Luis Bacigalupo: Acerca de “El baile de la yegua”, de Eduardo Silveyra
Un deseo odiado:
bordes y desbordes de un relato político
La persuasión de
una escritura, su posibilidad, no son consecuencia de la fatigosa búsqueda de
un tono, de una dicción más o menos sugestiva, sino de la dicha de haberlos
encontrado, oportunamente, de modo casual, súbito y pregnante. No es por lo
tanto un tono resultado de una prosecución. La ausencia de un propósito
pertinaz o, sencillamente, una distracción sostenida en el tiempo son condición
de posibilidad. El tiempo cobra entidad en el relato, porque este mismo lo
funda. Lo demás queda fuera de toda consideración: es pérdida de tiempo. Lo
demás, es literatura o genealogía: Macedonio, Marechal, Arlt, Gombrowicz, O.
Lamborghini quien, como Eduardo Silveyra, “nació en una generación”. Una
generación que todavía hablaba de generaciones. Vi a los mejores espíritus de
mi generación destruidos por la locura, hambrientos histéricos desnudos… Tres
décadas antes de que Allen Ginsberg profiriera su Aullido, Gertrude Stein
musitó a Hemingway: you're all a lost generation. Y en la bolsa también
entraban, junto a otros, Faulkner, Fitzgerald, Dos Passos, Steinbeck, Caldwell,
Pound. Desde entonces se habló de la “Generación Perdida”. Sabemos hoy que una
década puede ser ganada por el sueño de una o más generaciones y perdida, por
soberbia o necedad, en medio (o a causa) de una pesadilla. Lo que demuestra que
el tren de la historia no se detiene en todas las estaciones. A veces pasa a la
velocidad de un expreso demorado solo en nuestra imaginación.
El Pisto,
conductor del movimiento anarco peronista musical orillero, dispone los
preparativos para recibir a Cristina o La Yegua. El escenario, que dista de ser
una caballeriza, resulta apropiado al ambiente nac and pop del relato de
Silveyra: un conventillo de la calle Olavarría al que, se dice –tentados
estamos en creerlo–, iba Gardel con sus guitarreros a milonguear, tomar merca
con champán y encamarse con algún changarín arrabalero después de cada
actuación. La infidencia glorifica el mito, aunque haya ofuscado a un tanguero
de Ituzaingó. Las ortodoxias en la Argentina siempre han mostrado una
disposición proverbial a la ofuscación. Sin embargo, ningún otro lugar podía
sensibilizar tanto a propios y ajenos, gozar entonces del mayor prestigio
–felizmente dudoso– para recibir a Cristina, la presidenta más psicodélica que
vi en la vida, dice Paty en un momento en que Violeta se apresta a podar –léase
sacrificar– un matorral de plantas ilegales. El relato empieza in media res,
pero la “cosa” también trata de carne, por sobre todo de eso trata, aunque en
un ámbito de un profuso lenguaje, perdón… quise decir follaje. Ambas mujeres,
amadoras de El Pisto, son ahora las encargadas de limpiar el patio y podar la
más heteróclita vegetación en convivencia pacífica que se pueda imaginar:
ceibos, higueras, paltas, bananos, yuyos, buenas yerbas y camalotes. Y una
frondosa Santa Rita infaltable en todo conventillo que se precie. En este patio
selvático donde las verduras parecieran crecer según la ley de una profusión
barroca (nada más parecido a un Movimiento Orillero), se nos invita a participar
del Baile de la Yegua. Entre yerba mate y algún porrito de buenas flores de un
cultivo propio la noticia, de entrada, concita la atención de la hipotética
concurrencia (hablamos del lector) que, ante la primera ocasión u oración:
¡Mañana viene Cristina!, acepta el convite y ha decidido de antemano ser el
último en retirarse de un acontecimiento –les aseguro– digno de alquilar
balcones.
Silveyra despliega
un relato báquico-dionisíaco del que se infiere la adecuada conjunción de
desliz y destreza que requiere el asunto. Y la duplicación nominativa de esta
versión greco-romana de un mismo dios que merece nuestras paganas adoraciones
ya nos fascina de entrada. El pleonasmo deviene hipérbole, y lo erótico, nos
dice el autor, se vuelve tánatos. Estamos en víspera de la presentación de las
memorias de El Pisto, del Manifiesto del Movimiento Orillero y la llegada de
Cristina, de estos tres acontecimientos es este último el que irá a tener
lugar, porque es, per se, el que suscita todas las pasiones y cris-pasiones, el
que invita a un retorno a ciertos ritos mistéricos, iniciáticos, el que promete
pathos. En tanto dionisíaco de corte nietzscheano, el peronismo cumple los
debidos requisitos aún, con las variaciones del caso, en su eterno retorno.
