T.S.Eliot: Qué es la poesía menor"....
Material extractado del blog La Biblioteca de Marcelo Leites (http://ustedleepoesia2.blogspot.com.ar/)
No me propongo ofrecer, ni al comienzo ni al final, definición alguna de la «poesía menor». El peligro de una definición es que podría despertarnos la esperanza de zanjar, de una vez por todas, quiénes son los poetas «mayores» y quiénes los «menores». Luego, si intentáramos hacer dos listas, una de los poetas mayores de Inglaterra y otra de los menores, descubriríamos que dentro de cada una concordamos en pocos nombres, que sobre muchos más diferimos, y que no hay dos personas cuyas listas sean iguales; ¿de que serviría entonces la definición? Lo que podemos hacer en cambio, pienso, es tomar nota del hecho de que cuando calificamos a un poeta de «menor» queremos decir cosas diferentes según las épocas; podemos aclararnos las ideas acerca de cuáles son esas diferentes cosas, y evitar así la confusión y el malentendido. Como no cabe duda de que cada cual seguirá dando al término un significado distinto, tendremos que arreglárnoslas con él lo mejor posible, como con tantas palabras, y hacer el intento de no apretujar todo en una definición. Lo que me preocupa es disipar toda connotación despreciativa del término «poesía menor», junto con la insinuación de que la poesía menor es más fácil de leer, o menos digna de ser leída, que la «poesía mayor». La pregunta, simplemente, es: ¿qué tipos de poesía menor hay, y por qué debemos leerla?
El abordaje más directo, creo, consiste en examinar los distintos tipos
de antologías poéticas; porque una de las asociaciones del término «poesía
menor» le da el significado de «clase de poemas que leemos nada más que en las
antologías». Y, de paso, me alegra tener la ocasión de decir algo sobre los
usos de las antologías, porque si comprendemos esos usos también podremos
defendernos de los peligros —pues hay amantes de la poesía que son
antoloadictos y no pueden leer poemas en ninguna otra forma. Claro que el valor
primordial de las antologías, como el de toda la poesía, yace en la capacidad
de dar placer; pero más allá de esto deben cumplir varios fines.
Una clase de antología, que se defiende por sí misma, es la consistente
en poemas de poetas jóvenes, que todavía no han publicado volúmenes o cuyos
libros no son muy conocidos. Estas colecciones tienen un valor especial tanto
para poetas como para lectores, ya representen el trabajo de un grupo de poetas
con ciertos principios comunes, ya la unidad esté dada por el hecho de que
todos los poetas son de la misma generación literaria. En general es deseable
que el poeta joven pase por diversas etapas de publicidad antes de tener un
librito para él solo. Primero, los periódicos; no los famosos, de circulación
nacional —la única ventaja de ser publicado en ellos es para el poeta joven la
guinea [o guineas] que pueda recibir en pago—, sino las pequeñas revistas
dedicadas al verso contemporáneo que publican editores jóvenes: A menudo estas
revistas parecen circular únicamente entre colaboradores reales y supuestos; su
condición suele ser precaria, aparecen a intervalos regulares y su existencia
es breve, pero su importancia colectiva es desproporcionada en relación a la
oscuridad en que se debaten. Además del valor que tienen como experiencia para
futuros editores —y los buenos editores literarios juegan un papel importante
en la salud de la literatura—, le dan al poeta la ventaja de ver su trabajo
impreso, compararlo con el de contemporáneos igualmente oscuros o levemente más
conocidos, y recibir la atención y la crítica de quienes con mayor probabilidad
comprenderán su modo de escribir. Porque cada poeta debe hacerse un lugar entre
otros poetas, y dentro de su propia generación, antes de solicitar un público
más amplio o de mayor edad. Estas revistas pequeñas también brindan a los
interesados en publicar poesía un medio de seguir a los principiantes y
observar su trayectoria. A continuación, un reducido grupo de escritores
jóvenes, con ciertas afinidades o simpatías regionales mutuas, puede producir
un volumen conjunto. Con frecuencia tales grupos se vinculan formulando una
serie de principios o reglas, a las cuales habitualmente no se adhiere nadie;
con el tiempo el grupo se desintegra, los miembros mas débiles desaparecen y
los más fuertes despliegan estilos individuales. Pero el grupo y la antología
grupal cumplen un objetivo útil: por lo común los poetas jóvenes no reciben
mucha atención del público en general, lo que sin duda les conviene, pero
necesitan el apoyo y la crítica mutuos y de otras pocas personas. Y, por
último, están las antologías de nueva poesía más abarcadoras, compiladas de
preferencia por editores jóvenes más independientes. Su valor radica en que dan
al lector de poesía una idea de lo que está pasando, la posibilidad de estudiar
los cambios temáticos y estilísticos, sin tener que recorrer numerosos
periódicos o volúmenes separados; y sirven para dirigirle la atención ulterior
a los progresos de los pocos poetas que le parezcan promisorios. Pero ni
siquiera estas colecciones llegan al lector común, que como regla no sabrá de
estos poetas hasta que hayan producido varios volúmenes y por consiguiente
encontrado lugar en antologías que cubran períodos más amplios. Cuando mira uno
de estos libros, tiende a juzgarlo con criterios que no deberían aplicarse: a
juzgar lo promisorio como si fuera una ejecución madura, y a juzgar la
antología, no por sus pocos poemas mejores, sino a lo sumo por el nivel medio.
