Daniel Moyano: Cuento: Para dos pianos
Era
la edad dorada, eran los tiempos heroicos del gobernador Herminio que los
domingos inauguraba fábricas de luz en los pueblos oscuros, abrazaba a medio
mundo y comía muchos cabritos todo al mismo tiempo, y por intermedio del Cholo
Lanzilloto, un poeta que llegó a ministro, y de Carlos Cáceres, un pintor de
Chilecito que era director de cultura y después se fue a París para siempre,
nos permitió formar un Cuarteto con piano, de modo que mientras él
electrificaba la campaña nosotros la musicalizábamos. A Irma y a mí nos acababa
de nacer Ricardo y en la ciudad no había conservatorio, menos mal que en eso me
llama Cáceres para decirme que hay que crearlo y también un cuarteto estable
pero ya, y así se hace, de modo que el hijo vino con el conservatorio bajo el
brazo. Vivíamos en un caserón antiguo, Rivadavia casi esquina Sarmiento, con
techos de zinc, tan caliente que de noche había que dejar la puerta de calle
abierta para dejar correr el aire. Con el aire una noche entró uno de esos
burros noctámbulos que recorren las calles husmeando en los tarros de la
basura en busca de papeles alimenticios, y se comieron por lo menos siete de
mis mejores cuentos de entonces, que nunca pude reconstruir y que seguramente
andan todavía por ahí, en la memoria animal, corriendo vaya a saber qué suerte misteriosa.
Irma había dejado su piano en su casa de allá lejos en la pampa húmeda, un
Krämer que le llegó de Europa por mar, embalado con maderas de abeto que eran
un lujo en nuestro cono sur. Cuando se tocaba en él una canción de su tierra
que dice “Oh Tannenbaum”, se acordaba de su Vaterland y crujía de emoción. Un
piano tan bueno que hasta su embalaje era musical, madera de árbol de navidad
europea, con nieve de verdad además de Stille Nacht heilige Nacht, es que el
Krämer era música por donde se lo mirara. Prometieron enviárselo cuando algún
pariente con camión viajara a nuestra apartada zona, pero los años pasaban y
pasaban y el piano no venía. Le habíamos reservado un sitio especial en la
casa, fuera del alcance de los burros intrusos. Estábamos tan seguros de que
finalmente lo enviarían, y tan acostumbrados a su presencia virtual, que jamás
pasábamos por el lugar que él de algún modo ocupaba, para no atropellarlo.
Krämer.
Una palabra que recordaba el verso de Rilke, ése que hablaba de la Musik der
Kräfte, música de las fuerzas. Su nombre rilkeano y su lejanía allá en la pampa
húmeda le daban una tremenda fuerza. En casa mi violincito solitario, sonando
sin acompañamiento, era una pura tristeza. Pero el día que llegara el Krämer
mitológico (estaba estudiando La folía de Corelli para presentarme al concurso
del “cuarteto estable pero ya” de Cáceres), bueno, acaso pudiera convertirme en
el Zlatko Topolski de La Rioja. Topolski, nombre mágico, era el amo polaco del
violín en Córdoba.
Todo
iba encaminado para conseguirlo. La sonata de Corelli me salía bordada, los
vecinos en la vereda se paraban a escucharme. Lo único que no me ayudaba era mi
apellido. Moyano no cuadra con la profesión de violinista, a causa de la
tradición judía que hay sobre el tema. En el mejor de los casos, se parece al
del dueño de un bodegón, chicos, vayan a lo de don Moyano y traigan vino; y en
el peor, a un cuchillero no precisamente borgeano o de ficción sino del temible
barrio Güemes de Córdoba: tengan cuidado che, ahí viene el negro Moyano, y
cuando anda “calzado” es medio peligroso.
Andar
calzado significaba llevar una púa, y púa era uno de los nombres del cuchillo.
Pero en mis tiempos de músico por los barrios de Córdoba yo tocaba mandolina y
la única púa que calzaba era la del instrumento, púa que en buen romance es
llamada plectro por don Fray Luis en su “Oda a la vida retirada”, de la que no
teníamos ni la más remota noción en nuestra Córdoba maleva in illo tempore.
