Eugenia Cabral: Fragmento de su libro Vigilia de un sueño (Apuntes sobre Juan Larrea...)
Pequeña
historia de un comenzar
En
septiembre de 1991 conocí en casa del artista gráfico Sergio Gallardo
al poeta
Vicente Luy, nieto de Juan Larrea. El contacto con Vicente se
produjo
cuando yo comenzaba a publicar una revista literaria: Imagin Era,
cuya
tapa imprimió Sergio. En febrero de 1992, Vicente fue a mi casa llevando
la
bibliografía que tenía sobre su abuelo: La poesía de Juan Larrea,
de
Robert E. Gurney; Juan Larrea. Ángulos de visión, edición de Cristóbal
Serra, y
Al amor de Larrea, en la revista Pre-textos, con edición de Juan
Manuel
Díaz de Guereñu. Asentó los libros sobre la mesa de cocina donde
estábamos
y mirándome a los ojos, con su vehemencia que a la vez era elegante,
dijo:
“Estos son los libros que tengo sobre mi abuelo. Quiero que vos
los
estudies, solamente a vos puede interesarte hacerlo hoy en día”. Estaba
equivocado
en ello y al mismo tiempo no lo estaba. Me proponía una tarea
ímproba
para mis posibilidades materiales en aquel momento. Pero me
entusiasmó.
En lo sucesivo, Vicente estableció una amistad estrecha con
mi hija,
Natalia Herrera, uniéndola a su círculo de amigos en las aventuras
surrealistas
que orquestaba. La amistad entre ellos se prolongó –con sus
paréntesis
circunstanciales– hasta poco antes del infausto día en que “el
Bicho”,
apodo derivado y apocopado de Vicente, decidió quitarse la vida en
la
ciudad de Salta, en el Noroeste argentino. La tragedia de la descendencia
familiar
de Juan Larrea trazaba un último nimbo luctuoso en esta tierra.
Retrocediendo
a 1992, la revista Imagin Era, efímera como la mayor
parte de
las publicaciones culturales independientes, apareció hasta 1993,
coincidiendo
con la aceptación, por primera vez, de mi colaboración en el
suplemento
literario del matutino La Voz del Interior. El artículo, a página
entera,
era una reseña sobre la poesía de Córdoba durante la década de
1970,
tema espinoso por el costado político y también por la dificultad para
reunir
el material de investigación a causa de esas mismas circunstancias
políticas.
Los militares habían censurado y hasta incinerado, con impecable
clasicismo
inquisitorial, pilas de publicaciones a manos de la Comandancia
del
Tercer Cuerpo de Ejército. El texto despertó simpatía entre los sobrevivientes
de aquel
período porque, además, contenía información bastante
completa
sobre el tema.
Por otra
parte, desde 1992 asistía a unos seminarios que dictaba el Dr.
Gerardo
García sobre psicoanálisis, que originaron la fundación de la actual
Escuela
Freudiana de Córdoba. En 1995, la Escuela ya organizaba ciclos
de
extensión cultural y en uno de ellos, dedicado al Surrealismo, fui
invitada
a disertar sobre algún tema relativo a esta corriente. Aproveché
la
ocasión para presentar un trabajo que venía elaborando sobre la poesía
de
Larrea, a partir del material bibliográfico que me aportó Vicente
y
deslumbrada por la poesía de Larrea, que no había leído hasta entonces.
Al acto
organizado por la Escuela Freudiana en la Biblioteca Córdoba
concurrió,
precisamente, el director del suplemento cultural de La voz del
interior, Juan Carlos González. Cuando los
participantes terminamos de
leer
nuestras ponencias, “Juanchi” se acercó a saludarme y me preguntó si
podía
escribir una nota para publicarla en el suplemento de ese mismo jueves,
basada
en la ponencia que había leído (era martes por la noche). Y que
la
extensión del texto debía tener sesenta líneas de tipografía (el que yo
había
escrito era de ciento veinte). Al día siguiente habría huelga general,
de modo
que enviarían a buscar el texto en un vehículo del diario antes del
mediodía,
pues no iba a funcionar el transporte público. Pero antes debía
llamar
–a las diez de la mañana– por cualquier nueva indicación que fuere
preciso
hacerme. Cuando llamé, el director me pidió que redujera mi
artículo
a cuarenta líneas, por razones de espacio. Lo interesante era que
entonces
solo tenía mi vieja máquina de escribir... y está de más explicar
los
pormenores de un apurón literario sin el auxilio de una computadora.
