martes, agosto 04, 2015

Carmen Iriondo. Poemas de su libro El carro de las letras

El mundo era hace mucho nombres, apellidos, casas numeradas, esquinas. Conocía. Conocíamos el olor del último ladrillo y el color de la vereda tuya. Nuestra. Una nena pensaba al comenzar un viaje: ¿cómo puedo recordar un instante para toda mi vida entera? Pero no sabía aún la existencia de espías en las coronas funerarias. Y miró con fijeza desnuda la vista con sus pupilas láser de intención: una mujer subía a un colectivo, cada pierna se elevaba lentísimo, efecto de cine con sus várices salientes. Asociaba la nena un paseo por el delta, cotidianos meandros, penas, raíces en los bosques que acarician la superficie erosionada del suelo. Las piernas suben sólidas, parecen, nos parecen, fuertes y en una bolsa sobrelleva verdura que asoma por el borde raído de tela también verde en alegre verdor a la altura de su cadera gruesa y mullida. Detalles. El recuerdo de esas piernas reaseguran que estoy y seguís vivo.



Trato de explicármelo y reviso las plantas frente a mí para que me consuelen, ellas viven, te lo explico a vos, en el jardín pequeño de mi casa y despiertan desperezándose a distintos horarios. A veces alguna se desvanece por decepciones de primavera, otras veces, otra muere. Intento explicármelo y espero que la llovizna le haga el amor a su vecina con cuidado. ¿Por qué la madre humana abandona a su cría? Conozco a mis perras, mis ovejas, tus yeguas y sus leonas, ellas a veces se comen a sus hijos sin razón. ¿Comulgan? Soy una repetidora del efecto del habla, poeta loca, me gritan. ¿Yo poeta? Apenas deshilvano lo que cosí a la noche.



El avestruz esconde su negación bajo el ala torpe. No ve. Pero se desliza por el campo como se mueven los patinadores y salen de películas, de medios de hacernos creer, instantáneas. Patina digo, el avestruz, sin mover su parte superior como un buen bailarín; se desliza y supera enfermedades, cadáveres con vinchas de hambre, abandonos, agujas. Come de todo, no selecciona, come todo brote, todo zapato, no frena ni cierra su pico enardecido, patina, frena, come otra vez, piedritas, marlos de maíz, lombrices, saca la cabeza y mira. Miren al avestruz, está maquillado, los ojos se le rasgan por el viento costero. Fascina esa forma coreográfica con la que dispara al compás de un submundo. Suena, desde el centro cordial de la tierra imaginada y sus golpes.




La alegría es sin causa. No sé como decirlo sin mal agradecer, sin ser un perro que trae la sarna de un pasado contagioso; bañados que fueron por amos de generosidad rebosante, después, tan calientes quedaron que siguieron a una perrita de corto pelo rubio. "Ándeme yo caliente", decía Góngora, vos lo decías en voz baja. No sé cómo decirte ni hablar de un sentimiento que simula una ortiga plantada en la garganta.
No te quejes, me quejo, protesto por nada, existente lenguaje el de los tantos otros que van más cómodos con su carrocería de ombligos. Si me odio un rato todas las mañanas, te lo digo y me animo, se me va borrando esa neblina resto del color de la última pesadilla. No puedo obligarme a no soñar.



Escapar de la emoción. Coser las cintas de mis zapatillas de punta. Las hago mías esta noche que amenaza lúcida e insomne. Que me encierre el frío dentro de sus rejas. Para tachar la danza gestual que me asalta cuando espía. Para no explotar de amor ante un hijo que simplemente pasa por ahí, camina por mi paso. Rezo a los budas para inventarme una norma. Coser el raso y pincharme los dedos con el aguijón de ganas de bailar. Elásticos para encerrar un tobillo en apariencia vulnerable. Puntadas rítmicas, meditación y búsqueda en el horizonte imaginario. Línea de puntos. Una zapatilla, doler la presión de la madera sobre el dedo gordo, subirse a las puntas y sentir cómo se esconde el ruido real en un piso cansado al final del día.




Tengo que poder con la melancolía, modelar de barro una montaña hecha de tiempo, una montaña del color de las uvas moradas. Bailar pisándolas aquella danza macabra que las convierta en vino y paren de sangrar. Así, liviana, esa bebida oscura con gusto a tu madera me hará reír, pensar más leve y menear las caderas. Voy a teñirte con una capa de sangre carmín y vendrás a buscarme en tu caballo enorme. Miren, todos los tristes, cómo salto arriba de sus ancas, con la agilidad de un resorte humano. ¡Qué rápido se abrieron sus permisos! Los dioses me saludan cuando paso, ellos prefieren, ustedes bien lo saben, que estemos distraídos de goce o sentados en bancos de tragedia. Nunca tristes porque sí.




Carmen Iriondo  (Buenos Aires, Argentina). Es licenciada en psicología por la Universidad Nacional de Mar del Plata. Publicó Casa propia (1988); Rara vez (1995); La niña pandereta (1997); Por el miedo te digo (2000); Egle y suertes virgilianas (2002); Syl & Ted (2003); Animalitos del Cielo y del Infierno '(2004); Prosas de dormida (2005) Vuelo de fiebre (2007); Llamando al picaflor por el nombre de pila (2009). Seamos Nieve (2010) El rock de los limbos (2011); Syl & Ted en edición bilingüe con traducción al inglés de Rolando Costa Picazo (2011); Tilinga (2012); Animalitos del Cielo del Infierno y del Mar (2014), El carro de las letras (2015).

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