viernes, febrero 01, 2013

Sharon Olds: El padre...



Carrera

Llego al aeropuerto, corro al mostrador,
compro un pasaje y diez minutos después
cancelan el vuelo: los médicos dicen 
que mi padre no pasa de esta noche
y cancelan el vuelo. Un hombre 
de bigote me habla de un vuelo sin escala:
sale en siete minutos. ¿Ve ese ascensor?
Baje un piso, doble a la derecha,
coja el autobús amarillo, baje en el segundo terminal,
dice. Y yo, que carezco de toda orientación,
corro exactamente hacia donde debo, un pez
deslizándose contra la corriente del río,
hábilmente, como si supiera. Salto del autobús,
las maletas llenas de cualquier cosa
me sacuden de lado a lado
como si quisieran demostrar
que también yo sucumbo a las leyes de lo físico.
Y yo, que siempre voy al final de la fila,
corro hacia un hombre de flor blanca en el pecho,
y le digo, Ayúdeme. Mira mi pasaje, me mira a mí,
y dice: Doble a la izquierda, después a la derecha,
suba las escaleras mecánicas y, después, 
corra. Vuelo escalera arriba y ahí, al final, veo el pasillo,
respiro profundo, le digo Adiós a mi cuerpo,
adiós  a la comodidad y corro, corro
como si pudiera apostarlo todo,
gastar para siempre las piernas y el corazón que él me dio,
todo para tocarlo una vez más en esta vida.
He visto fotos de mujeres corriendo,
sus pertenencias atadas con bufandas
asidas a los puños. Bendigo
las piernas largas que él me dio y abandono mi corazón
a su único propósito: llegar a la Puerta 17.
Cerraban la del avión cuando llegué. 
Entonces, como quien no es demasiado rico,
me deslicé a través del ojo de la aguja
y recorrí el pasillo que me llevaba hacia mi padre. El avión
iba repleto, el cabello de los pasajeros brillaba,
una bruma de endorfinas doradas llenaba la cabina.
Lloré como lloran quienes entran al cielo,
con un alivio colosal. Despegamos
de un lado del continente
y no paramos hasta posarnos 
sobre la otra orilla. Entré a su habitación
y vi su pecho ascender despacio
y bajar de nuevo. Toda la noche
estuve mirándolo respirar.


 Su quietud

El doctor dijo: "Usted me pidió que le dijera
cuando no se pudiera hacer nada más.
Se lo digo ahora."
Mi padre estaba sentado,
casi inmóvil, como siempre, sin mover los ojos.
Yo supuse que se enfurecería al saber que moriría,
que agitaría los brazos, que gritaría.
Pero se quedó sentado,
limpio con su pijama limpio,
delgado, como un santo.
El doctor dijo: "Podemos hacer algunas cosas
para darle tiempo, pero no lo podemos curar".
Mi padre le dio las gracias.
Y se quedó sentado, quieto, solo,
digno como un rey extranjero.
Me senté a su lado. Ese era mi padre:
siempre supo que era mortal. En cambio, yo temí
que tuvieran que amarrarlo. Había olvidado
que siempre se quedaba así, aguantando,
en silencio, el alcohol un modo de callar.
No lo había conocido: mi padre tenía dignidad.
Al final de su vida, su vida
empezó a despertar en mí.


Su olor


Durante sus últimos días de vida
quise encontrar un nombre para su olor: como levadura,
catalizador ocre alimentándose de líquido,
ingiriendo malta, excretando arrope,
fermento agrio, embriagador, exultante,
la bebida fuerte del sudor de mi padre.
Me inclinaba sobre la cama del hospital
y lo olía. Era cemento húmedo,
era acera de granito triturado, era cuarzo
y esquisto jurásico, o el olor agrio
del humidificador de cobre
lleno de humedad, era la puna, eran hilachas
ennegrecidas de tabaco; era el recuerdo del cloro
en el piso del vestuario de la piscina durante el verano;
el tenue olor a moho de la alfombra de su casa,
el esputo mordaz que huye de las fauces
nubladas de un borracho. Era también la cavidad
de un zapato de cuero, rancio,
mezcla de betún y medias ácidas:
en su olor, siempre, esa sensación
de mancha y la atracción de la mancha,
la armonía del aceite y el metal,
como si los mundos de la manufactura y de la industria
hubieran decidido usar su cuerpo
como glándula para sudar. El último día,
se alzó en su frente, una esfera de sudor
compacto, la tomé en mis labios.
Después de su último aliento, yacía ahí,
tendido de costado, inmóvil,
sin respirar, sin proferir sonido,
pero su olor era el mismo, ese olor viciado
fresco industrial doméstico varonil,
oscuro, reflejando puntos de luz.
Alguna vez pensé que al final
sería una palabra, una mirada, la presión
de su mano. Nunca, que él moriría
y yo, después, me inclinaría para olerlo,
respirándolo como se respira el aire,
profundamente, antes de partir hacia el exilio.

