Egar Bayley: Estado de alerta y estado de inocencia...
Presencia de la poesía
¿Cómo saber cuándo nos hallamos en
presencia de la poesía? ¿Cuál es la razón por la que damos valor a cierta
reunión de palabras, de frases, de oraciones, a cierta reunión o asomo de
recuerdos, testimonios, experiencias, reflexiones? ¿Por qué nos impresiona el
modo corno se nos aparecen en un texto? ¿Por qué valorizamos, privilegiamos
todo eso? Difícil saberlo. Hay —parece— una cierta universalidad de juicio (o de sensibilidad o de
experiencia) por la que dos o más lectores, sin acuerdo previo y, a veces, sin
conocerse, ni conocer en modo alguno al autor, coinciden en preferir un texto,
en gustarlo, en valorarlo. Coinciden en decir: «Esto es poesía». Coinciden en
advertir: «Aquí están las palabras necesarias, las imágenes, las posibilidades
de vida y expresión, la
presencia, en fin, que sostiene una obra poética. Hay, sin duda, otras vías,
otros caminos, no menos válidos para la expresión poética, pero lo que está
aquí, en este texto, en este libro, es todo Io que tiene que estar. Está dicho del único modo en que a este poeta le
es posible hacerlo, habida cuenta de su instrumental verbal y de sus formas de
experiencia».
Y algo más parece ocurrir: los versos que
nos atraen, nos cautivan o convencen, son aquellos donde no hay
ninguna sombra de amaño o impostura. Se conjugan allí el estado de inocencia y
el estado de alerta. De aquí resulta una fluidez que concilia la escritura y el
estilo, clasicismo y modernidad, el poeta artista y el poeta vidente, feliz
interacción entre la materialidad de la lengua y el ejercicio de la imaginación
poética: a través de la lengua nos introducimos en un reino de luz, que las
sombras sustentan muchas veces. Dicha, en fin, de palabras que es, al mismo
tiempo, dicha de cosas, de seres, de horizontes...
Y es que lenguaje y experiencia de la
poesía se confunden, son una misma cosa. Del nivel, de la hondura y densidad de
Ia experiencia poética, dependerá la
verdad, por así decirlo, del lenguaje de la poesía. E, inversamente, del
lenguaje dependerá esa experiencia. O, mejor dicho, la materialidad del
lenguaje poético —las palabras que integran el poema y el modo como han sido
asociadas-- denunciará el valor de la experiencia que le ha dado origen. O
expresado de otra manera: un estado de gracia poética es un estado de lenguaje.
Y a la inversa: un estado de lenguaje poético es un estado de gracia. No se
trata de dos tiempos de un proceso. Es un solo tiempo. Esos dos estados se
presentan sincrónicamente.
Y hay algo más aún: tal como ocurre
siempre (o cada vez) que se alcanza la poesía, que alguien la logra y nos la ofrece, nos damos cuenta de que ni una sola de esas palabras podría ser
cambiada por otra, que la forma verbal obtenida es intransferible, tan
intransferible como la misma experiencia poética que testimonia. Y aquí se da
ese sutil balanceo, en el que me gusta insistir, entre palabra y experiencia
poéticas. En principio, pienso que ninguna de las dos —palabra y experiencia--
podría existir sin la otra; que, una vez alcanzado el poema, concretado, no es
posible otorgar preeminencia a uno u otro factor, pero me animaría a afirmar
que un poeta lo empieza a ser de verdad, empieza a vivir la poesía y a
conquistar la posibilidad de escribirla, cuando siente que ha accedido a cierta
clase de experiencia interior, que es por sí misma tan gratificante y
constituye una merced de tan crecida nobleza,
que se da,paradójicamente, por bien servido con haber podido vivir un momento
tan rico, una visión tan nutricia y enaltecedora, y no pretende más: ni
escribir siquiera. A lo sumo, alaba a todo aquello a quien pudo otorgarle
esa merced.
Me atrevería a decir más, aun a riesgo de
parecer concluyente en exceso: si a quien pretenda escribir poesía o concretar
una obra de arte, en cualquier disciplina que fuese, no le ocurre esto de vivir, antes que nada, intensamente un momento,
deseando que se quede allí, como si fuese una iluminación o un estado de
gracia, me parece difícil que el poema o la obra de arte, resultantes de esa
pretensión, nos convenzan como tales.
