lunes, enero 28, 2013

Reina Roffé: Aves exóticas*



Aves exóticas

La discusión se había iniciado en el fondo, quizás en la cocina, epicentro de las pequeñas y grandes violencias cotidianas. Mediaron unas cuantas palabras y unos pocos gritos, los necesarios.
Un pájaro cruzó el patio aleteando dificultosamente en la llovizna oblicua que caía desde la mañana, cuando oí:
-Me voy para siempre.
Tía Reche se precipitó en dirección al pasillo y comenzó a correr hacia las escaleras. Al fin huía de la casa y de sí misma.
¿Cómo era, cómo había sido apenas un segundo antes de que esa fuerza ajena a su persona se apoderase de ella y la pusiera en movimiento? Movimiento ahora detenido en el propio impulso, en el coraje de escapar; en las piernas, los pies, el paso, el ligero contoneo de todo el cuerpo.
Había sido una mujer cansada, de un cansancio antiguo que venía con ella como su palidez, la sonrisa leve, los ojos delatando la desgana, el tedio, el aullido ahogado y el convencimiento de que nada merecía la pena.
De pequeña, atravesaba las calles de tierra de un pueblo con nombre ostentoso, perdido en la provincia de Santa Fe, para esconderse en la estación del ferrocarril con un sueño que se desvanecía una y otra vez: subir a ese tren que la llevaría a Buenos Aires. Sin embargo, cuando la familia se mudó a la capital, de la ciudad sólo le interesó el puerto, donde desembarcaron los sefaradíes provenientes de Marruecos y, entre ellos, sus propios padres siendo todavía muy jóvenes, a principios de siglo.
Al evocarla, me resulta difícil atribuirle exclusivamente a su aspecto de nómada -siempre estaba como en otra parte- la melancolía permanente que exhalaba.
De ninguna de las versiones sobre ella se desprende una causa que justificara su ausencia, el encierro en sí misma que la convirtió en invisible para los demás.