Una
noche tenebrosa en barrio Firpo, de ésas de vino y puñaladas de los tangos, yo
había tenido que dejar de tocar para esquivar los botellazos, y cuando por fin
todo parecía apaciguarse y el patrón me pedía que siguiera tocando para ayudar
a restaurar la calma, dije “tráiganme la púa”, que los borrachos me habían
hecho saltar de la mano. Al oír la palabra, dos de los malevos sacaron
nuevamente sus cuchillos creyendo que yo quería atacarlos. Y lo único que me
disponía a atacar era un vals peruano muy de moda.
Irma,
que era dulcísima, una vez intentó recordar no sé qué melodía pulsando un
teclado imaginario. Yo había conseguido vender en Inglaterra un cuento que se
salvó de ser comido por los burros, y tenía no sé cuántas libras esterlinas. De
modo que le dije sin pensarlo dos veces: mañana mismo nos vamos a Buenos Aires
y compramos un piano. Los buenos costaban un dineral, y estábamos juntando
ladrillos para hacer la casa. Nos pasaron el dato de uno baratito en un
cambalache para el lado del Once, y allí lo encontramos, pequeño y feo, en un
rincón de la trastienda. Era piano por milagro, casi una espineta, y costaba
treinta mil. O sea apenas unos mil ladrillos. El sonido no era malo, pero le
faltaba fuerza. Y bueno, como instrumento provisional hasta que llegara el
Krämer, no estaba mal del todo. No tenía nombre por ningún lado. Lo bautizamos
Pérez. Perecito.
Lo
despacharon por ferrocarril, en pleno enero. Un riesgo,claro. Casi mil
trescientos kilómetros encerrado en un vagón, con el traqueteo de los
durmientes flojos y el calor del desierto; la posibilidad de que el arpa se
oxidase en el cruce de las Grandes Salinas, donde caben juntas Suiza y
Dinamarca; el peligro de rotura en las maniobras de enganche y desenganche de
vagones. Lo normal era que llegara en tres días, pero a ese tren le tocaron las
primeras crecientes del verano, que como todos los años levantó tramos de vías
en Cruz del Eje y hubo que esperar a que en otro tren llegaran vías y
durmientes para hacer un desvío, de modo que el Pérez llegó varios días después
de lo previsto, sin embalaje, envuelto en papel de estraza y unos cartones
sucios atados con hilo sisal, un desastre, desafinado y con tres martillos
flojos. Sobre la tapa del teclado, pegada con cintas, una llave de afinar. Al comprarlo no nos
dijeron que no mantenía más de una semana la afinación, pero tuvieron la
delicadeza de enviarnos una llave.
Ocupó
el espacio reservado para el Krämer (sólo una parte, el Pérez era la mitad más
pequeño), mejor dicho se lo prestamos, dada su condición de piano transitorio.
Lo limpiamos por fuera y por dentro, donde encontramos dos cucarachas que por
pertenecer a un piano eran buñuelescas. Después de comprobar el estado ruinoso
de su arpa, agravado por el salitre de la travesía, las clavijas gastadas, las
cuerdas deshilachadas, resolvimos afinarlo al principio con un La más bien
bajo, parecido al de los tiempos de Verdi, de 432 vibraciones por segundo,
acaso un poco menos, con lo que mi violín sonaba menos pero el Pérez parecía
respirar mejor. Lo inauguramos con La folía. Sonaba de maravilla. Parecía haber
sido construido especialmente para esa pieza, con la que el pianito podía
exhibir sin esfuerzo todos sus colores. Era como si se la supiera de memoria,
como si la tocara solo, decía Irma, como si tuviera esa pieza guardada adentro,
oculta entre las cuerdas. Porque bastaba apretar las teclas del primer acorde
para que su viejo maderamen se estremeciese, desplegase las velas y navegara
impulsado por todos los vientos.
En
un mes de trabajo, la sonata de Corelli estaba metida en mis dedos, de la misma
manera que el Perecito la tenía grabada en sus cuerdas becquerianas. Y una
madrugada clara como la del Martín Fierro cuando cruzan la frontera, salimos
calle Rivadavia abajo rumbo al conservatorio para presentarnos al concurso,
nosotros muy nerviosos y Ricardo tan tranquilo dentro del vientre de su madre,
a pocos días de su nacimiento.