Las antologías de circulación más vasta son desde luego aquellas que,
como el Oxford Book of English Verse, abarcan toda la literatura inglesa hasta
la última generación; o las que se especializan en un período particular del
pasado; o las que abarcan la historia de cierta etapa de la poesía inglesa; o
las que se limitan a la poesía «moderna» de las últimas dos o tres
generaciones, incluyendo los poetas vivos que hayan establecido cierta
reputación. Estas últimas, claro, también cumplen parte de los fines de las
antologías puramente contemporáneas. Pero, ciñéndonos por conveniencia a las
antologías que solo incluyen obras de poetas muertos, preguntémonos qué
utilidad puede esperarse que presten a los lectores.
No cabe duda de que The Golden Treasury o
el Oxford Book han introducido a mucha gente en Milton, Wordsworth o Shelley
[no en Shakespeare: pero no esperamos trabar contacto con un poeta dramático a
través de antologías). Pero yo no diría que quien haya leído a estos poetas y
gozado de ellos, o de media docena más, en una antología, pero no haya tenido
la curiosidad y el apetito de abordar sus obras completas, y averiguado al
menos qué otra cosa podía gustarle, es un verdadero amante de la poesía. El
valor de las antologías como introducción a la obra de los grandes poetas se
acaba pronto; y no seguimos leyendo antologías por las selecciones de estos
poetas, aunque tengan que estar allí. La antología también nos ayuda a
descubrir si existen poetas menores cuya obra nos gustaría conocer mejor
—poetas que no figuran tan conspicuamente en las historias de la literatura,
que acaso no hayan influido en el curso de la literatura, poetas cuya obra no
es necesaria en los esquemas abstractos de la educación literaria, pero cuya
obra puede ejercer una fuerte atracción personal en ciertos lectores. Por
cierto, yo pondría en duda la autenticidad del amor por la poesía de todo
lector que no tenga afecto personal por la obra de uno o más de estos poetas
sin importancia histórica; sospecharía que quien solo gusta de los poetas que
los libros de historia coinciden en considerar más importantes probablemente no
sea más que un estudiante concienzudo cuyas apreciaciones contienen poco de él
mismo. Tal vez este poeta no sea importante, debería decir uno, desafiante,
pero para mí su obra es buena. Como traba uno contacto con tal poesía, y si
llega a trabarlo, es en gran medida cuestión de azar. Puede que en una
biblioteca familiar haya un libro que alguien compró cuando lo publicaron,
porque se hablaba mucho de él, y que nadie leyó nunca. Fue así cómo, de niño,
di con un poema por el cual mantengo un cálido afecto: The Light of Asia, de
Sir Edwin Arnold. Es un largo poema épico sobre la vida del Buda Gautama: yo
debía de tener una simpatía latente por el tema, pues lo leí entero con gusto,
y más de una vez. Nunca he sentido la curiosidad de saber algo sobre el autor,
pero hasta hoy me sigue pareciendo un buen poema, y cuando conozco alguna
persona que lo haya leído y apreciado esa persona me atrae. Ahora bien, en las
antologías uno no suele encontrarse con fragmentos de epopeyas olvidadas; de
todos modos es posible que le impresione cierta pieza de un autor oscuro, que
lleve a una relación íntima con la obra de cierto poeta que nadie más parece
disfrutar, ni haber leído.
