martes, junio 20, 2017

Luis Bacigalupo: Acerca de “El baile de la yegua”, de Eduardo Silveyra




Un deseo odiado: bordes y desbordes de un relato político



La persuasión de una escritura, su posibilidad, no son consecuencia de la fatigosa búsqueda de un tono, de una dicción más o menos sugestiva, sino de la dicha de haberlos encontrado, oportunamente, de modo casual, súbito y pregnante. No es por lo tanto un tono resultado de una prosecución. La ausencia de un propósito pertinaz o, sencillamente, una distracción sostenida en el tiempo son condición de posibilidad. El tiempo cobra entidad en el relato, porque este mismo lo funda. Lo demás queda fuera de toda consideración: es pérdida de tiempo. Lo demás, es literatura o genealogía: Macedonio, Marechal, Arlt, Gombrowicz, O. Lamborghini quien, como Eduardo Silveyra, “nació en una generación”. Una generación que todavía hablaba de generaciones. Vi a los mejores espíritus de mi generación destruidos por la locura, hambrientos histéricos desnudos… Tres décadas antes de que Allen Ginsberg profiriera su Aullido, Gertrude Stein musitó a Hemingway: you're all a lost generation. Y en la bolsa también entraban, junto a otros, Faulkner, Fitzgerald, Dos Passos, Steinbeck, Caldwell, Pound. Desde entonces se habló de la “Generación Perdida”. Sabemos hoy que una década puede ser ganada por el sueño de una o más generaciones y perdida, por soberbia o necedad, en medio (o a causa) de una pesadilla. Lo que demuestra que el tren de la historia no se detiene en todas las estaciones. A veces pasa a la velocidad de un expreso demorado solo en nuestra imaginación.
El Pisto, conductor del movimiento anarco peronista musical orillero, dispone los preparativos para recibir a Cristina o La Yegua. El escenario, que dista de ser una caballeriza, resulta apropiado al ambiente nac and pop del relato de Silveyra: un conventillo de la calle Olavarría al que, se dice –tentados estamos en creerlo–, iba Gardel con sus guitarreros a milonguear, tomar merca con champán y encamarse con algún changarín arrabalero después de cada actuación. La infidencia glorifica el mito, aunque haya ofuscado a un tanguero de Ituzaingó. Las ortodoxias en la Argentina siempre han mostrado una disposición proverbial a la ofuscación. Sin embargo, ningún otro lugar podía sensibilizar tanto a propios y ajenos, gozar entonces del mayor prestigio –felizmente dudoso– para recibir a Cristina, la presidenta más psicodélica que vi en la vida, dice Paty en un momento en que Violeta se apresta a podar –léase sacrificar– un matorral de plantas ilegales. El relato empieza in media res, pero la “cosa” también trata de carne, por sobre todo de eso trata, aunque en un ámbito de un profuso lenguaje, perdón… quise decir follaje. Ambas mujeres, amadoras de El Pisto, son ahora las encargadas de limpiar el patio y podar la más heteróclita vegetación en convivencia pacífica que se pueda imaginar: ceibos, higueras, paltas, bananos, yuyos, buenas yerbas y camalotes. Y una frondosa Santa Rita infaltable en todo conventillo que se precie. En este patio selvático donde las verduras parecieran crecer según la ley de una profusión barroca (nada más parecido a un Movimiento Orillero), se nos invita a participar del Baile de la Yegua. Entre yerba mate y algún porrito de buenas flores de un cultivo propio la noticia, de entrada, concita la atención de la hipotética concurrencia (hablamos del lector) que, ante la primera ocasión u oración: ¡Mañana viene Cristina!, acepta el convite y ha decidido de antemano ser el último en retirarse de un acontecimiento –les aseguro– digno de alquilar balcones.
Silveyra despliega un relato báquico-dionisíaco del que se infiere la adecuada conjunción de desliz y destreza que requiere el asunto. Y la duplicación nominativa de esta versión greco-romana de un mismo dios que merece nuestras paganas adoraciones ya nos fascina de entrada. El pleonasmo deviene hipérbole, y lo erótico, nos dice el autor, se vuelve tánatos. Estamos en víspera de la presentación de las memorias de El Pisto, del Manifiesto del Movimiento Orillero y la llegada de Cristina, de estos tres acontecimientos es este último el que irá a tener lugar, porque es, per se, el que suscita todas las pasiones y cris-pasiones, el que invita a un retorno a ciertos ritos mistéricos, iniciáticos, el que promete pathos. En tanto dionisíaco de corte nietzscheano, el peronismo cumple los debidos requisitos aún, con las variaciones del caso, en su eterno retorno. Estamos, dicho así, ante un principio estético desmedido, vital, extático. Cabe decir que estamos también en la víspera de una tragedia “aerostática”, irrisoria, carnavalesca, la de quien fuera en vida una leyenda de la contracultura rockera. Silveyra reescribe esta pistocchiana leyenda y consigue, a fuer de resignificar una devoción, que lo tanático se vuelva eros.

