Érika Martínez Cabrera: La bella basura y lo chinesco: Sobre un poema de Colombo Ma. del Carmen
Poema
1: La bella basura y lo chinesco
Como un
árbol, este abanico tiene
un solo pie, pero de varillas, y un país de papel que
se despliega, lento, con dos manos.
Florece en
cada varilla una
escena, muy fija
y finita, pintada con
pelo de pincel. Entre una escena y otra la distancia
es inmensa, porque tarda en llegar la
próxima varilla.
Cuando
la escena por venir parece que no viene,
los ojos humean de ansiedad, nublando el cristal con que se mira; en el
fondo sus arpones de pez desean pescar cada una de las miniaturas, que huidizas
se escurren entre el papel de agua.
El
pinchazo de un ojo podría ser fatal para un teclado tan liviano. Por suerte,
entre el comienzo y el final de este despliegue sólo transcurre media hora.
Tiempo suficiente durante el cual un semicírculo puede alcanzar su personalidad
verdadera, y en el instante hacerse aire, como este abanico.
La
familia china saluda al lector con una poética. Transparente en su intención
aunque no en su elección estética, este primer poema es la antesala de un libro
intensamente metaliterario. El eje de la poética es una metáfora, el abanico,
en la cual se ensartan como cuentas de rosario toda una serie de imágenes
paralelas: el árbol, el mapa geográfico, el cuadro de miniaturas, la escena de
la pesca, el piano. De aquí en adelante, María del Carmen Colombo se instalará en
el modus operandi de la estética neobarroca, utilizando las palabras como
espacio de una superposición infinita de realidades, como metáfora de
metafóras. Caminaremos por las páginas de La familia, siguiendo las pistas que
nos permiten vincular esta nueva estética americana tan cultivada en los 80 con
la estilización orientalista del libro.
Para
entender esta relación aparentemente caprichosa, resulta muy útil pensar
algunas de las contradicciones del neobarroco. De Lezama Lima a Alejo
Carpenter, de Néstor Perlongher a Arturo Carrera, los dos elementos del
neobarroco han venido siendo:
1.-
El regreso a lo primigenio, a la naturaleza entendida como paraíso perdido.
2)
La entrega al artificio: el laberinto como único acceso posible al referente.
Lejos
de presentarse como direcciones divergentes de una misma cosa, estos dos
elementos llevan a cabo una fusión altamente productiva. Las máscaras, los
oropeles y arabescos del neobarroco inician un proceso de burla y
desacralización de la naturaleza, al mismo tiempo que la variedad
contradictoria de su panteísmo rememora, como dijera Eugenio D’Ors, el caos
primitivo (321). La ingenuidad, lo primitivo y la desnudez que busca lo barroco
(como estética recurrente latinoamericana a las culturas asiáticas).
Buscando
antecedentes del fenómeno, encontramos que la idealización exotista de Asia
tiene nuestro referente más directo en el Modernismo, que construyó todo un
imaginario decorativista y estereotipado del Extremo Oriente, y que cultivó
algunos de sus géneros, a veces con éxito, pero partiendo casi siempre de un
desconocimiento profundo de los originales (322). Ya en la segunda mitad del
siglo XX, la iconografía pop se apropiaría de todo tipo de carteles, edificios,
ropaje, mobiliario y objetos de origen asiático, sin distinguir su origen
geográfico o histórico, sometiéndose a una digestión posmoderna reduccionista y
banalizadora.
Pues
bien, la aproximación de la Posmodernidad al barroquismo da como resultado un
estilo, el kitsch, con el que dialoga el
libro que estamos analizando, No casualmente, Matei Calinescu recoge en su
ensayo Cinco caras de la modernidad (1991) una nota del dramaturgo Frank
Wedekind, quien en 1917 escribió: “Lo kitsch es la forma contamporánea de lo
gótico, rococó y barroco” (cit. 221) (323).
¿Pero
qué se esconde detrás de ese término confuso que tantos han tratado de definir?
Aunque se ha tendido a interpretar lo kitsch, como un “estilo histórico”
diametralmente opuesto a la Modernidad. Calinescu argumenta que “tanto
tecnológica como estéticamente es uno de los productos más típicos de ella”
(222). Este arte de consumo convierte a la imitación en un medio y al mercado
en un fin: del floclore, al arte primitivo, religioso u oriental, nada resiste
a su máquina trituradora. El kitsch ofrece al ciudadano moderno la posibilidad
de ocupar agradablemente su tiempo libre, un tiempo que de otro modo
proyectaría sobre el ocio del trabajador la monstruosa sombra del vacío. Para
ahuyentarla, el kitsch fabrica la perfecta evasión: la falsificación banalizadora
que convierte a las más variopintas realidades históricas, culturales y
artísticas en bjetos fáciles de consumir, en entretenimiento. La inquietante
naturaleza del arte queda invertida así en esta “estética de la decepción y del
autoengaño” (224), que devuelve a quien
la consume exactamente lo que esperaba, nada.
