Felisberto Hernández: Petrona
"(..) Aquella tía lejana, se llamaba Petrona. Se reía
siempre de las longevas, parodiaba a una de ellas poniéndose “dura y fruncida”
y siempre recordó las palabras que aquélla decía a su sobrino: “Nene, toca tu
Nocturno”. Como de costumbre, yo rabiaba.
Pero un día empecé a pensar que Petrona, a pesar de no sentir el Nocturno, ni comprender ni estar en eso, ni ambicionar ninguna situación ni estado estético como el que gozábamos nosotros, sentía algo y a su manera, de lo que ocurría en los que oían o gustaban ese momento de arte. Como muchas personas sin cultura intelectual -ella apenas leía el diario- al estar entre personas “instruidas”, tenía tensión de espíritu; se adivinaba que en esos momentos cargaba demasiado su batería; y cuando había oportunidad de reírse, descargaba con violencia su risa, que era más convulsiva y duraba más rato que la de los otros. Igualmente ocurría cuando en la conversación aparecía una persona que se hubiera encontrado en situación un tanto difícil o propensa a caer en ridículo.
La simpatía del estado de Petrona con el de la persona en cuestión, influía directamente sobre sus acumuladores y esperaba con retenida impaciencia -aun sin ella saberlo- la oportunidad de soltar intermitentes explosiones de risa. Precisamente, si las convulsiones de su risa inquietaban tanto, era porque se percibía el esfuerzo por contenerlas. Su risa era aspirada y sus convulsiones medio desahogadas y medio tragadas -alguien decía “degolladas”-. Tal vez, ese afán de contener su risa presionando desesperadamente sobre todos sus frenos musculares, respondía a su propósito de no hacer “papelones”, de no mostrar una risa chabacana. Y así, luchando con su risa ofrecía un espectáculo impresionante y extraño. En ese espectáculo, no sólo aparecía la reacción de la persona que llamamos sana, saludable, que nos presenta gran riqueza de energías y que al iniciar su contacto con ambientes superiores a los que está acostumbrada a actuar, esas energías se vuelven sobre sí mismas, frenadas por pudor, porque percibe la diferencia de ambiente y desea esconder su historia, o porque sabiendo que la descubren y que da el espectáculo, le es simplemente violento penetrar en un ambiente distinto; sino que Petrona también ofrecía un misterio que escondía cierto matiz brutal, persistente, burlón. Si por un lado era generosa, abnegada, consecuente en los cuidados y trabajos que se tomaba por nosotros -estaba en casa antes de nosotros nacer- también se burlaba continuamente y se le ocurrían bromas crueles. Cuando yo tenía tres años, una noche en que me habían dejado solo y con la luz prendida, vi aparecer por una puerta gris y entreabierta, algo como una gran pata negra de araña moviéndose; y era ella que se había forrado la mano y el brazo con una media negra y la asomaba haciendo contorsiones. Recuerdo muy bien esta impresión.
Y en casa decían que creyeron que me enloquecía.
Ella tomaba con dos dedos un sapo y lo levantaba hasta mostrar la barriga blanca. Yo tenía miedo porque ella misma me había dicho que soltaban un fuerte chorro de orín, que daba en los ojos y que dejaba ciego. Una noche de lluvia, después que yo estaba acostado vino a mi cama y vi que levantaba las cobijas apresuradamente; enseguida sentí en los pies la barriga fría y viscosa del sapo. Algunas noches después, mi madre notó un ruido raro después de apagada la luz; prendió rápidamente un fósforo y descubrió que yo dormía con los pies y las piernas para arriba, pegados contra la pared. Ahora vuelvo a sentir un poco la angustia de cuando apagaban la luz, de cuando la mecha de la lámpara dejaba escapar los últimos hipos; y que al final, después de casi apagada del todo, el último hipo tardaba más pero era más grande y ya todo quedaba completamente oscuro. Entonces empezaba a ver sapos en mi cama y a poner los pies en la pared. Mi madre me llevaba para su cama y mi padre venía a la mía. Cuando mi madre estaba por dormirse, yo le daba un codazo para que no se durmiera porque seguía sintiendo miedo a los sapos.