Pero lo
logré. No podía perder la oportunidad de difundir un breve ensayo
que
venía decantando y ajustando a medida que leía y releía Versión celeste
y los
textos críticos sobre Larrea que tenía en mi haber. Juanchi González
rescató
en aquella misma edición otro texto que le había acercado Javier
Zugarrondo,
un poeta, traductor y ensayista vasco residente en Córdoba, y
ambos
aparecieron aquel jueves 17 de agosto de 1995. Después, tres artículos
más se
publicaron en La Voz del Interior sobre el poeta bilbaíno.
En
adelante, con el apoyo de varios escritores (Vicente Luy, el primero)
intenté
impulsar la recensión biográfica de la presencia de Juan Larrea en
Córdoba
y en Buenos Aires, su actividad cultural y académica, la altísima
calidad
de su poesía y su reconocimiento internacional.
El
criterio con que encaré las entrevistas a personas que hubieran tratado
a Larrea
en diferentes circunstancias fue el de formarme una idea
aproximada
de la atmósfera en que debió moverse el poeta y del aura que
lo había
rodeado. La mayor parte, si no todos los entrevistados, me transmitieron
una gran
ternura hacia el recuerdo del bilbaíno por encima de las
contradicciones
que fueran capaces de señalar en él. Y quien dice ternura
nombra
una forma particular del amor, esa forma que algunos de ellos
expresaron
con un “¡este don Juan!”, moviendo la cabeza y riendo como
ante
travesuras de muchacho. Y acaso fue realmente así, acaso Juan Larrea
fue un
muchacho angelical hasta sus últimos días en que, transido de dolor
físico y
soledad, porfiaba en escribir teorías sobre las que había estado
pensando
recientemente, según me contó María Eugenia Courtade, una
artista
plástica y escritora.
En su
diario intelectual, Orbe, había dado cuenta de su esperanza acerca
de la
condición humana:
“Actualmente
las esencias vitales están repartidas. La materia no
corresponde
al espíritu. Existe una disociación. Hace siglos que llevamos
un
muerto dentro, que es necesario expulsar, pero como no es posible, la
naturaleza
se ve en la obligación de nutrirse de su cadáver, de transformar
su medio
de nutrición y su medio de reproducción, transformando la
carroña
en esencias vitales. Lo mismo que el estómago del hombre. Pero
la
humanidad se digiere a sí misma, se transmuta. Es como el gusano
encerrado
dentro del capullo que es sostenido por fuerzas místicas y que
transforma
su materia en materia nueva.”
A menudo
(y no lo diré por modestia), durante la redacción de mis trabajos
y hasta
durante la lectura de la obra larreana, he sentido que la obra
y en
especial su poesía, como se dice vulgarmente, “me quedaba grande”.
Hoy no
dudo de que así es: la admiración sigue sobrepasando los límites de
mi
juicio crítico... pero tampoco puedo evitar hablar de ella. Es demasiado
hermosa
para poder callar lo que me provoca. Necesito, como el enamorado
medieval,
dar a conocer las virtudes de lo que me cautiva. O, mejor, para
referirme
a la advertencia de Benito del Pliego:
“Como
demuestran claramente las contribuciones de otros dos eminentes
estudiosos
–Robert Gurney y, en menor medida, David Bary– es fácil
sucumbir
a la perspectiva poética y reemplazar la crítica y el comentario
de la
obra de Larrea por la justificación y el elogio y, de esta manera,
reforzar
la figura ficticia en que Juan Larrea se transmutó y las metáforas
mediante
las que entendió el mundo. Parafraseando a nuestro autor,
podríamos
decir que algunos prefieren soñar a interpretar el sueño.”
