hablaba mucho de él, y que nadie leyó nunca. Fue así cómo, de niño, di con un poema por el cual mantengo un cálido afecto: The Light of Asia, de Sir Edwin Arnold. Es un largo poema épico sobre la vida del Buda Gautama: yo debía de tener una simpatía latente por el tema, pues lo leí entero con gusto, y más de una vez. Nunca he sentido la curiosidad de saber algo sobre el autor, pero hasta hoy me sigue pareciendo un buen poema, y cuando conozco alguna persona que lo haya leído y apreciado esa persona me atrae. Ahora bien, en las antologías uno no suele encontrarse con fragmentos de epopeyas olvidadas; de todos modos es posible que le impresione cierta pieza de un autor oscuro, que lleve a una relación íntima con la obra de cierto poeta que nadie más parece disfrutar, ni haber leído.
  Así como la antología puede presentarnos poetas que no son muy importantes, pero cuya obra nos gusta, si es buena puede proporcionarnos conocimientos útiles sobre otros poetas que no nos gustan pero son muy importantes. Solo existen dos razones para leer enteros The Faery Queen o The Prelude de Wordsworth. Una es que uno disfrute leyéndolos; y disfrutar de cualquiera de estos poemas es un mérito notable. Pero si uno no los disfruta, la única razón que queda es que piense hacerse profesor de literatura, o crítico literario, y tenga que leerlos. Y sin embargo Spenser y Wordsworth son tan importantes en la historia de la literatura inglesa, debido a la cantidad de poesía que se entiende mejor cuando se los conoce, que todo el mundo debería saber algo de ellos. No hay muchas antologías que ofrezcan fragmentos sustanciales de poemas largos; existe una muy útil, de Charles Williams, especialmente cualificado porque gozaba realmente de toda clase de poemas largos que no lee nadie más. Pero incluso una buena antología compuesta de poemas breves puede darle a uno cierto conocimiento, que vale la pena tener, de aquellos poetas que no disfrutamos. Y así como todo el mundo debe tener gusto personal por cierta poesía a la cual otros no dan importancia, todo el mundo, sospecho, es indiferente a la obra de uno o más poetas cuya grandeza hay que reconocer.
  La siguiente función de la antología sólo puede cumplirse si el compilador es no solo un hombre de muchas lecturas, sino de gusto muy sensible. Hay muchos poetas que, sosos en general, tuvieron destellos ocasionales. La mayor parte de nosotros carece de tiempo para leer enteras las obras de competentes y distinguidos poetas sosos, especialmente los de otras épocas, y descubrir por nuestra cuenta los trozos buenos; y pocas veces vale la pena aunque podamos darnos el lujo. Hace un siglo o más, todos los amantes de la poesía devoraban los libros de Tom Moore tan pronto como salían: hoy en día, ¿quién ha leído entero incluso Lalla Rookh? Southey fue Poeta Laureado, y consiguientemente escribió epopeyas: yo conozco una persona a quien de niña le leyeron el Thalaba, si no The Curse of Kehama y le conserva un afecto parecido al que guardo yo por The Light of Asia. Me pregunto si mucha gente habrá leído el Gebir; y sin embargo Landor, el autor de ese majestuoso poema largo, era sin duda un poeta muy capaz. Hay muchos poemas largos, no obstante, que parecen haber sido sumamente legibles cuando fueron publicados pero ahora no lee nadie —aunque sospecho que hoy en día, cuando la prosa de ficción satisface la necesidad que antes, para la mayoría de los lectores, colmaban las historias en verso de Scott y Byron y Moore, hay pocos que lean un poema muy largo incluso si acaba de ser impreso. De modo que las antologías y los volúmenes de selecciones son útiles: porque nadie tiene tiempo de leer todo, y porque hay poemas de los que sólo siguen vivas algunas partes.