Consecuentemente
la relectura kitsch de la cultura oriental no podía devolver al
lector/espectador occidental otra imagen de Oriente que la orientalista,
convertida ahora en objeto de consumo apto para las clases medias. Si el
orientalismo del Modernismo puede relacionarse con la llegada a los mercados
americanos de los primeros objetos de lujo procedentes de Japón y China, el
orientalismo posmoderno se ha construido sobre la extraordinaria difusión de
sus réplicas. Lejos de depender de la unicidad del original, el valor de una
obra se mide desde lo kitsch por la demanda de sus copias. Esta destrucción del
concepto de la obra original y del autor a través de la “reproductibilidad
técnica” que previera Benjamin ingresa gracias al kitsch en el vértigo
ultracapitalista.
Para
que la demanda de réplicas se mantenga, esta “cultura rapaz” –como la denomina
Veblen—debe mantener una abierta indeterminación. A esa voluntad de
indeterminación responde la difusión de términos como “chinesco”, “japonerías”
o “chinerías”, que en naturaleza ambigua pueden designar a cualquier realidad
procedente del Extremo Oriente en un tono que oscila de lo cómico a lo
despectivo. El hecho de que, además, desde principios de siglo, el consumo de
objeto de arte procedentes de Extremo Oriente fuera un lujo reservado a las
clases adineradas dota a su imaginario de un especial interés para el kitsch,
que a través de la falsificación
proporciona a las clases medias una anhelada ilusión de riqueza.
Dos
elementos del kitsch, en conclusión, vienen a confluir en la consideración más
reciente de la cultura china y japonesa de Occidente: la simplificación
banalizadora con la que opera la cultura de masas y la “ostentación vulgar” que
caracteriza al “mal gusto” de las clases medias (324).
Este
“mal gusto” que Calinescu relaciona con la inadecuación estética (231) ha sido
uno de los elementos fundamentales de la mayor parte de las definiciones que se
han hecho de lo kitsch. De hecho, el
propio término kitsch se utiliza en un registro coloquial para designar en sí
al mal gusto: a lo hortera, lo cursi, la basura estética, el seudoarte.
Pues
bien, sin perder de vista la autoironía, esta bella basura es barroca, en su
deformidad y en su retórica de la acumulación, como lo es el texto de María del
Carmen Colombo, que casi hemos olvidado. En él el poema es una única realidad
(con un pie sobre la tierra), que pliegan y despliegan sus versos, sus imágenes
encadenadas. Lejos de aplastar fatalmente al poema, el paisaje estático y
poblado que hay sobre el mapa que hay sobre el abanico muta en ligereza, se
hace aire, se hace música, se hace tiempo. Las máscaras superpuestas ya no
ocultan el rostro sagrado del Barroco; para el neobarroco el artificio es la única
razón del artificio. Quizás para nuestra poeta, no.
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(321).
Ver Lo barroco (Madrid, Aguilar, 1964).
(322).
Me refiero principalmente a la aproximación modernista al haiku japonés que
sentaron las bases de un nuevo género difundido en lengua castellana, desde
Juan José Tablada a Octavio Paz, pasando por Juan Ramón o Antonio Machado.
(323)
El término Modernidad es usado por Calinescu en el sentido anglosajón, o sea
como un momento de la civilización occidental, que arranca desde la primera
mitad del siglo XIX y abarca gran parte del XX. Aunque el inicio de la
“Posmodernidad” es más difuso, suele situarse en torno de los años 60 y 70 del
siglo XX, cuando tiene lugar la crisis de los estructuralismos. “Modernismo”
alude en este trabajo a la ideología hispanoamericana de lo moderno que se
desarrolló desde finales del siglo XIX hasta principios del XX.
(324)
Gilbert Highet escribió sobre lo kitsch (…) en 1954, definiéndolo como “una
ostentación vulgar” que “se aplica a todo lo que se construye con muchos problemas
y es bastante feo”
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*Véase: Carnaval negro: veinte poetas argentinas de los años 80.
Se
trata de la tesis doctoral de Érika Martínez Cabrera. Universidad de Granada.
Facultad de Filosofía y Letras. Departamento de Literatura Española.
Se
puede leer completo en: http://digibug.ugr.es/bitstream/10481/1944/1/17569849.pdf
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Etiquetas: Maria del Carmen Colombo
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