Reina Roffé: Aves exóticas*
Aves exóticas
La discusión se había iniciado en el fondo, quizás en
la cocina, epicentro de las pequeñas y grandes violencias cotidianas. Mediaron
unas cuantas palabras y unos pocos gritos, los necesarios.
Un pájaro cruzó el patio aleteando dificultosamente en
la llovizna oblicua que caía desde la mañana, cuando oí:
-Me voy para siempre.
Tía Reche se precipitó en dirección al pasillo y
comenzó a correr hacia las escaleras. Al fin huía de la casa y de sí misma.
¿Cómo era, cómo había sido apenas un segundo antes de
que esa fuerza ajena a su persona se apoderase de ella y la pusiera en
movimiento? Movimiento ahora detenido en el propio impulso, en el coraje de
escapar; en las piernas, los pies, el paso, el ligero contoneo de todo el
cuerpo.
Había sido una mujer cansada, de un cansancio antiguo
que venía con ella como su palidez, la sonrisa leve, los ojos delatando la
desgana, el tedio, el aullido ahogado y el convencimiento de que nada merecía
la pena.
De pequeña, atravesaba las calles de tierra de un
pueblo con nombre ostentoso, perdido en la provincia de Santa Fe, para
esconderse en la estación del ferrocarril con un sueño que se desvanecía una y
otra vez: subir a ese tren que la llevaría a Buenos Aires. Sin embargo, cuando
la familia se mudó a la capital, de la ciudad sólo le interesó el puerto, donde
desembarcaron los sefaradíes provenientes de Marruecos y, entre ellos, sus
propios padres siendo todavía muy jóvenes, a principios de siglo.
Al evocarla, me resulta difícil atribuirle
exclusivamente a su aspecto de nómada -siempre estaba como en otra parte- la
melancolía permanente que exhalaba.
De ninguna de las versiones sobre ella se desprende
una causa que justificara su ausencia, el encierro en sí misma que la convirtió
en invisible para los demás.
Nadie la veía. El aprendizaje hacia su invisibilidad
debió de comenzar temprano, cuando aún era una niña y se quedaba horas
siguiendo el camino de las hormigas en los intersticios de las baldosas. Algo
común en la infancia, en la soledad de la infancia. Pero, en su caso, habría
que hablar de otro tipo de soledad, sin la que nada le era posible.
Recuerdo el vuelo incesante del pájaro aquella mañana,
y a tía Reche, una estatuilla de obsidiana creciendo monumental a medida que
corría por el pasillo.
Parecía otra, era otra.
En la casona de Jobson-Vera, donde había nacido hacia
1925, padres y hermanos se olvidaban de ella, no porque quisieran sino por el
empeño que ponía en ser olvidada, en volverse una mancha incolora, filigrana
imperceptible del suelo o las paredes. Las maestras de la escuela solían
calificarla con notas altas, pero decían que era como una prolongación del
banco de clase: apagada, quieta, cumpliendo con el presente obligatorio.
Cumplía y sé que cumplió rigurosamente con el encargo
de cada viernes al atardecer, en el pueblo. La comunidad sefaradí de Jobson,
por entonces unas tres o cuatro familias, a falta de sinagoga había improvisado
un oratorio en la trastienda de su padre, el abuelo que yo no llegué a conocer.
Allí, pocas veces reunían a tiempo diez hombres, número imprescindible para que
el rabino diera comienzo a la ceremonia. Tía Reche tenía designado salir en
busca de los que faltaran. Ella no entendía esta ley, y aunque intuyo su
indignación por el hecho de que las mujeres no contaran, estoy convencida de
que se tomó seriamente su tarea semanal. Su hermana, la mayor, que nunca le
guardó los secretos, aseguraba que, una vez, al serle imposible
encontrar al décimo hombre, decidió sustituirlo. Se
vistió con las ropas en desuso de los varones de la casa, tapó sus redondeces
en ciernes con un abrigo ancho, engominó su pelo, se cubrió con la kipá y
completó la cifra.
Pasó desapercibida en aquella ocasión y también a los
veinte años, cuando repitió la hazaña en Buenos Aires sin necesidad alguna y
nada menos que en el templo de la calle Piedras, siempre colmado de fieles.
Estas son las únicas travesuras o transgresiones que se le conocen. Después, le
perdió el gusto a todo y optó por comportarse como una autómata cuyos actos
alguien digita.