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Vagar era ir a un lugar determinado pero no de forma directa, podíamos volver sobre los pasos y tomar otro camino y alargarlo para atravesar una cortada o fluir en las intensidades de las correntadas ligeras sembradas de reflejos y vegetación traída desde los cauces inundados arrastrados por el viento… En este fragmento, de un período mayor, cuyo afluente de escasas comas y fulguraciones múltiples pareciera querer agolparse en la garganta, el narrador refiere un paseo por un camino azaroso rumbo a Catalinas, junto a Milagros, La Francesita. Un paseo de celuloide, en blanco y negro, digno –evoca– de una película de Jarmusch. Es un pasaje de una situación literaria y sexual, nos dice. Este vagar sinuoso y de una sensual nocturnidad cursa los mismos antojos de un texto sobreabundante incluso en su brevedad. Hasta el silencio aquí resuena barroco. Como el repertorio de sus ex mujeres, que el narrador detalla a La Francesita, ostentando un nostálgico aire donjuanesco. La remisión a “Madamina, il catalogo é questo”, la célebre aria de Leporello en Don Giovanni de Mozart, resulta inevitable.
La Francesita, que no es ni torta ni peronista, se las trae. Burguesita progre, vive en París, toma cóctel Margarita y está a punto de casarse con un alemán que filma Watusis en la selva africana para la televisión belga. A ella se le encomienda tomar registro fílmico de la fiesta –aunque acabe gozando de una fiesta otra, íntima, propia–, porque es ella quien tiene a su cargo un documental sobre El Pisto: emblema inaugural del rock argentino, periodista, editor y mecenas, fundador del Colectivo Cósmico de Paternal, anarquista de vocación, y de ocasión responsable de la recuperación de la textil Amat, quebrada –allá cerca y no hace tanto– en los putos noventa. Enterada de “la movida” a instancias del gordo Pancho, un puntero de Ezeiza, Cristina se anota para asistir de incógnito a ese evento orillero “inclusivo” (en un sentido estrictamente generacional), ya que, de pendeja, dice, leía el Expreso. Toda una leyenda El Pisto, como Perón, como Gardel… No podía dar con mejor héroe, Silveyra.
El relato es político tanto en sus bordes como en sus desbordes. Asimismo, lo es el sentido de contención que prolifera, es su paradoja, bajo el espíritu de una anarquía más provista de huesos que de carne. Los guiños a El fiord, oblicuos pero sugestivos, poseen la inexorabilidad de lo amado. El Pisto no es Perón ni El Loco Rodríguez. La falocracia ha “caído” (falofagocitado), las políticas de género la han vuelto gagá; y la carne, que renueva siempre la promesa sexual de empoderamiento, la de Cristina, es un deseo odiado (de La Francesita), que no un odio de clase. Un deseo de mujer. La irrefrenable atracción sexual que siente hacia la presidenta, es “la razón de su vida” y una realización que augura segundas partes. Por último, nos cuenta un sueño: una señora oligarca y su hija disfrazada de cría de gorila se cruzan con ella y Cristina, que van caminando juntas por la calle. La peripecia se dirime entre el engaño (la señora quiere una foto con la presidenta) y la delación (para clavarle alfileres, confiesa la niña). Cristina, muy yeguamente, termina propinándole al “mensajero” el chirlo en la cola que no pensó en darle a la señora oligarca. Eso no se hace, eso no se hace, la regaña. Esta escena resignifica la paródica pintura de Daniel Santoro, Eva Perón castiga al niño marxista leninista (Silveyra nos lo recuerda). Tanto la “abanderada de los humildes” como Cristina escarmientan a ambos extremos del arco político argentino aliados contra Perón en la Unión Democrática…
Aquí nos detenemos, a riesgo de plantar un spoiler. Pardon pour l’anglicisme.
¡Viva El Pisto! ¡Viva Perón! ¡Viva Cristina!


Luis Bacigalupo,

18 de mayo de 2017

*Eduardo Silveyra (Uruguay, 1955-reside en Argentina desde 1973). Publicó cuentos, poemas y ensayos en medios de Argentina, Brasil y Uruguay.
Publicó: Ave Fénix (Poesía) 1989, Poemas del Pez Amarillo (Poesía) 2004 Ediciones Libros de Tierra Firme. Esta puta memoria (Novela) Editorial Leviatán. 2009., El baile de la Yegua (Novela) Ediciones Nova Expres. 2017. Mención especial en el concurso de crónicas periodísticas del Espacio de la Memoria. 2014.

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