Margaret Atwood, dos relatos
Autobiografía
Lo primero
que recuerdo es una línea azul. Estaba a la izquierda, donde el
lago se
fundía con el cielo. En aquel punto había una pared de arena, pero
no se veía
desde donde yo estaba.
A la derecha
el lago iba estrechándose hasta convertirse en un río y ha-
bía una
presa y un puente cubierto, algunas casas y una iglesia blanca. Al
frente había
una pequeña isla rocosa con unos cuantos árboles. A lo largo
de las
orillas se veían grandes rocas erosionadas y los troncos cortados de
árboles
enormes, que sobresalían del agua.
Detrás hay
una casa, un camino que se adentra en el bosque, el acceso
a otro
camino que no se veía desde donde yo me encontraba, pero que en
cualquier
caso estaba allí. Al llegar a un punto el camino se ensanchaba;
la avena que
en algún distante invierno se había caído de los morrales
que llevaban
los caballos de los leñadores había germinado y crecido. Allí
anidaban
halcones.
En una
ocasión, en la isla rocosa había un esqueleto de ciervo medio
comido, que
olía a hierro, olía como cuando se frotan las manos con
herrumbre y
esta se mezcla con el sudor. Ese olor es el punto en que se
disuelve el
paisaje, en que deja de ser paisaje y se convierte en otra cosa.
Una parábola
Estoy en una
habitación sin ventanas que se abran ni puertas que se cie-
rren, algo
que puede parecer un manicomio, pero que en realidad no es
más que una
habitación, la habitación en que una vez más me siento a
escribirte,
otra carta más, otra hoja de papel, sorda, muda y ciega. Cuando
termine la
tiraré al aire y por así decirlo desaparecerá, pero el aire no opi-
nará lo
mismo.
Estoy
escuchando tus preguntas. La razón de que no las conteste es
que de
ninguna manera son preguntas. ¿Hay respuesta a una piedra o
al sol?
“¿Para qué es esto?”, preguntas, a lo que solo se puede contestar
diciendo que
no todos somos utilitarios. “¿Quién eres en realidad?” es la
pregunta que
hace el gusano de la manzana mientras la atraviesa. Un co-
razón roído
puede ser el centro, pero ¿es la realidad?
En cuanto a
mí, tal vez no sea más que el espacio entre tu mano derecha
y tu mano
izquierda cuando colocas las manos en mis hombros. Mantengo
tu mano
derecha y tu mano izquierda separadas, a través de mí también
se tocan. Se
parece al silencio, que también es un sonido. Yo soy el tiempo
que tardas
en pensarlo. Entras en mi tiempo, sales de él, yo no puedo entrar
ni salir,
¿por qué preguntarme? Tú sabes cómo es y yo no. Los espejos no
sirven para
nada.
Pregúntame
en cambio quién eres tú: cuando entras en esta habitación
por la
puerta que no está, no es a mí a quien veo, sino a ti.
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