           


 Más allá del peligro

Una semana después de que murió
de pronto entendí
que su amor por mí estaba seguro:
ya nada lo podría alterar. A veces,
durante el último año, su rostro se iluminaba
cuando yo entraba a su habitación,
y una vez, medio dormido,
sonrió al pronunciar mi nombre.
Respetaba mi arrojo:
la vez que me ataron a la silla,
ataron a alguien que él respetaba, y cuando
dejaba de hablar durante semanas enteras,
yo era uno de los seres a quienes no le hablaba,
alguien con un lugar en su vida.
La última semana lo dijo sin querer:
entré a su cuarto y le pregunté
“Cómo estás,” y contestó, “Yo a ti también”.
Desde entonces, temí perder esas palabras.
Hasta el último momento podía equivocarme,
ofenderlo. Bastaría una de sus muecas de disgusto
para que volviera a joderme la vida.
Intenté no pensar demasiado,
ayudaba a cuidarlo, le limpiaba el rostro,
lo acompañaba.
Pero un rato después de que murió,
de pronto pensé, con asombro, ahora
siempre me amará, y me reí:
estaba muerto, ¡muerto!

Sus cenizas

La urna era pesada, pequeña pero tan pesada,
como la vez, semanas antes de morir,
cuando quiso pararse y puse mi hombro
bajo el suyo, mi mejilla contra su
espalda desnuda repleta de pecas
mientras ella sostenía el orinal. Había perdido
la mitad de su peso
y aún así pesaba tanto que casi no lográbamos sostenerlo
mientras expulsaba la orina crepitante
como fuego líquido. La urna
pesaba lo que ese metro ochenta, se calentaba
en mis manos mientras la acariciaba bajo el pinsapo azul.
La pala sacó la última bocanada de tierra
de la tumba—habrá hecho el mismo ruido arenoso
cuando rasparon sus cenizas del horno—
los demás llegarían en cualquier momento y yo
quería abrir la urna como si sólo así
pudiera conocerlo. Sobre el césped húmedo,
bajo los conos cubiertos de rocío,
forcé la parte de arriba, se abrió, y
ahí estaba, la verdadera materia de su ser:
racimitos de huesos moteados; un arco óseo
descolorido, como un hongo nacido
alrededor de una rama; guijarros manchados:
quizá las manchas fueran los canales de su médula,
quizá por ahí nadaron moléculas vivas
como si tuvieran una voluntad
que pudiera llamarse propia,
quizás en cada célula los cromosomas
emitieron destellos de luz al dividirse, chispas
al dejar atrás sus copias
relucientes. Miré ese salpicón de escamas,
esos restos semejantes a un avispero
de papel deshecho: qué era eso, era un hueso
de su muñeca, era su rótula elegante,
su quijada, o quizá esa parte de su cráneo blanda
al nacer: lo miré,
sus huesos y las cenizas donde yacían, blancas,
plateadas, como esas trémulas serpentinas de polvo
que la tierra va dejando a su paso al girar,
se siente su rugir pesado mientras se aleja.