Así como la antología puede presentarnos poetas que no son muy
importantes, pero cuya obra nos gusta, si es buena puede proporcionarnos
conocimientos útiles sobre otros poetas que no nos gustan pero son muy
importantes. Solo existen dos razones para leer enteros The Faery Queen o The Prelude
de Wordsworth. Una es que uno disfrute leyéndolos; y disfrutar de
cualquiera de estos poemas es un mérito notable. Pero si uno no los disfruta,
la única razón que queda es que piense hacerse profesor de literatura, o crítico
literario, y tenga que leerlos. Y sin embargo Spenser y Wordsworth son tan
importantes en la historia de la literatura inglesa, debido a la cantidad de
poesía que se entiende mejor cuando se los conoce, que todo el mundo debería
saber algo de ellos. No hay muchas antologías que ofrezcan fragmentos
sustanciales de poemas largos; existe una muy útil, de Charles Williams, especialmente
cualificado porque gozaba realmente de toda clase de poemas largos que no lee
nadie más. Pero incluso una buena antología compuesta de poemas breves puede
darle a uno cierto conocimiento, que vale la pena tener, de aquellos poetas que
no disfrutamos. Y así como todo el mundo debe tener gusto personal por cierta
poesía a la cual otros no dan importancia, todo el mundo, sospecho, es
indiferente a la obra de uno o más poetas cuya grandeza hay que reconocer.
La siguiente función de la antología sólo puede cumplirse si el
compilador es no solo un hombre de muchas lecturas, sino de gusto muy sensible.
Hay muchos poetas que, sosos en general, tuvieron destellos ocasionales. La
mayor parte de nosotros carece de tiempo para leer enteras las obras de
competentes y distinguidos poetas sosos, especialmente los de otras épocas, y
descubrir por nuestra cuenta los trozos buenos; y pocas veces vale la pena
aunque podamos darnos el lujo. Hace un siglo o más, todos los amantes de la
poesía devoraban los libros de Tom Moore tan pronto como salían: hoy en día,
¿quién ha leído entero incluso Lalla
Rookh? Southey fue Poeta Laureado, y consiguientemente escribió epopeyas:
yo conozco una persona a quien de niña le leyeron el Thalaba, si no The Curse of
Kehama y le conserva un afecto parecido al que guardo yo por The Light of Asia. Me pregunto si mucha
gente habrá leído el Gebir; y sin
embargo Landor, el autor de ese majestuoso poema largo, era sin duda un poeta
muy capaz. Hay muchos poemas largos, no obstante, que parecen haber sido
sumamente legibles cuando fueron publicados pero ahora no lee nadie —aunque
sospecho que hoy en día, cuando la prosa de ficción satisface la necesidad que
antes, para la mayoría de los lectores, colmaban las historias en verso de
Scott y Byron y Moore, hay pocos que lean un poema muy largo incluso si acaba
de ser impreso. De modo que las antologías y los volúmenes de selecciones son
útiles: porque nadie tiene tiempo de leer todo, y porque hay poemas de los que
sólo siguen vivas algunas partes.
La antología puede tener otra utilidad que, siguiendo con el tren de
pensamiento que he mantenido hasta ahora, podríamos pasar por alto. Estriba en
el interés de la comparación, de acceder, en un espacio breve, a una sinopsis
del recorrido de la poesía; y si hay mucho que sólo puede aprenderse leyendo
todo lo de un poeta, hay mucho que aprender pasando de un poeta a otro. Moverse
de aquí para allá entre una balada de frontera, una canción isabelina, un poema
lírico de Blake o Shelley y un monólogo de Browning, da la posibilidad de tener
experiencias emotivas, y motivos para el pensamiento, que no se tienen cuando
la atención se concentra en un solo poeta. Así como en una cena bien concebida
uno no disfruta una cantidad de platos en sí sino la combinación de cosas
buenas, hay placeres de la poesía que deben recibirse en conjunto; y es bien
posible que leídos uno detrás de otro, poemas muy diferentes de autores de
distintos temperamentos y épocas distintas puedan revelar cada uno su sabor
peculiar, porque cada uno tiene algo que a los otros les falta. Para gozar de
este placer hace falta una buena antología, y también cierta práctica en su
empleo.
Volveré ahora al tema del que acaso ustedes piensen que me he desviado.
