Monica Sifrim: "El cielo una sola vez", de Dolores Etchecopar
En una primera y
ligera lectura de El cielo una sola vez
encontré una mención a la flor del asfódelo y recordé ese famoso, largo poema
sobre el amor en la madurez de Wiliams Carlos Williams que se titula
“Asfódelos” y dice, en un fragmento final cuya traducción mejoramos con Sandra
Toro sobre la traducción original de Octavio Paz:
"¡Sobre el
asfódelo, esa flor verdosa, vengo a cantarte, querida!
Mi corazón se
despierta pensando en traerte novedades de algo que te preocupa y que preocupa
a muchos hombres.
Mirá: lo que suele
llamarse novedad, no vas a encontrarlo
si no es en los
poemas que se menospreciaron."
Es difícil obtener
novedades de los poemas y sin embargo cada día los hombres mueren
miserablemente por carecer de eso que está ahí
Con ese epígrafe,
la poeta norteamericana Adrienne Rich titula un libro de ensayos vivenciales
sobre la poesía. Se llama “What is found there”( Lo que está ahí”, o “lo que se
encuentra allí”) Eso que puede recibirse únicamente de la poesía. ¿Y aquel eso entonces
qué sería? Me sedujo la idea de acercarme a este libro y a la emoción me
provoca blandiendo esa pregunta: ¿qué es lo que se encuentra solamente en el
libro nuevo de Dolores Etchecopar?
Por supuesto que
yo tampoco lo sé, yo menos que menos. Pero percibo que en estos poemas el
lector es llevado a ese lugar, al contacto con eso. En principio porque aquí
las cosas parecen vistas por primera vez. Hay pureza. Una pureza rara de
encontrar. Cuanto más pura esta poesía, más refractaria a la interpretación. Y precisamente
en su peligro reside su deleite. En vez de asirnos, nos desorientamos y
perdemos pie. Caemos al otro lado del espejo donde sólo los símbolos del sueño,
de los cuentos y de las leyendas se vuelven familiares: hachas y talismanes,
zapatos, liebres, árboles, ovejas.
Frente a un tipo
de poesía que se detiene en narrar los acontecimientos objetivos de la vida
corriente y construye razonamientos partir de esos hechos, Etchecopar asume que
el lenguaje no es real y pide cantar lo inusitado. O, como dice ella, cantar
“lo breve de un cielo que se espanta con el pensamiento”.
Además de pureza
hay un secreto que recorre este libro casi como un escalofrío. Es algo oculto
en primer lugar para la autora. Esa lengua no es solo irreal sino también
desconocida y Etchecopar no la traduce para nosotros, no intenta descifrarla.
Toma el secreto con la punta de los dedos y lo acomoda amorosamente sobre el
lomo del silencio para fascinarnos con su propia fascinación. En el proceso, va
creando una intimidad con el lector en las modulaciones de lo oculto y vibrante
que va del poema al oído “Lo que vino habló y habló en una lengua desconocida/
abracé la destemplanza y la fruición de los materiales/ de noche al apoyar el
oído en la almohada/ latían barrios remotos iluminados como pequeños altares/
las palabras despeñaban una y otra vez/ una admonición que no estaba en mi
comprender”
Entonces estos
textos, por supuesto, no nos aportarán novedades sobre nuestro mundo, como
diría Williams, hablarán en voz bajita: “no hables tan alto delante de la
noche” se avisa en otro verso.
Los poemas traerán
resonancias de un mundo enrarecido que se enrarece todavía más para que se
desaten los poemas. Vemos que la ciudad se hunde y asistimos a la hora en que
la llanura desaparece. Pareciera que hace falta un hundimiento de lo conocido
para que emerja lo otro que es muchas veces, el campo, el sueño, lo feérico. En
el campo la poesía nace del parto de un caballo y se le ven las patas, y es una
hembra. Ya se habían diluido antes los límites entre personas y animales y la
poeta también sabe mirar con el ojo del animal. Tras el parto, tirando de las
patas asoma el poema y, después de diez años de silencio, sin explicaciones,
aparece la voz que primero recuerda y más tarde debe liberarse de lo que se ha
aprendido a recordar.
La inquietud que
provoca el nacimiento solo puede rodearse con preguntas. Le pregunta al
arriero, a los huéspedes, al esposo niño, a las manos de las momias de los
niños incas hallados en la nieve en la alta montaña.
Este un libro que
sugiere un balance de vida, Etchecopar recorre del revés la historia personal y
descose los hilvanes falsos de lazos maritales filiales y maternos. “hijo, hija
/ largo alumbramiento/ suelos sin caldear que se fueron de mi/ y aun así
todavía/ doy a luz un vacio/ donde rezar/ un hijo, una hija/ no allí donde me
ciegan los nombres cansados de las cosas/ sino donde pueda darme absolución/
una palabra que anide y cante/ como algunos pájaros/ cerca de la caída.”