Sentimientos

Cuando el médico residente auscultó el corazón detenido
yo lo miré, como si él o yo
fuéramos salvajes, fuéramos de otro mundo:
yo había perdido el lenguaje de los gestos,
no sabía qué significaba para un extraño
levantar la bata y ver el cuerpo desnudo de mi padre.
Mi rostro estaba mojado, el de mi padre
apenas húmedo con el sudor de su vida,
esos últimos minutos de trabajo duro.
Yo estaba recostada en la pared, en un rincón,
y él estaba echado en la cama, los dos hacíamos algo,
y todos los demás creían en el Dios Cristiano,
llamaban a mi padre la cáscara sobre la cama,
sólo yo sabía que se había ido del todo,
sólo yo le dije adiós a su cuerpo
que era todo cuanto él era. Sujeté con fuerza
su pie, pensé en ese anciano esquimal
que sostiene la popa de la canoa mortuoria,
y lo abandoné suavemente al mundo de las cosas.
Sentí la sequedad de sus labios
en los míos, sentí la levedad de mi beso
mover su cabeza sobre la almohada
así como se mueven las cosas
como por su propia cuenta en el agua mansa,
sentí sus cabellos de lobo en mis dedos,
se tambalearon las paredes, el piso,
el techo giraba como si no estuviera yo
saliendo del cuarto sino el cuarto
alejándose de mí. Me hubiera gustado
quedarme a su lado, cabalgar junto a él
mientras lo llevaban al lugar donde lo cremarían,
verlo entrar a salvo al fuego,
tocar sus cenizas tibias, y después llevarme
el dedo hasta la lengua. A la mañana siguiente,
sentí el cuerpo de mi esposo
aplastándome dulcemente como una pesa
sobre algo blando, una fruta, su cuerpo asiéndome
a este mundo con firmeza. Sí, las lágrimas brotaron,
como el zumo o el azúcar de la fruta.
Se adelgaza la piel, se rompe, se rasga: hay
leyes en este mundo y según ellas vivimos.


El cuerpo muerto 
 
No soportaba dejarlo solo en la habitación
después de que murió. Durante meses
siempre hubo alguien con él, estuviera dormido,
despierto, en coma, siempre alguien, pero después
nos quedábamos fuera y él dentro,
solo: como si lo único importante fuera su conciencia,
ese hombre que tuvo tan poca conciencia, que fue
90% cuerpo. Yo no soportaba
esa forma de tratarlo como basura, íbamos a quemarlo,
como si sólo importara el alma. Quién era ése
si no él, tirado ahí, seco y abandonado.
Me enfrentaría a quienquiera
que no respetara ese cuerpo: que viniera
un estudiante de medicina y se atreviera a hacer un chiste sobre su hígado
y lo derribaría. Hubiera sido tan bueno tener a quien derribar.
Y si lo íbamos a quemar,
quería quemarlo entero, no ver
su brazo mañana en el cuerpo de alguien
en Redwood City, o que le arrancaran
la lengua para transplantarla, o ese ojo renuente.
Y qué si su alma ya no estaba,
yo lo conocí desalmado toda mi infancia, lo veía
acostado en el rincón más oscuro de la sala
con la boca abierta en el sofá
y ahí no había nada más que su cuerpo.
Así que en el hospital, me quedé a su lado,
acaricié sus brazos, su cabello,
no pensaba que estuviera ahí
pero igual ése era el hombre que yo había conocido,
un hombre hecho de sustancia espesa,
un hombre crudo, como esos seres primitivos
que poblaban el mundo antes de que Dios tomara
su peculiar arcilla y creara
a su propia gente.