Por otra parte, ha de quedar en claro que esa especie de iluminación
autogratificante no empiece en modo alguno que, cuando de escribir se trate o
de componer colores o sonidos, el poeta o
el artista se vuelvan cuidadosos organizadores del material con que han de
trabajar.
Pero volvamos a esa interacción entre el
estado de inocencia y el estado de alerta a que nos hemos referido ya:
podríamos hablar al respecto de un movimiento bipolar, pendular, de la
experiencia poética. (Sería ésta una manera, entre otras muchas posibles, de
enunciar algunas características del proceso de la poesía.) Por un lado, en un
polo, estaría el impulso inicial de la experiencia; allí se daría el estado de
inocencia, el «soñar despierto», el recurso onírico, el sueño, el inconsciente,
el porque sí, el deseo, los recuerdos de
la vida personal y colectiva; de allí surgiría el material para la experiencia
poética; y, en el otro polo, donde ese material sería recibido, se produciría un principio de viabilización verbal de
todo ello; es decir, surgirían algunas palabras, algunos conjuntos de palabras,
que guardarían una cierta correspondencia, muy sutil, casi mágica, si me es permitido utilizar esta expresión, con el
material venido del otro polo. Aquí, en el polo del alerta, donde sería
recibido el material en bruto venido del polo de la inocencia, se produciría lo
que podríamos llamar la administración poética de la palabra. Aquí se daría un
factor fundamental en el poeta: el gusto por la palabra, habida cuenta de la
fatal polisemia de ésta y de sus funciones sígnicas, fónicas y visuales
(gráficas o escriturales). Aquí se daría, asimismo, la particular asociación
verbal que el poeta cumpliría para dar concreción a ese material que, hipotéticamente,
suponemos que le llega del otro polo.
Pero dije que se trataría de un
movimiento, no sólo bipolar, sino también pendular, y es que esas palabras
iniciales en la composición del poema (que se forjarían en este polo del
alerta) regresarían al otro polo, el de la inocencia, que si bien parecería
gratuito, caprichoso, apartado de la realidad, se movería, en rigor, por una
voluntad de conocer, de descubrir más profundamente la realidad y llegar así a
la realidad «otra», lo maravilloso; la inocencia se movería, en suma, por el
deseo.
Y bien, hasta
allí, hasta su punto de partida o de origen, volverían esas palabras para
solventarse, enriquecerse, fortalecerse, corregirse, y, una vez cumplida esta
«tarea», las palabras retornarían al polo del estado de alerta, de la
organización verbal, donde tanto pesan, en mi opinión, las valencias poéticas
de las palabras, el modo como están asociadas, el ars conbinatoria que descubren.
Excuso el
decir que este proceso, este movimiento, podría iniciarse tanto en uno como en
otro polo, o en ambos polos a la vez. Por razones de mayor claridad expositiva,
hemos supuesto aquí que se inicia en el polo de la inocencia, del porque sí.
También podría alegarse, y con razón, que
—tal como queda insinuado-- esos
polos o estados contrapuestos no se dan de tal modo en la práctica; al
menos —podría argüirse— que no se dan en dos tiempos o situaciones
contrapuestos, sino simultáneamente, concurrentemente, convergentemente. No
descarto esa posibilidad.
Ahora bien, en ese polo de la
inocencia, a que nos hemos referido, y de donde arrancaría —supongámoslo así--
la actividad imaginante, se encontrarían «esos invisibles centros de fuerza,
arquetipos del inconsciente colectivo», que se habrían ido plasmando en la
psique como resultado de experiencias pretéritas de la humanidad, aparte, claro
está, de lo que es propio, exclusivo, de la experiencia histórico-individual
del creador. Es decir, que tales centros de fuerza o arquetipos provendrían de
las gentes, de los diferentes pueblos, que, en diversas épocas,aun en las más
remotas, habitaron el suelo, el paisaje, la tierra, en que discurren nuestros
días, y, por supuesto, provendrían también del paisaje mismo a través de sus
cambios o mutaciones. Esto implica que nos estamos refiriendo a las raíces
arquetípicas de la imaginación; esto es, a una historia supra individual que
nos vincularía sutilmente a la geografía y a la historia, «a los primeros
fuegos del mundo», a los primeros fuegos del lugar que pisamos, en que vivimos.