  La antología puede tener otra utilidad que, siguiendo con el tren de pensamiento que he mantenido hasta ahora, podríamos pasar por alto. Estriba en el interés de la comparación, de acceder, en un espacio breve, a una sinopsis del recorrido de la poesía; y si hay mucho que sólo puede aprenderse leyendo todo lo de un poeta, hay mucho que aprender pasando de un poeta a otro. Moverse de aquí para allá entre una balada de frontera, una canción isabelina, un poema lírico de Blake o Shelley y un monólogo de Browning, da la posibilidad de tener experiencias emotivas, y motivos para el pensamiento, que no se tienen cuando la atención se concentra en un solo poeta. Así como en una cena bien concebida uno no disfruta una cantidad de platos en sí sino la combinación de cosas buenas, hay placeres de la poesía que deben recibirse en conjunto; y es bien posible que leídos uno detrás de otro, poemas muy diferentes de autores de distintos temperamentos y épocas distintas puedan revelar cada uno su sabor peculiar, porque cada uno tiene algo que a los otros les falta. Para gozar de este placer hace falta una buena antología, y también cierta práctica en su empleo.
  Volveré ahora al tema del que acaso ustedes piensen que me he desviado. Aunque no son los únicos representados en las antologías, podemos pensar en los poetas menores como aquellos que sólo leemos en las antologías. Contra esta idea tuve que interponer un caveat, afirmando que cada lector de poesía debería tener ciertos poetas menores que, para él, valga la pena leer íntegros. Pero a partir de este punto encontramos más de una clase de poeta menor. Hay, por supuesto, poetas que han escrito un solo buen poema, o muy pocos: de modo que no parece haber motivos para que alguien vaya más allá de la antología. Así, por ejemplo, el caso de Arthur O'Shaughnessy, cuyo poema que empieza «Where are the music makers"(Dónde están los hacedores de música...?) figura en cualquier antología que incluya poesía de fines del siglo XIX. Así, para algunos lectores aunque no para todos, los de Ernest Dowson o John Davidson. Pero los poetas de quienes puede decirse que, según todos los lectores, sólo dejaron uno o dos poemas dignos de lectura son en realidad muy pocos: lo más posible es que si un poeta ha escrito un buen poema, en el resto de su obra haya algo que vale la pena leer, al menos para algunas personas. Dejando aparte a estos pocos, descubrimos que a menudo pensamos que es menor el poeta que sólo ha escrito poemas breves. Pero a veces también podemos considerar poetas menores a Southey, a Landor y a una cantidad de escritores de los siglos XVIII y XIX, aunque dejaron poemas del tamaño más monumental: y creo que pocos hoy en día, al menos entre los lectores jóvenes, considerarían poeta menor a Donne, aunque nunca hubiera escrito sátiras y epístolas, o a Blake, aunque no hubiera escrito sus Libros Proféticos. De modo que debemos registrar como poetas menores, en un sentido, a ciertos poetas cuya reputación descansa en poemas muy largos; y como poetas mayores a algunos que únicamente escribieron poemas cortos.
  En principio parecería más fácil referirse a los escritores menores de épica como secundarios, o más ásperamente como grandes poetas fallidos. Fracasaron, sin duda, en el sentido de que hoy nadie lee sus largos poemas; son secundarios, en el sentido de que a los poemas largos los valoramos según patrones muy altos. Sentimos que la molestia de leer un poema largo no vale la pena a menos que, en su especie, sea tan bueno como The Faery Queen, o Paradise Lost, o The Prelude, o Don Juan, o Hyperion, y los demás poemas largos de primer orden. No obstante, hemos visto que para alguna gente vale la pena leer esos poemas secundarios. Por lo demás, notamos que no es posible dividir simplemente los poemas largos en un pequeño número de obras maestras y una gran cantidad por los que no hace falta molestarse. Puesto que entre poemas como los que acabo de mencionar y una estimable obra menor como The Light of Asia hay toda suerte de poemas largos de distintos tipos e importancia diversa, no podemos trazar una línea definitiva entre lo mayor y lo menor. ¿Qué decir de las Seasons de Thomson y del Task de Cowper? Son poemas largos que, si sus intereses tienen otro rumbo, a uno le alcanzará con conocer por extractos; pero me niego a admitir que sean poemas menores, y que en cada uno de ellos haya una parte tan buena como el todo. ¿Qué decir de la Aurora Leigh de la señora Browning, que nunca he leído, o de ese largo poema de George Eliot cuyo nombre no recuerdo?