Y a pesar de ello, el corazón le latía deprisa. Aún
hoy creo oír su rápido y furioso bombeo el día que corrió hacia las escaleras
con la intención de alcanzar la última puerta de la casa. Veo a tía Reche, sigo
viéndola, movida y en movimiento sobre un fondo azul cobalto, sonrosada,
radiante, arracimada de uvas, adornada de perlas, coronada de laureles. La tía
Reche que experimentaba emociones y sentía amor y rabia, aunque estuviese
anegada en muerte. De seguro, esperaba más que cualquiera. ¿Cuánto más? ¿Un
suplemento de cariño, una paga extra de tolerancia o el
extra soñado de las loterías, los excedentes
ilusorios en el negocio de la vida? La
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magnitud de lo que esperaba, sospecho, se le había
transformado en carga, en una desmesura insostenible.
De ahí, quizá, sus noches en blanco, el conocimiento
precoz del fracaso y la pena, una pena ya instalada, esencial e irreductible
que, no obstante, la hacía rebelarse contra su propio saber de que la vida era
sólo la vida que pasaba. ¿Y si hubiera sido el insomnio, duro y llano, el
promotor de tantas impresiones? Cómo llenar el vacío, cortejar la oscuridad sin
que la razón enloqueciera ante la idea -primero inocente, después obsesiva- de
que todo esfuerzo era en vano, el amor una ficción carente de sentido, más un
etcétera abarcando los motivos que la filosofía popular abrazaba y, a la vez,
descalificaba en dichos, refranes, canciones y películas. El único asidero real
para ella era el tic tac de los relojes, la campanada previsible de las
iglesias, la sirena de alguna desgracia, la pelea de los gatos en el tejado, la
respiración de la noche batallando en su cráneo.
También era invisible por su silencio. Difícilmente le
salían las palabras de la boca. Las pronunciaba a destajo, en voz baja, con
resistencia y hasta con rubor en las mejillas, un rubor salvaje, impropio de su
palidez, que suscitaba en los otros una gran incomodidad. Para tía Reche las
palabras deberían sonar gastadas de antemano, baladíes, innecesarias. No las
decía, amagaba decirlas, se le enredaban en la punta de la lengua, se volvían
contra ella, hacia adentro, en un murmullo.
Las contadas personas que pudieron verla y oírla, sólo
sintieron por ella algo similar a una veneración platónica. Jamás corrió rumor
alguno de que hubiese estado enamorada o hubiese tenido un amor. Mantuvo su
virginidad intacta.
En las fotos y en mi memoria, tía Reche aparece tan
atractiva como la mayoría de las mujeres de su época y su clase social.
Incluso, entre los veinte y los treinta años, irradiaba un encanto sorprendente
que la ponía por encima de las jóvenes más bellas. Tal vez en la sutileza de
sus formas y de su fondo existía un matiz disuasorio que intimidaba a los
hombres, impedía el acercamiento, disolvía la incitación. Aquellos que, acaso,
hubiesen querido tenerla, pronto cambiaban el deseo por el respeto.
Un respeto que ella, posiblemente, anhelaba en otro
orden de cosas: en el trato diario, en lo más inmediato de la realidad que,
para su desdicha, se le presentaba hostil o desangelada. Todo la tocaba e
imprimía su marca a golpe de tralla: la ferocidad de su madre acusándola de ser
un trozo de carne, la prepotencia de los varones de la casa, el egoísmo de las
hermanas y hasta la necedad de los vecinos o la intolerancia religiosa de
algunos miembros de la comunidad. No lloraba porque sabía que era inútil, pero
acusaba recibo con una desesperación tangible. Si alguien hubiera extendido una
mano hacia ella, podría haber palpado esa red tensa que la envolvía.
Como una ola que rompe y espuma, tía Reche avanzaba
por el pasillo emanando una sensación de identidad recuperada. Todavía me
recreo en aquel momento, en la fuerza oculta que puede haber dentro de una
ostra marina.
Tengo para mí que en sus horas blancas, las del
insomnio y la clarividencia, era cuando cada pieza se ensamblaba en ella con
una continuidad de bosque: los árboles ardían y las bestias gritaban el fin del
mundo. Así, el pequeño malestar del día se trocaba en dolor agudo. Al salir de
la noche, la suma daba como resultado una naturaleza yerma que, desde luego, no
podía compartir con nadie. Estaba inhabitada pero no muerta, y ésa era su peor
derrota.
Hubo un tiempo en que quiso vivir a semejanza de sus
semejantes. Buscó un empleo y rogó a sus padres le permitieran trabajar fuera
de casa. La dejaron. Ya había cumplido los veinticinco años y sabían que se
quedaba para vestir santos. La imagino en el autobús observando a la gente
dormitar su cansancio, un cansancio bueno, sin vueltas ni reveses. Con qué
ganas se hubiese cambiado por la señora corpulenta que resoplaba con la boca
entreabierta el madrugón, su energía sometida al sueño reparador que la haría
despertar sonriente como un bebé bienavenido.