Aunque no son los únicos representados en las antologías, podemos pensar en los
poetas menores como aquellos que sólo leemos en las antologías. Contra esta
idea tuve que interponer un caveat,
afirmando que cada lector de poesía debería tener ciertos poetas menores que,
para él, valga la pena leer íntegros. Pero a partir de este punto encontramos
más de una clase de poeta menor. Hay, por supuesto, poetas que han escrito un
solo buen poema, o muy pocos: de modo que no parece haber motivos para que
alguien vaya más allá de la antología. Así, por ejemplo, el caso de Arthur
O'Shaughnessy, cuyo poema que empieza «Where are the music makers"(Dónde
están los hacedores de música...?) figura en cualquier antología que incluya poesía
de fines del siglo XIX. Así, para algunos lectores aunque no para todos,
los de Ernest Dowson o John Davidson. Pero los poetas de quienes puede decirse
que, según todos los lectores, sólo dejaron uno o dos poemas dignos de lectura
son en realidad muy pocos: lo más posible es que si un poeta ha escrito un buen
poema, en el resto de su obra haya algo que vale la pena leer, al menos para
algunas personas. Dejando aparte a estos pocos, descubrimos que a menudo
pensamos que es menor el poeta que sólo ha escrito poemas breves. Pero a veces
también podemos considerar poetas menores a Southey, a Landor y a una cantidad
de escritores de los siglos XVIII y XIX, aunque dejaron poemas del
tamaño más monumental: y creo que pocos hoy en día, al menos entre los lectores
jóvenes, considerarían poeta menor a Donne, aunque nunca hubiera escrito
sátiras y epístolas, o a Blake, aunque no hubiera escrito sus Libros
Proféticos. De modo que debemos registrar como poetas menores, en un sentido, a
ciertos poetas cuya reputación descansa en poemas muy largos; y como poetas
mayores a algunos que únicamente escribieron poemas cortos.
En principio parecería más fácil referirse a los escritores menores de
épica como secundarios, o más ásperamente como grandes poetas fallidos.
Fracasaron, sin duda, en el sentido de que hoy nadie lee sus largos poemas; son
secundarios, en el sentido de que a los poemas largos los valoramos según
patrones muy altos. Sentimos que la molestia de leer un poema largo no vale la
pena a menos que, en su especie, sea tan bueno como The Faery Queen, o Paradise
Lost, o The Prelude, o Don Juan, o Hyperion, y los demás poemas largos de primer orden. No obstante,
hemos visto que para alguna gente vale la pena leer esos poemas secundarios.
Por lo demás, notamos que no es posible dividir simplemente los poemas largos
en un pequeño número de obras maestras y una gran cantidad por los que no hace
falta molestarse. Puesto que entre poemas como los que acabo de mencionar y una
estimable obra menor como The Light of
Asia hay toda suerte de poemas largos de distintos tipos e importancia
diversa, no podemos trazar una línea definitiva entre lo mayor y lo menor. ¿Qué
decir de las Seasons de Thomson y del
Task de Cowper? Son poemas largos
que, si sus intereses tienen otro rumbo, a uno le alcanzará con conocer por
extractos; pero me niego a admitir que sean poemas menores, y que en cada uno
de ellos haya una parte tan buena como el todo. ¿Qué decir de la Aurora Leigh de la señora Browning, que
nunca he leído, o de ese largo poema de George Eliot cuyo nombre no recuerdo?
Si nos es difícil dividir a los escritores de poemas largos en poetas
mayores y menores, no es más fácil hacerlo con los escritores de poemas cortos.
Un caso muy interesante es George Herbert. Todos conocemos un puñado de poemas
suyos que aparecen repetidamente en las antologías; pero cuando leemos su
poesía completa, nos asombra descubrir que los poemas que nos parecen tan
buenos como los de las antologías son muchos. Pero The Temple es algo más que una cantidad de poemas religiosos de un
solo autor: el libro, como quiere sugerir el titulo, fue construido siguiendo
un plan; y, a medida que vamos conociendo mejor los poemas de Herbert,
descubrimos que hay algo que obtenemos del libro entero, que no es simplemente
la suma de sus partes. Lo que al principio parece una serie de poemas líricos
hermosos pero aislados, llega a revelarse una continuada meditación religiosa
con un marco intelectual; y, en cuanto todo, el libro nos descubre el espíritu
devocional anglicano de la primera mitad del siglo XVII. Más aun,
entendemos mejor a Herbert, y nos sentimos recompensados por el trabajo, si
sabemos algo sobre los escritores teológicos ingleses de su época; si sabemos
algo sobre los escritores místicos ingleses del siglo XIV; y si sabemos
algo de ciertos poetas contemporáneos de él —Donne, Vaug-han, Traherne— y
alcanzamos a percibir lo que todos tienen en común con su origen y educación
galeses; y, finalmente, aprendemos algo sobre Herbert comparando la típica
devoción anglicana que expresa con el sentimiento religioso más continental, y
más romano, de su contemporáneo Richard Crashaw. En definitiva, pues, yo al
menos no puedo admitir que se califique a Herbert de poeta «menor»: porque lo
que me viene a la mente cuando pienso en él no es un puñado de poemas
predilectos, sino la obra entera.