                                            
  Si nos es difícil dividir a los escritores de poemas largos en poetas mayores y menores, no es más fácil hacerlo con los escritores de poemas cortos. Un caso muy interesante es George Herbert. Todos conocemos un puñado de poemas suyos que aparecen repetidamente en las antologías; pero cuando leemos su poesía completa, nos asombra descubrir que los poemas que nos parecen tan buenos como los de las antologías son muchos. Pero The Temple es algo más que una cantidad de poemas religiosos de un solo autor: el libro, como quiere sugerir el titulo, fue construido siguiendo un plan; y, a medida que vamos conociendo mejor los poemas de Herbert, descubrimos que hay algo que obtenemos del libro entero, que no es simplemente la suma de sus partes. Lo que al principio parece una serie de poemas líricos hermosos pero aislados, llega a revelarse una continuada meditación religiosa con un marco intelectual; y, en cuanto todo, el libro nos descubre el espíritu devocional anglicano de la primera mitad del siglo XVII. Más aun, entendemos mejor a Herbert, y nos sentimos recompensados por el trabajo, si sabemos algo sobre los escritores teológicos ingleses de su época; si sabemos algo sobre los escritores místicos ingleses del siglo XIV; y si sabemos algo de ciertos poetas contemporáneos de él —Donne, Vaug-han, Traherne— y alcanzamos a percibir lo que todos tienen en común con su origen y educación galeses; y, finalmente, aprendemos algo sobre Herbert comparando la típica devoción anglicana que expresa con el sentimiento religioso más continental, y más romano, de su contemporáneo Richard Crashaw. En definitiva, pues, yo al menos no puedo admitir que se califique a Herbert de poeta «menor»: porque lo que me viene a la mente cuando pienso en él no es un puñado de poemas predilectos, sino la obra entera.
  Comparemos ahora a Herbert con otros dos poetas, uno un poco mayor que él y el otro de la generación previa, pero ambos muy distinguidos escritores de lírica. De los poemas de Robert Herrick, también pastor anglicano pero hombre de temperamento muy distinto, recibimos la misma impresión de una personalidad unificadora; y llegamos a conocer mejor esa personalidad leyendo todos sus poemas, y por haberlos leído todos disfrutamos más de nuestros preferidos. Pero, primero, en los poemas de Herrick no hay un propósito consciente de continuidad; es un hombre más puramente natural y espontáneo, que escribe sus poemas al imperio de su antojo; y, segundo, la personalidad que se expresa en ellos es menos insólita —de hecho es su sincera medianía lo que les da encanto. En términos relativos, recibimos mucho más de un poema de él que de un poema de Herbert; y sin embargo en él todo sigue habiendo algo más, que en las partes. Luego tomemos a Thomas Campion, el escritor de canciones isabelino. Yo diría que, dentro de sus límites, en toda la poesía inglesa no hubo un artesano mas consumado que Campion. Admito que para comprender plenamente sus poemas debemos saber algunas cosas: Campion era músico, y escribía sus canciones para que se cantaran. Apreciamos mejor sus poemas si tenemos algún conocimiento de la música Tudor y de los instrumentos para los que era escrita; nos gustan más si nos gusta esa música; y entonces queremos no simplemente leerlos, sino oírlos cantados, y con el marco musical del propio Campion. Pero no necesitamos saber nada de lo que, en el caso de Herbert, nos ayuda a entenderlo mejor y disfrutarlo más; no necesitamos preocuparnos de lo que pensaba, ni de los libros que leía, ni de su origen racial o su personalidad. Lo único que necesitamos es el marco musical isabelino. Lo que obtenemos, al pasar de los poemas de las antologías a la lectura de su obra entera, es un placer reiterado, el goce de las bellezas nuevas y las renovadas variaciones técnicas, pero no una impresión de totalidad. En el caso de él no podemos decir que el todo sea más que la suma de las partes.