Nadie la veía. El aprendizaje hacia su invisibilidad debió de comenzar temprano, cuando aún era una niña y se quedaba horas siguiendo el camino de las hormigas en los intersticios de las baldosas. Algo común en la infancia, en la soledad de la infancia. Pero, en su caso, habría que hablar de otro tipo de soledad, sin la que nada le era posible.
Recuerdo el vuelo incesante del pájaro aquella mañana, y a tía Reche, una estatuilla de obsidiana creciendo monumental a medida que corría por el pasillo.
Parecía otra, era otra.
En la casona de Jobson-Vera, donde había nacido hacia 1925, padres y hermanos se olvidaban de ella, no porque quisieran sino por el empeño que ponía en ser olvidada, en volverse una mancha incolora, filigrana imperceptible del suelo o las paredes. Las maestras de la escuela solían calificarla con notas altas, pero decían que era como una prolongación del banco de clase: apagada, quieta, cumpliendo con el presente obligatorio.
Cumplía y sé que cumplió rigurosamente con el encargo de cada viernes al atardecer, en el pueblo. La comunidad sefaradí de Jobson, por entonces unas tres o cuatro familias, a falta de sinagoga había improvisado un oratorio en la trastienda de su padre, el abuelo que yo no llegué a conocer. Allí, pocas veces reunían a tiempo diez hombres, número imprescindible para que el rabino diera comienzo a la ceremonia. Tía Reche tenía designado salir en busca de los que faltaran. Ella no entendía esta ley, y aunque intuyo su indignación por el hecho de que las mujeres no contaran, estoy convencida de que se tomó seriamente su tarea semanal. Su hermana, la mayor, que nunca le guardó los secretos, aseguraba que, una vez, al serle imposible
encontrar al décimo hombre, decidió sustituirlo. Se vistió con las ropas en desuso de los varones de la casa, tapó sus redondeces en ciernes con un abrigo ancho, engominó su pelo, se cubrió con la kipá y completó la cifra.
Pasó desapercibida en aquella ocasión y también a los veinte años, cuando repitió la hazaña en Buenos Aires sin necesidad alguna y nada menos que en el templo de la calle Piedras, siempre colmado de fieles. Estas son las únicas travesuras o transgresiones que se le conocen. Después, le perdió el gusto a todo y optó por comportarse como una autómata cuyos actos alguien digita.
Y a pesar de ello, el corazón le latía deprisa. Aún hoy creo oír su rápido y furioso bombeo el día que corrió hacia las escaleras con la intención de alcanzar la última puerta de la casa. Veo a tía Reche, sigo viéndola, movida y en movimiento sobre un fondo azul cobalto, sonrosada, radiante, arracimada de uvas, adornada de perlas, coronada de laureles. La tía Reche que experimentaba emociones y sentía amor y rabia, aunque estuviese anegada en muerte. De seguro, esperaba más que cualquiera. ¿Cuánto más? ¿Un suplemento de cariño, una paga extra de tolerancia o el
extra soñado de las loterías, los excedentes ilusorios en el negocio de la vida? La
magnitud de lo que esperaba, sospecho, se le había transformado en carga, en una desmesura insostenible.
De ahí, quizá, sus noches en blanco, el conocimiento precoz del fracaso y la pena, una pena ya instalada, esencial e irreductible que, no obstante, la hacía rebelarse contra su propio saber de que la vida era sólo la vida que pasaba. ¿Y si hubiera sido el insomnio, duro y llano, el promotor de tantas impresiones? Cómo llenar el vacío, cortejar la oscuridad sin que la razón enloqueciera ante la idea -primero inocente, después obsesiva- de que todo esfuerzo era en vano, el amor una ficción carente de sentido, más un etcétera abarcando los motivos que la filosofía popular abrazaba y, a la vez, descalificaba en dichos, refranes, canciones y películas. El único asidero real para ella era el tic tac de los relojes, la campanada previsible de las iglesias, la sirena de alguna desgracia, la pelea de los gatos en el tejado, la respiración de la noche batallando en su cráneo.
También era invisible por su silencio. Difícilmente le salían las palabras de la boca. Las pronunciaba a destajo, en voz baja, con resistencia y hasta con rubor en las mejillas, un rubor salvaje, impropio de su palidez, que suscitaba en los otros una gran incomodidad. Para tía Reche las palabras deberían sonar gastadas de antemano, baladíes, innecesarias. No las decía, amagaba decirlas, se le enredaban en la punta de la lengua, se volvían contra ella, hacia adentro, en un murmullo.
Las contadas personas que pudieron verla y oírla, sólo sintieron por ella algo similar a una veneración platónica. Jamás corrió rumor alguno de que hubiese estado enamorada o hubiese tenido un amor. Mantuvo su virginidad intacta.
En las fotos y en mi memoria, tía Reche aparece tan atractiva como la mayoría de las mujeres de su época y su clase social. Incluso, entre los veinte y los treinta años, irradiaba un encanto sorprendente que la ponía por encima de las jóvenes más bellas. Tal vez en la sutileza de sus formas y de su fondo existía un matiz disuasorio que intimidaba a los hombres, impedía el acercamiento, disolvía la incitación. Aquellos que, acaso, hubiesen querido tenerla, pronto cambiaban el deseo por el respeto.
Un respeto que ella, posiblemente, anhelaba en otro orden de cosas: en el trato diario, en lo más inmediato de la realidad que, para su desdicha, se le presentaba hostil o desangelada. Todo la tocaba e imprimía su marca a golpe de tralla: la ferocidad de su madre acusándola de ser un trozo de carne, la prepotencia de los varones de la casa, el egoísmo de las hermanas y hasta la necedad de los vecinos o la intolerancia religiosa de algunos miembros de la comunidad. No lloraba porque sabía que era inútil, pero acusaba recibo con una desesperación tangible. Si alguien hubiera extendido una mano hacia ella, podría haber palpado esa red tensa que la envolvía.