Petrona contribuía a malcriarnos porque era muy buena y nos hacía todos los gustos. Y esto desde la mañana hasta la noche. Todavía en la noche nos llevaba a todos la bolsa de agua caliente o el porrón. Una noche, cuando todos volvimos del teatro -y mi hermanita, la del loro, tendría cuatro años- nos encontramos, como de costumbre con las camas calientes. Y a mi hermanita le había puesto, además, la muñeca y un pequeño porrón de tinta con agua caliente a los pies de la muñeca. Cuando mi hermana mayor -la de “Pobre María”- tenía unos nueve años, la retaban porque siempre andaba corriendo y “hecha una chiva”. Petrona le dijo que si corría le saldrían cuernos, como a las chivas. Y esa tarde, que llovía e hicieron tortas frías, Petrona hizo con masa un gran cuerno frito y se lo llevó. Después, mi hermana caminaba despacio, en puntas de pie y se tocaba la frente.
Aunque
Petrona no había cultivado su sentimiento estético en el arte, en cambio tenía
desarrollado el sentido estético de la vida, en ciertos aspectos del
comportamiento humano. (Claro que ella no le hubiera llamado sentido estético.
Tal vez nunca haya pronunciado la palabra “estético”). Tenía el concepto de lo
que era lindo y de lo que era feo, de lo que estaba bien y de lo que estaba
mal. Y todo esto sintetizado en la palabra “papelón”: se trataba de hacerlo o
de no hacerlo.Pero un día empecé a pensar que Petrona, a pesar de no sentir el Nocturno, ni comprender ni estar en eso, ni ambicionar ninguna situación ni estado estético como el que gozábamos nosotros, sentía algo y a su manera, de lo que ocurría en los que oían o gustaban ese momento de arte. Como muchas personas sin cultura intelectual -ella apenas leía el diario- al estar entre personas “instruidas”, tenía tensión de espíritu; se adivinaba que en esos momentos cargaba demasiado su batería; y cuando había oportunidad de reírse, descargaba con violencia su risa, que era más convulsiva y duraba más rato que la de los otros. Igualmente ocurría cuando en la conversación aparecía una persona que se hubiera encontrado en situación un tanto difícil o propensa a caer en ridículo.
La simpatía del estado de Petrona con el de la persona en cuestión, influía directamente sobre sus acumuladores y esperaba con retenida impaciencia -aun sin ella saberlo- la oportunidad de soltar intermitentes explosiones de risa. Precisamente, si las convulsiones de su risa inquietaban tanto, era porque se percibía el esfuerzo por contenerlas. Su risa era aspirada y sus convulsiones medio desahogadas y medio tragadas -alguien decía “degolladas”-. Tal vez, ese afán de contener su risa presionando desesperadamente sobre todos sus frenos musculares, respondía a su propósito de no hacer “papelones”, de no mostrar una risa chabacana. Y así, luchando con su risa ofrecía un espectáculo impresionante y extraño. En ese espectáculo, no sólo aparecía la reacción de la persona que llamamos sana, saludable, que nos presenta gran riqueza de energías y que al iniciar su contacto con ambientes superiores a los que está acostumbrada a actuar, esas energías se vuelven sobre sí mismas, frenadas por pudor, porque percibe la diferencia de ambiente y desea esconder su historia, o porque sabiendo que la descubren y que da el espectáculo, le es simplemente violento penetrar en un ambiente distinto; sino que Petrona también ofrecía un misterio que escondía cierto matiz brutal, persistente, burlón. Si por un lado era generosa, abnegada, consecuente en los cuidados y trabajos que se tomaba por nosotros -estaba en casa antes de nosotros nacer- también se burlaba continuamente y se le ocurrían bromas crueles. Cuando yo tenía tres años, una noche en que me habían dejado solo y con la luz prendida, vi aparecer por una puerta gris y entreabierta, algo como una gran pata negra de araña moviéndose; y era ella que se había forrado la mano y el brazo con una media negra y la asomaba haciendo contorsiones. Recuerdo muy bien esta impresión.