El
jurado, venido de Buenos Aires o sea casi de Europa, parecía terrible. No sé
qué idea tendrían ellos de nosotros, los de tierra adentro, pero cuando dije
que acompañado por mi mujer iba a tocar La folía, uno de ellos dijo “che, ¿pero
no es muy difícil eso?. El piano del flamante conservatorio, un Gaveau de media
cola, sonaba como dos Pérez juntos. Hay que ver lo que tuve que subir el la de
mi violín. No parecía afinado en el 440 de todo el mundo sino en el 456, según
últimas tendencias llegadas secretamente de Alemania. Menos mal que no teníamos
que cantar, si no quedábamos afónicos. El que ganaba era mi violincito, que en
vez de ser de serie y de carpintería barata parecía un violín de autor, de
algún luthier de nombre rimbombante.
Y
ganamos el concurso, claro, o sea el
derecho a integrar el Cuarteto Estable del Conservatorio, de formación
inmediata, y la Orquesta de Cámara del futuro; un horizonte musical increíble
se levantaba esa mañana junto con el sol. Carlos Cáceres lo había pensado como
un Quatour à cordes (ya para entonces Carlos era medio franchute), pero como no
se presentó ningún viola (no había una sola en veinte leguas a la redonda),
llamamos a la pianista Edith Fernández, que era todo un lujo, y lo convertimos
en un “Klavier Quarttet”, para el que no había casi nada original, salvo sendos
cuartetos de Beethoven, Brahms, Mendelssohn, Mozart, y pare de contar. Primer
violín Chicho Palmieri, segundo el susodicho, Celestino Palmieri al cello, y
Edith, nimbada por la aureola de haber sido discípula, y buena, del maestro
Scaramuzza y compañera de Martha Argerich, al Gaveau. El conjunto nos permitió
entronizar, en una provincia secularmente marginada de la música, el Cuarteto
Opus 16 de Beethoven, que desparramamos por casi todos sus pueblitos. Y aunque
nuestro Cuarteto desapareció cuando los sucesos de 1976, y la obra fue
olvidada, si escarbáramos un poco veríamos que se encuentra perfectamente
resguardada para tiempos mejores, en el inconsciente musical colectivo.
Pero
bueno, volviendo al asunto del Perecito, a quien, para ayudarle a superar su
status medio precario llamábamos a veces Kleine Pérez, cada día parecía más
patente que había que sustituirlo, porque ya no aguantaba ni siquiera el la de
Verdi. Nosotros teníamos que progresar, hacer méritos, tocar cosas cada vez más
difíciles, y él no daba para tanto, era de otra generación. Sonaba bien
únicamente en La folía; en todo lo demás, un desastre.
Habíamos
decidido deshacernos de él, friamente, dejando a un lado cualquier tipo de
sentimentalismo. Se trataba de un piano envejecido, y bueno, eso no tenía
remedio. Venderlo si se podía, de lo contrario regalarlo, y se acabó. No
queríamos que estuviese presente cuando se produjera la llegada gloriosa del
Krämer; sería una situación muy desagradable para todos. Pese a la frialdad de
la decisión, cuando lo oíamos sonar con sus medias voces (los pulmones no le
daban para más) nos parecía que él sabía que íbamos a abandonarlo a su suerte;
y que entonces se esmeraba más, tratando de mantener durante más de una semana
su vacilante afinación; pero debido justamente a ese esfuerzo, se desafinaba
todavía más; y para colmo de golpe, todas sus cuerdas al mismo tiempo; como
atacado por un acceso de tos. Perecito quería quedarse a vivir para siempre con
nosotros, pero ya no tenía salud. El anuncio de venta aparecía una vez por
semana en el periódico local. Siempre sin resultados. Y eso que no decía “vendo
piano” sino “vendería”, con lo cual dábamos a entender que en última instancia
hasta lo regalábamos. Y sólo por este hecho el Perecito permanecía entre
nosotros. Cada vez que en la esquina frenaba un camión creíamos oír que el
corazón del pianito se ponía a latir asustadísimo creyendo que se trataba del
Krämer que por fin llegaba. Situación que él temía y lo hacía temblar
enteramente porque significaba su desaparición o su traslado a cualquier
cementerio de pianos, que ni siquiera existen. Entonces su cadáver, como el de
Paganini excomulgado por el Papa por tener pactos con el Diablo, ni siquiera
podría dormir en tierra santa. Por eso tiritaba, y nosotros dos con él, cuando
se oía el ruido de un camión que se detenía cerca de nuestra casa. Como en el
fondo no queríamos venderlo, empezamos a prestarlo. Unos días fuera de casa
permitía que lo valoráramos un poco más, como sucede con las personas ausentes.