Comparemos ahora a Herbert con otros dos poetas, uno un poco mayor que él
y el otro de la generación previa, pero ambos muy distinguidos escritores de
lírica. De los poemas de Robert Herrick, también pastor anglicano pero hombre
de temperamento muy distinto, recibimos la misma impresión de una personalidad
unificadora; y llegamos a conocer mejor esa personalidad leyendo todos sus
poemas, y por haberlos leído todos disfrutamos más de nuestros preferidos.
Pero, primero, en los poemas de Herrick no hay un propósito consciente de
continuidad; es un hombre más puramente natural y espontáneo, que escribe sus
poemas al imperio de su antojo; y, segundo, la personalidad que se expresa en
ellos es menos insólita —de hecho es su sincera medianía lo que les da encanto.
En términos relativos, recibimos mucho más de un poema de él que de un poema de
Herbert; y sin embargo en él todo sigue habiendo algo más, que en las partes.
Luego tomemos a Thomas Campion, el escritor de canciones isabelino. Yo diría
que, dentro de sus límites, en toda la poesía inglesa no hubo un artesano mas
consumado que Campion. Admito que para comprender plenamente sus poemas debemos
saber algunas cosas: Campion era músico, y escribía sus canciones para que se
cantaran. Apreciamos mejor sus poemas si tenemos algún conocimiento de la
música Tudor y de los instrumentos para los que era escrita; nos gustan más si
nos gusta esa música; y entonces queremos no simplemente leerlos, sino oírlos
cantados, y con el marco musical del propio Campion. Pero no necesitamos saber
nada de lo que, en el caso de Herbert, nos ayuda a entenderlo mejor y
disfrutarlo más; no necesitamos preocuparnos de lo que pensaba, ni de los
libros que leía, ni de su origen racial o su personalidad. Lo único que
necesitamos es el marco musical isabelino. Lo que obtenemos, al pasar de los
poemas de las antologías a la lectura de su obra entera, es un placer
reiterado, el goce de las bellezas nuevas y las renovadas variaciones técnicas,
pero no una impresión de totalidad. En el caso de él no podemos decir que el
todo sea más que la suma de las partes.
No digo que la prueba —que de todos modos cada cual llevará a cabo por
su cuenta, con resultados diversos— de comparar el todo con la suma de las
partes sea en sí un criterio satisfactorio para distinguir los poetas mayores
de los menores. Nada es tan simple: y aunque después de leer a Campion no
sintamos que conocemos al Campion hombre, como sí sentimos después de leer a
Herrick, sobre otras bases, debido a que es de largo el artesano más notable,
yo pondría a Campion por encima de Herrick en importancia, aunque muy por
debajo de Herbert. Todo lo que he afirmado es que una obra consistente en una cantidad
de poemas cortos, aun de poemas que individualmente tomados parezcan acaso algo
magros, puede, por la unidad que le da un esquema subyacente, equivaler a un
poema largo de primer orden en el establecimiento del derecho del autor a ser
poeta «mayor». Ese derecho puede quedar establecido por un solo poema largo,
claro está, y cuando ese poema largo es suficientemente bueno, cuando encierra
la unidad y la variedad adecuadas, no precisamos conocer —o si las conocemos no
precisamos darles gran valor— las demás obras de un poeta. Por mi parte,
considero poeta mayor a Samuel Johnson por el solo testimonio The Vanity of Human Wishes, y a
Goldsmith por el testimonio de The
Deserted Village,
En este punto, parece, hemos llegado a la
conclusión provisoria de que, sea lo que sea un poeta menor, un poeta mayor es
aquel cuya obra debemos leer toda a fin de apreciar plenamente cada parte: pero
ya hemos matizado un poco esta afirmación extrema admitiendo a cualquier poeta
que haya escrito siquiera un poema largo cuya unidad contenga variedad
suficiente. Pero sin duda hay muy pocos poetas en inglás de cuya obra pueda
decirse que debería leerse toda. Shakespeare, por cierto, y Milton; y respecto
a Milton puede señalarse, no solo que debemos leer enteros sus diversos poemas
largos —Paradise Lost, Paradise Regained
y Samson Agonistes—, sino que es preciso leerlos todos, como es preciso
leer todas las obras de Shakespeare, para comprender plenamente cada una; y a
menos que leamos asimismo los sonetos de Shakespeare, y los poemas menores de
Milton, en la apreciación de lo que hayamos leído faltará algo. Pero los poetas
que justifican semejante exigencia son muy pocos. Uno se las puede arreglar muy
bien en la vida sin haber leído los últimos poemas de Browning o de Swinburne;
yo no afirmaría con seguridad que haya que leer todo lo de Dryden o de Pope; y
ciertamente no me cabe a mí negar que hay partes de The Prelude o The Excursion
que toleran ser pasadas por alto. Poca gente querrá conceder mucho tiempo a los
primeros poemas largos de Shelley, The
Revolt of Islam y Queen Mab,
aunque sin duda vale la pena leer las notas a este último.