El último día
 
El último día de la vida de mi padre
lo bañaron por la mañana, doblaron la sábana a su cintura,
yo me senté con ellas y lo lavaron, clavículas,
hombros, costillas, pecho, la piel ocre,
irregular. Por la ventana veía
la montaña de California y sus pliegues
y pensé cómo habrá sido cuando fue hecha, suave,
tibia, maleable, pensé en mi padre antes,
casi líquido, insignificante, dentro de su madre.
Enjabonaban los ángulos de su cuerpo,
yo miraba la montaña, sus grietas,
sus sombras, sus luces:
siempre he querido creer cuanto ven mis ojos.
Doblaron la sábana hasta su cadera,
su muslo no era más que el fémur,
la piel como papel de carnicero
envolviendo un hueso para un perro.
Lo secaron y el pelo de su pecho se erizó,
salieron de la habitación por un momento
y quedé sola con él,
su pezón como un puñadito de guijarros,
trajeron una manta de algodón, tibia,
y giraron su cabeza hacia la ventana.
El amanecer resplandecía en su boca,
y en cada aliento yo veía una brasa diminuta,
una figura desmembrada temblar sobre su lengua.
Los lados de su lengua estaban salpicados
de óvalos mucosos como discos de marfil suave,
ahí sentada, yo miraba dentro de su boca,
nunca había entendido y tampoco
entendí entonces, el cuerpo y el espíritu.
Con la noche su respiración se hizo más corta,
la niebla caía azul, poderosa,
sobre casas y secuoyas,
apoyé mi cabeza en la cama en el camino de su respiración y la respiré,
aún dulce con su vieja dulzura mancillada
como la tierra húmeda con olor ácido y limpio a la vez.
Comenzó a oscurecerse una hora antes de morir,
su respiración se detenía por segundos
y volvía a empezar. Su cuerpo se arqueaba,
alejándose de la ventana, su piel
era de un amarillo vidrioso, respiraba, y se detenía,
respiraba. Pasé mis dedos por su cabello
y besé las comisuras de sus labios resecos. Respiró,
y su mujer y yo nos quedamos inclinadas esperando
la próxima respiración. Estaba volteado hacia mí,
la boca abierta y el cabello ondeando hacia atrás
como un hombre parado de cara al viento,
esperábamos y esperábamos la próxima respiración.
Luego la enfermera levantó sus párpados,
y en lo blanco, bajo cada iris,
había aparecido una línea oscura.
La enfermera le alzó la bata, vi su abdomen
relajado y gris, cubierto de pelo
como una promesa de bondad animal,
apoyó el estetoscopio contra su corazón
y esperó, luego bajó la bata
y dio un paso atrás, me miró, y asintió,
y entonces miré a mi padre,
su cabeza demacrada, su espalda arqueada
como para lanzarlo fuera de este mundo.
Puse mi cabeza en la cama al lado de la suya
y respiré pero él no respiraba, respiré y
respiré pero él se oscurecía,
mi padre. Apoyé mi mano en su pecho
y lo miré, miré sus pestañas,
los poros de su piel, las grietas en sus labios,
los pelos de su nariz.
Entonces acomodé su cabeza sobre la almohada,
se movía tan fácilmente, y su oreja,
aplastada durante la última hora
se desdobló en el aire
abriéndose como una flor.

 El momento exacto de su muerte

Era él cuando respiró por última vez,
mi padre, aunque había cambiado tanto
que nadie que no hubiera estado con él
durante la última hora lo hubiera reconocido:
su piel, corpórea, como grasa animal,
los ojos hundidos en la cabeza,
la nariz adelgazada, la boca abierta
con esa lengua dentro como afirmación de la muerte,
una lengua seca, ondulada, oscurecida.
Podíamos ver la flema
crecida al fondo de su boca,
pero aún así era él, los brazos enormes, pesados,
las manchas de sangre bajo la piel,
negras y precisas, hasta ahí lo acompañamos
en cada paso, era él, su última respiración
fue suya, no inhalada como fruto del deseo,
pero suya, ligera como una semilla de algodoncillo,
huyendo de su boca y flotando en la habitación.
Y cuando la enfermera intentó oír su corazón,
su vientre plateado era su vientre,
y cuando se quedó parada
y asintió, por un instante era plenamente él,
mi padre, muerto pero él,
un hombre con la boca abierta y
manchas oscuras en los brazos. Parecía
alguien muerto en una lucha sin sangre:
tensos el cuello y la base de la cabeza,
como halando hacia atrás con violencia.
Parecía estar quedándose quieto, luego la piel
se tensó levemente alrededor de su cuerpo
como si lo puramente material lo reclamara,
y después, ya no era mi padre,
no era un hombre, no era un animal,
acaricié su cabello lentamente,
alzando mis dedos por sus ondas grises,
la materia sin vida y radiante,
la materia del mundo. 

 Muerte y homicidio

Intentamos mantenerlo vivo, lo cortamos,
lo entubamos, lo  exprimimos, lo torturamos,
pero no vencimos,
la muerte lo tomó de nuestras manos, lo convirtió
en pura imitación de sí mismo.
Es el trabajo del homicida, te quita
la vista, el gusto, el tacto, el oído,
y pone en tu lugar esa cosa
igual a ti, incapaz de todo,
que todo lo soporta sin importarle nada,
como si no tuviera vergüenza,
como si al cuerpo no perteneciera
ningún honor. Cuando la muerte
se llevó a mi padre,
pensé en homicidios, entendí
que el asesino te obliga a irte
dejando atrás ese muñeco, réplica de ti,
como si fuera algo creado por él
hincado en las orillas,
moldeando la sumisión del barro.


* La traducción es de la escritora Mori Ponsowy.
** Sharon Olds, EE.UU. 1942.
 

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