Verónica Chiaravalli: El cuaderno de música. María del Carmen Colombo
Contra todos los males, música
Nadie escucha la música de Magdalena. La oyen, sí, porque resulta imposible no oírla y porque ella se esfuerza por hacer que el sonido traspase muros e indiferencia: aporrea el piano con furia hasta que a su madre, siempre distante, le duele la cabeza, o se concentra en que el "Vals del minuto" logre asordinar la discusión política de ese grupo de militantes, que para eso la convocó.
La historia de Magdalena, de niña a mujer, escandida en tres movimientos ("Primeras notas, primeros acordes", "Pequeño concierto", "La primavera") es la sutil materia que trabaja María del Carmen Colombo en El cuaderno de música (Cienvolando). El librito intimista evoca, con una prosa cercana a la poesía, la solitaria niñez de la pequeña Magdalena en un caserón venido a menos del barrio de La Boca, iluminada siempre por la música y por la proteica presencia del piano, que es compañero fiel, refugio seguro, talismán y tabla de salvación cuando los afectos naufragan.
La música, también -aunque en una declinación entre satírica y funesta- inspira la acción de Mendelssohn en el tejado (Impedimenta), célebre novela que el escritor checo Jirí Weil escribió en el transcurso de quince años e innumerables penurias, y fue publicada originalmente en 1960, un año después de su muerte.
Todo comienza con un episodio tragicómico: Julius Schlesinger, mediocre burócrata del nazismo en la Praga ocupada y a merced del siniestro Reinhard Heydrich, recibe la orden de bajar de la terraza del Rudolfinum, decorada con estatuas que rinden homenaje a los grandes compositores, la escultura que representa a Mendelssohn, por tratarse de un músico judío. Temeroso de las alturas e ignorante del aspecto que pudiera tener Mendelssohn (y de cualquier otra cuestión que rozara siquiera el mundo del arte), Schlesinger manda a dos ayudantes a que identifiquen la efigie y la quiten del lugar. Pero las estatuas no llevan inscriptos los nombres de los músicos y el burócrata empieza a inquietarse. No cumplir la orden puede costarle la vida, pero pedir ayuda en una misión tan simple sería una imperdonable muestra de inoperancia. Se le ocurre entonces la idea salvadora. En un curso sobre "ciencia racial" le habían enseñado que las narices más grandes eran las de los judíos, así que envió nuevamente a la terraza a sus hombres, en busca de la estatua de nariz más prominente. Con pocas luces y una regla salieron ambos, que pronto y hartos de medir narices, decidieron resolver la cosa a ojo. La nariz más grande, concluyeron, era sin dudas la del tipo de la boina, y pusieron manos a la obra. Horror sintió Schlesinger cuando descubrió que le habían echado la soga al cuello nada menos que a la estatua de Richard Wagner.
El cuaderno de música. María del Carmen Colombo, Cienvolando
Mendelssohn en el tejado. Jiri Weil, Impedimenta
Por: Verónica Chiaravalli
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home