   No digo que la prueba —que de todos modos cada cual llevará a cabo por su cuenta, con resultados diversos— de comparar el todo con la suma de las partes sea en sí un criterio satisfactorio para distinguir los poetas mayores de los menores. Nada es tan simple: y aunque después de leer a Campion no sintamos que conocemos al Campion hombre, como sí sentimos después de leer a Herrick, sobre otras bases, debido a que es de largo el artesano más notable, yo pondría a Campion por encima de Herrick en importancia, aunque muy por debajo de Herbert. Todo lo que he afirmado es que una obra consistente en una cantidad de poemas cortos, aun de poemas que individualmente tomados parezcan acaso algo magros, puede, por la unidad que le da un esquema subyacente, equivaler a un poema largo de primer orden en el establecimiento del derecho del autor a ser poeta «mayor». Ese derecho puede quedar establecido por un solo poema largo, claro está, y cuando ese poema largo es suficientemente bueno, cuando encierra la unidad y la variedad adecuadas, no precisamos conocer —o si las conocemos no precisamos darles gran valor— las demás obras de un poeta. Por mi parte, considero poeta mayor a Samuel Johnson por el solo testimonio The Vanity of Human Wishes, y a Goldsmith por el testimonio de The Deserted Village,
En este punto, parece, hemos llegado a la conclusión provisoria de que, sea lo que sea un poeta menor, un poeta mayor es aquel cuya obra debemos leer toda a fin de apreciar plenamente cada parte: pero ya hemos matizado un poco esta afirmación extrema admitiendo a cualquier poeta que haya escrito siquiera un poema largo cuya unidad contenga variedad suficiente. Pero sin duda hay muy pocos poetas en inglás de cuya obra pueda decirse que debería leerse toda. Shakespeare, por cierto, y Milton; y respecto a Milton puede señalarse, no solo que debemos leer enteros sus diversos poemas largos —Paradise Lost, Paradise Regained y Samson Agonistes—, sino que es preciso leerlos todos, como es preciso leer todas las obras de Shakespeare, para comprender plenamente cada una; y a menos que leamos asimismo los sonetos de Shakespeare, y los poemas menores de Milton, en la apreciación de lo que hayamos leído faltará algo. Pero los poetas que justifican semejante exigencia son muy pocos. Uno se las puede arreglar muy bien en la vida sin haber leído los últimos poemas de Browning o de Swinburne; yo no afirmaría con seguridad que haya que leer todo lo de Dryden o de Pope; y ciertamente no me cabe a mí negar que hay partes de The Prelude o The Excursion que toleran ser pasadas por alto. Poca gente querrá conceder mucho tiempo a los primeros poemas largos de Shelley, The Revolt of Islam y Queen Mab, aunque sin duda vale la pena leer las notas a este último. 
Tendremos pues que decir que un poeta mayor es aquel de cuya obra hemos de leer gran parte, aunque no la totalidad. Y además de preguntarnos ¿de qué poetas vale la pena leer toda la obra?, debemos preguntarnos ¿de qué poetas vale para mí la pena leer toda la obra? La primera pregunta sugiere que deberíamos tratar de mejorar nuestro gusto permanentemente. La segunda sugiere que debemos ser sinceros acerca de nuestros gustos. Así, por un lado, no sirve de nada leer diligentemente siquiera a Shakespeare o Milton de principio a fin, a menos que den ustedes con algo que les guste en seguida: solo este placer inmediato les dará, bien la motivación para leer el todo, bien la perspectiva de algún beneficio una vez lo hayan hecho. Y tal vez haya, y por cierto debería haber —como ya he dicho—, ciertos poetas que signifiquen para ustedes lo suficiente como para inducirlos a leer toda su obra, por más que para otra gente no tengan acaso el mismo valor. Y esta clase de gusto tal vez no sólo pertenezca a una fase del desarrollo de su gusto que superarán, sino que indique cierta afinidad entre ustedes y un autor particular que durará toda la vida: quizá ocurra incluso que estén ustedes especialmente cualificados para apreciar un poeta que muy pocas personas son capaces de disfrutar.