Fue inútil afinarlo con el la 440 que la gente exigía: no aguantaba ni media
hora esa afinación. Así que lo dejamos más o menos por donde él quiso, cerca,
sin alcanzarlo, del 432 de Verdi. Pero ni siquiera eso aguantaba; a cada rato
había que buscar la llave, que nunca estaba en su sitio, para llevarlo hasta la
superficie. Alterando, por su afinación defectuosa, las voces de los cantantes,
arruinó algunos prestigios formados y acabó con varias carreras folclóricas
bien iniciadas. Sopranos y tenores, sin percatarse de lo que sucedía, cantaban
fuera de sus registros y no se podían explicar por qué la gente los abucheaba.
Su hazaña más notable en ese sentido fue el encuentro que tuvo con una cabra
gorda y muy pintarrajeada de origen riojano, que acababa de venir de Europa
llena de ínfulas extrañas. Ella volvía al terruño con aires de María Callas o
de Rita Streich, pero en cuanto sus comprovincianos la oyeron cantar y midieron
su vibrato la bautizaron Cabra para siempre. Ella, que tenía noticias del
Perecito, entró esa noche en el escenario luciendo en la cara sus tres capas de
pintura y en cuanto divisó al Kleine Pérez dispuesto a acompañarla movió la
cabeza y los rulos postizos negativamente, y salió por un lateral sin decir ni
beeh. Algunos aplaudieron su gesto, diz que con aviesas intenciones. Con lo que
nuestro Kleine se convirtió en el único piano que en vez de acompañar hizo
callar a una cantante. Una mañana tempranito, Barrera, un vendedor ambulante,
se presenta en casa con la misma fuerza de un camión que se detiene en la
esquina y nos dice:
‑Ese
piano suena mal porque ustedes nunca le han dado la importancia que merece. Lo
tienen ahí
como de lástima,
a la espera de que les llegue el otro. Necesita de alguien que lo cuide en su
vejez y le dé la importancia que más o menos se merece. ¿Por qué no me lo
venden?
Fue
un poco duro ver cómo Barrera se lo llevaba. Nos liberamos de la posible
tristeza de su despedida pensando que en pocos días más, según indicios
ciertos, tendríamos al Krämer con nosotros. Barrera ideó un carromato tirado
por dos o más caballos, con piano incorporado, para alquilárselo a los
serenateros. Con sus ruedas de automóvil, apenas hacía ruido al deslizarse.
Tenía un toldo plegable, de aluminio, para casos de lluvia inesperada. Por su
media voz y el desgaste de los martillos, que medio pegaban de costado como si
en vez de golpear pellizcara las cuerdas, parecía una guitarra barroca, y esto
era su atractivo principal y base del negocio. De la antigua forma del
Perecito, lo único visible era el teclado. El resto estaba integrado al
carromato formando parte de su carrocería, a tal punto que el piano era la
carrocería misma, sólo que sonora. Esta fue su primera degradación. Cuando
decayeron las serenatas, su dueño lo alquilaba a los pequeños circos que se
atrevían a llegar a nuestra apartada región, y ahí se lo veía entre fieras
escleróticas y payasos aburridos, como una especie de atracción cómica. Pero la
gente, que conocía su historia, al oírlo sonar en vez de reír lloraba.