El poema a la boda
es otro de los momentos más intensos y ricos del libro: “Yo me casé forastera
en un jardín/ sin que se viera/ el cura se paró entre los agapantos y rezó/
rezó un rezo larguísimo que aún vive entre las hojas/ y en el pasto alto cuando
llega el viento/ yo me casé sin calcular la alegría/ lejos de un país/ mi
esposo era callado como una flor/ y me dio silencio con la luz de sus manos
También se arroja
una luz nueva sobre los lazos fraternales y, más aun, en el poema Escriban en
papelitos interpela a sus poetas coetáneos: La rueda de poetas sigue andando/
una espalda se inclina sobre la página/ y la deja ir entre otras hojas
escritas/ así crezca su ímpetu y su murmullo/ así nos lleve como un río el
poema de todos”
Un crítico
anglosajón proponía que hay una literatura de microscopio, que agiganta lo
pequeño y cotidiano, y otra de telescopio (que achica y acerca lo desconocido
hasta traerlo a la mesa de trabajo). En ese sentido, esta poesía de telescopio,
que parece pequeña y apretada, escrita con minúsculas, procura con la siembra
de pequeños altares personales iluminar los enigmas más universales: la soledad
y el dolor, los del mundo, el silencio divino, la muerte del amor y el temor a
la muerte.
Un libro de
balance decíamos, con latidos de un carpe
diem melancólico como cuando llama a los amigos a beber, o expresa la
extrañeza por el tiempo vivido; la perplejidad del cumpleaños o la percepción
de que la ronda de poetas seguirá rodando cuando nosotros ya no estemos. La
noción de fin hace equilibrio con una aguda conciencia de lo endeble y lo
frágil que en algunos poemas provoca en el lector sensaciones casi físicas:
“Doy vueltas como una oveja esquilada/ a la que asusta su reciente levedad/ lo
poco que pesa una herida expuesta”
En la diagramación
del libro aparecen dos zonas muy diferenciadas. Pareciera por momentos que una
es la del poema en sí mismo y la otra corresponde a una mirada sobre la
escritura. A veces alude en las páginas pares a la sustancia onírica de que
está hecho el poema o al movimiento de lo fluido que la poesía congela (riamos
del zigzag que hace la vida que es como una liebre). Esos textos de las páginas
pares, mayormente en bastardilla, bordean el comentario, como una exégesis
falsa sobre las escrituras de las páginas impares. Parece que fueran a
explicarnos algo, pero no.
A tientas
percibimos que en el mapa del libro hay fuerzas en colisión “peligra el hilo
que nos “une las almas” “una gota de odio descendió, horadó la gratitud”. Las
palabra de la poesía siempre brindan amparo “Y veo en la peligrosidad/ un árbol
que pudiera ser refugio del poema” o “Hablamos para que no se nos note la
mudez”. Creo que la palabra peligro es una de las que más aparecen en los
poemas.
Volviendo a los
motivos por los que este libro me deslumbra, quiero señalar la libertad con que
palabras y texturas, símbolos y referentes se combinan de un modo que es a la
vez salvaje y preciso, feroz y delicado, armando un diccionario que es
únicamente suyo. Cada imagen asoma como algo inesperado y vibrante, pero no con
la estridencia ni la vaguedad de los surrealistas sino con un permiso muy
particular para abrir las tranqueras de la imaginación y dejar que se liguen
las palabras, soltando los sentidos, quebrando la prisión del referente y
expulsando los lugares comunes. Esa libertad solo se alcanza cuando el poeta
tiene tal dominio de sus herramientas que las deja independizarse, como los
buenos músicos cuando se ponen a improvisar.
A lo lejos
resuenan ecos de relatos personales e historias familiares o leyendas
folklóricas que a nadie le interesa reconstruir porque así, desperdigados como
arena por sobre las palabras, son mucho más hermosos.
Finalmente, los
diálogos secretos que implosionan desde la memoria en este libro no son los de
la vida solamente. La memoria es también ese mortero de la literatura que
Dolores leyó, los poetas franceses, belgas, alemanes. Y el oído educado con
atención y deseo para recuperar la resonancia de poetas argentinos como
Pizarnik, Molina, Orozco, Madariaga, Bailey, Viel Temperley y Alberto Girri.
Seguramente de ellos aprendió la autora también una ética de la forma para
trabajar los textos hasta la extenuación, sin atajos, golpes bajos, ni trampas.
Como dice Valery: “Un verdadero escritor es aquel que no encuentra las
palabras. Entonces las busca. Pero al buscarlas encuentra las mejores.” Celebro
entonces el nacimiento de este libro de una de las poetas más verdaderas que
conozco.
Etiquetas: Mónica Sifrim
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