La palmadita en el hombro seguida de cierta envidia
que suscitaba en ella esa levedad con que los demás transitaban la existencia,
la inducían a desarrollar una intensa actividad. Por entonces, hacía a pie
rápido más de treinta calles. En la oficina realizaba su labor y la de dos o
tres compañeros. Comía en los bares más bulliciosos con la intención de que la
cháchara y la exuberancia de los gestos, las voces, la alegría simple y
espontánea que prodigaban los otros se le adhiriera a los huesos, rompiera su
silencio. El ruido la imbuía, hacía vibrar sus tímpanos, sus tuétanos,
chasquear la lengua, castañetear los dientes y estallar por dentro, muda, más
sola, más abandonada. Durante los días de incursiones vitales, caía exhausta.
Dormía unas horas, alrededor de tres, que ya era un triunfo. Pero a la mañana
siguiente, sufría de doble cansancio: el habitual y el de un gran agotamiento
físico que ahondaba más aún su naturaleza de ser flotante.
No había manera. Obraba en ella indefectiblemente una
inversión de valores. Todo proyecto que emprendía para igualarse a los demás
encaminaba y definía su dirección contraria, el extravío. Con el tiempo,
recuerdo, aprendió a reírse de sí misma, lo que tal vez le proporcionó la única
satisfacción íntima de la que era capaz de gozar con plenitud. Mientras pudo
disfrutar de su propio personaje, sus andares cobraron el aplomo de una santa.
Más que una transformación, se produjo un exacerbado despliegue de sus
caracteres dominantes. Las maneras reposadas, tan
habituales en ella, se volvieron estáticas. Su tez, de
por sí blanca, adquirió el color de la porcelana. Parecía esculpida en mármol,
alabastro o, con más exactitud, en vidrio.
Por la transparencia, se asemejaba a una imagen
tallada en cristal que traslucía otros cuerpos, como si fuese una ventana
abierta. Cuando alguien la miraba y le hablaba, no se dirigía a ella sino a
quien estuviese detrás.
En una ocasión, vio a su hermana menor en la calle y,
creyendo que ésta la saludaba, respondió alzando el brazo y agitando la mano,
pero su hermana pasó de largo sin reconocerla y al encuentro de otra persona.
El episodio le provocó una sucesión de
carcajadas que paladeó como si se tratara de un manjar agridulce.
Confirmar, al borde de los cuarenta años, que
continuaba siendo invisible, incluso cuando no lo deseaba, le supo, por un
lado, a elixir liberador (podía pasar desapercibida como la pestaña de una
mosca y reírse de todos a sus anchas) y, por otro, al regusto del veneno con
que ella misma o algo en ella había funcionado para volverla insignificante, un
flash que se pierde con la misma velocidad de su repentino estertor.
¿Estertor? Tuvo en algunos momentos chispas de vida,
aunque resplandecieran y duraran sólo instantes. Porque aquel día, cuando su
madre volvió a reprocharle que era un trozo de carne y ella respondió que se
iba para siempre, todo su cuerpo vibró con una vehemencia floreciente. Corrió
por el pasillo hacia las escaleras, zona crucial de la casa donde tenían lugar
duelos y celebraciones. Las escaleras que conducían a la calle se presentaban
en ese instante, como ahora en mi memoria, recortadas del conjunto, un espacio
salvador de llegada y de salida.
Llovía, y en la otra punta, la del fondo, un pájaro
sobrevolaba el patio. Tía Reche alcanzó el vestíbulo. Ganó el primer tramo sin
perder el impulso ni el coraje.
Yo hacía fuerza, pujaba con ella, por ella, también
por mí. Pero necesitó tomar aliento en el descansillo. El breve alto antes de
abrir la puerta cancel y bajar hasta el final, la demoró, la detuvo
irremediablemente.
El segundo de vacilación fue decisivo. Era mejor
permanecer con los suyos que arriesgarse a vivir entre desconocidos, pensó tal
vez. La soledad familiar suele tener un tono menos desolador que la del exilio
y, por lo tanto, carecía de importancia dónde y con quién estuviese: una mujer
afincada sólo en su mundo particular es una extraña para todos en todas partes.
Al volver sobre sus pasos, tía Reche aún temblaba,
pero había en ella una serenidad de rendición frente a su propia batalla, como
si hubiese aceptado un veredicto, como si hubiese tenido una revelación. Su
mirada era la de un guardabosques escudriñando aves exóticas.
* Reina Roffé, De Aves
exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras (Ed. Leviatán, 2004).
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