Ya
para entonces, de tan gastadas que estaban sus cuerdas, se decía que en vez de
sonar hablaba. Los circos, cuando las crisis más o menos periódicas se hicieron
permanentes, excluyeron a La Rioja de sus giras. Entonces Barrera puso en venta
su invención, y el Perecito fue adquirido por un comerciante de la vecina
localidad de Sanagasta, adonde se trasladó tirado por dos caballos a través de
treinta kilómetros de pedregales que dejaron sus cuerdas en un estado
consternante. Los folcloristas del lugar, que desconocían el uso de las teclas,
lo consideraron pura percusión utilizándolo como bombo, golpeándolo por
cualquier parte. Y él aguantaba porque estaba muy viejo y justamente por eso ya
nada le dolía.
En
cuanto dejó de ser novedad como instrumento, su nuevo dueño lo convirtió en una
especie de bar o mostrador. La gente bebía apoyada en una barra que a la vez
sonaba tocando piezas folclóricas de moda. Su madera reseca absorbía el vino
que caía de las copas, y cuando se emborrachaba, en vez de las piezas de gusto
general intentaba exponer el tema de La folía, que era su orgullo y su recuerdo
de días mejores, pero esta música no gustaba a la gente y lo hacían callar.
Y
bien, finalmente llegó el mes de marzo del 76 y pasó lo que pasó, tuvimos que
hacernos cargo de que había que abandonar la ciudad y el país y poner proa
hacia España si queríamos seguir viviendo, y cuando tras muchas horas de viaje
se nos iba acabando la provincia, cerca de los límites con Córdoba, medio
adormecidos por el silencio del desierto y por los años oscuros que empezaban,
vimos cruzarse con nosotros un camión procedente de la pampa húmeda, y en su
carrocería, con su embalaje de árbol de navidad europea, nada menos que el
Krämer mitológico, que al no encontrar destinatario regresó sin pena ni gloria
hacia un destino incierto.
Allí
se convirtió, por falta de quien lo tocara alguna vez, en un objeto decorativo.
Las teclas se le llenaron de sarro, el olvidó se metió hasta lo más hondo de su
estructura íntima de piano, y no tardó en atacarlo el más terrible de los
virus: el Silencio. Sus dueños, aburridos de su presencia inútil, se lo
cambiaron a un vecino por un televisor en color. En esos pueblos de la pampa
lluviosa es difícil luchar contra las manchas de la humedad en las paredes de
las casas viejas. Los nuevos dueños del Krämer no lo canjearon para usarlo como
instrumento musical (nadie sabía música en la casa) sino para disimular una
gran mancha de humedad en la sala destinada a las visitas. Lo cubrieron con una
enorme carpeta blanca llena de encajes, con su nombre bordado en hilos azules,
salvo los dos puntitos de la letra a, hechos con hilos rojos.
Dicen
que para unas navidades intentaron abrirlo, levantar la tapa del teclado, pero
ésta estaba soldada firmemente con ciertas impurezas calcáreas de las teclas y
el implacable moho del tiempo. Con lo que la carpeta blanca se convirtió en
sudario. De pronto en Madrid empezaron a pasar más años, y un día el cartero
llega y me entrega un sobre grande y gordo, y al abrirlo vemos que se trata de
una partitura, con una aclaración manuscrita apenas legible que nos dice algo
así como “ésta es una zamba que hemos hecho para el Perecito”. La letra de la
pieza nos reveló el final de nuestro piano. Lo preparaban para que tocara
música folclórica, pero él, tozudo,en medio de las piezas intercalaba acordes
de Corelli, parece que le encantaban las citas. La gente, que desconocía el
valor de las mismas, creía que eran errores. El mientras tanto estaba tratando
de darles lo mejor. Sus últimos dueños, oyendo tanto empecinamiento que no
estaban dispuestos a tolerar, decidieron que había que tirarlo a la basura.
Dice la letra que, ya sin ruedas y casi sin teclas, mientras era transportado
como leña para un asado, sus tablas, en el fondo del carro, empezaron a sonar
intentando desarrollar torpemente el tema de La folía. Pero no pasaba de las
tres o cuatro notas iniciales. Entonces las repetía, cada vez con menos sonido
y mayor lentitud, hasta enmudecer por falta de cuerda, como sucede con las
cajitas de música.
*Daniel
Moyano – [2 noviembre 1989]
Etiquetas: Moyano Daniel
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home