Todo esto formaría parte de esa inasible presencia, del sí mismo, que se constituye en el factor convalidante, en la
garantía de la «legitimidad» o «la razón de ser» de un poema o de cualquier
obra de arte.
Es decir que lo genuino suele llegar, a
mi parecer, por otra vía, muy distinta a la del laborioso amaño de intenciones.
Por eso se ha dicho bien: «Todo arte nacional
es inválido; en cambio, todo arte genuino es nacional». De aquí podría
inferirse que el arte y la literatura nacionales o regionales no constituyen el
resultado de un propósito deliberado y consciente. Desde mi punto de vista,
cuando tal propósito se da de esa manera, y se proclama, estaríamos muy cerca
de la impostura, de meras efusiones privadas, cuando no de recursos de
propaganda, a menudocompatibles con los intereses de la industria
cultural. Todo ello implica, por lo general, a mi juicio, lo contrario de una experiencia
y una expresión poéticas, sustentadas en una verdad de fondo, o, si se quiere,
en una cierta inherencia, en una particularísima e insoslayable vocación de
sentido.
En todo caso, lo que no podría negarse es que existe
un proceso, un movimiento, que lleva a la vivencia de la poesía y hasta al poema
mismo. Por lo demás, de lo dicho puede colegirse que el poema nace desde
adentro hacia afuera. Y es esa especie de forzosidad
en que se encuentra el poeta, tanto en lo que se refiere a su experiencia como
a su misma escritura (el no poder decirlo de otro modo), la que, en definitiva,
le da su forma al poema. El poeta vive, es, dice, de cierta manera, porque no
podría hacer nada de ello de otro modo. Esa forzosidad sería, entonces, la garantía de su verdad poética y
vital, del carácter genuino de su experiencia y su dicción. De su auténtico sí mismo, de su presencia.
Desde otro punto de vista, podríamos afirmar que el
poema constituye una apuesta, un salto mortal. Hay un momento en que el poeta
está totalmente solo, y se halla, en apariencia, muy cerca del loco, o del
farsante, o del impostor. Toda verdad tiene muy cerca su sombra, y ocurre que
la sombra de la verdad es muy parecida a la verdad misma. Esa sombra de la
verdad —la mentira, la falsedad— está siempre al acecho. Hay una tendencia a creer que la mentira es
todo lo opuesto a la verdad, y no es así: la mentira —o lo falso—
es lo más parecido a la verdad o lo verdadero. De ahí los riesgos que
amenazan al poeta (las confusiones a que se ve expuesto) y que, por momentos,
lo hacen aparecer como un hijo de esa sombra, pero él se salva finalmente por
la voluntad —o necesidad-- de no engañarse ni engañar a los demás. Solventa su
palabra. Nos dice y se dice. La soledad y la confusión han terminado.
Y hay otros aspectos del proceso poético que importa
destacar: está la experiencia de la escritura (de quien escribe) y está la
experiencia del habla (de quien habla o recita o canta y actúa frente a un
público), y está también la experiencia de la lectura (de quien lee a solas y
en silencio) y está la experiencia de la audición (de quien escucha), que suele
ser, asimismo, la experiencia de quien asiste a un espectáculo.
Conviene
recordar a este respecto, que la lengua poética ofrece hoy dos fases (escrita y
oral) que son interdependientes y constituyen el resultado de casi nueve siglos
de evolución. Puede acordarse, en líneas generales, que la división de la
lengua poética en esas dos fases obedece, entre otras, a dos causas
principales:a) la disociación que comienza a operarse desde hace
aproximadamente nueve siglos entre la poesía y la música (ésta, por su
desarrollo técnico —triunfo del virtuosismo, extensión de la polifonía—, deja
de ser accesible para los no especialistas, entre ellos los poetas);
b) la difusión, a partir de 1470, de la imprenta, que
comienza a privilegiar la lectura en desmedro de la audición.
De estas dos causas se derivan tres
consecuencias fundamentales:
1) Se distingue en adelante la música «natural»,
propia del lenguaje poético, de la música «artificial», propia de los instrumentos
del canto.