Y en casa decían que creyeron que me enloquecía.
Ella tomaba con dos dedos un sapo y lo levantaba hasta mostrar la barriga blanca. Yo tenía miedo porque ella misma me había dicho que soltaban un fuerte chorro de orín, que daba en los ojos y que dejaba ciego. Una noche de lluvia, después que yo estaba acostado vino a mi cama y vi que levantaba las cobijas apresuradamente; enseguida sentí en los pies la barriga fría y viscosa del sapo. Algunas noches después, mi madre notó un ruido raro después de apagada la luz; prendió rápidamente un fósforo y descubrió que yo dormía con los pies y las piernas para arriba, pegados contra la pared. Ahora vuelvo a sentir un poco la angustia de cuando apagaban la luz, de cuando la mecha de la lámpara dejaba escapar los últimos hipos; y que al final, después de casi apagada del todo, el último hipo tardaba más pero era más grande y ya todo quedaba completamente oscuro. Entonces empezaba a ver sapos en mi cama y a poner los pies en la pared. Mi madre me llevaba para su cama y mi padre venía a la mía. Cuando mi madre estaba por dormirse, yo le daba un codazo para que no se durmiera porque seguía sintiendo miedo a los sapos.
Petrona contribuía a malcriarnos porque era muy buena y nos hacía todos los gustos. Y esto desde la mañana hasta la noche. Todavía en la noche nos llevaba a todos la bolsa de agua caliente o el porrón. Una noche, cuando todos volvimos del teatro -y mi hermanita, la del loro, tendría cuatro años- nos encontramos, como de costumbre con las camas calientes. Y a mi hermanita le había puesto, además, la muñeca y un pequeño porrón de tinta con agua caliente a los pies de la muñeca. Cuando mi hermana mayor -la de “Pobre María”- tenía unos nueve años, la retaban porque siempre andaba corriendo y “hecha una chiva”. Petrona le dijo que si corría le saldrían cuernos, como a las chivas. Y esa tarde, que llovía e hicieron tortas frías, Petrona hizo con masa un gran cuerno frito y se lo llevó. Después, mi hermana caminaba despacio, en puntas de pie y se tocaba la frente.
Tenía una sensibilidad especial para que ciertos hechos, le hicieran cosquillas. Y de ahí su constante risa atragantada. No nos hubiera bastado el criterio de que aquella burla fuera una reacción secreta de venganza contra las personas de otra cultura. Parecía que sobraba algo, que este criterio fuera sobrepasado y que con él no alcanzáramos toda la realidad de su persona. También provocaba el pensamiento de que en aquella burla o reacción tan gozosa, había escondida una extraña forma temperamental, que ella no podía menos que abandonarse continuamente a esa tendencia suya y que estaba al mismo tiempo condenada a estarla deteniendo siempre. En total podría decir que nos sería difícil encontrarla -en el sentido de comprenderla- si la buscábamos con criterios o sentimientos comunes y que nos sentiríamos siempre tentados a postergar el juicio que de ella quisiéramos formarnos. En cambio, ella, pronto, inmediatamente, se lo formaba de los demás. Realmente ella era una persona muy equilibrada. (Aunque a veces, bajo las más grandes apariencias de equilibrio encontráramos las locuras más sorprendentes o los misterios más inescrutables). Desde su equilibrio, desde cierta frescura que le daba el no haber sido interferida por ninguna teoría estética o de alguna otra clase -que quizá hubiera tentado a su espíritu a quedarse con algo que podía resultar una pequeña extravagancia o alguna rara predilección- y sobre todo desde su misterio, observaba a los demás y descubría con gran facilidad, precisamente, la menor extravagancia a que una persona se hubiera entregado.
Así que en una reunión de arte, entendía de las actitudes que tomaban los demás. Y entonces su gran posibilidad de burla. (...)"
*Véase: Por los tiempos de Clemente Colling.
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