  Diría entonces que en relación a la grandeza e importancia relativas de nuestros poetas impera cierta ortodoxia, si bien son muy pocas las reputaciones que se mantienen totalmente inalteradas de una generación a otra. Ninguna reputación poética permanece siempre en el mismo lugar: se trata de una bolsa en fluctuación constante. Hay muy pocos nombres que fluctúan solamente, por así decir, dentro de un margen estrecho de puntos: poco importa si Milton sube hoy a 104 y mañana baja a 97 y 1/4. Hay otras reputaciones, como la de Donne o la de Tennyson, que varían con mayor amplitud, de modo que uno tiene que juzgar su valor por un promedio que abarque un lapso prolongado; hay otras que sostenidamente permanecen mucho tiempo bajo par, y a ese precio resultan buenas inversiones. Y hay poetas que son buenas inversiones para algunos, aunque no tengan cotización en el mercado y sus acciones sean invendibles —y me temo que en este punto se agota la comparación con la bolsa. Pero yo diría que, si bien existe un ideal objetivo de gusto poético ortodoxo, ningún lector puede ni debe tratar de ser ortodoxo por completo. Hay sin duda ciertos poetas que han gustado a tantas generaciones de personas inteligentes, sensibles y de vastas lecturas, que [si en algo nos gusta la poesía] bien vale la pena esforzar-nos por descubrir las razones, y si no podemos disfrutarlos nosotros también. De los poetas menores, hay por cierto algunos sobre los cuales, tras algunas pruebas, podemos adoptar sin peligro la opinión habitual de que dos o tres poemas los representan harto adecuadamente: pues, como ya he dicho, nadie tiene tiempo de descubrirlo todo por su cuenta, y hay cosas que debemos aceptar confiando en los demás.
  Con todo, la mayoría de los poetas menores —de aquellos que conservan alguna reputación— son poetas de quienes todo lector de poesía debería saber algo, pero a muy pocos de los cuales cualquier lector llegará a conocer bien. Algunos nos atraen a causa de alguna compatibilidad personal específica; otros por su tema, otros por una cualidad particular, el ingenio o el pathos por ejemplo. Cuando hablamos de Poesía, con P mayúscula, tendemos a pensar únicamente en la emoción más intensa o la frase más mágica: no obstante en la poesía hay muchas lucernas que no son mágicas, que no se abren a la espuma de mares peligrosos, pero que pese a todo son perfectas ventanas. Creo que George Crabbe era muy buen poeta, pero uno no acude a él en busca de magia: si les gustan las descripciones realistas de la vida pueblerina en Suffolk hace ciento veinte años, en un verso tan bien escrito que convence de que no podría decirse lo mismo en prosa, Crabbe les gustara: es un poeta que debe ser leído en grandes lonjas, si es que se lo lee;  de modo que si lo encuentran aburrido pueden echarle un vistazo y seguir de largo. Pero vale la pena saber que existió, porque a lo mejor podía gustarles, y también porque les dirá algo sobre la gente a quien le gusta.
  Las principales tesis que he intentado defender hasta ahora son, creo, las siguientes: la diferencia entre poetas mayores y menores no tiene nada que ver con que hayan escrito poemas largos o solo poemas cortos, aunque todos los poetas muy grandes, que son pocos, hayan tenido algo que decir que únicamente podía decirse en un poema largo. Lo que importa es si el conocimiento de la totalidad, o al menos de una parte muy grande, de la obra de un poeta nos hace disfrutar más uno cualquiera de sus poemas, porque nos hace comprenderlo mejor. Esto entraña la presencia de una unidad significativa en toda la obra. El aumento de la comprensión no se puede expresar con palabras: yo no podría decir exactamente por qué creo comprender y disfrutar mejor de Comus por haber leído Paradise Lost, o de Paradise Lost por haber leído Samson Agonistes, pero estoy convencido de que es así. No siempre puedo decir por qué, por haber estado con una persona en situaciones diferentes, y observado su conducta en diversas circunstancias, siento que comprendo mejor su conducta o proceder en una ocasión determinada: pero creemos que, por inconsistente que sea su conducta, esa persona es una unidad, y que tratarla a lo largo de un período nos la hace mas inteligible. Finalmente, he mitigado esta discriminación objetiva entre poetas mayores y menores refiriéndola al lector particular. Porque quizá no haya ningún gran poeta que tenga exactamente la misma significación para dos lectores, por muy de acuerdo que estén en su eminencia; tanto más probable, entonces, que no haya dos lectores para quienes el modelo de la poesía inglesa sea el mismo. De modo que, tomados dos lectores de igual competencia, determinado poeta puede ser para uno mayor y para el otro menor.
