Walter Benjamin: Potemkin
Se cuenta
que Potemkin sufría de depresiones que se repetían de forma más
o menos regular, y durante las cuales nadie podía acercársele;
el acceso a su habitación estaba rigurosamente vedado. En la Corte
esta afección jamás se mencionaba, sabido como era, que toda alusión
al tema acarreaba la pérdida del favor de la emperatriz Catalina.
Una de estas depresiones del canciller tuvo una duración particularmente
prolongada y causó graves inconvenientes. Las actas se apilaban
en los registros y la resolución de estos asuntos, imposible sin
la firma de Potemkin, exigieron la atención de la Zarina misma.
Los altos funcionarios no veían remedio a la situación. Fue entonces
que Shuwalkin, un pequeño e insignificante asistente, coincidió
en la antesala del palacio de la cancillería con los consejeros
de estado que, como ya era habitual, intercambiaban gemidos y
quejas. «¿Qué acontece? ¿Qué puedo hacer para asistiros, Excelencias?»,
preguntó el servicial Shuwalkin. Se le explicó lo sucedido y se
lamentaron por no estar en condiciones de requerir sus servicios.
«Si es así, Señorías», respondió Shuwalkin, «confiadme las actas,
os lo ruego». Los consejeros de estado, que no tenían nada que
perder, se dejaron convencer y Shuwalkin, el paquete de actas
bajo el brazo, se lanzó a lo largo de corredores y galerías hasta
llegar ante los aposentos de Potemkin. Sin golpear y sin dudarlo
siquiera, accionó el pestillo y descubrió que la puerta
no estaba cerrada con llave. Al penetrar vio a Potemkin sentado
sobre la cama entre tinieblas, envuelto en una raída bata de cama
y comiéndose las uñas. Shuwalkin se dirigió al escritorio, cargó
una pluma y sin perder tiempo la puso en la mano de Potemkin mientras
colocaba una primera acta sobre su regazo. Potemkin, como dormido
y después de echar un vistazo ausente sobre el intruso, estampó
la firma, y luego otra sobre el próximo documento, y otra... Cuando
todas las actas fueron así atendidas, Shuwalkin cerró el portafolio,
lo echó bajo el brazo y salió sin más, tal como había venido.
Con las actas en bandolera hizo su entrada triunfal en la antesala.
Los consejeros de estado se abalanzaron sobre él, le arrancaron
los papeles de las manos y se inclinaron sobre ellos con la respiración
en vilo. Nadie habló; el grupo se quedó de una pieza. Shuwalkin
se les acercó nuevamente para interesarse servicialmente por el
motivo de la consternación de los señores. Fue entonces que su
mirada cayó sobre la firma. Todas las actas estaban firmadas Shuwalkin,
Shuwalkin, Shuwalkin...
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