Tendremos pues que
decir que un poeta mayor es aquel de cuya obra hemos de leer gran parte, aunque
no la totalidad. Y además de preguntarnos ¿de qué poetas vale la pena leer toda
la obra?, debemos preguntarnos ¿de qué poetas vale para mí la pena leer toda la
obra? La primera pregunta sugiere que deberíamos tratar de mejorar nuestro
gusto permanentemente. La segunda sugiere que debemos ser sinceros acerca de
nuestros gustos. Así, por un lado, no sirve de nada leer diligentemente
siquiera a Shakespeare o Milton de principio a fin, a menos que den ustedes con
algo que les guste en seguida: solo este placer inmediato les dará, bien la
motivación para leer el todo, bien la perspectiva de algún beneficio una vez lo
hayan hecho. Y tal vez haya, y por cierto debería haber —como ya he dicho—,
ciertos poetas que signifiquen para ustedes lo suficiente como para inducirlos
a leer toda su obra, por más que para otra gente no tengan acaso el mismo
valor. Y esta clase de gusto tal vez no sólo pertenezca a una fase del
desarrollo de su gusto que superarán, sino que indique cierta afinidad entre
ustedes y un autor particular que durará toda la vida: quizá ocurra incluso que
estén ustedes especialmente cualificados para apreciar un poeta que muy pocas
personas son capaces de disfrutar.
Diría entonces que en relación a
la grandeza e importancia relativas de nuestros poetas impera cierta ortodoxia,
si bien son muy pocas las reputaciones que se mantienen totalmente inalteradas
de una generación a otra. Ninguna reputación poética permanece siempre en el
mismo lugar: se trata de una bolsa en fluctuación constante. Hay muy pocos
nombres que fluctúan solamente, por así decir, dentro de un margen estrecho de
puntos: poco importa si Milton sube hoy a 104 y mañana baja a 97 y 1/4. Hay
otras reputaciones, como la de Donne o la de Tennyson, que varían con mayor
amplitud, de modo que uno tiene que juzgar su valor por un promedio que abarque
un lapso prolongado; hay otras que sostenidamente permanecen mucho tiempo bajo
par, y a ese precio resultan buenas inversiones. Y hay poetas que son buenas
inversiones para algunos, aunque no tengan cotización en el mercado y sus
acciones sean invendibles —y me temo que en este punto se agota la comparación
con la bolsa. Pero yo diría que, si bien existe un ideal objetivo de gusto
poético ortodoxo, ningún lector puede ni debe tratar de ser ortodoxo por
completo. Hay sin duda ciertos poetas que han gustado a tantas generaciones de
personas inteligentes, sensibles y de vastas lecturas, que [si en algo nos
gusta la poesía] bien vale la pena esforzar-nos por descubrir las razones, y
si no podemos disfrutarlos nosotros también. De los poetas menores, hay por
cierto algunos sobre los cuales, tras algunas pruebas, podemos adoptar sin
peligro la opinión habitual de que dos o tres poemas los representan harto
adecuadamente: pues, como ya he dicho, nadie tiene tiempo de descubrirlo todo
por su cuenta, y hay cosas que debemos aceptar confiando en los demás.
Con todo, la mayoría de los poetas menores —de aquellos que conservan
alguna reputación— son poetas de quienes todo lector de poesía debería saber
algo, pero a muy pocos de los cuales cualquier lector llegará a conocer bien.
Algunos nos atraen a causa de alguna compatibilidad personal específica; otros
por su tema, otros por una cualidad particular, el ingenio o el pathos por
ejemplo. Cuando hablamos de Poesía, con P mayúscula, tendemos a pensar
únicamente en la emoción más intensa o la frase más mágica: no obstante en la
poesía hay muchas lucernas que no son mágicas, que no se abren a la espuma de
mares peligrosos, pero que pese a todo son perfectas ventanas. Creo que George
Crabbe era muy buen poeta, pero uno no acude a él en busca de magia: si les
gustan las descripciones realistas de la vida pueblerina en Suffolk hace ciento
veinte años, en un verso tan bien escrito que convence de que no podría decirse
lo mismo en prosa, Crabbe les gustara: es un poeta que debe ser leído en
grandes lonjas, si es que se lo lee; de
modo que si lo encuentran aburrido pueden echarle un vistazo y seguir de largo.
Pero vale la pena saber que existió, porque a lo mejor podía gustarles, y
también porque les dirá algo sobre la gente a quien le gusta.