Como una ola que rompe y espuma, tía Reche avanzaba por el pasillo emanando una sensación de identidad recuperada. Todavía me recreo en aquel momento, en la fuerza oculta que puede haber dentro de una ostra marina.
Tengo para mí que en sus horas blancas, las del insomnio y la clarividencia, era cuando cada pieza se ensamblaba en ella con una continuidad de bosque: los árboles ardían y las bestias gritaban el fin del mundo. Así, el pequeño malestar del día se trocaba en dolor agudo. Al salir de la noche, la suma daba como resultado una naturaleza yerma que, desde luego, no podía compartir con nadie. Estaba inhabitada pero no muerta, y ésa era su peor derrota.
Hubo un tiempo en que quiso vivir a semejanza de sus semejantes. Buscó un empleo y rogó a sus padres le permitieran trabajar fuera de casa. La dejaron. Ya había cumplido los veinticinco años y sabían que se quedaba para vestir santos. La imagino en el autobús observando a la gente dormitar su cansancio, un cansancio bueno, sin vueltas ni reveses. Con qué ganas se hubiese cambiado por la señora corpulenta que resoplaba con la boca entreabierta el madrugón, su energía sometida al sueño reparador que la haría despertar sonriente como un bebé bienavenido.
La palmadita en el hombro seguida de cierta envidia que suscitaba en ella esa levedad con que los demás transitaban la existencia, la inducían a desarrollar una intensa actividad. Por entonces, hacía a pie rápido más de treinta calles. En la oficina realizaba su labor y la de dos o tres compañeros. Comía en los bares más bulliciosos con la intención de que la cháchara y la exuberancia de los gestos, las voces, la alegría simple y espontánea que prodigaban los otros se le adhiriera a los huesos, rompiera su silencio. El ruido la imbuía, hacía vibrar sus tímpanos, sus tuétanos, chasquear la lengua, castañetear los dientes y estallar por dentro, muda, más sola, más abandonada. Durante los días de incursiones vitales, caía exhausta. Dormía unas horas, alrededor de tres, que ya era un triunfo. Pero a la mañana siguiente, sufría de doble cansancio: el habitual y el de un gran agotamiento físico que ahondaba más aún su naturaleza de ser flotante.
No había manera. Obraba en ella indefectiblemente una inversión de valores. Todo proyecto que emprendía para igualarse a los demás encaminaba y definía su dirección contraria, el extravío. Con el tiempo, recuerdo, aprendió a reírse de sí misma, lo que tal vez le proporcionó la única satisfacción íntima de la que era capaz de gozar con plenitud. Mientras pudo disfrutar de su propio personaje, sus andares cobraron el aplomo de una santa. Más que una transformación, se produjo un exacerbado despliegue de sus caracteres dominantes. Las maneras reposadas, tan
habituales en ella, se volvieron estáticas. Su tez, de por sí blanca, adquirió el color de la porcelana. Parecía esculpida en mármol, alabastro o, con más exactitud, en vidrio.
Por la transparencia, se asemejaba a una imagen tallada en cristal que traslucía otros cuerpos, como si fuese una ventana abierta. Cuando alguien la miraba y le hablaba, no se dirigía a ella sino a quien estuviese detrás.
En una ocasión, vio a su hermana menor en la calle y, creyendo que ésta la saludaba, respondió alzando el brazo y agitando la mano, pero su hermana pasó de largo sin reconocerla y al encuentro de otra persona. El episodio le provocó una  sucesión de carcajadas que paladeó como si se tratara de un manjar agridulce.
Confirmar, al borde de los cuarenta años, que continuaba siendo invisible, incluso cuando no lo deseaba, le supo, por un lado, a elixir liberador (podía pasar desapercibida como la pestaña de una mosca y reírse de todos a sus anchas) y, por otro, al regusto del veneno con que ella misma o algo en ella había funcionado para volverla insignificante, un flash que se pierde con la misma velocidad de su repentino estertor.
¿Estertor? Tuvo en algunos momentos chispas de vida, aunque resplandecieran y duraran sólo instantes. Porque aquel día, cuando su madre volvió a reprocharle que era un trozo de carne y ella respondió que se iba para siempre, todo su cuerpo vibró con una vehemencia floreciente. Corrió por el pasillo hacia las escaleras, zona crucial de la casa donde tenían lugar duelos y celebraciones. Las escaleras que conducían a la calle se presentaban en ese instante, como ahora en mi memoria, recortadas del conjunto, un espacio salvador de llegada y de salida.
Llovía, y en la otra punta, la del fondo, un pájaro sobrevolaba el patio. Tía Reche alcanzó el vestíbulo. Ganó el primer tramo sin perder el impulso ni el coraje.
Yo hacía fuerza, pujaba con ella, por ella, también por mí. Pero necesitó tomar aliento en el descansillo. El breve alto antes de abrir la puerta cancel y bajar hasta el final, la demoró, la detuvo irremediablemente.
El segundo de vacilación fue decisivo. Era mejor permanecer con los suyos que arriesgarse a vivir entre desconocidos, pensó tal vez. La soledad familiar suele tener un tono menos desolador que la del exilio y, por lo tanto, carecía de importancia dónde y con quién estuviese: una mujer afincada sólo en su mundo particular es una extraña para todos en todas partes.
Al volver sobre sus pasos, tía Reche aún temblaba, pero había en ella una serenidad de rendición frente a su propia batalla, como si hubiese aceptado un veredicto, como si hubiese tenido una revelación. Su mirada era la de un guardabosques escudriñando aves exóticas.

* Reina Roffé, De Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras (Ed. Leviatán, 2004).


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