2) La versificación y la rima toman a los ojos del
poeta una importancia creciente.
Se trata de sustituir con medios propios de la
fonicidad de la lengua la ausencia de la música, de la que se ha disociado la
poesía. Surgen así las «formas fijas» (canto real, balada, lay, soneto). Estas
«formas fijas» servirán durante un tiempo, pero serán luego reemplazadas por
otras, más libres o sueltas, si es posible llamarlas así. Lo que importa aquí
destacar es que la poesía descubre su propia fonicidad, su propia música.
3) Las imágenes y metáforas van sustituyendo cada vez
en mayor medida los recursos retóricos convencionales. Se llega así a una
conciencia nueva sobrelas virtualidades del material de la lengua. Es
evidente, por lo demás, que, sin desatender la forzosa fonicidad u oralidad de
la lengua poética, se van valorizando cada vez más su visualidad o
escrituralidad, que obligan en cierto modo a la lectura solitaria.
Es decir que la poesía, la experiencia
poética, se valen de una serie de signos fonéticos que revisten una forma
visual o gráfica, destinados a ser leídos por un lector, a solas y en silencio.
Agregaré que esos signos fonéticos obedecen a una fonicidad poéticamente
significante.
De aquí se infiere que, salvo casos extremos (algunos
poemas concretistas, por ejemplo), todo poema puede ser dicho por el autor o
algún otro, con mayor o menor fortuna de recitación, según fuesen las dotes de
«decidor» de quien profiriera de memoria o leyera el texto en voz alta. Esta
lectura (o recitado) puede llegar a suscitar el interés de algún oyente en el
poema que ha escuchado, e inducirle a completar
su conocimiento de ese poema o de la obra toda del poeta de que se trate, mediante la lectura a solas y en silencio de
su libro.
Decía Malraux que el poeta llega a
serlo en el momento en que se convierte —cuando Dios lo quiere- en lo que
él es: concepto donde parece resonar a través de los siglos aquel «llega a
serlo que eres» de Píndaro. Esto equivale a expresar que la presencia de lo
poético, como la dimensión de lo sagrado, están en nosotros pero tienen que
llegar a ser. Y llegan a ser cuando nos convertimos en lo que somos, cuando nos
convertimos en nosotros mismos y alcanzamos así la condición de genuinos. O
dicho de otro modo: cuando cada uno logra ser fiel a sí mismo.
Cabe aclarar que este sí mismo no constituye el punto final, definitivo y permanente, de
un proceso, sino que entraña un constante devenir, una esperanza, una tendencia
o forma de fe en un cambio en una determinada dirección. Una metanoia. Una buena voluntad. No es una
indagación intelectual ni una operación deliberada: es un descubrimiento. Una
revelación. Una conducta hacia adentro y hacia afuera. Una voz propia, que
deviene, que nos llega.Y en esto de la voz propia, de la posibilidad propia,
parece residir la piedra de toque de toda poesía, de cualquier poema.
Se trataría de saber si el sí mismo del poeta está presente en su poema. Se trataría de
encontrar la manera de determinar el grado de forzosidad de su expresión, para poder así decidir acerca de la
autenticidad y altura de su logro.
Difícil tarea, casi irrealizable como no sea por medio
de la intuición y la sensibilidad. ¿Cómo saber si un autor ha tenido la
revelación de su sí mismo, ya fuese por la ensoñación (por el soñar despierto),
por una experiencia personal muy honda y muy íntima, por el amor, por la
desesperación, por la pena, la tristeza, o la alegría, por la oración o la
plegaria o, sencillamente, al ponerse a hablar, al ponerse a escribir, al
insertarse así, por su destreza verbal, en el orden histórico de una actividad
llamada poesía? ¿Cómo saberlo? Sólo cuando descubrimos tras unos versos, más
allá de una destreza, una cierta presencia, una energía, un vigor, un sí mismo…
*Del libro Estado de alerta y estado
de inocencia, Argonauta. Buenos Aires, 1989.
Véase: http://bibliotecavirtual.unl.edu.ar:8180/publicaciones/bitstream/1/6313/1/Poesia_16_1994_pag_48_56.pdf
Etiquetas: Edgar Bayley
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