Las principales tesis que he intentado defender hasta ahora son, creo,
las siguientes: la diferencia entre poetas mayores y menores no tiene nada que
ver con que hayan escrito poemas largos o solo poemas cortos, aunque todos los
poetas muy grandes, que son pocos, hayan tenido algo que decir que únicamente
podía decirse en un poema largo. Lo que importa es si el conocimiento de la
totalidad, o al menos de una parte muy grande, de la obra de un poeta nos hace
disfrutar más uno cualquiera de sus poemas, porque nos hace comprenderlo mejor.
Esto entraña la presencia de una unidad significativa en toda la obra. El aumento
de la comprensión no se puede expresar con palabras: yo no podría decir
exactamente por qué creo comprender y disfrutar mejor de Comus por haber leído Paradise
Lost, o de Paradise Lost por
haber leído Samson Agonistes, pero
estoy convencido de que es así. No siempre puedo decir por qué, por haber
estado con una persona en situaciones diferentes, y observado su conducta en
diversas circunstancias, siento que comprendo mejor su conducta o proceder en
una ocasión determinada: pero creemos que, por inconsistente que sea su
conducta, esa persona es una unidad, y que tratarla a lo largo de un período
nos la hace mas inteligible. Finalmente, he mitigado esta discriminación
objetiva entre poetas mayores y menores refiriéndola al lector particular.
Porque quizá no haya ningún gran poeta que tenga exactamente la misma
significación para dos lectores, por muy de acuerdo que estén en su eminencia;
tanto más probable, entonces, que no haya dos lectores para quienes el modelo
de la poesía inglesa sea el mismo. De modo que, tomados dos lectores de igual
competencia, determinado poeta puede ser para uno mayor y para el otro menor.
Queda por hacer una reflexión
final, cuando se trata de considerar la poesía contemporánea. A veces vemos que
los críticos, en su primera toma de contacto con la obra de un nuevo poeta,
afirman con seguridad que es poesía «mayor» o «menor». Dejando de lado la posibilidad
de que lo que el crítico esta alabando o situando pueda no ser poesía en
absoluto [porque a veces uno puede decir: «Si esto fuera poesía, sería poesía
mayor... Pero no lo es»], no me parece aconsejable decidirse tan rápido. A lo
máximo que puedo comprometerme, respecto de la obra de un poeta vivo que acabo
de conocer, es a afirmar si es o no poesía autentica. ¿Tiene este poeta algo
que decir, un poco diferente de lo que cualquiera ha dicho antes, y ha
encontrado, no solo una manera diferente de decirlo, sino la manera diferente
de decirlo que expresa la diferencia de lo que esta diciendo? Aun
comprometiéndome solo en esto, sé que acaso esté asumiendo un riesgo
especulativo. Puede que me impresione lo que el autor intenta decir, y que pase
por alto el hecho de que no ha encontrado la manera nueva de decirlo; o que la
nueva forma de hablar, que al principio da la impresión de que el autor ha
encontrado algo propio que decir, resulte ser un manierismo que solo oculta una
visión totalmente convencional. Para cualquiera que como yo, lea buena cantidad de manuscritos, y
manuscritos de autores de quienes nunca ha visto otra obra, las trampas son
todavía mas peligrosas: porque un conjunto de poemas puede ser tanto mejor que
todos los demás que acabo de mirar, que no es difícil que confunda la pasajera
sensación de alivio con la percepción del talento notable. Hay muchos que se
conforman, bien con mirar antologías —e incluso cuando un poema los impresiona
pueden no tomar conciencia, o si la toman tal vez no se fijan en el nombre del
autor— bien con esperar hasta que se haga patente que cierto poeta, después de
haber producido varios volúmenes [lo cual es en si una corroboración], ha sido
aceptado por los reseñadores (y lo que mas nos impresiona no es lo que los reseñadores
dicen cuando escriben sobre un poeta, sino las referencias que hacen a ese
poeta cuando escriben sobre otro).
El primer método no nos lleva muy lejos; el segundo no es muy seguro.
Por una parte, todos tendemos a estar un poco a la defensiva con respecto a
nuestra época. Nos gusta sentir que nuestra época puede producir un arte
grande, tanto más cuanto que acaso tengamos la oscura sospecha de que no puede;
y de algún modo sentimos que, si pudiéramos creer que tenemos un gran poeta, la
certeza alcanzaría para tranquilizarnos y darnos confianza en nosotros mismos.
