Liliana Ponce: Sobre El privilegio de los años, de Graciela Perosio,
Sobre El privilegio de los años,
de Graciela
Perosio,
Ed. Leviatán,
Bs. As., 2016
El privilegio de los años, de Graciela Perosio, comienza y termina con dos
textos en prosa que dan enmarcan y orientan una posible lectura del libro. El
primero –presente también en Escampa, el
corazón, la antología personal de la poeta publicada hace unos meses–,
expone en tercera persona metáforas e imágenes acerca del tiempo y su impacto
en las vivencias –y alude a esa construcción como trama, bordado, tela desplegada.
El otro, de cierre, escrito en primera persona, remite también metafóricamente,
a la obra como casa construida, y al río de lágrimas que desde ella se vislumbra
y que, por último se trastoca en risa.
Pero
sumergiéndonos ya en la serie de poemas que conforman el cuerpo del libro, observamos
algunos ejes que lo recorren y lo articulan el libro.
El primero
sostiene la conciencia del paso del tiempo –ese transcurrir que lo humano, se
sabe, conoce tanto por saberse en un cuerpo desgastado, como por contemplarse
en un espejo de vías atravesadas. Con los años, se ha perdido la intensidad de
las vivencias, y la ansiedad o el temblor ya no tienen ese ardor que nos
representaba en debilidad –aunque ese punto es, justamente, lo que nos permite
abordar otros estadios. Dice Perosio en uno de sus primeros poemas:
(pensar
que venimos
del
irreverente deseo
de
los cuerpos
y
ahora, ya cansados
se
aquietan
entonces,
descubrimos
el
inextinguible anhelo
de
las almas)
En los poemas
prevalece el yo, la primera persona. A veces se va hacia un nosotros inclusivo,
estableciendo un diálogo con el lector, esperando su anuencia. Y eso está
reforzado en el comienzo del libro, que parte como si fuera evaluación o
balance, y desde allí despliega su recorrido.
Ligado al lugar
del sujeto poético, está el de la identidad –reconocerse en el propio cuerpo,
en el recuerdo y en la mirada del otro. La entidad del yo, que tanto sostiene
en nuestra cultura, no es la misma para el pensamiento del budismo, que afirma
que el yo carece de sustancia, es permanente devenir de estados de conciencia que
se diluyen y se transforman. Y esa pareciera ser la mirada de la poeta,
aceptando dudas, aceptando preguntas. Así podemos leer en este fragmento de uno
de los poemas de mayor intensidad emotiva:
“[…]¿será
cierto que los hechos ocurrieron así?”
la
memoria se divierte con la fragilidad
de
nuestros sentimientos
y
dibuja historias fáciles de confundir
la
palabra “yo” nombraba algo
hace
tres meses
que
hoy no nombra (p. 20)
En otro texto (las
otras personas…, p. 22), se superponen con humor rostro y
máscara-personaje, en interrogante de dónde está lo que somos y lo que los
otros ven de nosotros.
Se insertan en
varios poemas figuras de movimiento: el salto de acrobacia, el girar de una
calesita, el empujar un cochecito, que representan el cambio y lo inapresable.
Pero también hay figuras que multiplican su sentido, como el símbolo de la
carta guardada en un sobre entre los libros del poema como si tal cosa… (p. 16), que aparece como un secreto mensaje a
ser leído e interpela, demanda, comparece. Pero a su vez, la palabra “carta” en
nuestro dialecto también puede señalar al naipe, referencia que abre otras
lecturas: puede ser la carta de una adivina, o la baraja que se arroja y
vaticina e interpreta los hechos.
El tiempo, para
los hombres, se percibe como un continuum,
una línea que no puede segmentarse. Sin embargo, al recordar, la memoria se
aísla en figuras en relieve o ahuecadas, en las que sobresalen la felicidad de
un instante o las astillas del dolor. Hay en ese camino huellas, recuadros,
donde Perosio se detiene y sustrae imágenes con el halo de la emotividad y el
pulso, porque ¿qué construimos con lo que reconstruimos?
Podemos
encontrar que la poeta extrae recuerdos de la infancia, como la llegada del
lechero y su rutina matinal (p. 30); o aquél donde se ve como la niña
pensadora, distraída para los mandatos cotidianos pero viajera en sueños y
reflexiones (p. 32). Hay escenas del quehacer cotidiano y de recorridos por la ciudad. A menudo, esos
recuerdos cruzan lo visual y lo sonoro, música, palabras, imágenes, que van del
pasado más cercano a un plano más hondo, lejano, como en el poema que comienza
”las estructuras del cochecito…” (p.
