Carmen Iriondo. Poemas de su libro El carro de las letras
El mundo era hace
mucho nombres, apellidos, casas numeradas, esquinas. Conocía. Conocíamos el
olor del último ladrillo y el color de la vereda tuya. Nuestra. Una nena
pensaba al comenzar un viaje: ¿cómo puedo recordar un instante para toda mi
vida entera? Pero no sabía aún la existencia de espías en las coronas
funerarias. Y miró con fijeza desnuda la vista con sus pupilas láser de
intención: una mujer subía a un colectivo, cada pierna se elevaba lentísimo,
efecto de cine con sus várices salientes. Asociaba la nena un paseo por el
delta, cotidianos meandros, penas, raíces en los bosques que acarician la
superficie erosionada del suelo. Las piernas suben sólidas, parecen, nos
parecen, fuertes y en una bolsa sobrelleva verdura que asoma por el borde raído
de tela también verde en alegre verdor a la altura de su cadera gruesa y
mullida. Detalles. El recuerdo de esas piernas reaseguran que estoy y seguís
vivo.
Trato de explicármelo y reviso las plantas frente
a mí para que me consuelen, ellas viven, te lo explico a vos, en el jardín
pequeño de mi casa y despiertan desperezándose a distintos horarios. A veces
alguna se desvanece por decepciones de primavera, otras veces, otra muere.
Intento explicármelo y espero que la llovizna le haga el amor a su vecina con
cuidado. ¿Por qué la madre humana abandona a su cría? Conozco a mis perras, mis
ovejas, tus yeguas y sus leonas, ellas a veces se comen a sus hijos sin razón.
¿Comulgan? Soy una repetidora del efecto del habla, poeta loca, me gritan. ¿Yo
poeta? Apenas deshilvano lo que cosí a la noche.
El avestruz esconde su negación bajo el ala
torpe. No ve. Pero se desliza por el campo como se mueven los patinadores y salen
de películas, de medios de hacernos creer, instantáneas. Patina digo, el
avestruz, sin mover su parte superior como un buen bailarín; se desliza y
supera enfermedades, cadáveres con vinchas de hambre, abandonos, agujas. Come
de todo, no selecciona, come todo brote, todo zapato, no frena ni cierra su
pico enardecido, patina, frena, come otra vez, piedritas, marlos de maíz,
lombrices, saca la cabeza y mira. Miren al avestruz, está maquillado, los ojos
se le rasgan por el viento costero. Fascina esa forma coreográfica con la que
dispara al compás de un submundo. Suena, desde el centro cordial de la tierra
imaginada y sus golpes.
La alegría es sin causa. No sé como decirlo sin
mal agradecer, sin ser un perro que trae la sarna de un pasado contagioso;
bañados que fueron por amos de generosidad rebosante, después, tan calientes
quedaron que siguieron a una perrita de corto pelo rubio. "Ándeme yo
caliente", decía Góngora, vos lo decías en voz baja. No sé cómo decirte ni
hablar de un sentimiento que simula una ortiga plantada en la garganta.
No te quejes, me quejo, protesto por nada,
existente lenguaje el de los tantos otros que van más cómodos con su carrocería
de ombligos. Si me odio un rato todas las mañanas, te lo digo y me animo, se me
va borrando esa neblina resto del color de la última pesadilla. No puedo
obligarme a no soñar.
Escapar de la emoción. Coser las cintas de mis
zapatillas de punta. Las hago mías esta noche que amenaza lúcida e insomne. Que
me encierre el frío dentro de sus rejas. Para tachar la danza gestual que me
asalta cuando espía. Para no explotar de amor ante un hijo que simplemente pasa
por ahí, camina por mi paso. Rezo a los budas para inventarme una norma. Coser
el raso y pincharme los dedos con el aguijón de ganas de bailar. Elásticos para
encerrar un tobillo en apariencia vulnerable. Puntadas rítmicas, meditación y
búsqueda en el horizonte imaginario. Línea de puntos. Una zapatilla, doler la
presión de la madera sobre el dedo gordo, subirse a las puntas y sentir cómo se
esconde el ruido real en un piso cansado al final del día.
Tengo que poder con la melancolía, modelar de
barro una montaña hecha de tiempo, una montaña del color de las uvas moradas.
Bailar pisándolas aquella danza macabra que las convierta en vino y paren de
sangrar. Así, liviana, esa bebida oscura con gusto a tu madera me hará reír,
pensar más leve y menear las caderas. Voy a teñirte con una capa de sangre
carmín y vendrás a buscarme en tu caballo enorme. Miren, todos los tristes,
cómo salto arriba de sus ancas, con la agilidad de un resorte humano. ¡Qué
rápido se abrieron sus permisos! Los dioses me saludan cuando paso, ellos
prefieren, ustedes bien lo saben, que estemos distraídos de goce o sentados en
bancos de tragedia. Nunca tristes porque sí.
Carmen Iriondo (Buenos
Aires, Argentina). Es licenciada en psicología por la Universidad Nacional de
Mar del Plata. Publicó Casa propia
(1988); Rara vez (1995); La niña pandereta (1997); Por el miedo te digo (2000); Egle y suertes virgilianas (2002); Syl & Ted (2003); Animalitos del Cielo y del Infierno '(2004);
Prosas de dormida (2005) Vuelo de fiebre (2007); Llamando al picaflor por el nombre de pila
(2009). Seamos Nieve (2010) El rock de los limbos (2011); Syl & Ted en edición bilingüe con
traducción al inglés de Rolando Costa Picazo (2011); Tilinga (2012); Animalitos
del Cielo del Infierno y del Mar (2014), El carro de las letras (2015).
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