  Queda por hacer una reflexión final, cuando se trata de considerar la poesía contemporánea. A veces vemos que los críticos, en su primera toma de contacto con la obra de un nuevo poeta, afirman con seguridad que es poesía «mayor» o «menor». Dejando de lado la posibilidad de que lo que el crítico esta alabando o situando pueda no ser poesía en absoluto [porque a veces uno puede decir: «Si esto fuera poesía, sería poesía mayor... Pero no lo es»], no me parece aconsejable decidirse tan rápido. A lo máximo que puedo comprometerme, respecto de la obra de un poeta vivo que acabo de conocer, es a afirmar si es o no poesía autentica. ¿Tiene este poeta algo que decir, un poco diferente de lo que cualquiera ha dicho antes, y ha encontrado, no solo una manera diferente de decirlo, sino la manera diferente de decirlo que expresa la diferencia de lo que esta diciendo? Aun comprometiéndome solo en esto, sé que acaso esté asumiendo un riesgo especulativo. Puede que me impresione lo que el autor intenta decir, y que pase por alto el hecho de que no ha encontrado la manera nueva de decirlo; o que la nueva forma de hablar, que al principio da la impresión de que el autor ha encontrado algo propio que decir, resulte ser un manierismo que solo oculta una visión totalmente convencional. Para cualquiera que como yo,  lea buena cantidad de manuscritos, y manuscritos de autores de quienes nunca ha visto otra obra, las trampas son todavía mas peligrosas: porque un conjunto de poemas puede ser tanto mejor que todos los demás que acabo de mirar, que no es difícil que confunda la pasajera sensación de alivio con la percepción del talento notable. Hay muchos que se conforman, bien con mirar antologías —e incluso cuando un poema los impresiona pueden no tomar conciencia, o si la toman tal vez no se fijan en el nombre del autor— bien con esperar hasta que se haga patente que cierto poeta, después de haber producido varios volúmenes [lo cual es en si una corroboración], ha sido aceptado por los reseñadores (y lo que mas nos impresiona no es lo que los reseñadores dicen cuando escriben sobre un poeta, sino las referencias que hacen a ese poeta cuando escriben sobre otro).
  El primer método no nos lleva muy lejos; el segundo no es muy seguro. Por una parte, todos tendemos a estar un poco a la defensiva con respecto a nuestra época. Nos gusta sentir que nuestra época puede producir un arte grande, tanto más cuanto que acaso tengamos la oscura sospecha de que no puede; y de algún modo sentimos que, si pudiéramos creer que tenemos un gran poeta, la certeza alcanzaría para tranquilizarnos y darnos confianza en nosotros mismos. Es un deseo patético, pero además perturba el juicio critico, porque puede empujarnos a la conclusión de que es un gran poeta alguien que no lo es; o a despreciar injustamente a un buen poeta porque no es grande. Y con los contemporáneos no habría que ocuparse tanto de averiguar si son grandes o no; habría que atenerse a la pregunta: ¿Son auténticos?, y dejar la cuestión de la grandeza al único tribunal que puede decidir: el tiempo.