50), en el que tiempo y espacio rodean la mirada del yo poético, en un trayecto
de múltiples vías.
La conciencia del
tiempo y sus señales, ha tenido enorme peso en la literatura italiana –sea en
su poesía, la ficción y la filosofía. Aunque no soy especialista en ese campo, vienen
a mi mente algunos autores que estuvieron entre mis lecturas: Pavese, Calvino,
Ungaretti, Montale. Y llegan así diversas asociaciones, como el mismo inicio de
la Divina Comedia: “Nel mezzo del
cammin di nostra vita…”.
La voz de la
lengua italiana (dejando de lado algunas inclusiones del portugués) está
inserta con firmeza en el libro –está en expresiones, versos, fragmentos de
canciones. Y también, creo, en el ritmo de los poemas, su fraseo, que percibo
en otros libros de la poeta y pueden marcar, usando un término hoy riesgoso, ciertas
líneas de su estilo. Perosio usa un ritmo expansivo, abierto, que enuncia como
si quedara espejada el habla coloquial. El lector puede confiar en ese decir
como accesible explicación o aserto, pero creo que, en realidad, se trata de un
falso espejo: es sugerencia de duda, interrogantes, e induce a poner en juego
el sentido de significados propios.
Los poemas de Graciela
Perosio parten de una experiencia, o de un recuerdo de la experiencia, o de una
reflexión sobre ella. En este aspecto me parece importante considerar el lugar
de la experiencia en las manifestaciones de la poesía, y para ello tomo como
referencia el enfoque de Giorgio Agamben en su ensayo Infancia e Historia, donde expone que una de las carencias de
nuestra época es eludir o no considerar la experiencia, y de cómo aceptar o
negar esa actitud modificó a la poesía a través del tiempo. El hombre moderno,
dice, no sabe sumergirse en los hechos que vive, su alienación lo lleva a
sobrevolar la vorágine cotidiana o interponerla con algún tipo de pantalla. La
poesía, justamente, se sitúa en ese punto de inflexión en el que el sujeto,
enmascarado o trasvasado en el sujeto poético, reconstruye esa experiencia, le
da entidad, aunque el resultado obviamente no pertenece al campo del
conocimiento científico. El poema emerge de otro plano, se hace cuerpo pero
niega autoridad o axioma; se proyecta en una realidad que está más cerca de la
imagen onírica, de su saber intangible, que del objeto de la ciencia.
En el poema de
cierre, Finalmente… Perosio expone
sobre un zona ambigua y arborescente como es dar fin a un poema: reto ilusorio,
aceptación de que ha surgido a contrapelo de la teoría, de la conciencia de sus
pautas, necesidad de dar el salto, y situarse en la disponibilidad, la apertura
a otro posible comienzo. Perosio roza huellas del pensamiento budista, y más
precisamente de la escuela zen, al verse ante su propio texto:
estás fresca ante el espacio blanco
con la simple gratitud
del principiante
Allí remite a un título del maestro Shunryu
Suzuki, Mente zen, mente de principiante,
que a su vez se refiere a un antiguo principio budista empleado incluso en las
enseñanzas del teatro noh en Japón [en
japonés, shoshin]: después de
adquirir las destrezas requeridas, el discípulo debe mantener la avidez, el
entusiasmo, pero también la libertad del principiante.
Y la cita final de ese mismo poema:
(“si
encuentras al Buda, mata al Buda”)
es un conocido koan atribuido al monje chino Lin Tchi[1] y mencionado por numerosos
maestros zen. Su sentido desafía
y se abre a los riesgos de una múltiple interpretación.
Por último, y
haciendo uso de un recorrido inverso, haré referencia al título de esta obra de
Perosio, El privilegio de los años. El
término “privilegio” alude a un bien preciado poseído, en contraste con quien
no lo tiene o carece de él. Pero cuando se agrega que ese privilegio es el de
los años, el contraste tiene resonancias tanto felices como paradójicas –se
llega a la madurez, se vive más, con el riesgo del deterioro del cuerpo, con
una historia que se lleva como faro, a veces detrás de los párpados. El
presente siempre tendrá suprema fuerza, y tratar de instalarse en él es diario
desafío. La risa, presente en muchos textos filosóficos de Occidente, y
resolución de numerosos relatos del budismo, emerge al final del libro como
gesto irreverente, de desparpajo, pero también de secreta celebración.
Liliana Ponce
Octubre de 2016
Etiquetas: Liliana Ponce, Mónica Sifrim
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