Estamos, dicho así, ante un principio estético desmedido, vital, extático. Cabe
decir que estamos también en la víspera de una tragedia “aerostática”,
irrisoria, carnavalesca, la de quien fuera en vida una leyenda de la
contracultura rockera. Silveyra reescribe esta pistocchiana leyenda y consigue,
a fuer de resignificar una devoción, que lo tanático se vuelva eros.
***
Vagar era ir a un
lugar determinado pero no de forma directa, podíamos volver sobre los pasos y
tomar otro camino y alargarlo para atravesar una cortada o fluir en las
intensidades de las correntadas ligeras sembradas de reflejos y vegetación
traída desde los cauces inundados arrastrados por el viento… En este fragmento,
de un período mayor, cuyo afluente de escasas comas y fulguraciones múltiples
pareciera querer agolparse en la garganta, el narrador refiere un paseo por un
camino azaroso rumbo a Catalinas, junto a Milagros, La Francesita. Un paseo de
celuloide, en blanco y negro, digno –evoca– de una película de Jarmusch. Es un
pasaje de una situación literaria y sexual, nos dice. Este vagar sinuoso y de
una sensual nocturnidad cursa los mismos antojos de un texto sobreabundante
incluso en su brevedad. Hasta el silencio aquí resuena barroco. Como el
repertorio de sus ex mujeres, que el narrador detalla a La Francesita,
ostentando un nostálgico aire donjuanesco. La remisión a “Madamina, il catalogo
é questo”, la célebre aria de Leporello en Don Giovanni de Mozart, resulta
inevitable.
La Francesita, que
no es ni torta ni peronista, se las trae. Burguesita progre, vive en París,
toma cóctel Margarita y está a punto de casarse con un alemán que filma Watusis
en la selva africana para la televisión belga. A ella se le encomienda tomar
registro fílmico de la fiesta –aunque acabe gozando de una fiesta otra, íntima,
propia–, porque es ella quien tiene a su cargo un documental sobre El Pisto:
emblema inaugural del rock argentino, periodista, editor y mecenas, fundador
del Colectivo Cósmico de Paternal, anarquista de vocación, y de ocasión
responsable de la recuperación de la textil Amat, quebrada –allá cerca y no
hace tanto– en los putos noventa. Enterada de “la movida” a instancias del
gordo Pancho, un puntero de Ezeiza, Cristina se anota para asistir de incógnito
a ese evento orillero “inclusivo” (en un sentido estrictamente generacional),
ya que, de pendeja, dice, leía el Expreso. Toda una leyenda El Pisto, como
Perón, como Gardel… No podía dar con mejor héroe, Silveyra.
El relato es
político tanto en sus bordes como en sus desbordes. Asimismo, lo es el sentido
de contención que prolifera, es su paradoja, bajo el espíritu de una anarquía
más provista de huesos que de carne. Los guiños a El fiord, oblicuos pero
sugestivos, poseen la inexorabilidad de lo amado. El Pisto no es Perón ni El
Loco Rodríguez. La falocracia ha “caído” (falofagocitado), las políticas de
género la han vuelto gagá; y la carne, que renueva siempre la promesa sexual de
empoderamiento, la de Cristina, es un deseo odiado (de La Francesita), que no
un odio de clase. Un deseo de mujer. La irrefrenable atracción sexual que
siente hacia la presidenta, es “la razón de su vida” y una realización que
augura segundas partes. Por último, nos cuenta un sueño: una señora oligarca y
su hija disfrazada de cría de gorila se cruzan con ella y Cristina, que van
caminando juntas por la calle. La peripecia se dirime entre el engaño (la
señora quiere una foto con la presidenta) y la delación (para clavarle
alfileres, confiesa la niña). Cristina, muy yeguamente, termina propinándole al
“mensajero” el chirlo en la cola que no pensó en darle a la señora oligarca.
Eso no se hace, eso no se hace, la regaña. Esta escena resignifica la paródica
pintura de Daniel Santoro, Eva Perón castiga al niño marxista leninista
(Silveyra nos lo recuerda). Tanto la “abanderada de los humildes” como Cristina
escarmientan a ambos extremos del arco político argentino aliados contra Perón
en la Unión Democrática…
Aquí nos
detenemos, a riesgo de plantar un spoiler. Pardon pour l’anglicisme.
¡Viva El Pisto!
¡Viva Perón! ¡Viva Cristina!
Luis Bacigalupo,
18 de mayo de 2017
*Eduardo Silveyra (Uruguay, 1955-reside en Argentina desde 1973). Publicó cuentos, poemas y ensayos en medios de Argentina, Brasil y Uruguay.
Publicó: Ave Fénix (Poesía) 1989, Poemas del Pez Amarillo (Poesía) 2004 Ediciones Libros de Tierra Firme. Esta puta memoria (Novela) Editorial Leviatán. 2009., El baile de la Yegua (Novela) Ediciones Nova Expres. 2017. Mención especial en el concurso de crónicas periodísticas del Espacio de la Memoria. 2014.
Etiquetas: Eduardo Silveyra
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