Si bien
con “perspectiva poética” se refiere el Dr. del Pliego a la sustancia
de la
obra ensayística de Larrea, he tomado esa frase porque en mí
cumple
un significado lato y unilateral: a mí sí me fascina su poesía casi
con
exclusividad, en gran parte porque soy una lectora diríase monopolista
de
poesía (y, en segundo lugar, de teatro). La pasión con que leo poesía no
es
comparable al interés que me producen la narrativa o el ensayo. No tengo
alternativa,
pues, salvo comportarme con parcialidad.
Se me
hace difícil comprender las razones de Larrea para abandonar
la
escritura de poemas por la de ensayos. Él, un escritor tan radical en su
aprehensión
de la función poética del lenguaje. Únicamente Larrea podía
decir
ciertas cosas de cierta manera. Sin embargo, también es no solo aceptable
sino
admirable su decisión, tanto por motivos éticos como literarios.
Esa
conciencia del borde donde la literatura deja paso a la política (y, por
qué no,
a la lisa y llana propaganda), incluso si viniese revestida de otros
géneros
representativos del poder del Estado, como la religión o la pedagogía,
es la
más saludable que pueda encontrarse. Por algo la escisión entre
Pablo
Neruda y Juan Larrea era inevitable en la manera en que Aristóteles
entiende
que son inevitables las confrontaciones que conducen al desenlace
trágico:
porque hay posiciones de los seres humanos que son inconciliables.
Otro de
los móviles de mi aproximación a Larrea es el compartir la
afinidad
con la poesía de César Vallejo. Claro que, a diferencia de él, acepto
plenamente
la adscripción de Vallejo al marxismo, postura que Larrea
rechazaba
con múltiples argumentos. Ahora bien, durante la década de los
noventa
en la Argentina el neoliberalismo vino acompañado de los modelos
posmodernistas
en la literatura, más proclives a admitir un marxismo
lavado,
matizado y esquematizado como el de Neruda, que el radicalismo
poético
y vital de un Vallejo. Incluso su lectura fue soslayándose en cantidad
mientras
que la del chileno mantuvo su caudal de lectores bastante parecido
en
número, pese a la caída del muro de Berlín. Probablemente también
porque,
en América, Neruda suena familiar, trae aromas domésticos,
a
diferencia de Vallejo, universal en su rebelión aunque sea más profundamente
telúrico
que Neruda. Pero en el neoliberalismo eso no importa, todo
lo que
sepa a rebelión genuina es demasiado “bold” (pesado o grueso, en la
jerga
tipográfica) y la moda de los ochenta y noventa era “light”.
Córdoba
no se sustrajo a aquella influencia destinada a sobrenadar en
lo
superficial, que ofició de nuevo presupuesto para expulsar de la memoria
cultural
la obra larreana, salvo en los exiguos círculos que lo habían tratado
y en los
pocos nuevos adeptos que supe conseguir, entre ellos, Bernardo
Massoia,
joven estudioso de la obra vallejiana. Afortunadamente, nuevos
aires
corren en la Facultad de Filosofía y Humanidades. Ha apoyado el
acto
conmemorativo realizado en marzo de 2012 en el Centro Cultural
España
Córdoba, con la invitada Dra. Graciela Maturo y la presencia del
Dr.
Diego Tatián; además, se realizó el seminario de posgrado dictado por
el Dr.
Benito del Pliego, en marzo de 2013, en la Escuela de Letras de la
unc,
denominado “Juan Larrea: vanguardia y pensamiento poético”.
En: Vigilia de un
sueño. Apuntes sobre Juan Larrea en Córdoba, Argentina (1956-1980).
Etiquetas: Eugenia Cabral
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