Es un deseo patético, pero además perturba el juicio critico, porque puede
empujarnos a la conclusión de que es un gran poeta alguien que no lo es; o a
despreciar injustamente a un buen poeta porque no es grande. Y con los
contemporáneos no habría que ocuparse tanto de averiguar si son grandes o no;
habría que atenerse a la pregunta: ¿Son auténticos?, y dejar la cuestión de la
grandeza al único tribunal que puede decidir: el tiempo.
En nuestra época hay, en realidad, un público considerable para la
poesía contemporánea: quizás haya mas curiosidad y mas expectación hacia ella
que la que había una generación atrás. Existe, por un lado, el peligro de
desarrollar un público lector que no sepa nada de ningún poeta anterior,
digamos, a Gerard Manley Hopkisn, y carezca de la formación necesaria para
valorar críticamente. También existe el peligro de que la gente espere a que la
reputación contemporánea de un poeta quede establecida para leerlo; y la
angustia, para quienes aun estamos en el oficio, de que, siendo aún
contemporáneos, no seamos leídos hasta después de que otra generación haya
establecido sus poetas. Para el lector el peligro es doble: no llegar a leer
nunca algo del todo fresco, y no volver a leer nunca lo que siempre conserva la
frescura.
Por eso debemos guardar una proporción entre las lecturas de poesía
pasada y poesía moderna. Yo no confiaría en el gusto del que nunca lee poesía
contemporánea, y sin duda no confiaría en el gusto del que no lee otra cosa.
Pero incluso mucha gente que lee poesía contemporánea desperdicia el placer, y
el provecho, de descubrir algo por su cuenta. Cuando ustedes leen poesía nueva,
poesía de alguien cuyo nombre todavía no se conoce mucho, alguien de quien
todavía no se han ocupado los reseñadores, están ejerciendo, o deberían estar
ejerciendo, su propio gusto. No hay nada más a que atenerse. El problema no es,
como piensan muchos lectores, tratar de les guste lo que no les gusta, sino dar
a la sensibilidad la libertad de actuar naturalmente. Por mi parte, me resulta
muy difícil: pues cuando uno lee a un poeta con el propósito deliberado de
tomar una decisión, ese propósito puede interferir y oscurecer la conciencia de
lo que uno siente. Es difícil hacerse las dos preguntas, ¿Es bueno, me guste o
no?» y ¿«Me gusta?», al mismo tiempo: y a menudo descubro que la mejor
prueba es que cierta frase, imagen o verso de un poema nuevo me vuelva mas
tarde a la mente sin haberla convocado. También descubro que me es útil mirar
los poemas nuevos de las revistas de poesía, y las selecciones de nuevos poetas
en las antologías contemporáneas: porque al leerlos no me estorba la pregunta ¿«Debería ocuparme de que se
publicaran?» A algo semejante, creo se debe que cuando voy a escuchar por
primera vez una pieza musical, o a ver una nueva exposición de pintura,
prefiero ir solo. Porque si voy solo, no estoy obligado a expresarle una
opinión inmediata a nadie. No es que necesite tiempo para decidirme: necesito
tiempo para saber que sentí realmente en el momento. Y ese sentimiento no es un
juicio sobre la grandeza o la importancia: es una percepción de la autenticidad.
Así cuando leemos a un poema contemporáneo, en realidad no nos concierne
decidir si es un poeta «mayor» o «menor». Si leemos un poema y respondemos a él,
en cambio, tendríamos que querer leer más del mismo autor; y cuando hayamos
leído suficiente, deberíamos ser capaces de responder a la pregunta: ¿Es
simplemente más de lo mismo?; en otras palabras, ¿es simplemente lo mismo, o es
diferente pero no se resuelve en nada, o hay entre los poemas una relación que
nos hace ver un poco más en cada uno? Es por eso que, con la misma prudencia
que respecto a la obra de los poetas muertos, debemos leer no solo poemas
aislados, como nos dan las antologías, sino la obra de un poeta.
*Alocución
ofrecida en Swansea, en septiembre de 1944, ante la Asociación de
Libreros de Swansea y Gales Occidental. Subsiguientemente publicada en
The Sewanee Review.
** Sobre poesía y poetas; Barcelona 1992).
***TS Eliot (E.E.U.U.1888 - Londres, 1965). (Traduc.: Marcelo Cohen)
1 Comments:
La maravillosa sutileza de Eliot, en su máxima expresión.Quizás, en última instancia, todo pueda remitirse -nos dice- a la sensación de que una poesía, o un poeta, son "auténticos". Esto es: a la verdad interior que de ellos se desprende. Toda la reflexión acerca de l as antologías es, ni qué decir, imperdible. Gracias por traer este texto de quien enseñó: "el poeta no escribe con la emoción, sino con la memoria de la emoción". El saludo, Jorge Ariel Madrazo
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