María del Carmen Colombo: La inundación (fragmento)
Las
primeras ráfagas se desprendían del
humoso corazón del cielo. Eran como
delgadas lenguas frías que atravesaban
la nube pegajosa en la que
estaba envuelta la ciudad a comienzos de esa primavera.
Las
banderas de los barcos habían dado la señal al retorcerse en sus mástiles con furia; también, las ropas
colgadas en las terrazas, convertidas en verdaderos fantasmas crucificados. Croaban
las latas arrastradas sobre el empedrado y, de tanto en tanto, se escuchaba el
rezongo hostil de los trastos acumulados al fondo de los patios.
El aire
en movimiento conmueve todo lo que toca. Hace hablar a cada cosa en su idioma
propio. Así que nadie le dio importancia a esas señales. Además,
el viento, cualquier viento, oyes su sonido, pero no sabes de dónde
viene ni adónde va. Un viento, cualquier
viento. Pero no la sudestada.
Porque podíamos sentir el agua en el aire, el perfume
del agua que parecía cavar profundamente el pesado telón de vapor para
permitirnos respirar. Y porque la piel
ardía, como si un agua viva la rozara con un escalofrío: embebida en esa nube
de aliento primaveral, nuestra piel recibía las caricias
que la sudestada le aplicaba de pronto con las yemas frías de sus remolinos.
¿Y entonces?
Entonces, ellos salían de sus casas, no
protegidas por las veredas altas, y
acampaban como exploradores alrededor de la gran alcantarilla. Alguien tiene
que velar, eso es así. Alguien tiene que estar ahí. Por eso, iban a estar al
pie de la redonda filigrana de acero encastrada en el empedrado. Ateridos por
el viento y la preocupación. Como vigías abismados en la noche.
-Y, ¿cómo viene la cosa? –
preguntaba uno.
-Me
parece que el agua va a llegar en cualquier momento –le respondía otro-.
-Y
otro decía: Mejor me voy a casa a levantar los muebles.
Pero para
nosotros, que veníamos de jugar en la arenera y de cazar mariposas en la calle
del puerto, silenciosos y angustiados porque ese domingo llegaba a
su fin, los soplos húmedos que se
desprendían de la rosa gris del cielo llegaban
para salvarnos:
“Mañana
no van a ir al colegio” -decía mamá-.
Y eso
era lo único que importaba. Sumergirnos,
después del baño tibio, en nuestra cama, segura como una isla, buceando en el blanco
de infinita inconsciencia de las sábanas limpias, esperando renacer de esa espumosa crisálida al
día siguiente, que no iba a tardar en llegar.
(Fragmento de un relato inédito.)
Etiquetas: Maria del Carmen Colombo
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