  En nuestra época hay, en realidad, un público considerable para la poesía contemporánea: quizás haya mas curiosidad y mas expectación hacia ella que la que había una generación atrás. Existe, por un lado, el peligro de desarrollar un público lector que no sepa nada de ningún poeta anterior, digamos, a Gerard Manley Hopkisn, y carezca de la formación necesaria para valorar críticamente. También existe el peligro de que la gente espere a que la reputación contemporánea de un poeta quede establecida para leerlo; y la angustia, para quienes aun estamos en el oficio, de que, siendo aún contemporáneos, no seamos leídos hasta después de que otra generación haya establecido sus poetas. Para el lector el peligro es doble: no llegar a leer nunca algo del todo fresco, y no volver a leer nunca lo que siempre conserva la frescura.
  Por eso debemos guardar una proporción entre las lecturas de poesía pasada y poesía moderna. Yo no confiaría en el gusto del que nunca lee poesía contemporánea, y sin duda no confiaría en el gusto del que no lee otra cosa. Pero incluso mucha gente que lee poesía contemporánea desperdicia el placer, y el provecho, de descubrir algo por su cuenta. Cuando ustedes leen poesía nueva, poesía de alguien cuyo nombre todavía no se conoce mucho, alguien de quien todavía no se han ocupado los reseñadores, están ejerciendo, o deberían estar ejerciendo, su propio gusto. No hay nada más a que atenerse. El problema no es, como piensan muchos lectores, tratar de les guste lo que no les gusta, sino dar a la sensibilidad la libertad de actuar naturalmente. Por mi parte, me resulta muy difícil: pues cuando uno lee a un poeta con el propósito deliberado de tomar una decisión, ese propósito puede interferir y oscurecer la conciencia de lo que uno siente. Es difícil hacerse las dos preguntas, ¿Es bueno, me guste o no?» y ¿«Me gusta?», al mismo tiempo: y a menudo descubro que la mejor prueba es que cierta frase, imagen o verso de un poema nuevo me vuelva mas tarde a la mente sin haberla convocado. También descubro que me es útil mirar los poemas nuevos de las revistas de poesía, y las selecciones de nuevos poetas en las antologías contemporáneas: porque al leerlos no me estorba la pregunta ¿«Debería ocuparme de que se publicaran?» A algo semejante, creo se debe que cuando voy a escuchar por primera vez una pieza musical, o a ver una nueva exposición de pintura, prefiero ir solo. Porque si voy solo, no estoy obligado a expresarle una opinión inmediata a nadie. No es que necesite tiempo para decidirme: necesito tiempo para saber que sentí realmente en el momento. Y ese sentimiento no es un juicio sobre la grandeza o la importancia: es una percepción de la autenticidad. Así cuando leemos a un poema contemporáneo, en realidad no nos concierne decidir si es un poeta «mayor» o «menor». Si leemos un poema y respondemos a él, en cambio, tendríamos que querer leer más del mismo autor; y cuando hayamos leído suficiente, deberíamos ser capaces de responder a la pregunta: ¿Es simplemente más de lo mismo?; en otras palabras, ¿es simplemente lo mismo, o es diferente pero no se resuelve en nada, o hay entre los poemas una relación que nos hace ver un poco más en cada uno? Es por eso que, con la misma prudencia que respecto a la obra de los poetas muertos, debemos leer no solo poemas aislados, como nos dan las antologías, sino la obra de un poeta.

 *Alocución ofrecida en Swansea, en septiembre de 1944, ante la Asociación de Libreros de Swansea y Gales Occidental. Subsiguientemente publicada en The Sewanee Review.
** Sobre poesía y poetas; Barcelona 1992).
***TS Eliot (E.E.U.U.1888 - Londres, 1965).  (Traduc.: Marcelo Cohen)

1 comentario:

Anónimo dijo...

La maravillosa sutileza de Eliot, en su máxima expresión.Quizás, en última instancia, todo pueda remitirse -nos dice- a la sensación de que una poesía, o un poeta, son "auténticos". Esto es: a la verdad interior que de ellos se desprende. Toda la reflexión acerca de l as antologías es, ni qué decir, imperdible. Gracias por traer este texto de quien enseñó: "el poeta no escribe con la emoción, sino con la memoria de la emoción". El saludo, Jorge Ariel Madrazo